Podría ser la fragancia del
enorme laurel que habitaba los fondos de la casa. O, quizás, el piar de los pájaros
por las mañanas. También el ruido de los autos en las calles de granza. Todas
ellas y muchas cosas más pueden traer a mi memoria los veranos en Santa Marta.
No recuerdo ninguno de mi infancia sin ir a la casona.
Mi padre la había construido con paredes de piedra y chimeneas que parecían castillos.
Fueron veranos de juegos
y de sueños. Tardes enteras recostado en los médanos esperando al sol irse.
Mirando su amarillo, su naranja, los bordes difusos, casi de fuego, de fuego
lejano. Y luego, nada. Y más tarde la noche. Volvíamos a la casona cantando
canciones y tirando piedras a los tachos. El humo de la fogata que encendía mi
padre , presagiando asado, nos recibía , indefectible.
Mi madre acariciaba mi cabeza y
me hacía preguntas de rigor: ¿La pasaste bien? ¿No hiciste ningún lío, no?
Mi madre me hablaba en singular,
aunque siempre estaba con mi mejor amigo, Agustín. Él vivía a dos cuadras de la
casona pero, desde fines de diciembre , en que llegábamos, hasta los primeros días
de marzo, en que nos íbamos ante el inicio de las clases, nos hacíamos inseparables.
Recorríamos el poblado de punta a
punta, casi siempre caminando, otras, las menos, en bicicleta. Nos conocía todo
el mundo, incluso los turistas. Preferíamos caminar por una razón sencilla: no teníamos
nada que hacer, de manera que nunca había apuro ninguno en llegar a parte alguna.
Corría mil novecientos setenta y
cinco, y yo tenía cinco años. Mi nombre es Julián.
Los veranos en la casona eran
famosos en la zona. Mis padres solían realizar fiestas para las cuales venían amigos
de la ciudad y se invitaba a vecinos del lugar. El parque era adornado por mi
madre y por Fran, la señora que iba a todos lados con nosotros. Colocaban
guirnaldas de papel, luces de colores parecidas a las kermeses, algunas velas.
El césped, siempre inmaculado oficiaba de alfombra. Se comía y se bebía hasta
casi el día. Nosotros, los chicos, jugábamos por allí, hasta quedarnos dormidos
en alguna silla.
Ya la última quincena de todos
los febreros, me empezaba a sentir mal. Algún dolor de panza. Siempre tos. A
veces fiebre. El médico, en el verano
del setenta y siete, fue claro con mamá: ¿Sabe que pasa Sra.? Su hijo no se
quiere ir.
Y me pasaba el año entero deseando
volver. Programando actividades, escribiéndonos cartas con Agustín.
El verano en el que todo sucedió,
yo tenía ocho años. Llegamos unos días antes de las fiestas, los tres. En el
viaje, mientras ellos creían que dormía, los escuché discutir. Mamá le
preguntaba por un nombre de mujer. Y lloraba. Papá negaba, sin dejar de mirar
la ruta. Poco antes de llegar, ella lo insultó. Su maquillaje corrido era una máscara.
EL cachetazo la tiró contra la ventanilla.
Ese fue el primero de una serie
larga de llantos , de insultos y golpes. Incluso durante la fiesta de enero, luego de Reyes.
Yo estaba en el ropero escondido y los vi: Mamá y Richard, el amigo de papá. Me
quedé mirándolos por la rendija del ropero un rato largo. Lo vi entrar a Papá y
cerré los ojos.
En ese mismo ropero me encontró
la abuela, abrazado a mi cajita de madera.
Los cuerpos de Papá y Mamá estaban
sobre la cama, bañados en sangre. Los habían destrozado con un cuchillo, según los
investigadores, de hoja pequeña, muy filoso.
Varios meses duró la pesquisa.
Nunca encontraron al culpable. Richard estaba con su mujer en plena fiesta,
brindando, cuando todo sucedió.
La abuela me llevó a vivir con
ella a Buenos Aires. El abuelo había muerto hacía tiempo, y fue por eso que
formamos una pareja inseparable. Clara, así se llamaba, me acompañaba a todos
lados. Al colegio, al club, en donde aprendí a nadar, a los primeros bailes. No
sabía manejar, entonces íbamos en taxi y encontraba siempre un café en el que
esperarme. Cuando fui creciendo, la abuela comenzó a dejarme salir solo, pero siempre,
al llegar, la encontraba en la cocina, mateando, esperándome. Conoció a mis
novias y fue compinche de todas pero amiga de ninguna. Guardabosques, le decía
yo , a manera de dulce recriminación.
Finalmente me casé con Sol y me
fui de su casa. Forme una familia hermosa, con dos niños increíbles, que son
los amores de Clara. Medio en broma, medio en serio, le recuerdo mi
exclusividad. Y reímos.
Hace ya un mes que falleció Clara.
Recuerdo, como una instantánea, cuando me llamaron al trabajo para decirme que
la habían internado. Corrí por las calles, la clínica quedaba a cinco cuadras.
Llegué agitado y escuché mientras el médico me daba las peores noticias. “Despedite,
Julián”
Caminé por el pasillo de paredes
celestes. En mi mente pensaba cosas pero no lograba hilvanar un pensamiento que
diese lugar a ninguna palabra. Mis pies parecían cada vez más lentos y pesados. Abrí la
puerta. La abuela estaba sentada en la cama, con su mejor sonrisa. Me pidió,
con voz de susurro, que me acerque. Me tomó la mano. Me incliné y la besé mientras olia el mismo perfume de jazmines de toda la vida. Cuidáte, Julián, mi amor.
Si, abu, claro.
Vas a estar bien, mentí.
Balanceó su cabeza en un no, mientras sonreía.
Yo se lo de la cajita de madera, me dijo. Es nuestro secreto. Fijó
sus ojos en mí, en su última mirada.
Apretó mi mano y cerró los ojos.
Me costó desprenderme de esa mano tibia tan lejana a la frialdad que uno
supone.
La llevamos a un cementerio de
las afueras. Ubiqué un lugar cercano a un roble joven y hermoso. A unos metros hay
un banco de madera en el que algunas tardes leo.
Hoy vine temprano. Traje unas
flores –unos crisantemos, como a ella le gustaban- y la cajita. Voy a hacer un
pozo y la voy a dejar junto a ella. La tierra es blanda, retiro el césped con
cuidado, para volver a tapar el pozo. Antes de enterrar la cajita la abro y la
miro por última vez: Unas figuritas, el pañuelo azul con el escudo bordado, una
llave, un lápiz de carpintero y el cuchillo pequeño de hoja filosa.