martes, 31 de diciembre de 2013

Certeza





"I only say this once. I'd never said it before, but this kind of certainty only comes once in a lifetime ".


"Sólo lo diré una vez. No lo había dicho nunca antes, pero esta clase de certeza solo se presenta una vez en la vida".



Clint Eastwood a Meryl Streep, en "Los Puentes de Madison"






sábado, 28 de diciembre de 2013

Un lugar para el amor.

34 grados, 70 de térmica. Parque. Pileta. Calor. Chapuzón. Mas calor. Buena música, muy buena música. Leonard Cohen, John Grant, Tinderstick,Jason Molina.
Cinco de la tarde. ¿Que darán en el cine? Tablet. Cinemacenter. Recorro el programa : porquerías.  En medio, "Un lugar para el amor". Leo la reseña. Me gusta. Envío mail de reserva. Diez minutos después, recibo mail:"Su reserva es ...
Ducha. Euphoria. Cine.
Entro.Hace calor. Salgo,busco a la chica de la entrada:

¿No van a prender el aire?
Si no vienen muchas personas ,no,porque se van a morir de frio. ¿?
 Mirá, si estoy yo solo prendelo igual, porque me voy a morir de calor.

Entendió.

Somos cinco.Si, cinco. Dos parejas y yo. Mi butaca está justo delante de una señora y su esposo. No me  parece, estando el cine vacío, sentarme delante de ella. Me corro dos butacas mas allá. Pocos minutos después , viene una sra ,también junto a su marido, me dice: "...está sentado en mi butaca , Sr". La miro como si me estuviera jodiendo: "Pero acaso no ve , vieja de mierda, que el cine está vacío" , pienso, pero no se lo digo. Igual, mi cara de tujes  la disuade. Se sienta unas butacas mas allá. Escucho al esposo mascullar y casi me levanto a mandarlo a la reverenda mierda. Pienso:Viniste al cine , Gus. Solo. A pasarla bomba, ¿no? Me contesto: Si. Me callo. Agarro mi botellita de agua mineral y me obligo un trago.

Empieza la película. A partir de los diez minutos empiezo a llorar. Disimuladamente, despacito. Me reconozco en ella. Algunas cosas, claro, no todo. Una mamá enferma (obviemos el genero,¿si?). Raymond Carver. Alguien que escribe. Alguien que ama. Alguien que espera. Alguien que sufre. Medianía, mediocridad .Y el amor que se filtra entre cada roca de cada persona ,y la mueve, la rodea, la inunda , la puede.
Un final feliz.Al fin.

No llevo pañuelo. Levanto mocos. Las luces se prenden. Salgo, sonriente.

Camino por mi ciudad , calurosa y oscura, hacia mi auto. Sigo sonriendo, pensando que los finales felices existen ¿Porqué no?
Recuerdo las palabras de una amiga:"La vida no es una película"
Me pongo serio, pero , enseguida, vuelvo a sonreír y pienso: "Para mi si, Para mi si"




















"¿Y ahora qué?
Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos,ninguno en lo mas mínimo..."
R.C , en el cierre de "De que hablamos cuando hablamos de amor"

Maña



Pidió sus vacaciones a disgusto. Era una máquina de trabajar. Lo que él percibía como un mandato familiar, se había transformado, con el tiempo, en un disfrute. Pero debía hacerlo. Incluso su médico, a quien conocía desde su juventud, le había dicho más de una vez: "Dejáte de joder, Julián, pará la máquina...¿o querés  que la máquina se pare sola? " la broma del doctor resultó lo suficientemente intimidante como para que, al día siguiente, hiciera la reserva. 
Iría a la costa, a un pueblito chico, Ostende. Había leído que allí se había hospedado alguna vez Saint Exupery, y que mantenían la habitación en la que él había estado en perfectas condiciones.




Se levantó temprano, sin despertador,  tomó el bolso que había preparado la noche anterior y fue hasta el café de siempre.  Ojeó, más que hojeó, el diario sin advertir que era del día de ayer. Pidió la cuenta y subió al auto.  Aunque era un viaje corto,  en la semana le había hecho los controles de rutina.  Un amortiguador dañado casi lo saca de presupuesto.
Tardó más en salir de la ciudad que lo que tardaría en llegar a Ostende. Se alegró, tibiamente,  de escapar de esa especie de selva en la que se había transformado la ciudad que tanto amaba. Estaban frescos en su memoria los días en los que la ciudad tenía un ritmo más lento, más pueblerino. Días en los que se podía ir al centro sin que esto se transforme en un suplicio. Casi no se podía estacionar, caminar era más una carrera con obstáculos, en los que los obstáculos eran la gente y él mismo lo era de los otros. Colas interminables para lo que fuese y,  sobre todo, esa sensación de que algo pasaría.  Que nada bueno pasaría : una discusión,  una alarma que suena, las caras generalmente serias de la gente. Había que buscar en las caras de los jóvenes ( y cada vez más jóvenes ) las caras con sonrisas.

El trayecto fue tranquilo, solo interrumpido por una detención policial de rutina. Carné, seguro, patente. Todo en orden. Hasta luego, Sr. Hasta luego.

Se había propuesto no recordarla, sin embargo, él sabía que fracasaría . Aun seguía amándola y, por lo tanto, ella no era un recuerdo. Ella era , aun, presente. Intolerable presente. De manera que se resignó a encontrarla a cada momento, en cada rincón, no importa a donde fuese.



Se registró en el hotel. Lo recibió un muchacho joven y amable. Le entregó la llave y él le dio su propina pidiéndole que no se moleste en acompañarlo a la habitación. El muchacho le dijo que tenía orden de hacerlo. Él aceptó  pero llevó su bolso él  mismo.
En el breve trayecto a su habitación comprobó haber hecho una buena elección: era un pequeño, limpio y acogedor hotel. Su habitación -la 28- tenía las paredes pintadas en un suave ocre que hacía juego con el  acolchado y las cortinas. Descorrió una de ellas  y se encontró con una vista hermosa : unos médanos cubiertos casi en su totalidad por pinos, un sendero hecho con rodajas de árboles que llevaba desde el hotel hacía la playa y al fondo, claro, el mar. A esa hora, las tres de la tarde, los rayos del sol desprendían brillo de la arena y del mar. El plateado del mar semejaba  un espejo quieto y enorme.
Acomodó sus cosas sin apuro. Sus camisas y pantalones fueron colgados prolijamente en perchas. Algunos cosméticos, (sabía que los hoteles proveían algunos, pero prefirió llevar los propios), quedaron en un pequeño nécessaire.
Se vistió con unos bermudas y ojotas y bajó a caminar. Le recibió la llave una mujer de pelo recogido y ojos oscuros como si dentro de ellos ya fuese de  noche.
¿El señor viene a cenar?
Recordó en ese momento que, a la vieja usanza, el hotel ofrecía dentro de su tarifa,  pensión completa.
Sí, claro. ¿A partir de qué hora es la cena?
De las nueve, señor.
Muchas gracias.

