Me preparé un sangüche con un poco de queso que había quedado. Abrí el pan al medio, cuidando de no cortarme y coloqué el queso y un poco de orégano . Lo cerré , lo aplasté , apenas, sobre la mesada y salí de la cocina. Abrí la heladera y tomé una botella de cerveza. Sobre un estante estaba el destapador con forma de chopp y la leyenda "München" . La tapa cedió a la presión que hice con mi mano izquierda, dejando escapar un suave silbido. En un vaso la dejé caer de a poco procurando que se forme poca espuma. La bebí apurado dándome cuenta en ese instante -y no antes - de la sed que tenia.
¡Voy hasta el almacén!, grité. Mis hijos estaban en el piso superior. Escuché
una respuesta pero sin entender lo que me habían dicho.
¿Alguno de ustedes necesita algo?
No me contestaron y, en cambio,
escuché risas.
Tomé las llaves del auto y la
billetera y salí. La tarde de mayo aun no era fría pese a que el sol se había retirado
temprano. Pensé en ponerme un abrigo, pero salí sin él.
Al subir al auto, coloque un cd
que había grabado un tiempo atrás con temas mezclados. Enseguida sonó “Such Great Hights” de Iron & Wine. Me escuché tarareando la canción y pensé que,
seguramente, era uno de los pocos capaces de desafinar tarareando esa canción.
Al llegar al almacén, que quedaba
a unas pocas cuadras de mi casa, vi que había
varios autos estacionados. Frené unos metros más adelante, donde el espacio me
lo permitió.
Al entrar, saludé al dueño, un
corpulento italiano de unos sesenta años del cual solo conocía su apodo: Gino.
Hola, Gino.
Hola, Como va?, me contestó ,sin
levantar la vista de una caja en la que guardaba chocolates.
Pasé por detrás de la góndola, la única, que estaba ubicada en el centro de local y abrí la heladera. Tomé dos sachets de
leche. Luego, algunas galletitas, un paquete de pastas, y un envase pequeño de
detergente. Leí en la etiqueta: Fragancia Pomelo Rosado y sonreí.
Me coloque en la pequeña fila en
la caja, detrás de una señora gorda.
Chau, Gino.
Chau, me contestó, ahora mirándome
a los ojos y sonriéndome. Saludos a los chicos, agregó.
Abrí la puerta del lado del
acompañante y acomodé las bolsas sobre el asiento.
Al volver a encender el auto, en
la radio pasaban el parte meteorológico: mañana, lluvias intermitentes por la
tarde. Me incliné y miré por el parabrisas y sonreí al ver el cielo
completamente despejado y lleno de estrellas.
Al girar en la esquina de mi casa
vi que nuestro perro estaba en la vereda.
Nunca dejábamos salir al perro.
Estaciono y lo llamo. “Bioy”, casi grité. El perro, un bóxer, me había sido
regalado por una novia que ya no lo era más. Ella le había puesto ese nombre.
Me dijo que era el nombre de un escritor que le gustaba. Nunca me interesó la
literatura, pero me gustó el nombre.
“Bioy”, volví a llamarlo, esta vez más despacio,
porque el perro se acercaba al trote.
Mientras esperaba al perro noté que la
puerta de entrada estaba abierta.
Lo dejé entrar y cerré el
pequeño portón.
“Chicos”, dije.
“Chicos”, volví a llamar,
mientras caminaba hacia la puerta.
La televisión estaba encendida y
dejaba escuchar su murmullo.
Algo hizo ruido debajo de mi zapato.
Era un trozo de vidrio. Un vaso estaba roto y su liquido volcado un par de
metros mas allá.
“Chicos” grité y note que mi voz
se aflautaba, nerviosa.
Al trasponer la puerta que
separaba la sala del living, lo vi.
Mi hijo estaba tirado en el piso. De su
boca salía sangre y todo él estaba sobre un enorme , oscuro y lento charco de
negra sangre. Abrí mi boca y de ella no salió sonido.
