sábado, 21 de noviembre de 2015
parecía
Y uno termina siendo lo que creía querer ser. Pero, en ese momento, se da cuenta que nada es lo que parecía. Y que las personas que te acarician, no son las que vos querías, o soñabas. Y entonces, nada es. Y todo se transforma en un líquido insípido, triste,vacuo. Y te dan ganas de irte,lejos. A un lugar cálido, tibio con sábanas limpias. Y ya no te dan ganas ni de cerrar los ojos. Y el sueño se torna pesadilla, áspero, casi vacío, casi como nunca soñaste soñar.
domingo, 1 de noviembre de 2015
Las antorchas del final.
Aldo Osorio acomodó su lápiz en
la caja de bombones que guardaba en el primer cajón de su escritorio. En ella,
además del lápiz, había una goma de borrar, unos clips y demás artículos de
librería que nunca usaba pero que le gustaba tener.
El escritorio de caoba brillaba,
impecable, con el reflejo de la luz del atardecer que ingresaba por el ventanal
enorme de su oficina. Sobre él, solo una lámpara de estilo inglés y una carpeta
forrada en cuero de color gris completaban un paisaje en el que el orden
primaba. Sonaba el concierto para flauta y arpa de Mozart en un volumen bajo,
apenas audible.
Aldo Osorio era el ejecutivo en
jefe de la filial argentina de la empresa más importante del mundo en
desarrollo genético para semillas, lo que, para un inmigrante peruano como él,
significaba un logro sin precedentes. Tenía 40 años recién cumplidos y estaba
en su último día de trabajo antes de comenzar sus vacaciones.
Respiraba tranquilo y revolvía su
escocés suavemente como despidiéndose, pero sin saberlo.
La casona era vieja pero en
perfecto estado de conservación. Paredes blancas, tejas españolas, maderas y
ventanas pesadas con viejos pero recién pintados herrajes en negro. Unos maceteros
perfectamente cuidados contenían unas flores de color rojo que daban color a
esa primera imagen que él vio al bajar de su taxi. Le había pedido a su
secretaria que se ocupe de alquilarla con la estricta exigencia de unos pocos
requisitos: limpieza, vegetación y gran parque, una cocina cómoda, una
heladera surtida, un colchón silencioso
y una bañera confortable. Tardó pocos minutos en comprobar la eficiencia de su
secretaria.
Acomodó sus tres valijas sobre el
piso, a un costado de la cama y se sentó en ella.
Apagó su celular y lo guardo en
la mesa de noche. No lo encendería
jamás.
Sus vacaciones eran por quince días,
con posibilidad de extenderlas por otros quince, aunque el pedido encarecido
casi ruego del presidente de la empresa aun estaba fresco: “Aldo, descansá, te
necesitamos”.
La mañana era distinta a las
anteriores: el sonido asumido de las bocinas y motores había sido reemplazado
por el novedoso piar de los pájaros lo que hizo que , pese a no haber
programado ningún despertador, se levantase a las siete de la mañana. Abrió la
ventana de postigos e inspiró profundamente. Pinos, eucaliptus, césped, sol, el
humo tempranero de un horno cercano, hicieron que sonría.
Sin vestirse, se preparó el
desayuno: Aldo Osorio era frugal. Unas frutas, algunos cereales y un té ingles.
Nada de dulces, nada de harinas.
Al terminar de desayunar, realizó
una rutina breve pero infaltable de ejercicios, sobre la alfombra del living.
Los primeros días pasaron entre
caminatas por el pueblo y poco más. El pueblo era pequeño y acogedor y lo había
elegido tras meses de estudio. Había
estudiado los vientos, la geografía. Conocía a la perfección las distancias que
lo separaban del resto de las ciudades, mas grandes y pobladas, que lo
rodeaban. Había terminado los cursos de primeros auxilios y de reparación de
motores y hasta se hizo del tiempo para asistir a un curso sobre navegación,
los fines de semana, en el Tigre.