Caminó por el sendero de rodajas y disfrutó de la fragancia de los pinos, inhalando profundamente.
Haberse tomado las vacaciones en diciembre,  cuando la mayoría de los turistas aun no habían llegado, le permitía disfrutar del silencio. Los pájaros, su piar, sus aleteos, el invisible moverse entre las ramas, y el rumor infatigable del mar parecían ser sus únicos acompañantes. Se acercó hasta la orilla y dejó sus ojotas allí,  fuera del alcance de las olas. Caminó por la orilla, con el sol casi a sus espaldas, sintiendo el agua, fría,  que mojaba sus pies. La arena ,gruesa y áspera, le raspaba y proporcionaba un suave y placentero dolor, valga el oxímoron. Tuvo que volver muchos años atrás para revivir una sensación similar. Quizás, con sus hermanos, en las numerosas tardes, allí, en Mar del plata.  Recordó, también, una extraña noche en la que, tomados de la mano, caminaron por la arena, a la luz de una luna amarilla, con una mujer con la que se amaron locamente en una época en la que uno aun podía hacer cosas locamente. Él sonreía con estos recuerdos, mientras caminaba, divisando, no muy lejos, una especie de pequeño muelle.

Unos minutos después comenzó a subir unos escalones de madera gastada. Al llegar al último, vio que en el extremo del muelle había un viejo pescando. Se acercó lentamente. No sabía pescar,  por lo que había desarrollado un excesivo cuidado con respecto al silencio que uno debe hacer estando pescando, temiendo ahuyentar a los peces. El viejo escuchó el rechinar de un viejo tablón y se dio vuelta. Le sonrío y levantó, en un gesto que le pareció extraído de alguna vieja película, su desteñida gorra con un ancla bordada.  Se paró al lado del viejo, mirando el mar, que seguía quieto como piedra, piedra esmeralda.
Había dejado el reloj en el hotel, por lo que no pudo calcular cuánto tiempo estuvo allí,  viendo al viejo pescar. Durante todo el tiempo, éste estuvo parado, pese a disponer de un banquillo a su lado,  alternando su mirada entre el horizonte y el punto en el cual la línea de pescar se hundía en el mar. En ningún momento se hablaron. Cada tanto,  el viejo sentía su caña temblar y comenzaba su aflojar y tirar, suave, casi mecánicamente,  hasta que el pez surgía del mar,  apenas moviéndose,  vencido.  El viejo lo tomaba y, con una delicadeza inusual, retiraba el anzuelo y lo colocaba en un balde lleno de agua,  en lo que él supuso, sería un gesto de piedad.
El sol se fue corriendo lentamente - todo en este lugar parecía pasar lentamente- y comenzó a suavizar su castigo, casi escondiéndose,  tiñéndo la tarde de  naranja. El viejo recogió su caña,  guardó todos sus elementos en una despintada caja de metal, tomó el balde y devolvió todos los peces -unos diez - al mar. Repitió el gesto con la gorra y se alejó por el muelle.  Julián se  recostó en la baranda, mirándolo, hasta que lo perdió de vista, detrás de un médano. Y comenzó a caminar, con sus pies en el agua siempre fría,siempre áspera,  de vuelta al hotel.




Se dio un baño que no sólo lo refrescó,  sino que lo relajó sobremanera.  La antigua ducha arrojaba el agua a gran presión y esta pegaba sobre su cabeza y sus hombros, provocándole un extraño placer. Se prometió conseguir una ducha parecida para su casa, cuando volviese.

Bajó al comedor a las nueve y diez. El lugar era,  como todo el hotel,  pequeño y acogedor. El piso de madera, al igual que las mesas. Las paredes, blancas, tenían colgados unos cuadros con fotos antiguas del lugar,  en blanco y negro. Todas las mesas tenían unos manteles impecables sobre los cuales resaltaba una antigua vajilla.
Se sentó en una mesa contigua a la ventana,  con vista al mar, privilegio -pensó - de haber venido temprano.
Unos minutos después se acercó a su mesa la joven que había visto a la tarde, a la que le dejó la llave.  Le preguntó por la bebida y demás. Ahora podía verla de cuerpo entero,  ya que a la tarde estaba detrás del mostrador de la recepción. Era preciosa. Podía advertirse su belleza aun vistiendo el uniforme que no la favorecía.

La comida (al menos así parecía en la carta) era simple y sabrosa, a tono con el hotel.
Durante la cena se ocuparon unas cuatro mesas, todas por parejas. Miró detenidamente a cada una de ellas. Un aura de seducción las rodeaba.  Eran voluntarios partícipes de un delicioso ritual. Galantería de parte de ellos: ayudándoles a quitarse alguna prenda, corriendo su  silla, llenando sus copas... Ellas respondiendo con su atracción animal: moviendo su cabeza, una de ellas, dejando que su cabello se mueva. Sonriendo, todas. O,  simplemente,  mirando a los ojos. Profunda, quirúrgicamente.


La joven se acercó con la bebida: un pinot noir que a él le extrañó encontrar en la carta. Le sirvió, correctamente,  hasta la mitad de la copa. (”hasta el Ecuador de la copa", tal como había aprendido en una reunión de sommeliers)
Lo disfrutó,  llevándolo hasta el final de su boca y dejándolo unos segundos allí, antes de tragarlo.
También disfrutó de la comida a la que confirmó como simple y deliciosa.


Al retirar los últimos platos, la joven le regaló una sonrisa,  mientras le ofrecía un café.
 “no servimos café,  pero como está usted solo, si quiere..."
Julián no había advertido que las parejas que ocupaban las mesas contiguas se habían retirado.
"Si, claro, me encantaría”
Unos minutos después,  la joven se acercó con el café y lo apoyó en la mesa.
Se sorprendió a si mismo preguntándole:
"¿Hace mucho que trabaja aquí?”
"Soy la dueña ",  le contestó,  sonriendo.
Él debió sonrojarse,  porque ella, ya no sonriendo,  sino riendo,  le dijo:" No te preocupes,  es normal"
Julián advirtió el tuteo y un cosquilleo recorrió su cuerpo.
Envalentonado,  le dijo:" entonces, si sos la dueña,  Podés  quedarte a tomar un café,  conmigo "
Rieron al unísono y siguieron haciéndolo, durante el café y durante el whisky que él le pidió y que ella le sirvió.

Al día siguiente, él le pidió que lo acompañase a ver la habitación de Saint Exupery.  El hotel quedaba cerca a unos dos kilómetros,  también entre los médanos, por lo que fueron caminando, contándose sus vidas.



Durante la semana que Julián estuvo en Ostende, jamás se acordó del trabajo,  ni de su casa, ni de su dolor de espaldas.

Tampoco se acordó de ella.





Al regresar,  renunció a su trabajo, puso en venta su casa, sus muebles y todo aquello que no fuese a utilizar,  allí donde iba.

