jueves, 20 de octubre de 2016

El camaleón.







La madalena no tenía el sabor de otras mañanas pero yo ya no podía asegurar si era, realmente, porque estaba vieja, si el pastelero había tenido una mala tarde o si yo simplemente me estaba comenzando a cansar de ellas. El hecho de  estar sentado en una mesa privilegiada del café “Gijón”, en el Paseo de los Recoletos, en Madrid, me obligaba a descartar las dos primeras opciones y decantar a la tercera: me estaba cansando de las madalenas. Quizás me estaba cansando de Madrid y de España, aunque, pensándolo mejor, quizás estaba comenzando a cansarme de mi en España.
Estoy aquí desde el 2001. Vine, como tantos, empujado por el desastre que suponía un país con cinco presidentes en diez días, el dinero escurrido entre corralitos e inflación y una locura que hizo que algunos –los que pudimos- huyamos de allí.
Nunca había salido de Argentina y hacerlo de esa manera hizo que una parte de mi cara dejara de obedecerme – “Parálisis facial, tranquilo, se le va a pasar”, me dijo el médico en castellano amenizado con un che –, hizo que las noches se hicieran eternas y que las comunicaciones con Argentina terminaran en inevitable sollozo.
Sin embargo, como diría cualquiera de nuestras abuelas: El tiempo todo lo cura. Yo agregaría: El tiempo y el trabajo. A las dos semanas, un amigo argentino me dijo: “Veníte al diario, te conseguí laburo”. Mi amigo le había dicho a su jefe que yo escribía muy bien y que sabia “una porrada “de música y de libros. Mi amigo mintió: Escribo, si. Y se algo de música y bastante de libros. Nada de porrada.
Pero así fue como entré a escribir en “El País”. Al principio fue una pequeña columna en una sección de fines de semana, mezcla de Espectáculos y Cultura. No sé que les habrá gustado tanto, quizás, mi sinceridad. Nunca me esforcé en escribir en castellano. Tampoco abusé de lunfardos rioplatenses. Solo escribí, llano y simple. Hice criticas de “discos” - no utilice ni el término “dvd”  ni “vinilo” ni “records” lo que me valió algunas críticas furibundas  de lectores pero el apoyo incondicional de mi editor, Paco Urdaondo. Elegía los nuevos lanzamientos y, sencillamente, los criticaba. Nunca se acercó nadie a decirme que suavice mi columna buscando favorecer futuras ventas, todo lo contrario: cuando destrocé el lanzamiento de una consagrada estrella inglesa y mi artículo  repercutió en los medios de entonces - radio y televisión,( aun no había redes) -  surgió la más  virulenta xenofobia “¿Quién es este sudaca para criticar a …?” .
Fue en ese momento que recibí el apoyo no solo de Paco sino del propio Director Ejecutivo, quien , en persona, se dignó a bajar a mi  cuasi oficina del subsuelo y me arrojó un escueto pero valiosísimo: “Tu sigue así, Chaval”
En pocos años mi pequeña columna paso al cuerpo principal del diario, comencé a publicar en la sección Literatura del diario no solo como crítico sino como periodista especializado (¡Gracias , Viejo, por hacerme estudiar Inglés!)  Entrevisté a Philip Roth, a Paul Auster, a Saramago, a Murakami, a Vargas Llosa, a Cormac Mc Carthy  ( una figurita difícil ,que me dio una entrevista antes que a Oprah) …y a muchos otros.

El diario me alquila un piso en La Latina – probé un tiempo en Malasaña, pero me decidí por un lugar más tranquilo, en el que pudiese escribir sin tentarme a salir de tapas-, visto la ropa que quiero, como donde lo deseo. Podría decirse que el 2001 quedó lejos…sin embargo, en mañanas como hoy , en las que estando en mi café preferido y ,madalena en mano, extraño las medialunas es cuando me doy cuenta que algunas cosas no están tan bien como yo mismo creía.

