Esteban Matthias comenzó a
fogonear, para sí mismo en un comienzo y luego ampliando a sus familiares y
amigos, que tenía una especie de don atribuido por vaya a saber quién, que lo convertía
en un afortunado, una persona destinada a evitar las tragedias y accidentes que
viven el resto de los mortales.
Fundamentaba su teoría en una
serie de hechos , no muchos pero si trascendentales, que solía relatar a
aquellos a quienes se la confiaba.
El primero de los hechos sucedió
cuando tenía 24 años. Recuerda con claridad la fecha porque aun guarda recortes
de los diarios de la época. Fue un 17 de abril de 1992. Ese día salía de la clínica
a la que había ido a retirar unos análisis.
Cruzó la calle con cuidado y al llegar al café dudo en sentarse a tomar uno y siguió
caminando a su derecha. Cree haber sentido la explosión pero los médicos dudan
que así sea. Se despertó quince días después en la clínica de la cual había salido.
Un camión que transportaba
garrafas fue chocado por detrás y nadie se explica como, porque no debía suceder,
todo voló por los aires. Las cinco personas que estaban en la vidriera del café
murieron en el acto y, sumando a los choferes de los vehículos involucrados,
personas que había en la vereda y demás , fueron dieciocho los muertos, convirtiéndose
en una de las tragedias mas importantes de la historia de la ciudad.
Esteban pasaba por detrás de un
transformador de la empresa eléctrica que estaba en la vereda, segundos después
de haberse arrepentido de tomar un café. Medio metro detrás suyo una mujer murió
literalmente decapitada por una garrafa que le arrancó la cabeza. El
transformador salvó su vida y solo sufrió un fuerte golpe en el cráneo al golpear
contra la pared que hizo que los médicos tuvieran que mantenerlo en coma
mientras disminuía la hinchazón.
El segundo de los hechos sucedió tres
años después, en la temporada del 95. Estaba con un grupo de amigos en el
balneario del tío de uno de ellos, en las afueras de la ciudad. Disponían de dos
de las mejores carpas, una pegada a la otra, con reparo y vista al mar. Él solía
ir sólo los fines de semana y estuvo a punto de no ir ese sábado porque había escuchado
que habría tormentas eléctricas por la tarde. Al despertarse vio un sol
radiante y pensó lo que siempre pensaba: Estos del pronostico no tienen ni la más
puta idea.
Llegó cerca de las once y se
sentó junto a un amigo, Javier, y su novia quienes siempre eran de los primeros en llegar.
Más tarde se fueron sumando el
resto hasta completar unos diez. Almorzaron, bebieron y se rieron hasta que
algunos comenzaron a ir al mar. Esteban se quedó leyendo una novela a la que le
faltaban solo algunos capítulos para terminarla.
La tarde transcurrió tranquila .
Poco después de las cuatro comenzaron a verse unas nubes oscuras que venían del
lado de la ciudad.
A las eso de las cinco , el
Polaco, el sobrino del dueño, invitó a todos a dar una vuelta a bordo de una
especie de catamarán pequeño que solían alquilar como atractivo turístico.
Todos accedieron y se encaminaron
a la orilla. Esteban se negó, a costa de quedar como un aburrido, siempre
pensando en terminar la novela a la que le quedaban ahora una pocas hojas.
Abrió la heladera, se sirvió una
cerveza y se sentó en la reposera. Vio como todos sus amigos subían al catamarán
y le pareció escuchar las risas de todos aun estando tan lejos.
Mientras leía no se dio cuenta de
las nubes. Fue casi al mismo momento que terminó la novela y levantó la vista
hacia el mar. Todo estaba cubierto por una nube tan oscura como la noche. Vio como
el catamarán se acercaba a la costa, apenas pasando la rompiente.
No saben si fue el mástil del catamarán
lo que atrajo al rayo. Esteban estaba mirando en el preciso instante en que la
silueta inconfundible del rayo, primero, y luego un sonido ensordecedor,
impacto a la embarcación.
Luego los gritos, los llantos. Aun
nadie entiende como sobrevivió Silvina, la novia de Javier. Más tarde ella dijo
que , como eximia nadadora que era, decidió pasar la rompiente a nado, porque tenía
miedo y quería llegar rápido a la
orilla.