En Ostende necesitaban un empleado para mantenimiento. Plomería, electricidad, pintura…esas cosas.  Él mucha idea no tenía,  pero  -pensó mientras acomodaba la ultima caja en el auto- habrá que darse maña,  como decía su abuela.



miércoles, 18 de diciembre de 2013

Los ojos de Poseidón

Voy a ser breve. Entiendo que lo que voy a contar posiblemente –seguramente- le importe a poquísima gente. De allí  la brevedad.
Ayer por la tarde, en una mas de estas tardes de bochorno, de ropa pegada al cuerpo y calor Kalahari, estaba en el parque de mi casa. Una gran montaña de hojas  y pasto seco esperaban ser quemados.Prender un fuego cuando uno esta prendido fuego no parece muy coherente, pero eso hice.Pronto el humo, espeso y gris, comenzó a filtrarse entre las hojas de los árboles , mientras los rayos del sol de la tarde  oficiaban de dagas , cortando al humo en mil pedazos.
  El piso de ladrillos del solar sobre el cual celebraremos las fiestas exigía ser lavado. Me obligo a hacerlo, a disgusto. Busco el cable, largo. La máquina hidrolavadora. Un cepillo. La manguera ,perezosa, de meses sin disfrutar del agua en su interior. Parece que va a andar. Anda. Comienzo el recorrido lento, hilera por hilera, ladrillo por ladrillo. No se cuantos minutos iban. No se , tampoco , porque miré. Pero miré. Y vi. La vi a Morena en la pileta. Tiré la maquina , sin apagarla, y corrí. Me coloco a su lado. Mi vieja perra labradora que ya no camina bien, nadaba mal. Se agitaba. Nadó hacia un borde. Y me miró.
Me miro con ojos de pedir. Y de esperar. Morena se estaba cansando, sus patas traseras no se movían. Se hundía. Se ahogaba. Sus ojos opacos, de perra vieja, sabían que podían esperar algo de mi: la tomé del lomo y la arrastré hasta uno de los bordes. Hizo un ultimo esfuerzo, con sus uñas largas de ya no caminar  e intentó trepar. No pudo.  Me miró, una vez mas. Un empujón y afuera. Trastabillando (quien no haya tenido un perro viejo , posiblemente no haya visto nunca un perro trastabillar) se corrió hacia un lugar en el que aun daba el sol y se sacudió, a duras penas. Miles de gotitas volaron y, por un momento, Morena fue joven otra vez y yo con ella.

Parece mentira que en este 2013 de Poseidón, no el dios griego,el del tridente,  sino del barco que , sin hundirse, tiene  mi vida dada vuelta, haberme convertido en el intimo y módico  héroe de mi perra  es, al menos, un esperanzador aliciente.
Poco después veo que  Morena  estaba echada, con sus patas hacia arriba, retozando al sol, sabiendo que aun había tiempo. Un rato mas. 

martes, 17 de diciembre de 2013

Lunar






Comenzamos a mediados de abril, un lunes. Estuvimos de acuerdo en hacerlo:”Mi amiga Carla y Pepe, su marido, lo hicieron y  les fue re bien”, me contó, entusiasmada, Dolores.”Me parece, bien, mi amor”, recuerdo haberle contestado.
Dolores, mi mujer, se refería a comenzar una terapia de parejas.  Yo estaba dispuesto a hacer todo lo que hubiese que hacer para estar mejor con ella. Dolores es  el amor de mi vida. Nos casamos luego de un noviazgo no tan breve, pero impetuoso. Ambos vivíamos lo que no habíamos vivido hasta entonces. La dulce dependencia del otro. El querer estar todo el tiempo juntos. Planear. Soñar. Ella tenía veinticuatro, yo, veintiséis. Con esfuerzo fuimos concretando aquellos planes iniciales: a los dos años Dolores quedó embarazada por primera vez, Pedro, y dos años después, Manuela. Compramos, créditos mediante, un lindo departamento, a la calle, en un piso cuarto de una zona hermosa. Al poco tiempo,un ascenso de Dolores hizo posible nuestro primer auto.
Teníamos una vida social activa, mis amigos y sus amigas, sumados a los que cada uno pudo agregar de nuestros trabajos, hacían que pudiésemos organizar cenas, salidas, encuentros en los que la pasábamos bien. Reíamos. Mucho.
Destaco esto, Doctor, porque para mí es muy importante reír. Hacer reír. Que me hagan reír. Y eso es loque nos pasaba con Dolores. Siempre.
El consultorio era pequeño pero acogedor. No había libros. Los libros me encantaban, pero no en esta situación. Si busco un abogado, quiero ver libros, si busco un psicólogo, quiero calidez. Un cuadro, alguna foto con caras sonrientes, una ventana a un parque, madera, un sillón confortable.
El  doctor accedió a verme solo, pese a su insistencia en que deberíamos informar a  Dolores de este encuentro: “No hay problema, Dr., le dije, pero tengo que verlo. A solas”
Por supuesto que el doctor estaba al tanto de todo aquello que nos había llevado a comenzar la terapia de pareja. Un enfriamiento de la relación. Grandes espacios de tiempo, en silencio, sin tema para compartir.
Pocas risas. Cada vez menos sexo. Había una recriminación mutua. “Si no te toco, podemos estar seis meses sin hacer el amor”, recuerdo haberle dicho en alguna ocasión.
“Mirá quien habla: te quedas hasta cualquier hora mirando televisión, yo con los chicos, la cena, los platos… ¿y después querés que este vestida de princesa para vos?
Todo eso – y mucho más- lo sabía el doctor. También sabía que yo podía reconocer que algunas cosas no estaban nada bien, que podía haber desgaste, que esto, que lo otro, pero yo tenía algo bien claro: Amaba a Dolores. Aun a esta Dolores, mas apagada, más áspera, arisca… ¿Cómo decirlo? Más triste.

Pero lo que motivaba mi reunión era otro tema.

Tengo que decirle lo que nos pasó el mes pasado doctor.
Cerca de  un mes atrás –a usted lo vemos una vez al mes y esto fue a los pocos días de nuestro último encuentro- sucedió un hecho inusual: una tarde, creo que no serian más de las cinco, porque se veía todo el movimiento alrededor del colegio, una cuadra más allá de donde estábamos estacionando el auto, mientras agarraba los documentos, veo que Dolores bajaba: “Cuidado que viene un auto, amor”, “ Ya lo vi”
Íbamos a comprar unas pavadas para la casa, nada del otro mundo, creo que unas toallas (lo que vino después fue tan shockeante que olvidé casi por completo los detalles menores). La tienda quedaba a la vuelta. Casi al llegar a la esquina escuchamos voces, gritos, ruidos de bombos…miramos y vemos una manifestación enorme  que ocuparía unas tres cuadras  en reclamo de vaya a saber uno que. Debíamos cruzar la calle. Esperamos unos minutos y escucho a Dolores que me dice:”Dale, crucemos”, “¿Te parece?”.
Dolores se zambulló en la muchedumbre y a los pocos metros la perdí de vista. Unos quince minutos después, casi con los últimos caminantes, decidí cruzar. Caminé unos metros, mirando hacia uno y otro lado buscándola. No la vi. “Debe haber entrado a la tienda”, pensé. Ingresé a la tienda, la busqué desde la entrada, sin entrar demasiado dentro del lugar, dudando que pudiese estar allí. Una vendedora se acercó:“Buenas tardes…creo que mi Sra. entró hace unos minutos tiene puesto…” Describí a Dolores lo mejor que pude. “No, Sr, no entró nadie parecido a quien usted dice”.
Salí. Busque mi celular en mi bolsillo y la llamé. Nadie contestó. Esperé unos minutos en la puerta de la tienda. Fui hasta la esquina. Fui hasta el auto. Volví a llamarla. Nada. De nada. Llamé a mi suegra. Mientras lo hacía me arrepentí… ¿Qué podría decirme? Solo la preocuparía. Corté.



Una hora después decidí ir a la policía. La seccional quedaba a cuatro cuadras, fui caminando.
Me recibió una mujer policía, joven, de gesto adusto. Le comenté lo sucedido. Me explicó que era  muy poco el tiempo transcurrido  desde la última vez que había visto a  Dolores. Que quizás fue un malentendido. Que el celular de ella podía haberse quedado sin batería, que recién a las 24 horas de la desaparición (escuché desaparición y se me hizo un nudo en el estomago) ellos podían intervenir.
Me fui caminando despacio hasta el auto, con las manos que me comenzaban a transpirar y el corazón a galopar.