El destino se encargaría, en minutos, de confirmarme algunas cosas.


El celular vibró una, dos, tres veces. Fue la cucharita en el plato de mi café la que me alertó. Era un mensaje de mi hermana: ¿Me llamás?
Mi hermana Julieta me lleva dos años, vive en Buenos Aires con su segundo esposo y su hijo. Hablamos bastante poco, cada uno o dos meses, y generalmente de mamá. La distancia aplica una máxima letal: el que se fue le cuenta cosas que no conoce al que se quedó. Esto no debería ser un problema, pero lo es. En una pareja, el que se quedó desconoce lugares, olores, sabores…amigos que el que se fue va conociendo, la mayoría de las veces, a su pesar. El que se quedó quiere a la otra persona a su lado y no compartiendo hermosos lugares con otros. Los celos son el invitado a una reunión en la que nada puede terminar bien.
Mi hermana no es mi pareja, claro, pero con ella pasaba lo mismo. Cada cosa que  le contaba parecía no importarle, al principio, y molestarle, mas tarde. Las llamadas se fueron espaciando y los temas en común, desvaneciendo. Solo quedó entre nosotros el lejano amor y la omnipresencia de nuestra madre.
Nuestra madre se llama  Stella. Mamá odiaba su nombre. Odiaba el hecho de tener que explicar, cada vez que lo decía: “Stella, con ese y doble ele. ¡No, así no… con ese inicial…obvio que Estela va con ese , nene, pero yo soy Stella ese- te-e-ele-ele-a!  o  “si, doble ele…¿no te dijeron que la “elle” no existe , que no es una letra…¿pudiste terminar el colegio , querido?.
Mamá tuvo toda su vida un carácter de mierda. No necesitaba ser incentivada por ningún motivo para hacer uso de un rosario de insultos resonantes e  ironías lacerantes. Durante mucho tiempo evité llevar amigos a casa porque ante cualquier motivo era posible escuchar: “Pero, digo yo, ¿sos pelotudo o te hacés?” o “decime , hijo, ¿dónde te capacitaste para ser tan tarado?
Con el tiempo, mis amigos fueron conociendo a mi vieja y entendiendo que esa era su coraza y que, en su interior, se encontraba Mimí –así nos obligaba a llamarla- una persona fuerte y bondadosa como pocas.
Mimí estaba casada con Jorge, mi viejo. Fuimos un típico hogar de clase media argentina, cuando las mujeres de clase media no trabajaban y criaban a sus hijos. Papá era un riguroso bancario que fue ascendiendo a fuerza de trabajar como una mula, ser honesto como el que más y nunca decir que no a un traslado. Así fue como conocimos ciudades hermosas y pueblitos de mala muerte, cambiamos de colegio como de zapatillas y sufrimos por novios y novias, mi hermana y yo, que la distancia se encargó , no sin dolor,  de dejar en el olvido.
Mi viejo murió hace ya quince años, sentadito en su sofá, con el sobre recién abierto con los resultados de sus análisis clínicos semestrales que decían que estaba perfecto.
A los pocos meses, Mimí nos reúne a mi hermana –que ya estaba casada- y a mi –que nunca lo estuve- en su casa, un miércoles por la noche:
“Tengo algo que decirles: Me voy a Ushuaia”
Ushuaia había sido el destino de una de las primeras vacaciones que mis viejos tomaron sin nosotros, sus hijos. Volvieron encantados. “¡No sabés! Las callecitas perfectas, las casas pintaditas, unos paisajes increíbles, nada de ruido, la gente vive tranquila y…”
En aquel momento nos dijeron que, cuando mi viejo se jubile, se iban a ir a vivir a Ushuaia.