Conoció al almacenero de dos
cuadras más allá, Antonio, con quien conversaba cada mañana cuando pasaba a
comprar lo que le faltase. Era un hombre sencillo y amable con el que casi no
tenía tema de conversación salvo el clima, claro, y poco más.
Su vecino, lindante con su parque
era, además, el dueño de la casa. Su apellido era alemán, Prickman, y vivía solo en una casa muy pequeña pintada de color rosado. Solía saludarlo con
la mano, a lo lejos, cuando Aldo se sentaba en el parque a leer al sol.
El mes de Julio terminaba casi
sin frío, como anticipando una primavera precoz. Algunos aromos completos de amarillo lo confirmaban.
El lunes en el que decidió
extender sus vacaciones comenzó como cada día en el pueblo: los pájaros, el
sol, la ventana que se abre, el aroma a eucaliptos. Más tarde el vaso de leche
fría y las flexiones.
No sabe si lo soñó o si le fue revelado.
Aldo Osorio profesaba un furioso agnosticismo, lo que lo obligaba a descartar
esta última opción. Pero el mismo pensamiento que lo había hecho despertarse en medio de la noche bañado en
sudor,hacia ya casi un año atrás, se le presentó el mediodía del día veinticinco en la casa.
Aldo Osorio tuvo todo mucho más claro y comenzó a tomar las decisiones que esa
claridad le imponía. Llamó a la empresa y renunció, de manera indeclinable. La
conversación fue breve, antes de cortar él les dijo: No me llamen, por favor, no
voy a atender.
A sus padres, ya muy mayores,
(Aldo era el menor de cinco hermanos, todos varones) no les dijo nada: vivían
en Perú y no tenía ningún sentido alarmarlos.
Realizó algunas operaciones
inmobiliarias: vendió todo lo que tenía.
Fue a hablar con Prickman y le
pidió extender el alquiler dos meses más.
En el pueblo, todo estuvo más o
menos tranquilo, hasta que llegó el primer camión.
Un semirremolque lleno de madera,
materiales y herramientas estacionó en la puerta de la casa, en la tarde del
día 5 de agosto. Los vecinos se agrupaban y miraban como descargaban la madera
en el parque de la casa. Antonio, el dueño del almacén, se acercó y tocó el
timbre. Aldo Osorio salió y hablaron unos minutos. Al salir, el almacenero fue
interrogado por los vecinos a quienes les dijo: Va a hacer una lancha, Aldo va
a construir una lancha.
Dos días después la camioneta del
correo dejó una caja en la estafeta del pueblo. Era para Aldo. Eran libros
usados. Algunos de los títulos que llegó
a espiar Josefina, la encargada del correo, por una rendija de la caja de cartón
que los contenía eran: “Primeros auxilios: de la A a la Z”, “Todo sobre motores
fuera de borda” y “Veterinaria de Animales de Granja”.
Lo primero que construyó fue el portón.
Era un enorme portón al estilo de los puentes levadizos de los castillos. Se
desplazaba hacia abajo sostenido por cadenas. Era de madera, pero tenía toda
una barra metálica en la parte superior para evitar que, cuando el agua lo
tapase flotase. Tenía ocho metros de ancho por tres de alto y estaba apoyado en
una pared de 40 centímetros de alto, a la que se agarraba con grandes bisagras.
Todo el portón estaba apoyado sobre dos postes de cemento que Aldo hizo
construir especialmente.
Para construirlo tuvo que
contratar a dos hermanos de un taller de herrería y carpintería de las afueras
del pueblo. Llegaban en una destartalada f100 de color verde aceituna. Se
hacían llamar Nacho y Tano. Eran altos, rubios y trabajan tan bien
y rápido como discutían. Desde que llegaban hasta que se iban lo hacían. Pero
habían llegado a perfeccionar la discusión al punto tal que les resultaba indispensable
y , más de una vez, mientras estuvieron trabajando en la casa de Aldo, cuando
uno de ellos se quedaba callado y la discusión se apaciguaba , el otro se le
acercaba y le preguntaba: ¿Te pasa algo, Nachito? o ¿Estás bien , Tanito?.