Fui directo a casa.



El doctor escuchaba atentamente, sin interrumpirme. Yo me preocupaba porque sabía que, por más importante que fuese lo que le estaba contando, la sesión era de cuarenta y cinco minutos. Miré mi reloj: hacia veinte minutos que estaba allí. Continué.
Al llegar a casa, ni bien escuchó que colocaba la llave, Manuela se me abalanzó, y saltó a mis brazos:”¡Hola, Papi! ¿Y Mami?”…Ahora viene, se quedó terminando unas cosas”, mentí, mientras miraba a Florencia, la vecina que nos cuidaba a los nenes cuando teníamos algo que hacer.
Fueron tres horas interminables, Doctor, créame, interminables, hasta que a eso de las diez, escuchamos que alguien entraba. Era ella. Venia sonriente. Había pasado por una rotisería y traía algo para comer, pese a que los chicos habían comido a las nueve como siempre.
“Si, ya se – se anticipo- es para nosotros dos, Amor”
Acostamos a los chicos y nos sentamos a comer. Dolores sonreía. Me miraba diferente. Me sirvió una porción y, al pasar a mi lado, me acarició la nuca, suave, cariñosamente.
Yo no supe cómo hablar de lo sucedido a la tarde, Doctor. No quise recriminarle nada…incluso pensé que sería mejor que ella me dijese que ocurrió, ¿Porqué no me dijo adónde iba? ¿Cómo no me avisó, para no preocuparme? Y eso hice: no toque el tema, a la espera...
Pero Dolores no dijo nada, nunca. Terminamos de comer, se paró a mi lado y me susurró al oído: “¿Vamos a la cama? Yo lavo mañana. Me acosté primero y la esperé. Vino vestida, disculpe si el término es antiguo,
Doctor, pero comprenda que la lencería no es mi especialidad, en un baby doll con flores, de breteles finos, bordeaba  el escote una cinta de encaje negro. Una extraña  sensualidad flotaba a su alrededor. Su perfume –el que usaba tan poco- me invadió mientras ella me besaba el cuello. Besos chiquitos. Hicimos el amor como hacía mucho tiempo no lo hacíamos, Doctor.
Miré mi reloj. Cuarenta minutos.

Preferí no continuar porque quería escuchar al Doctor.

Tomó su pequeño cuadernito, en el que había anotado algunas cosas, acomodó sus lentes y me miró por encima de ellos: Hasta ahora, perdóname (el doctor me tuteaba, cosa que yo nunca pude hacer), no veo nada malo, Felipe. Quizás te asustaste, quizás se escapó a comprar algo personal y se olvidó de avisarte….quizás… ¿pensaste en una sorpresa para vos?

No, doctor, usted no entiende algo, lo interrumpí: Dolores no tiene el lunar.

El doctor me miró, serio.

Dolores tiene un lunar detrás de la oreja derecha, muy notable. Es como una seña particular ¿vio? Pues bien, Dolores, ESTA Dolores, la amorosa, la que me hace el amor como nunca, la que sonríe todo el tiempo, la que es amable , cariñosa,buena madre y todo lo que usted se imagina, NO tiene el puto LUNAR ¿me entiende? ¿Me entiende ahora,Doctor?

El doctor me miraba sin comprender, pero yo si lo comprendí a él: El pobre habrá pensado: “Nunca es tarde para sorprenderse”
¿Cómo mierda el doctor iba a creer en mi versión del lunar y de la desaparición del mismo? El hecho es que miró su reloj y, en lo que constituyó un hecho extraordinario, llamó por el interno a su secretaria y le dijo:
“Clarita, ¿le decís a la Sra. Mastronardi que me voy a demorar quince minutos?
Me miró y dijo, mientras con ambas manos moviéndolas juntas, abiertas, de arriba hacia abajo, hacia un gesto como de: “Paremos la mano”. 
Acto seguido me preguntó: “Felipe: si es como vos decís, la persona que está con vos, NO es Dolores ¿no es cierto? el doctor remarcó la palabra no, hablando mas despacio, pero en un tono mas elevado.

Asentí con la cabeza.

“Entonces, si Dolores no está con ustedes, hay que buscarla ¿no?”, esta vez ,solo utilizó el tono elevado para preguntarme:¿no?

Negué con la cabeza.

“¿¡Cómo que no!?”, dijo y se le cayó la birome al piso.

No, Doctor, aquí viene donde necesito su ayuda. Justamente. Vengo aquí porque tengo miedo, Doctor. Y quiero que me de alguna herramienta, alguna técnica de como manejarlo. Ya van varia noches en las que me despierto y ya no me puedo dormir,pensando siempre en lo mismo.
Esta Dolores, la actual, es la persona más maravillosa que conocí. No puedo pedir más. Lo tiene todo. Voy por la vida flotando. Pensando en ella, todo el tiempo. Planeando encuentros. Ella me sorprende: se aparece a la salida del trabajo y nos besamos como adolescentes. Caminamos de vuelta a casa tomados de la mano. Me pone cartitas de amor en los bolsillos del saco, chocolatines... Vemos películas y… ¡no nos quedamos dormidos! Esperando el final, para seguir con los besos. Sus abrazos por las noches son abrazos de miel.
En fin. Estoy perdidamente enamorado de esta Dolores…es por eso que tengo miedo, Doctor, mucho, mucho miedo...


Se hizo un silencio, el doctor me miró, expectante:



¡Cómo no voy a tener miedo , Doctor! ¡ Imagínese lo que seria  si un día llego a casa y , así como un día se me apareció esta Dolores,  me encuentro,de sopetón, así como así, con Dolores, la otra, la del lunar!







sábado, 7 de diciembre de 2013

Tan solo, tan triste.

Quizas , a manera de introducción:











Fueron seis  meses. Exactos. El 30 de junio, ella le dijo: “No puedo. No puedo”.
Se habían reencontrado en la celebración de fin de año que se hizo en el country en el que ella vivía.
Habían vuelto a sentir lo que hacía tanto no sentían. Se amaron con pasión adolescente. A hurtadillas. Él, Enrique Martínez, organizaba su día, su semana, su vida, para verla. Encontrarla a deshoras. En lugares alejados, escondiéndose de todos, dando nombres falsos, silenciando celulares, apurándose para amarse.
En cada encuentro se descubrían. El recorría su piel con sus manos, lentamente, adorándola,  desde sus pies, sus piernas, su brazo, terminando en el lóbulo de su oreja, de  suavidad conocida, y luego tomaba el pequeño aro dorado con una piedra azul entre sus dedos. Podía pasar horas enteras mientras ella,con sus ojos cerrados, dormía,y él , acostado a su lado, acariciaba sus cejas, con su dedo, recorría sus ojos, bordeandolos, despacio, sin despertarla.
En una ocasión, un fin de semana en la que el esposo de Miranda se ausentó a un congreso, dispusieron de un fin de semana completo. Enrique Martínez ordenó que prepararan su jet y volaron a Mendoza. Entre sus empresas se contaba un pequeño viñedo que él estaba remodelando. Había contratado a un californiano que se ocuparía de la producción . Sería una pequeña pero exquisita producción. En el centro del viñedo, una enorme y añosa casona oficiaba de Petit hotel. Pese a su tamaño, solo una parte estaba destinada a huéspedes por lo que en  algunas guías internacionales lo llamaban Hotel Boutique, término que  Martínez despreciaba.
Sus techos de piedra, paredes de viejos ladrillos y ventanales enormes hacían del lugar un paraíso. En su interior funcionaba un pequeñísimo restaurante, el cual tenía las reservas tomadas por dos años. Famosos, magnates, políticos se disputaban sus mesas.




