jueves, 10 de enero de 2019

Una pintura suave y brillante.







Desde el cambio de vagones en el tren que utilizaba diariamente para trasladarse al centro de la ciudad, él se encontraba incómodo. Los nuevos vagones eran lustrosos, de pintura suave y brillante, que él tocaba al subir pasando su mano  sobre ella para luego tomarse de la barra metálica, también cromada y brillante, y subir al vagón. Los asientos eran mullidos y se acomodaban perfectamente al cuerpo, otorgando una comodidad inédita para ese tipo de transporte. Había música y, desde ya, los nuevos vagones  estaban climatizados perfectamente, de manera que tanto en los helados inviernos como en los veranos de calor bochornoso, los viajes eran algo casi parecido al placer.
Sin embargo, él sentía una incomodidad que surgía de una ausencia: el traqueteo de los viejos vagones sobre las también viejas vías había desaparecido. Ese traqueteo era el que le daba el ritmo al viaje, al inevitable cabeceo, al hecho de entre dormirse entre sonidos que ya no estaban; paradójicamente, el silencio le molestaba.
Desde su niñez –ahora tenía cuarenta años- utilizaba el mismo tren para ir a la ciudad. Primero para ir a la ciudad, generalmente por diversión – recordaba ir al parque Central y acercarse al pequeño lago en el que los patos nadaban y se acercaban a la gente por comida, alguna ida al cine o  a una casa que vendía unos pasteles con membrillo chorreantes de almíbar,siempre con  su madre y sus hermanos-; luego ,cuando comenzó a ir a bailes o a la casa de alguna novia que no vivía en su barrio. Más tarde para ir al trabajo, bien temprano, a la fábrica en la cual trabajaba su padre y luego él, en el otro extremo de la ciudad.
La fábrica lo había despedido hacia casi un año, sin importarle demasiado su historia en la empresa , sus necesidades y la de sus compañeros, por lo que los viajes en el tren habían bajado a dos o tres veces por semana para presentarse en entrevistas de trabajo que siempre lo hacían volver cabizbajo y malhumorado.
Si algo no cambió al renovar los vagones fue la presencia de los niños. Una niña rubia ,de pelo desordenado y ojos de un celeste casi blanco, vestida con ropas que evidentemente habían utilizado sus hermanos varones ,aparecía casi siempre a la misma hora , sola. Ofrecía, alternativamente, pañuelos, golosinas, agujas y alfileres  o todo aquello que le diesen para vender. Él nunca aceptaba lo que le ofrecía pero siempre le daba algo de dinero.
Desde hacía unos meses los niños eran varios. A la niña rubia se le habían agregado dos o tres niños más. Se intercalaban en el ingreso al vagón y ofrecían más o menos lo mismo. Sus edades eran, también, las mismas: entre ocho y doce años, no más. Él pensó que la edad para pedir limosna o intentar vender algo haciendo valer la edad no podía ser mayor a esa: ninguna persona le daría dinero a un joven de quince o más años. En ese caso solo se limitaría a vender algo y ello estaba más controlado en el tren.
La primera semana les dio dinero a todos los niños. Subiendo al tren en la semana siguiente se dio cuenta que no podría seguir haciéndolo. El dinero de la indemnización era escaso y debía ajustar sus gastos al máximo. Ya había tenido discusiones con su esposa por ello. ¿Por qué comprás vino? ¿Es necesario? ¿Por qué esto? ¿Por qué el otro? Claro que ella no pensaba lo mismo cuando él le decía lo mismo acerca de las compras de cosméticos o cosas por el estilo: ¿Querés que vaya a trabajar hecha un desastre? ¿Eso querés? ¿Querés que me echen y nos quedemos sin ningún ingreso?
Las cosas no estaban nada bien . Cuando ella se levantaba por las mañanas para ir a trabajar y él no tenía nada para hacer , sentía que algo se revolvía en sus tripas. Comenzó a prestarle atención al detalle que ella le ponía a su arreglo personal y se preguntó si lo estaría engañando con un compañero de trabajo. Llegó incluso a esperarla a la salida de su trabajo, oculto detrás de una camioneta. Esa tarde ella fue a hacer unas compras para la cena y volvió a casa. Entre otras cosas, ella le compró un chocolate , que le dio después de la cena.Se sintió avergonzado.





Al subir al tren tomó una decisión: le daría dinero solo a la niña rubia. Le pareció odioso que tenga que ser él, quien supuestamente estaba ayudando a alguien, quien, a la vez, discrimine a quien ayudar y a quien no.
Es la puta vida, pensó.
Ese día supo que la niña se llamaba Zoe. Le pareció un nombre hermoso pero, a la vez, más acorde a otro país. Se lamentó de sus preconceptos estúpidos y de su creciente intolerancia a todo lo que no le resultase correcto. Relacionó esto a una vejez incipiente y se consoló pensando que uno es el producto de un cúmulo de cosas que fue aprendiendo en la vida y de las cuales no es culpable, sino víctima.