Obviamente, nunca les creímos. La muerte de mi viejo echó por tierra aquel plan.
Sin embargo, aquella noche de miércoles, Mimí nos dijo que se iba. Que se iba sola. A Ushuaia.
Intentamos convencerla. Le dimos mil razones que desaconsejaban que una mujer mayor se fuese sola, tan lejos. Pero Mimí no era fácil de convencer.
Vendió la casona familiar, compró una hermosa casita a dos cuadras del Centro Cívico…y se fue.
Aburrida, consiguió trabajo en una tienda de electrónicos –de lo que nada sabia- , se convirtió en la mejor vendedora, se anotó en cuanto curso había   - fue por ella que me enteré lo que era el origami - y se unió a un grupo de jubilados en el cual era tesorera, organizadora de eventos y animadora en las fiestas que solían hacer.


Cuando llamé a mi hermana, escuché el temido: ¿Sabés lo que le pasó a mamá?
Mamá Mimí había tenido un accidente cerebral. De la nada, sin aviso previo.
La habían encontrado sentada en un banco del Centro Cívico, con un suéter liviano y cinco grado bajo cero. No podía hablar, pero tampoco parecía querer hacerlo. La internaron en el Hospital Naval de Ushuaia.
Hoy es martes y esto fue el domingo. Pasaron todo el lunes intentando ubicarnos.
“Tenés que venir, Julián, por favor…Yo no puedo dejar el trabajo y además…bueno…yo no tengo un mango… ¡vos sabés!”
Quedáte tranquila, hermanita, tranquila. Voy a ir.
Mi trabajo tiene una ventaja. No necesito estar en Madrid para hacerlo. Internet es mi amiga. Dejé trabajo adelantado para quince días  (y tenía quince mas, entre reportajes y criticas en mi computadora) ,saqué un pasaje y salí para Buenos Aires.


Llegué del frio español al candente enero porteño. Me sorprendió el aeropuerto renovado y el amable saludo del mozo que me sirvió un café doble bien cargado . Arrancamos bien, pensé. Tenia que esperar dos horas para el vuelo hacia Ushuaia. Llame a Julieta. ¿¡Cómo que no vas a venir!? ¡Hace más de diez años que no te veo!
Le expliqué que si no tomaba ese vuelo debería esperar al día siguiente, casi a la noche y que me pareció  correcto tomar este. Lo entendió.
Yo también tengo ganas de verte, Juli, yo también. Te llamo de Ushuaia.

En el vuelo nos dieron unas medialunas que me hicieron extrañar a las madalenas. Me prometí ir por mejores ni bien pueda.

Llegué a las 15:30. La azafata nos dijo que nos encontraríamos con el cielo despejado y quince grados. El paraíso, pensé.


El hospital Naval era pequeño y, extraño en un Hospital, acogedor. El médico que atendía a Mamá llegó a los pocos minutos. Era un joven de cuarenta años, de impecable guardapolvos llamado Emilio. Me saludó afectuosamente y me explicó: Tu mamá tuvo un acv importante. Muy importante. Afortunadamente no afectó centros que le produzcan problemas demasiado perceptibles…hizo una pausa.
¿Demasiado perceptibles?, pregunté.
Bueno, Julián. Tu mamá es una mujer de setenta y cinco años. Un acv como el que ella tuvo generalmente es mortal. Cuando no lo es , suele dejar daños importantes: problemas en el habla, motricidad alterada, problemas graves de visión, mareos continuos…tenés que tener en cuenta que es la primera causa de muerte en mujeres de más de sesenta y cinco años…en países en los que se diagnostica…acá no llevamos esas estadísticas, pero…
El doctor debe haber visto mi cara.
Quedáte tranquilo. Evolucionó mucho mejor de lo esperado. Ya está ubicada en tiempo y espacio. Come bien, duerme mejor,  no se golpeó…Esta bien, pero…hizo otra pausa.
¿Pero qué, doctor?
Hay un problema…o dos.
Lo miré como para que acorte esas pausas, para que me evite preguntas.
Tu mamá tiene que hacerse estudios que no podemos hacerle aquí…
Ese no es problema, lo interrumpí…
Y no puede volar, me interrumpió.
¿¡Cómo!?
Si, Julián, no puede volar. No sabemos qué le puede producir los cambios de presión de cualquier vuelo…sería irresponsable de mi parte permitírtelo.
Pero…
Si. Van a tener que ir a Buenos Aires por tierra. Y nada de hacer distancias muy largas.
Me tomé la cabeza. Ushuaia – Buenos Aires. Por tierra. Debo estar soñando. Me senté en un banco blanco, de metal, tan duro como la realidad.
¿Cuándo debería viajar?, le dije.
Cuanto antes tengamos los resultados, mejor. Incluso te voy a dar los datos de un colega en Buenos Aires que los puede seguir atendiendo allí, en caso de ser necesario.
Gracias, doctor.
Emilio, decime Emilio.
Lo abracé, le pregunté por la habitación de mamá y fui a verla.