Ese fin de semana, Enrique Martínez hizo enviar un regalo especial a las personas que tenias sus reservas. Un viaje para algunos, costosos perfumes, algunas joyas. Su secretaria Pilar se encargó de ello, ante la orden de su jefe: "Anulá todo, Pilar. Como sea. "
El viñedo era para ellos dos.
Su chofer, que había llegado unos días antes, los esperaba en el aeropuerto. Una liviana llovizna hizo que estuviese a los pies de la escalerilla con un amplio paraguas. “Hola, Carlos” “Hola, Miranda”. Ella se había preocupado de que eviten con ella el termino Señora. “Decime, Miranda, por favor”. La mano de Enrique Martínez tomaba a la de Miranda, entrecruzando sus dedos. Carlos nunca había visto que su patrón hiciese eso con ninguna mujer. También notó la forma en que se miraban, y sonrió. Ya Pilar se lo había comentado, unos días atrás: “Fijáte como se miran, Carlos.”
Abrió la pesada puerta de la casona una señora regordeta y baja, de mejillas rosadas y lentes de aro redondo, que parecía escapada de un libro de cuentos. Era Franca, la persona que Enrique Martínez tuvo siempre a su lado en cada casa a la que se trasladaba. Ella era informada por Pilar de la agenda de Martínez y partía unos días antes para tener todo listo para cuando él llegase. La temperatura de los ambientes, el agua mineral de su marca preferida, los vinos, algún chocolate, los relojes, su ropa. Todo aquello que Enrique Martínez podía necesitar estaba allí porque ella lo había dispuesto tal como él quería. Hacia treinta años que trabajaba a sus ordenes. Y, aunque el tipo de trabajo le había hecho postergar importantes cosas en su vida – varias parejas de Franca no soportaron su continuo ir y venir- ella era feliz. Adoraba a Enrique Martínez. Se dispensaban cariño mutuamente. Él solía abrazarla –como en esta ocasión , al entrar a la casona- y decirle alguna palabra cariñosa al oído. La paga que Franca recibía por su trabajo era superior a la de muchos gerentes de banco y el departamento en pleno centro de la capital en el que ella vivía (vivir es un decir :Franca vivía allí donde Martínez vivía) había sido un regalo de él , bastante tiempo atrás.


El salón era amplio, con pisos de brillosa y añeja madera. En una pared lateral, trepidaban unos leños, dentro de un hogar de piedras redondas. Las mesas estaban vestidas como si allí se fuese a brindar una recepción. Martínez la tomó por los hombros y la ayudó a sacarse el abrigo. El frío de mayo se veía tras un ventanal, mas atrás los viñedos, en geométrico orden y, en el fondo, unas montañas terminaban de cerrar la imagen que Miranda tenía en sus ojos: Si hay un paraíso, es este, pensó.
En el que luego recordarían como el mejor fin de semana de sus vidas, Miranda y Martínez caminaron, comieron, rieron, se amaron, como nunca antes.
Él leía, por las noches, mientras ella apoyaba su cabeza en su pecho, hasta dormirse. 
Tiempo después ella le confiaría que nadie, nunca, le había leído de esa manera. Él le contestaría que nunca antes alguien había apoyado su cabeza en su pecho mientras él leía.
Franca miraba desde la ventana de su habitación y veía a su patrón caminar de la mano de aquella mujer y, mientras una sonrisa se dibujaba en su boca, pensaba: “Se lo merece. Vaya si se lo merece. ¿Puede  alguien esperar tanto a una persona? Franca había sido testigo silenciosa de la vida de Enrique Martínez y conocía perfectamente de su amor por esa mujer. "Si, se dijo a sí misma. Se puede". Y cerró la pesada cortina de tela.


Volvieron a la capital un día antes de que el marido de Miranda hiciese lo propio. Habían ideado una complicada historia que justificase el fin de semana. Un encuentro de consultores se había se había organizado de imprevisto, en una de las empresas de…Enrique Martínez. Sus hijos habían quedado al cuidado de Astrid. El celular de Miranda era invariablemente atendido por Franca quien con su mejor voz repetía: Esta llamada a sido derivada… Buenos días, Señor ¿en qué puedo ayudarle?, La Sra. Miranda está en el taller referido a “Conductas a desarrollar en el ámbito laboral”, ¿quiere dejarle un mensaje? “


Sin embargo, el 30 de junio llegó. Ella evitó el encuentro, prefiriendo el teléfono:”No puedo. No puedo”. Lloraba. Le decía que nunca había sido tan feliz. Que jamás había sentido lo que ahora sentía. Que ella también había soñado por encontrarlo, alguna vez. Y que temblaba al sentirlo cerca.
Pero que no podía dejar su vida.
Enrique Martínez la escuchaba, en silencio.
No puedo terminar con mi familia, Enrique ¿me entendés? Los chicos sufrirían. Mi marido sufriría…No puedo. No puedo.
Enrique Martínez sintió un nudo en su garganta. Tragó saliva. Sintió sus ojos empañarse. Aunque hubiese esperado treinta años para vivir los mejores seis meses de su vida y todo ello se acabe así, en un tris, aunque muchas cosas pasaron por su  cabeza mientras su saliva le despejaba la voz, aunque ,usando a fondo su poder, se había enterado de algunos secretos del Señor Juez,  Enrique Martínez prefirió decir: Te entiendo, Moon. Esperó unos segundos y cortó.








El día de su cumpleaños número setenta y  cinco, Enrique Martínez estaba exultante: acababa de sellar lo que él consideraba su mejor jugada: su retiro. Durante toda su vida  empresarial, Enrique Martínez había cultivado como un dogma el trabajo en equipo. Darle lugar a otros había sido el norte en su forma de conducir y, aunque muchas veces lo habían decepcionado, el perseveraba en ello porque estaba convencido que esta era la única manera de que una empresa se mantenga en el tiempo y superviva  a sus dueños. El ego de Enrique Martínez no tenia limites: se consideraba superior a todo aquel que lo rodease, técnica, humana y, sobre todo, culturalmente, pero esto no era un obstáculo para lograr su cometido de compartir liderazgo y actuar en equipo, por una sencilla razón: Se sabía vulnerable. Un ataque cardíaco casi silencioso -un fuerte dolor durante un crucero por el mediterráneo – fue diagnosticado por los médicos como muy afortunado: podría haber sido masivo. Se lo sometió a una complicada operación en el mejor hospital de los Estados Unidos que resultó exitosa, pero que lo marcó definitivamente.
Al volver a su casa ,Franca (que por especial pedido de él no había sido parte del viaje)  le preguntó: ¿Cómo está , Enrique?
A lo que él contestó: Impecable, Franca, Impecable.
Y entonces,hoy, el día de su cumpleaños número setenta y cinco, se vió delegando en su mano derecha, un joven a quien había preparado durante diez años, la conducción de sus empresas, reservándose un puesto vital en el directorio, la presidencia honoraria, aunque solo para monitorear los primeros meses sin su conducción..
Tenía planeado concretar algunas cosas que tenía pendientes: aprendería  a tocar el piano y realizaría un curso intensivo para aprender a hablar chino mandarín, el cual, según su visión, sería  indispensable hablar si uno quería considerarse un verdadero empresario, aun retirado . “Nunca confíes en un intérprete”, le había dicho su padre.