Ninguno de los dos entendía para
que estaban construyendo un portón levadizo con una pared de 40 centímetros
debajo y mucho menos entendieron cuando el día que se lo preguntaron, Aldo les
respondió: Es para sacar la lancha.
Los primeros días de septiembre
comenzó a construirla. Había investigado aquí y allá, y ya tenía un boceto.
Para construirla tuvo que contratar a un carpintero de la ciudad, que se llamaba
Luis Esquivel. Había trabajado en los astilleros de Paraná y en Rio Santiago. Tenía
setenta años y estaba casi retirado haciendo changas en una carpintería llamada
“Tito”, pero era una de las personas que más sabia en el país en construcción
de embarcaciones de madera. La capacidad de convencimiento de Aldo y una
importante suma hicieron que Luis acepte el trabajo.
Tuvo que franquearse con Luis,
imposible ocultárselo. No quiero una lancha, Luis. Quiero un Arca. Le mostró el
boceto.
A diferencia del boceto del portón, que pudo ser replicado casi con
exactitud, el boceto del arca hizo sonreír a Luis , pero le bastó para darle
una idea de lo que pretendía Aldo. La mirada extrañada de Luis como diciendo
¿Qué hago acá? Y el silencio posterior, antecedieron a la pregunta: ¿Y cómo
piensa sacarla hasta el mar?
No voy a sacarla, Luis.
El arca tendría unos 25 metros de
largo y 6 de ancho (Luis corregía y reemplazaba
largo por “eslora” y ancho por “manga”.) Tendría dos pisos: en el
inferior estarían, el combustible, el agua, los alimentos, los animales, las
herramientas y las semillas.
En el superior estarían la sala
de conducción, la habitación de Aldo y
el resto de los elementos pequeños.
En el pueblo ya nadie hablaba de
otra cosa: Aldo había pasado a ser “El loquito del Arca”
Prickman se había hecho construir
una especie de silla alta, parecida a la de los umpires de tenis, en la que se
sentaba largas horas a ver la obra.
En la vereda de enfrente, en
donde había un garaje vacio, la dueña abrió un improvisado kiosco, en el que vendía
gaseosas , sangüches y , con los primeros calores de septiembre , llegaron a
preparar unos humeantes chorizos en uno de esos tanques de aceite partidos al
medio que oficiaba de parrilla.
Que se acercase la joven
reportera de la radio del pueblo fue algo casi previsible.
Fue en la pequeña camioneta de la
radio, identificada solo por unas pequeñas calcomanías en el vidrio trasero.
Bajó con un grabador de mano y una libreta. Encontró a Aldo junto a Luis,
sosteniéndoles unos tirantes de madera.
Aldo se dio cuenta que no tenía
sentido postergar lo inevitable.
Le dijo que estaba construyendo
un arca. Que allí cargaría algunos animales
de granja, semillas etc. . Le contó todo. La joven lo miraba sorprendida. Sabía
quien era. Lo había averiguado antes de ir allí por el reportaje. Sabía que
estaba ante uno de los ejecutivos más importantes del país. Joven y brillante. Y
eso era lo que la confundía. Hasta que le preguntó: ¿Pero…para que construir un
arca, aquí a trescientos kilómetros del mar?
La respuesta la dejó helada y
casi le provoca risa.
Porque el siete de octubre va a
comenzar a llover y no parará de hacerlo por seis meses. Y todo lo que hoy
conocemos desaparecerá. Es por eso que voy a construir el arca, señorita. Lejos
de la epopeya bíblica, yo no soy ni quiero ser Noé .No pretendo salvar todas
las especies del planeta. Apenas pretendo sobrevivir. (mientras se escuchaba a
si mismo decir la palabra "sobrevivir " se preguntó si no era eso lo
que había venido haciendo hasta este momento ). No seré, a diferencia de Noé, el
único. Hay muchos barcos en el mundo. Pero yo estoy construyendo el mío. La
sonrisa de Aldo, la distendió. Él le dio la mano, se disculpo y se despidió.