Toqué suavemente la puerta por las dudas de que estuviese durmiendo.
La inconfundible Mimí casi gritó: ¿Quien carajo es ahora?
Soy yo, mami.
Entré despacio. Verla a mamá en una cama de hospital, con suero, despeinada y sin su infaltable rouge, me debe haber impactado demasiado, lo suficiente como para escuchar a mamá preguntarme: ¿Tan hecha mierda estoy? ¡Vení, hijo!
Me agaché para evitar que se incorpore y la abracé fuerte. Mamá usaba el mismo perfume de siempre lo que me hizo sentir tan bien como hacía tiempo que no me sentía.
¡Bueno, bueno, largue, che, que todavía no me morí!
Nos pusimos al día en una charla de media hora hasta que vino la enfermera y me dijo que me debía retirar.
Le expliqué que debíamos ir a Buenos Aires. En colectivo.
Mamá Mimí largó una carcajada. ¡Ni en pedo, hijo, ni en pedo!


Preferí alojarme en un hotel antes que tener que pedirle la llave de su casa y someterme a la perorata:”Fijáte que no quede tal luz prendida, cerrá tal puerta , no abras tal cajón".
Abrí las valijas (el simple hecho de estar en Argentina de nuevo me había hecho pensar en valijas y no en maletas, lo que consideré casi un milagro porque detestaba a esos argentinos camaleónicos que a los pocos meses de estar en otro país ya intercalaban palabras en el más patético cocoliche ) , me di una ducha y bajé al lobby. Pregunté por una conexión a internet y me señalaron el espacio que oficiaba de café y de restaurant. En un rincón había una mesita de una hermosa madera - que después supe era Ciprés-  con una pc .
Nuestra Babel, Google, me dijo en pocos minutos que los colectivos salían a por la mañana y tardaban…cuarenta y ocho horas. Dos días de viaje en ómnibus con Mimí. Descartado.
Busqué: “Autos en alquiler”. Llamé. No entendían que quería alquilar un auto en Ushuaia y dejarlo en Buenos Aires. Lo consultarían con un supervisor y me llamarían. Diez minutos después me dijeron que si, que podía alquilar un auto y dejarlo en Buenos Aires. El precio era el doble del pasaje de avión. “Un problema que no tiene solución, ya no es un problema”, me dije. Reservé el auto.
Las siguientes dos horas me las pasé buscando rutas , alojamientos, distancias.
 Solo me quedaba convencer a mamá.


Durante la noche evalué como decirle a mamá lo del viaje. No tuve demasiadas alternativas.
Mamá: el médico me dijo que tenés que hacerte unos estudios. Que esos estudios solo se pueden hacer en Buenos Aires. Y que no podés viajar en avión.
Mimí se hacia la dormida.
Además, mamá, quería que vengas a mi casamiento.
Los ojos de Mimí se abrieron de par en par. ¿¡Te casás!? ¿Cómo no me dijiste nada?
Te lo estoy diciendo, mami.
Pero….Pero…Esta bien… ¡me contás en el viaje!