En el medio de la fiesta que Pilar le había organizado, su celular vibró en su bolsillo. Miró la pantalla, leyó: “Astrid”. Se trasladó hacia un coqueto y tranquilo salón y cerró la puerta tras de sí. “Hola, Astrid” , “Hola Enrique, ¡Feliz Cumpleaños!”
Era la primera vez en veinte años que Astrid lo llamaba para su cumpleaños.
Lo que escuchó le heló la sangre. Miranda está muy mal, Enrique. Martínez la interrumpió: ¿Dónde estás? Astrid le contestó que en su casa. Martínez anotó la dirección, mientras por otro celular le pedía a  Carlos que prepare un auto. Le hizo un gesto con la mano a Pilar: al acercarse le dijo:”Me voy” “Pero…los invitados” Enrique Martínez la miró y ella no necesitó mas.
Bajó los cuarenta pisos desde el pent-house hasta las cocheras. El auto esperaba al pie del ascensor. Subió y le pasó el papelito con la dirección a Carlos.”Rápido”, dijo, seco.
Pasó por la casa de Astrid y fueron a un café cercano.
Al entrar le pidió al encargado que bajen la música y que pongan música clásica. El encargado dijo que eso no era posible. Martínez se dio vuelta  y miró a Carlos que venía unos pasos atrás. Carlos le dijo algo al oído al encargado, quien se sonrojó.
Unos segundos después sonaba la sinfonía nro. 25, su preferida.
Miranda estaba enferma. Desde hacía dos años. Comenzó por olvidarse la comida en el horno. Ya no jugaba a su juego preferido de cartas. Se excusaba con pequeñas mentiras pero Astrid y ella sabían la verdad: no recordaba los juegos jugados y ya comenzaba a olvidarse las reglas. Tenía largos periodos de extraordinaria lucidez, pero caía en profundo pozos en los que repetía preguntas, desconocía a vecinos, no atendía el teléfono y se enojaba sin razón. Miranda vivía sola desde que su matrimonio acabase, unos años atrás y sus hijos se casase, uno, y viajase, el otro, a perfeccionarse al exterior. Astrid pasaba todos los días por su casa, charlaban, se reían, muchas veces, pero, muchas veces también, era víctima de los enojos de su mejor amiga, su amiga de toda la vida.
Enrique Martínez movía con sus dedos los dos hielos dentro de su vaso con Gentleman Jack.
¿Por qué me contás esto, Astrid?
Te lo cuento por una sencilla razón, Enrique: Porque hace varios años atrás, Miranda me hizo prometerle algo: “Si algo me pasa, avisale a Enrique”
Y aquí estoy, cumpliendo la promesa.
Los ojos de Astrid se llenaron de lágrimas.
“Perdóname, Enrique, perdonala”, dijo , ya entre sollozos.
¿Perdonarte?, ¿ Por qué? ¿Perdonarla?, ¿ Por qué?
Porque debí convencerla, Enrique, debí convencerla. Cuando ella te llamó diciéndote que no podía seguir viéndote, discutimos fuertemente. Le dije que estaba loca. Le pregunté cuanto tiempo había pasado de su vida recordándote, y ahora que estaban juntos…Le grité: ¿Cuánto hace que no te sentías como estos meses, Miranda? Ella solo se tapó la cara con sus manos y luego empezó a llorar como nuca antes la había visto llorar. ¡Y mirá que nos conocemos desde chicas, Enrique! Me habló de sus hijos, de su esposo…lo mismo que me dijo que te había dicho a vos…Y yo le pregunté: “¿Y vos, Miranda?  ¿Y vos? ¿ Cuando vas a pensar en vos?
Pero yo debí, insistir, Enrique, debí haberla convencido…
Enrique Martínez se paró, corrió una silla a su lado y la abrazó, sin decir palabra.
Astrid le contó que hacía seis meses la habían trasladado a un geriátrico de la zona norte, después de que se olvidase la llave de gas abierta.
Enrique Martínez se quedó callado unos minutos. La miró a Astrid y le dijo: Me voy a encargar de algunas cosas, Astrid. Va a correr todo por mi cuenta, pero voy a necesitar que aparezcas vos como la persona que las financia. Ya encontraremos la excusa. No quiero ,a estas alturas, problemas familiares de ningún tipo.
¿Te puedo hacer una pregunta, Astrid?, dijo Martínez mientras salían a la calle.
Astrid asintió con la cabeza,y lo miró, aun con sus ojos rojos.
¿Sabe Miranda que aquella vez fuiste vos la que me contactaste?
"Si, Claro".
"Contáme".
Su primera reacción, típica en Miranda , fue enojarse. Estuvo casi un mes sin hablarme. Luego de encontrarte, se apareció una tarde en casa , sin aviso previo, me abrazó, me dio un beso y me dijo:¿Cómo voy a hacer para agradecerte?¿Cómo? Después de esa tarde, cada vez que nos veíamos, reía, se acercaba y me decía, bajito, al oído: "Gracias"




Trasladaron  a Miranda al mejor instituto del país, no muy lejos de la zona en el que estaba. Era un conjunto de pequeñas cabañas con toda la tecnología para estos casos. Cocinas eléctricas,  cámaras de monitoreo, sensores para cada situación que se pudiese presentar  y, sobre todo, un equipo humano que aportaba calidez, se acercaba a cada uno de los pacientes varias veces durante el día preguntando o, simplemente, compartiendo un momento. Un gran parque con senderos comunicaban las cabañas y llevaban al gimnasio, a la pileta, al salón de reuniones. Se daban clases de todo tipo: baile, idiomas, juegos, pintura…

Enrique Martínez llegó a las seis de la tarde, un lunes. Prefirió que Carlos lo deje en la puerta e ingresar caminando. Preguntó en la recepción lo que ya sabía: cabaña “Lila” .Las cabañas tenían nombres de flores. “Es aquella”, le señalo una joven de lentes.
Caminó despacio. Llevaba en sus manos un ramo de fresias. Golpeó la puerta, suavemente. Al abrir la puerta, volvió a ver a la mujer hermosa que siempre soñó. Su nerviosismo se esfumó al verla sonreír y escuchar:¡Enrique! Se abrazaron fuertemente durante un tiempo que le pareció infinito. Notó que Miranda no quería disolver aquel abrazo. La tomó de la cintura y con la otra mano buscó su mano y entrecruzó sus dedos. Estuvieron hablando largamente sobre su pasado, aquel lejano, lejanísimo de la adolescencia y el otro, más cercano, del reencuentro. Ella lo hacía con soltura y con agrado, y el disfrutó cada instante.
Al despedirse, Enrique Martínez apoyó sus labios sobre su mejilla y ella, corrió su cara en búsqueda de su boca. Cerró sus ojos y olió su perfume.
Quedó en pasar al otro día y notó la alegría en su cara.
De vuelta a su casa, Martínez le comentó a su chofer lo bien que la había encontrado y pensó si no se habrían equivocado sus médicos en el diagnostico.