Ese mismo día, 21 de septiembre,
la noticia llegó a la capital y de allí al mundo. Un video subido a internet (por el ángulo de la toma,
parece haber sido filmado desde la silla de Prickman) tuvo un sin número de
reproducciones.
Por la mañana llegó el que había
sido su jefe. Desayunaron en las sillas del parque y partió raudamente sin
comentar nada con los vecinos.
El frente de la casa de Aldo
amaneció pintado con aerosoles burlándose de él. “¡Cuidado! ¡Viene el fin
del mundo!”, “Acá vive Noé” y cosas por
el estilo.
Terminaron el arca el día tres de
octubre. En el noticiero se vio a Aldo abrazando a Luis y luego simulando un
bautismo golpeando el arca con una botella de agua mineral.
El día siete amaneció soleado, y el pronóstico no hablaba de lluvias.
Algunas personas se habían agolpado en la vereda y se los veía reír
socarronamente. Un grupo de colegialas improvisó una coreografía en la que se
burlaban de Aldo y de su arca. A eso de las ocho comenzaron a irse a sus casas.
A las diez en punto comenzaron a
caer las primeras gotas.
El ocho por la mañana llegó el
camión con las vacas, los conejos, las gallinas y demás animales.. Todos fueron
colocados en pequeños corrales que Aldo había armado con los sobrantes del
arca.
La lluvia era suave, pero
constante.
El resto de octubre Aldo lo
destinó a poner a punto los motores, a cargar los bidones de combustible y
agua (que debió repartir
equilibradamente) y a cargar el resto de las cosas. En el parque ya quedaban
pocos espacios sin ser tapados por el agua,como pequeños islotes.
En la noche del primer día de
noviembre comenzó a descargarse una lluvia como nunca había habido en la
región. Ya hacía casi un mes que llovía. Y la radio informaba que en la capital
ya había víctimas fatales. Los noticieros mostraban al arca y a Aldo en su
cubierta. Había pintado a mano un nombre, en color azul: “Ultima”.
El presidente decidió declarar la emergencia el mismo día,
el 20 de noviembre, en el que tuvieron que evacuar la casa de gobierno. Se
trasladaron, él y su gabinete, a una
corbeta que estaba frente a La Plata.
El agua superó los cuarenta centímetros,
la altura de la pared del portón, en la noche del 24 de diciembre, en la Nochebuena
más oscura que se recuerde. La luz había sido cortada por seguridad varias
semanas antes y ya casi no había baterías para las linternas. La gente se
conducía con improvisadas antorchas, como las que llevaba el grupo que se
acercó hasta la casa de Aldo Osorio.
Desde la cubierta de la “Ultima”
Aldo Osorio bajó el portón que se sumergió en el agua helada.
El arca nunca saldría del parque
de la casona.
Un grupo de gente, con escaleras
que traían de sus casas, se subió a ella. Eran demasiados. La “Ultima” se volcó
sobre el costado izquierdo (Luis corregiría:”estribor”). Algunos animales salieron.
La luz de las antorchas iluminó algunas miserias.
Aldo Osorio pasó, en pocos meses,
de ser un brillante ejecutivo a ser un soñador, de ser un amable vecino del
pueblo a ser “el loquito del Arca”, de ser un empecinado luchador a ser un
cadáver golpeado y embarrado.
En la mañana del 25 de diciembre, a eso de las 9,
dejó de llover.
Pta: Una tarde sentado en el kiosco
de mi padre, escondido detrás de un anaquel, tomé una revista que no debía
tomar (se me antojan los nombres “Satiricón o Humor”) porque eran “para grandes”.
Yo debería tener unos diez años,quizás menos.
Creo haber leído un relato
parecido a este (seguramente mejor).
Las alternativas son dos: O la
tarde en el kiosco fue soñada por mi o fue real.
Deseo que sea la primera de las
opciones, lo que me pondría a cubierto del vergonzante plagio de la segunda.
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