Algunas cosas me fueron
referidas. Una tía, una amiga. Si cierro mis ojos y me esfuerzo, mi primer
recuerdo es una silla bajita de mimbre en la que me sentaba, mientras miraba a
mi madre bordar. Estaba pintada de color celeste. Yo no sé si los recuerdos que
van atados a la silla celeste son ciertos. Pero la silla oficia de cadena y en
los eslabones sucesivos hay una
cocina a leña, con una olla siempre
hirviente, una repisa con frascos, un
poster de “Alpargatas” y una ventanita pequeña con unas cortinas con un
estampado de flores.
Yo tendría cerca de cuatro años. Vivíamos en el
campo. Y cuando digo en el campo quiero decir en el campo. En el medio de él. A cincuenta kilómetros del pueblo más
cercano. A más de doscientos de la capital. La casa en la que vivíamos era cómoda,
fresca en verano y amablemente tibia en los inviernos de escarchas y pastos
blancos. No teníamos electricidad, de manera que el horario de la casa se
acomodaba al del sol.
Nos levantábamos al alba, a eso de las cinco. Mamá ya tenía
la leche caliente y el pan tostado. Recuerdo el sabor del dulce de tomates que
preparaba Matilde, una tía a la que le decíamos así pese a que no había parentesco
alguno con ella.
Yo era la mayor de cinco hermanos. La más pequeña también era
mujer, los otros tres , varones. Salíamos para la escuela en un carro guiado
por Capricho. Capricho era un zaino que papá había destinado a tirar del
carro desde joven. (Creo tener guardada una foto en la que yo , muy pequeña estoy montándolo).
Siempre me entristeció el hecho de saber que nunca en su vida Capricho iba a hacer otra cosa que tirar del carro y recuerdo que , luego de mucho insistirle, papá me dejaba sacarlo
a pasear por el campo, conmigo de a pie, llevándolo de una soga finita que
rodeaba su cuello. Sin que papá me viera yo lo dejaba correr por el corral
grande. Las primeras veces lo llamaba y no venia. Debía ir a buscarlo lejos, a
los límites de alambre. Tomaba la soguita del suelo y lo retaba en voz baja al oído mientras le hacia un silbido corto (no estaba bien visto que las niñas silben, pero mi
hermano Carlos, el más grande de los varones, me enseño a hacerlo a cambio de una revista
de historietas) y, mientras silbaba, le decía su nombre. A las pocas tardes,
Capricho volvía con mi silbido.
Para ese entonces tendría unos doce años.
En invierno, cuando el sol se iba
temprano, cenábamos a la luz de unos
velas grandes que mamá ponía sobre unos platitos. Había uno o dos especiales
para colocar la vela -que mi mamá llamaba candeleros - con una especie de asa para agarrarlo, pero ella los
reservaba para llevar a las habitaciones , al acostarnos.
Teníamos una habitación para las
niñas y otra para los niños. De manera que yo dormía con Mercedes, mi hermana
menor. Un pasillo separaba las habitaciones de los hijos con las de nuestros
padres.
Pero no había ni pasillo ni puertas que pudiesen acallar los gritos.
Si alguien me preguntase: ¿Cuándo
comenzaron? Yo tendría que contestarle: Los gritos están allí desde siempre. Discusiones.
Recriminaciones. La voz de mi padre no se escuchaba nunca y, cuando se la
escuchaba, era la última. No había ninguna palabra después de la suya. Me
recuerdo tapada hasta mi cabeza con mis manos en mis oídos y, aun así,
escuchando aquello. Antes que a la muerte, temí, con temor de espanto, que mis padres se separasen. La idea de padres
que se separan no era muy común por aquella época y mucho menos allí, en el
campo. Pero esto lo pienso hoy, adulta. Un niño no entiende ni de usos ni de
costumbres, solo escucha gritos y
llantos. Algún cachetazo feroz que todo lo calla. Y luego, la sal en mis
mejillas. Y mis manos que siguen apretando mis oídos más y más.
Mi madre amaba a mi padre. De la
extraña manera en la que algunas mujeres aman a sus hombres. Perdonándoles
todo. Sufriéndolos. Convirtiéndolos en el centro de su pequeño universo.
Mi padre era hijo de irlandeses.
Su pelo rojizo, las pecas en su rostro y una tozudez a toda prueba lo delataban.