Llegó  a la cabaña “Lila”, a la tarde siguiente y golpeó la puerta. Miranda abrió la puerta, lo abrazó fuertemente, sin querer soltarlo, y hablaron de los mismos temas, con –casi- las mismas palabras del día anterior. Largas tardes en las que, acostados en el amplio sillón de la sala, él le leía el mismo tramo de su libro preferido, mientras sonaba ,claro, el mismo tema
Fueron dos años en los que Enrique Martínez concurrió a la cabaña “Lila”, a reproducir como ante un espejo la tarde anterior. Un espejo en el que Enrique Martínez se veía reflejado abrazado a la mujer que nunca dejaría de amar.


Miranda murió una tarde de septiembre.

Enrique Martínez miraba, desde lejos,sentado en un viejo banco de piedra, bajo un árbol que supo roble, como su familia y amigos la despedían. Vio como Astrid giró su cabeza, lo miró y agitó su mano. Un pájaro, brillante y negro, revoloteó y se detuvo junto a él , en el extremo del banco.

Fue entonces, mientras olía la imperiosa fragancia de los eucaliptos, y el sol se ponía tras las figuras recortadas de las personas que se alejaban, que Enrique Martínez  se sintió tan solo y tan triste como jamás se había sentido.



                                                                       








Cuando, al fin,
inesperadamente
encontrar.
Y el sol que brillaba
Y el miedo
Ya se van,
Queda todo lo bueno.
Ni siquiera hurgando
Encuentro el dolor
de lo que ya no es.
Solo el brillo de ser.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Un pasillo hacia ella.



Un pasillo hacia ella.

   
 Llegó un día en el que algo se aclaró en mi mente. En ese momento me pareció  que era el final de un proceso natural  que culminó  así, como ajeno, sin mi intervención.  Más tarde pensé que,  simplemente, era lo único por hacer.  No es difícil para el que camina por un pasillo encontrar la salida.
    

 Me  desperté como tantas otras mañanas, solo. No necesité el despertador ya que era sábado. Ya la luz del día había inundado mi habitación, filtrándose, intrusa, entre los pliegues de las cortinas. Acomodé la almohada detrás de mi cabeza, incorporándome, apenas. Tampoco  necesité mirar la hora para saber que me hubiese gustado dormir un poco más. Sin embargo mi vejiga me había despertado, implacable.
 Había estado con ella. Hacía ya varios meses nos veníamos encontrando, invariablemente, noche tras noche. Buscábamos lugares diferentes. Algún parque, con árboles  que parecían dibujados, recortando sus miles de hojas ante nuestros ojos y mostrándonos sus verdes, apenas movidos por una brisa suave,caricia.
Y, debajo de ellos, unos banquitos hermosos, de madera, como suelen verse en las películas. 
 Nos sentábamos allí, por horas. Ella solía acostarse en mi regazo, con sus piernas apoyadas en el banco, formando una especie de taburete en el cual apoyaba algún que otro libro que leía, mientras  yo  miraba. Miraba como se movían las hojas de aquellos árboles, miraba como el sol se escondía  entre ellas y se dejaba  ver  en forma de rayos, y la miraba a ella. Podía estar horas, días, mirándola. Su cabello, de miel,  acomodado detrás de sus orejas, sus pestañas, sus labios. En determinado momento, ella se incorporaba, y, tomándome  de la cara con ambas manos, me besaba.  Al principio despacio, apenas apoyando sus labios contra los míos, luego nos dejábamos llevar, veloces.
 La acompañaba a su casa y nos prometíamos extrañarnos. Luego caminaba entre  otras casas que me parecían siempre diferentes, siempre otras,  por caminos desconocidos que siempre  conducían hacia la mía.
    
 Cuando sonaba el despertador, me sentía descansado, feliz. Me esperaba un día igual a tantos otros, una rutina que  me llevaría, otra vez, a la noche.
  Esa tarde , al llegar a casa, sentí mi cuerpo más cansado de lo usual. Esto me alegraba, ya que tardaría menos en dormirme. Preparé algo rápido para cenar, y me di un baño, con el agua lo más caliente que pude aguantar, lo que, supuse, me aseguraba sentirme bien, apenas cerrase la ducha. Mientras me secaba sonó el teléfono. Un viejo amigo que quería saludarme. Hablamos por diez minutos y ,mientras hablaba,sentí frío. Me miré en el espejo y me vi desnudo y con los pelos mojados. Me cubrí con la toalla húmeda y fui hacía la cama. Me tapé y cerré los ojos. Las agujas del reloj marcaban las diez. A poco de acostarme comencé a sentir una molestia en el estomago, por lo que coloqué mis manos encima dándome calor, tal como hacia mi madre cuando era un chico. Cuando las agujas marcaron las once y treinta yo seguía sin dormir y mi panza crujía. Me pregunté si ella se molestaría por mi demora. Cerré los ojos. A las doce y quince tuve que ir al baño. La urgencia me impulsó a correr. Tropecé en la oscuridad y me golpeé un pie. Maldije a la silla con la que tropecé y a lo que se cruzase por mi mente.   Al  acostarme miré  el reloj. La una y treinta.
 Llegué al parque corriendo, con mi cuerpo mojado y la respiración agitada. Miré por cada rincón, detrás de cada árbol, en cada banco. No la encontré. Ya mi respiración estaba normal, pero mi enojo me hacia patear cada piedra del sendero. Volví  a casa sin verla. No fue necesario el despertador. Me incorporé en la cama a las cuatro y me quedé  esperando la hora de levantarme, mirando las maderas del techo que brillaban, apenas, con la luz del reloj.  Maderas verdosas, titilantes. Me sentía triste y me preguntaba si ella se habría enojado.
  Había vuelto transpirado del parque, por lo que debí bañarme, otra vez.
  