EL resto de sus amigos murió.
Poco más de diez años después sucedió
el tercero y último de los hechos.
Esteban tenía que viajar a España
, enviado por la empresa para la que trabajaba, con escala en San Pablo. Se levantó
temprano, tomo un taxi (aunque podía hacerlo , porque el viaje era corto,
apenas cinco días, odiaba dejar su
propio auto allí). Hizo el embarque normal y se propuso dormir hasta llegar a
San Pablo donde debían estar cuatro horas.
El aterrizaje fue más tranquilo
de lo que esperaba, -tenia pésimos antecedentes de Congonhas que debía utilizarse
por remodelaciones en Guarulhos- , y a los pocos minutos estaba en el café de
la sala de transbordos.
Leyó los diarios sin entender demasiado,
su portugués era pésimo, y decidió dar una vuelta por el lugar. Se detuvo en
una librería. En la vidriera estaba la última novela de una de sus autoras
preferidas, apenas visible en un rincón de la estantería más alta y se quedó mirándola.
Escuchó una voz femenina que le decía, en castellano: “Con que sea apenas igual
que su anterior libro, será maravillosa…¿leíste “Recorre los campos azules?”
Él se quedó pensando cómo podía ser
que alguien conozca a Claire Keegan, como podía ser que esa persona sea una
mujer hermosísima y , he aquí lo extraño, como podía ser que ella se le acerque
a hablarle de ello.
“Sí , claro”, le contestó.
Fueron a un café –no al que había
ido anteriormente que estaba repleto de gente, sino a uno que quedaba en otra
explanada, bastante lejos de allí.
Sostuvo la charla más encantadora
que jamás imaginó con esa mujer hermosa, hasta que su celular le indicó una
alarma. Debía ir a embarcar.
Que él se haya equivocado en la
hora del embarque al poner la alarma, que su encuentro lo haya hecho distraer más
de la cuenta, que esa mujer se transforme dos años después en su esposa, que él
haya perdido su avión y que ese mismo avión, apenas cuatro horas después pierda
contacto con tierra y nunca jamás se sepa nada ni de el ni de las casi trescientas personas que iban a
bordo, es el último de los eventos que convencieron a Esteban Matthias de que,
evidentemente, era un elegido.
Esteban Matthias entendió que había una sucesión de hechos -el arrepentimiento de tomar el café, el segundo exacto hasta alcanzar el transformador, la novela indispensable en sus últimos capítulos, el ejemplar de Claire Keegan divisado en el estante alto,la alarma equivocada,la charla posterior con esa mujer increible- que no podían responder al azar sino algo más cercano a un designio,a un camino prefijado ,a un destino feliz.
En pocos meses cumpliría cincuenta
años y , aunque nunca fue muy amigo de las celebraciones, consideró que
cincuenta era un numero que lo ameritaba.
Pensó en hacer las compras con
tiempo y eso hizo. Fue al lugar a donde siempre iba y, a diferencia de otras
veces, eligió estacionar su auto en frente, cruzando la avenida, y no en el
estacionamiento del subsuelo, para luego
salir más rápido a su casa.
La avenida era ancha y en el
medio había un boulevard hermoso al que le habían colocado, ya hacía varios
años, unas palmeras que lucían hermosas. Cruzó la primera parte y se detuvo
debajo de una de ellas. Al comenzar a cruzar la otra parte, no vio la manguera
semi enterrada que habían colocado allí con fines de riego.
Lentamente, Esteban Matthias comenzó
a caer sobre la avenida, Al hacerlo vio el Toyota azul que venía velozmente,
enseguida supo que no podría frenar y que ello no sería culpa del conductor. En
su último vuelo, Matthias solo atinó a espera la caída.
Al golpear contra el asfalto,
segundos antes de que la rueda derecha le destroce el cráneo y su cerebro salga
desperdigado en mil pedazos, algunas imágenes se le cruzaron velozmente: un perro
blanco, su padre sonriente, sus hijos en una hamaca, la mano de su madre acariciándolo,
una mujer amándolo.