Había diseñado un itinerario en el que no tuviésemos que hacer mucho más de quinientos kilómetros por día. Mamá necesitaba hacer paradas continuas y descansar bien. El doctor me dio detallada toda la medicación, que yo separé en un aparatito fabuloso que encontré en una farmacia, día por día.
De Ushuaia a Buenos aires había poco más de tres mil cien kilómetros. La cuenta no era difícil. Seis días de viaje.
Llamé a Julieta y le expliqué todo.
Me estas jodiendo, me dijo.
No, Juli, no. Salimos mañana. Prepárate un asadito para cuando lleguemos.
Tenéme al tanto, ¿sí?







Río Gallegos.



Como era de imaginar –constaté que la memoria de mamá estaba intacta- lo primero que me preguntó fue: “Dale, largá: nombre, color de pelo, nacionalidad…dale, dale”
A menos de diez kilómetros de Ushuaia , la posibilidad de decirle que le había mentido era riesgosa. Me imaginé a mamá puteandome de arriba abajo, amenazando con bajarse en la primera estación de servicio en la que pare…
Olivia, le dije.
¿Olivia? ¿Cómo la de Popeye?
Si, mami, como la de Popeye.
Los siguientes kilómetros los hicimos disfrutando de una estepa tan extensa y desolada como nunca había imaginado transitar. La ruta era de un asfalto perfecto y las líneas blancas desaparecían debajo del auto, mientras yo le contaba a mamá que ella, Olivia, tenia pelo lacio y castaño. Que sus ojos eran marrones, como los mios. Que su piel era suave. Le conté que nos conocimos en una presentación de un libro. Que era traductora de francés y que…





Mimí me interrumpió con una pregunta que me confirmó lo que el doctor me había advertido: Una de las consecuencias de los accidentes cardiovasculares es que los pacientes suelen perder los frenos inhibitorios…
Recuerdo haberle dicho al médico: Mi vieja nunca los tuvo, Doc, nunca.
¿Coge bien?
Giré la cabeza despacio pretendiendo no estar sorprendido.
Un animal, mamá. Un animal.
Largó una carcajada y me golpeó la pierna. Dejó su mano allí, acariciándome.
Unos kilómetros después, cuando yo pensé que se había olvidado, sin dejar de mirar el camino, me preguntó: ¿Te hace reír? ¿Ríen juntos?
Si, mami, claro, le dije.
Ah,¡ menos mal! Porque sin risa no hay amor ¿sabés?


Para conseguir hotel estrené una técnica que usaría durante todo el viaje. Me detuve en una estación de servicio y mientras cargaba nafta le pregunté al empleado: ¿Sabrías decirme de un hotelito lindo y limpio, por favor?
El adjetivo “limpio” me aseguraba lo indispensable. El diminutivo, “hotelito”, implicaba, claramente, que no fuese caro.







Puerto San Julián



Mimí durmió toda la noche de un tirón, lo que adjudiqué a una de las pastillas que el doctor me había dado.
Desayunamos en un pequeño salón que tenia vista al mar. El mar era casi marrón y se confundía con la playa que de tan extensa , agotaba.
Le unté unas tostadas de pan lactal con queso y mermelada.
Mamá tomó la tostada y se quedó mirándola.
¿En que pensás, mamá?
En que esta es la primera tostada en mi vida que no me preparo yo misma. Se rió y la mordió con un disfrute de niña.
Salimos a la ruta y volvimos a la estepa interminable.
¡Qué cosa!, ¿no?
Qué cosa, ¿Qué?
¡Cuantos pájaros que hay!. Los conté. Desde que salimos desde el hotel, conté ciento cuarenta y dos. ¡Ciento cuarenta y dos! ¡Un montón!
Miré el reflejo de su cara en la ventanilla. Los ojos entrecerrados. Seguía contando.
Es cierto, dije. Un montón.
Sin embargo, me dijo, no es fácil ver un pájaro muerto. Entre tantos, entre tantos miles que debo haber visto en mi vida, apenas debo haber visto dos o tres pájaros muertos…
En la ciudad uno puede pensar que hay otros animales que se los comen… ¿Cómo se llaman? ¿Predadores?... Gatos… Chimangos (hacía muchos años que no escuchaba la palabra “Chimango”)… Ratas…Pero…acá, por ejemplo, acá… ¿adónde van los pájaros al morir?
La miré. Giró su cabeza y sonrió. Su piel de años de cremas brillaba con el sol de la tarde a la par de sus dientes.
No sé, mami, ni idea.