 En el trabajo me persiguió el malhumor. Terminé mis tareas y pasé por una farmacia. Debía asegurarme de que no me volviese a pasar lo mismo de la noche anterior. Me ofrecieron unas capsulas mitad de  color rojo y mitad verde que debía tomar antes de comer.
Una vez en casa cociné algo liviano, tome la cápsula y esperé, viendo televisión, un poco antes de acostarme. Decidí posponer el baño para hacerlo al levantarme. La posibilidad de que me haya pasado lo de la noche anterior por haber tomado frío, me decidió a hacerlo de ese modo.
Apagué la televisión y fui al dormitorio. Me desvestí y me acosté.
 Esta vez no necesite correr. Miraba mi reloj y estaba en horario. Puntual. Al comenzar a descender la pequeña  loma de entrada al parque, la vi, a lo lejos. Estaba sentada. Aún no me había visto. Acomodó su pelo, dejándome ver su perfil, nítido. Tenía una camisa de un color salmón que estaba en absoluto composé con su cutis. Se miraba sus manos y, alternativamente, miraba a unos chicos que jugaban cerca. Se paró al verme y me encandiló con su sonrisa. Mis temores de que estuviese enojada se evaporaron. Ni mencionó lo de la noche anterior, como si no hubiese sucedido. Me abrazó fuerte y me besó en mi mejilla. Nos tomamos de las manos y recorrimos el parque durante largo rato. En un momento nos detuvimos en un árbol con un tronco muy grueso, el cual se dividía  formando casi dos árboles diferentes. Apoyé su espalda en él  y comencé  a besarla. Me di cuenta mientras lo hacía de cuanto me gustaba hacerlo, de cuanto lo necesitaba. Y valoré, aun más, que ella no dijese nada de mi ausencia de la noche anterior. Me pregunté que hubiese hecho yo, si ella no hubiese venido. Seguramente me hubiese enojado. Me avergoncé. Pensaba todo esto mientras ella me acariciaba mi cuello, hasta que, en un momento, dejé de pensar.
 Me sobresaltó el despertador. Aun no habíamos llegado a su casa. Rápidamente corrí las agujas quince minutos. Cerré los ojos. La tomé de la mano y corrimos las cuadras que restaban. Luego, si, me desperté.
  Ese día en el trabajo sucedió algo extraño. Una discusión entre compañeros. Enseguida se levantó el tono de voz. Hasta allí nada extraño. Lo extraño, si, fue que me encontré como al margen, prescindente. Miraba y escuchaba lo que pasaba allí, pero como si yo no estuviese allí. Siempre había sido una persona que participaba en los temas que se suscitaban en el trabajo, o en un deporte o en la calle misma. Sin embargo, esa tarde, todo aquello sucedió y me encontré allí como un espectador. Y lo que es más llamativo, sin importarme, en absoluto, como se decidía  aquella disputa. Me paré de mi silla y me dirigí a una sala contigua y esperé. Solo un rato después volví. Un compañero me consultó  algo, sobre lo que había pasado y que opinaba al respecto, y le contesté vaguedades.
 Llegué a casa a las ocho, ya que tuve que pasar a retirar unos papeles que necesitaba para un trámite.   Comencé con la rutina de preparar la comida, tomar la capsula, comer, y luego ver televisión   -solo un rato-  como para no ir a la cama recién comido.
 Me dormí a las 10 30. Nos encontramos en una especie de muelle sobre la playa. Era de madera, no estaba pintada, pero se dejaba ver noble, dura, resistente. Sin brillo, porque  el mar así lo establecía, pero hermosa, a la vista, y suave, al tacto.
 Nos apoyamos en una baranda, en un extremo. Un viejo pescaba, sentado en un balde, mientras fumaba de una pipa igual a la de algunos comics, con una   especie de cilindro del cual salía la parte que iba a su boca. Tenía una remera a rayas azules y blancas y su barba era absolutamente blanca. Nada lo distraía, solo el temblor que se originaba en su caña cuando un pez mordía el anzuelo. Unas pequeñas llaves oxidadas colgaban  de la caña, preparadas para anunciar la llegada de un nuevo pez.
 En el mar, a unos trescientos metros, más o menos (estuvimos varios minutos tratando de determinar a cuantos metros estaría la embarcación, hablamos sobre lo engañosas que eran las distancias en el mar etc. etc, hasta que ella dijo: Son trescientos metros.) había una embarcación detenida.
 El ladrido de un perro me sobresaltó.
 No llegué a pensar si debía incorporarme o no, el susto me hizo levantar de la cama, mientras miraba a uno y otro lado. Tardé varios minutos en darme cuenta que era el perro del vecino. Algo debería haberlo molestado, no lo sé. Si sé que me molesto a mí. Mucho. Traté de dormirme. El reloj marcaba las 3 30. Lo logré bastante más tarde. Cuando llegué al muelle ella no estaba.
   


 Al salir del trabajo, pasé por una farmacia. No la que me había vendido las capsulas para el dolor de estomago, otra. Esta era una a la que había llegado recomendado por un amigo, estaba en un barrio alejado.  Su cartel con letras despintadas dejaba leer: Farmacia "Central". Me pregunté que tendria de central aquella vieja y lejana farmacia. Me atendió el farmacéutico  en persona. En ese momento la farmacia estaba cerrada aun, y eso era lo que buscábamos. Me explicó  que estaba prohibido por ley, mientras se prendía los botones de su guardapolvos, y que solo lo hacía porque venía recomendado. Le dije que se quedara tranquilo. Me mostró un pequeño frasco y me habló de proporciones. Le pagué y me fui.
 Pasé por un lugar en el que compré unos guantes de goma y luego por la carnicería.
 Preparé un sándwich sencillo, que comí rápidamente.  Busqué  la capsula mitad rojo y mitad verde  y la tomé con un poco de agua que sentí tibia. Me provocó arcadas. Antes de ver televisión, me coloqué los guantes de goma, utilicé una bolsa para mezclar  un poco del frasco que me había dado el farmacéutico - un poco más de lo que él me había aconsejado de aquel polvo gris- con la carne picada que había comprado por la tarde. Armé  cuatro bolas del tamaño de una pelota de ping pong. Bastaría con una. Tomé las cuatro, sin sacarme los guantes y fui hacia el paredón que separaba mi casa de la del vecino.
  


 Me dormí  apenas pasadas las diez. Al llegar al muelle la vi hablando con el viejo. Me vio  y agitó su mano, sonriéndome. Se despidió del viejo y vino hacia mí, corriendo. Me abrazó mientras me besaba y me regalaba adjetivos.
 Caminamos por una rambla de madera, como el muelle, bordeada por unos viejos faroles de hierro pintados de un blanco inmaculado, hacia una posada que quedaba dos cuadras mas allá, sobre la pequeña calle que bordeaba la costa. Al llegar, pedimos una habitación a la señora regordeta que nos atendió. Sonrió al vernos tan contentos. -“La 32”, nos dijo, -“en el primer piso al frente, es nuestra habitación más linda.”.  Pensé cual sería el motivo de numerar con el “32”  a una habitación en una posada que no tendría más de seis o siete.
 Nos desvestimos con todo el apuro del cual éramos capaces. Mis dedos tropezaban en los botones de su vestido. Pronto, nuestros cuerpos se encontraron disfrutando mientras nuestras mentes volaban. Como el tiempo que pasaba con ella, que se me antojaba fugaz, y siempre escaso.
 “Los esperamos”, se despidió la señora cuando nos retiramos. La acompañe hasta su casa y luego caminé hasta la mía en el paseo más feliz que recuerdo. El aroma de los tilos me acompañaba.      
 Esa noche no nos molestó el perro.
  
 Varios meses estuve disfrutando de estos encuentros. Sentía como crecía en mí la necesidad de ellos. La necesidad de verla, de sentirla. Disfrutaba cada instante, en una especie de torbellino que me llevaba a dejarme llevar y a no querer salir de él.
 Hacía varios meses, también, que a partir de media tarde, ya no bebía  agua ni ningún otro líquido, porque no quería que mi vejiga me obligase a alejarme de ella. Había desconectado, hacía tiempo, el teléfono. Este sábado, cuando la luz me despertó, pensé en cerrar las ventanas con maderas. La cuestión del perro ya estaba zanjada. Pero todas ellas me parecían soluciones imperfectas, parches. Debía hacer algo. 
¿Qué podría  hacer para poder quedarme en esa vida, la verdadera, para siempre?
 Esa noche  de sábado, después de cenar, lavé los pocos platos sucios que había, revisé con la mirada y me tranquilizó el orden que veía. Apagué la televisión, encendí una pequeña vela debajo de un cuenco que desparramaba lavandas. Me serví un whisky en mi vaso preferido, pesado, con letras doradas. Sin hielo.  Corrí la mesa al centro de la sala, y me subí a ella. Miré la hora. Las once. “Perfecto, llego a tiempo”, pensé. Ajusté la soga y salté.









Para cuando dan ganas de saltar. Y enseguida arrepentirse.