Sus manos eran pesadas y grandes y sus dedos eran como las sogas con las que
atan los barcos. Caminaba erguido y rara vez sonreía. Trabajaba de sol a sol, siempre
vestido con una camisa y pantalón color marrón. Después de cenar solía quedarse sentado en su sillón tomando
su bebida preferida, ginebra, a la que él insistía en llamar gin por más que en la botella
se leyese, claramente, ginebra. Una vez le escuché decir que su bebida
preferida era el whisky, pero la dificultad para conseguirlo y la habitualidad
de beberla en el bar del pueblo, hicieron que la adoptase. En algunas
oportunidades, cada vez más usuales, papá bebía de más. Esa noche habría gritos
asegurados. Más de una vez lo escuché, iracundo: “…Y nunca más me van a ver…”, “…a
Irlanda me voy a ir, ya van a ver…” y cosas por el estilo. Mamá nos miraba y
nos hacía gestos que significaban: “ya se le va a pasar”.
Pero una vez no se le pasó. Y pasó.
Papá dejó una nota en la estación. Junto con una caja. La trajo el cuidador, un
morocho bajito llamado Ramón, que reía siempre . A veces de divertido , a veces de nervioso. Esa vez reía de tantos nervios que traía.
Al parecer en la nota se despedía y nos dejaba un
dinero para que nos arreglemos durante un tiempo.
Mamá lloró durante tanto tiempo
como jamás pensé que alguien podía llorar. Al principio lloraba a escondidas ,
pero luego ya lo hacia delante de todos nosotros.
Yo tenía catorce años. Y fue allí
cuando sin previo aviso, se esfumó mi adolescencia y me transformé en adulta. Fui,
de repente, madre de mis hermanos, a
quienes debía cambiar, alimentar, retar y acariciar. Fui mamá de ellos y mamá de mi mamá.
Ella bajó tanto de peso que una tarde vino un
medico, pero no del pueblo sino de la capital a verla. Le dieron una dieta que debía
respetar a rajatabla y unas vitaminas.
No fueron necesarias, mamá se
ahorcó del tirante principal del galpón grande.
Recuerdo -algunos recuerdos son indelebles, tatuajes en negro dolor - cuando la
vi: Su pelo rubio colgaba sobre su cara. Tenía un vestido que usaba solo para
las grandes ocasiones y esta , sin dudas , era una de ellas. En sus pies había un
solo zapato color rojo. El otro estaba en el piso, junto a su cartera. Debajo de ella estaba “Frances” la border
collie de papá, como esperando.
Nuestra tía Matilde –la tía que
no era tía- nos llevó a vivir a su casa.
Matilde vivía con su pareja Alfredo . Ella había tenido un matrimonio anterior en el cual había enviudado hacia ya algunos años. No había tenido hijos y , al parecer, ya no los tendría.
Al poco tiempo de llegar , mis
hermanos y yo, nos dimos cuenta de algo: no habríamos de escuchar allí ni gritos ni reproches. Matilde
amaba a Alfredo de una manera casi religiosa y Alfredo retribuía tanto amor con
la respuesta única, exacta: más amor. Se hablaban cariñosamente, se sonreían,
se acariciaban en contactos breves, casi imperceptibles. La mano de él en la espalda de ella, al pedirle permiso y pasar
por detrás suyo. La mano de ella en la mejilla de él, al despedirse.
Ella cocinaba sus mejores platos
cada día, sin motivo que lo requiriese , sólo el cocinarle a él.
El entraba con flores una o dos
veces por semana, generalmente crisantemos, que ella colocaba con cuidado en un
viejo jarrón de porcelana china.
Yo sentía que mi vida era como
una botella que se iba llenando con los diferentes líquidos que iban derramándose
a mí alrededor: líquidos de lágrimas. De lágrimas de dolor y desamor. Pero también
de risas. Y de la alegría del amor. Y sentía que se iba conformando una bebida
extraña de un sabor y de un color desconocido. Y deseaba con todo mí ser que mi
bebida fuese dulce. Y que provoque placer en quien quiera que alguna vez me beba.
Nunca supimos de papá. Algunos años
más tarde, un pariente que vivía en la capital, nos dijo que había muerto.
Yo tenía, en ese entonces, dieciocho
años. El único recuerdo que tengo de aquella vez, cuando escuché la noticia,
fue sentirme otra. No era yo la que escuchaba. Era otra. La niña que amaba a su
padre, la joven que lo veneraba y respetaba, la que se tapaba por las noches
para no escucharlo gritar, ya no era. Y escuché esa noticia como si estuviese
en otro lado, mirando de lejos aquella escena, volando. Veo la casa de Matilde
y me veo allí sentada. Y veo (y escucho) al hombre decir: tu padre ha muerto.
Pero estoy lejos, volando. Y ningún frío me recorre. Ningún remordimiento me
carcome. Sigo mirando de lejos y espero a que el hombre se vaya.
Y recién allí,
entro en mi cuerpo de nuevo, miro a mi tía Matilde y le pregunto:
¿A qué hora
llega el tío?