Las bolsas cayeron de mis manos. Corrí
hacia él, tropecé con un sillón, caí. Mis manos estaban ahora sobre ese charco
del cual solo recuerdo un dulce y espantoso olor.
Los ojos de mi hijo miraban hacia
el techo, abiertos de par en par. Un cuchillo de cocina estaba clavado en su
pecho. Mi cuchillo de cocina. Recuerdo haber gritado, pero no recuerdo que. Me
subí a horcajadas de él y tomé el cuchillo con mis manos. De un tirón lo saqué y lo tiré tan lejos como pude.
Me paré. Corrí. Subí escaleras.
Abrí la puerta de su habitación. Ella estaba acostada en su cama. Totalmente
vestida. Un hilo delgado de sangre caía por la comisura de sus labios. Parecía sonreír.
Mientras sentía que la sangre chorreaba por mis manos, algunas lágrimas, tímidas
y pocas, caían de mis ojos.
Todo lo que yo veía, no era. Nada
me pasaba a mí. No. Giré mi cabeza como quien quiere relajarse. Escuché el
sonido de las vertebras.
Todo era tan lento. La cola de “Bioy”
se movía en un parsimonioso ir y venir. El sonido del televisor era como el de
aquellos viejos aparatos a cinta que fallaban y el sonido se alargaba, deforme.
Afuera, unos grillos se dejaban
escuchar. Algunos autos, una lejana sirena.
Me acerco, le cierro los ojos y
le doy un beso en la frente. Bajo las escaleras y me siento en el sillón.
No puedo recordar cuanto tiempo
estuve allí.
A mi lado estaba el teléfono. Lo
agarro y llamo a la policía. Llegaron poco después.
En el juicio, una joven policía forense
detalló la mecánica de los asesinatos. Como me moví. Como lo hice. Usaba unos pizarrones blancos , sobre los que había colocado prolijas laminas. Marcaba todo lo que iba diciendo con un fibrón negro.
Ella
explicaba en qué momento tomé el cuchillo, como los maté. Primero a ella. Después
a él.
Mis huellas estaban por toda la
casa. En el piso, en el cuchillo, en la baranda de la escalera.
Se consideró un agravante que yo
me haya sentado en el sillón un tiempo que, ellos confirmaron, fue de dos
horas.
Estudios que me realizaron les permitieron afirmar que yo había comido y bebido -análisis contundentes arrojaron alcohol en mi sangre- luego de cometer los asesinatos. En uno de ellos precisaban la hora en la que yo había bebido la cerveza.
Se habló de sangre fría.
Mi vecina, que participó como testigo, recordó un episodio
ocurrido dos años antes , en el que discutí con su esposo: "Siempre me pareció un hombre muy violento",
dijo.
La prensa habló de “Carnicero” y
de “Nuestro Jack”.
Me recuerdo en el juicio, sentado, en silencio, pensando cuan verosímiles parecían todos y cada uno de aquellos relatos . Cada dato, cada estudio, cada testimonio se ajustaban a una verdad ineluctable.
En los noticieros de habló
bastante del caso, creo que por casi un mes. Luego, un accidente en la ruta 41, con muchos muertos. y , casi a la vez, la caída de un avión en Japón, hicieron que se deje el tema de lado.
Los jurados fueron coincidentes.
Culpable.
Mi abogado, recuerdo, me abrazó y rompió en llanto. Lo consolé con
unas palmadas en la espalda.
Hace ya quince años de todo
aquello.
Acá estoy bien, tranquilo. Me
destinaron al lavadero. A nadie le pareció buena idea lo de la cocina. Por lo
de los cuchillos, creo.
A veces, antes de dormir, pienso
si alguien sabrá la verdad, alguna vez.
O si solo seré yo el que la sepa.
Yo, y, claro, usted.