En las entrevistas a las que concurría solía encontrar la misma respuesta: lo llamaremos. Él sabía que ello significaba exactamente lo contrario, por lo que ya no se preocupaba en sonreír al empleado que lo entrevistaba. Su humor iba empeorando día a día y él sentía como su garganta se transformaba en un nudo o su pecho parecía vaciarse y quedar ausente de todo, hasta de sus propios latidos. Pensó en consultar al médico, pero un ex compañero de la fábrica – también despedido- al que se encontró en un bar después de una entrevista, le dijo que había sentido lo mismo y que había ido al médico. El doctor, después de hacerle los chequeos de rutina, le dijo: “Es angustia, Sr. Es tristeza, preocupación” y le recetó unos tranquilizantes que le dieron resultado unas semanas hasta que el nudo volvió aparecer.



La niña rubia se dio cuenta de lo que pasaba. Seguramente lo comentó con los otros niños a los que él había dejado de darles dinero. Una tarde, volviendo a su casa, ella se sentó a su lado durante algunos minutos, algo inusual ya que  solo se paraba frente a la persona a la que le ofrecía sus cosas, con su mejor cara para la ocasión. Le preguntó si tenía un perro, a lo que él contesto que no, que lo había tenido, pero que había muerto hacía ya unos años.
       -     ¿Cómo se llamaba?
       -      Carbón.
-                       -  ¿Carbón? , rio. ¡Qué nombre raro!
-                       -  Es que era todo, absolutamente todo, negro. Hasta sus uñas. Todo. Salvo sus ojos, claro.
-                       -¿Y de que murió?
A Carbón lo atropelló un auto mientras cruzaba a toda velocidad la calle persiguiendo un gato, pero él prefirió decirle:
       -      De viejito.
       -      ¡Pobre Carbón!, dijo , y se marchó.




Fue al llegar de una de tantas entrevistas. Al entrar a su casa, sobre la mesa de entrada, apoyada en el espejo, estaba la nota. Le dijo que estaba cansada, que no era feliz. Que lo había intentado una y otra vez, pero que no había podido. Le dijo que se quede tranquilo, que no había una tercera persona. Le pedía perdón por decírselo de esta manera pero que no se atrevía a hacerlo personalmente. Por último, le dijo que se iba a casa de su madre y le deseaba que fuese feliz.
Él se sentó en su viejo sillón y se quedó mirando el televisor apagado un tiempo largo. No pudo distinguir si el pecho vacío era producto de la carta o era el mismo pecho vacío de siempre. Tampoco pudo saber por qué no lloró. Descartó que fuese por falta de amor. La amaba. Pero también sabía que ya las cosas no eran como ellos habían soñado.
Se preguntó si el hecho de no poder llorar  sería otra consecuencia de todo lo que le pasaba, si habría que sumarlo al nudo en la garganta y al vacío en el pecho.




La niña rubia dejó de venir por varias semanas. En uno de sus viajes decidió preguntarle a otro de los niños.
-                            - A Zoe le pasó algo feo, dijo el niño de gorra de un equipo de básquetbol americano.
-                            - ¿Algo feo?
El niño no quería hablar.
Hizo algo de lo que  seguramente se arrepentiría, pero que le pareció indispensable hacer: le mostró un billete. Un billete más grande de aquellos que solían recibir en sus interminables recorridos por los trenes.
-                            - A Zoe la agarró el tío.
-                            -¿La agarró? ¿le pegó?
-                            -  No, dijo el niño.
No fue necesario que le diga nada más. Le dio el billete y vio cómo se fue caminando, hasta que abrió la puerta hacia el otro vagón y la cerró tras de sí.




La policía acudió, al parecer, por la denuncia de un vecino quien dijo que no era normal que las luces del porche estuvieran apagadas por las noches y además, ese olor…ese olor tan desagradable que uno no podía evitar oler al pasar por la vereda.
Derribaron la puerta y el olor les confirmó las sospechas del vecino. Su cuerpo colgaba de una viga de madera gruesa del techo , apenas a unos cinco centímetros del piso. Hinchado y deforme, solo estaba vestido con su ropa interior. Todo en la casa estaba de manera pulcra y  ordenada, como si él la hubiese preparado para la ocasión.
Sobre la misma mesa en la que su esposa le dejó la nota cuando se fue, él dejo una.
Constaba de unas pocas líneas:
Durante todo este tiempo le pedí a Dios que me ayude.
Perdí mi empleo y mi mujer. Perdí mi dignidad y mi felicidad.
Dios nunca acudió en mi ayuda.
Es por ello que yo me transformé en su Dios.
Yo fui el Dios que la liberó de su infierno.


El caso fue cerrado rápidamente por la policía. Sencillo fue saber lo de su despido de la fábrica en la que había trabajado toda su vida y la separación de su mujer. Sus ex compañeros dieron fe de su estado de ánimo nada bueno, cercano a la depresión. La carta sin sentido era coherente con todo ello.



Nadie reparó en el improvisado altar que había en el fondo, junto a un sauce de verde furioso; apenas algunas piedras de río, redondas y grandes apiladas, debajo del cual había algunos huesos de perro y el cuerpo de Zoe.














- ¿Sabés a quien vi ayer?
- no
- A Irene.
- ¿Y como la viste?
- Vieja, triste.
- Es que la felicidad tiene un precio, ¿sabés? La comodidad, en cambio, te arruga.