Comodoro Rivadavia.



Siempre me llamó la atención el nombre de la ciudad porque me resultaba inevitable relacionarlo con la salsa de tomates y me recuerdo a mi mismo diciendo “Pomodoro Rivadavia”  en vaya a saber qué año en que estudié estas geografías.
En la estación nos recomendaron un hotel familiar alejado apenas del centro. A mamá le gustó mucho repetir la rutina de las tostadas que esta vez fueron con queso blanco en lugar de manteca.
Luego de comerlas, y esto me llamó la atención, mamá se acercó al oído y me dijo , muy suavemente, como para que Ingrid la dueña de casa no escuche: Me hubiesen gustado más con manteca.
Alejé mi cara para mirarla, buscando un guiño, ya que me parecía muy extraño que mi mamá se calle algo. En otro momento ni le hubiese dejado apoyar el queso a nadie en la mesa. Me la imagino:”A mi tráigame manteca, señorita, esa porquería no tiene gusto a nada “o cualquier comentario por el estilo. Pero no. No hubo guiño, no hubo nada.
Mientras me alejaba a hacerle una consulta al conserje, escuche a mamá hablar con Ingrid y decirle: ¡Qué ricas tostadas, nena! ¡Una hermosura!







Puerto Madryn.



Mamá me pidió que le compre unas galletitas dulces, le pregunté ¿Cuáles? Y me contestó: Cualquiera, hijo.
Compré, además, un termo de esos de boca ancha, en el que pedí a Ingrid que me lo llenara con café negro.
Durante el viaje noté a mamá mas callada que de costumbre y se lo dije.
Me contestó que estaba pensando.
Le pregunté: ¿en qué pensás?
Pienso cosas lindas. La mayoría de las veces pienso cosas lindas. Ahora, por ejemplo, estaba pensando en el aroma del café. Me encanta el olor del café mientras se lo está preparando. Me gusta más el olor del café que tomarlo. Y cada vez que huelo café me acuerdo de tu padre. La primera vez que salimos, bien temprano, como nos dejaban en aquel entonces, me llevó al “Imperial”, el café de la esquina de la municipalidad ¿Te acordás?
Si, mami, claro. Hermoso café. Papá me llevaba siempre. Me sentaba en un banco alto, en la barra, junto a él, y me pedía un submarino. ¡Cuánto hace que no me tomo un submarino! ¿Porqué catzo uno deja de hacer cosas tan lindas? ¡Lo primero que hago, ni bien pueda, es tomarme un submarino! Pero…seguí…contáme…
En “El Imperial” de aquella época no había el café como se toma ahora, hecho por esas maquinas fabulosas…el café era hecho en enormes vasijas de bronce y con filtro, de manera que al entrar te invadia un olor a café recién preparado…
Cerró los ojos.
Una vez leí (*), me dijo, que los olores suelen conmovernos. Y es verdad. Como a mí el del café. Los olores son, sin dudas, los recuerdos que más nos emocionan, junto con los sabores…y es porque están rodeados de olvido. Hay que oler el mismo olor para recordarlo. Hay que saborear el mismo gusto para recordarlo…No ocurre los mismo ni con las imágenes ni con los sonidos. Yo puedo cerrar los ojos y recordar la casa en que nací. Cada ventana, cada rincón. Y si los vuelvo a cerrar , puedo recordar cualquier música. Escuchá, me dijo.
Mamá comenzó a tararear una vieja canción que solía cantar cuando cocinaba. Era un tango.
“La pulpera de Santa Lucía”, me dijo.
Genia, le dije.
¿Viste? En cambio con los olores y los sabores eso no pasa. Me he pasado tardes enteras intentando recordar el sabor del dulce de leche suelto que compraba mi mamá cuando era chica. Nunca lo logré.






Bahía Blanca.



Bahía blanca era la ciudad más grande desde que iniciamos el viaje. Mamá miraba las luces del centro como extrañada, como si no hubiese vivido más de sesenta años en Buenos Aires.
¡Pará!, me dijo. ¿Podemos ir a ese café?
¿Te parece, mamá? ¿No estás cansada?
¿Yo? ¡Estoy perfecta!
El café ocupaba toda una esquina  y tenia entrada en la ochava, a la vieja usanza. Las ventanas estaban adornadas por maceteros con plantines y la puerta tenía una manija enorme de bronce con el nombre del café grabado como si fuese una placa.
Entramos del brazo y, a poco de entrar, mamá me dijo: “Vos sentáte en una mesa que yo voy al baño. No pidas nada, quiero ver la carta”
Me senté contra una pared, en una mesa para dos. Mientras me sentaba pude ver en el espejo como ella estaba oculta detrás de una columna, mirando  hacia mi mesa y, cuando creyó que yo no la veía, se acerco a la camarera y le habló. Luego se fue hacia lo que supuse seria el baño.
Pasaron varios minutos y mamá no venia. Cuando comenzaba a preocuparme, se acercó la camarera y dejó en mi mesa un vaporoso submarino  en su vaso clásico con base de metal y el rastro inevitable de una barra de chocolate derritiéndose en su interior. A su lado, un plato con, quizás, las mas deliciosas medialunas que jamás comería.
La vi venir, refulgiendo, erguida y, sin poder parar de llorar, le dije: Gracias, ma, mientras ella me pasaba su pulgar de durazno sobre mis mejillas hasta no dejar ni un poquito de mis lágrimas.







Mar del Plata.



Volver a Mar del Plata después de tantos años fue maravilloso. Cuando a papá lo ascendieron a tesorero y empezó a ganar buen dinero – yo tendría unos doce años- comenzamos a venir todos los veranos. Fueron años inolvidables. Busqué , adrede, un hotel al que no hubiésemos ido antes , porque quise evitar la decepción de no encontrarlo intacto.
Fuimos, eso sí, a cenar al lugar al que solíamos ir, en el Puerto. Me resultó casi de ciencia ficción encontrar al mismo “viejo” que nos atendía en aquella época (cuando uno es chico ve a todo el mundo “viejo. Isidro, en aquellos años, seria un viejo de cuarenta  .Ahora era un viejo de casi ochenta). El lugar parecía haber sido ajeno al paso del tiempo. Los mismos manteles a cuadros rojos y blancos. Los cuadros alusivos a Navarra. La vajilla enlozada con el nombre pintado. El pan negro que era “invitación de la casa” con la manteca hecha rollitos…
Mientras esperábamos la comida, mamá me miró y me dijo.
No nos queríamos mucho ¿sabés?
¿Cómo? No entiendo, mamá.
Con tu padre…no nos queríamos mucho. Nunca tuve ningún problema , eh, ¡ojo!
Yo tomé la aclaración como que nunca hubo ni golpes ni engaños.
Pero no nos queríamos…no.
¿Sabés qué pasa? Yo nunca estuve preparada para dejar de soñar. Nunca estuve preparada para cumplir los sueños de otro como si fuesen los míos. En aquella época quedabas embarazada y ¡Chau , Picho! Mas que Chau Picho ,¡Chau Sueños!
Yo quería ser enfermera. No doctora. Enfermera. Siempre me parecieron fabulosas. Esas personas maravillosas que están ahí, al pie del cañón. Que curan sin remedios, con palabras , con sonrisas, acomodándote la almohada cuando estas incomodo, dejándote unas galletas de mas. Dándote charla cuando las visitas no llegan…
Pero tuve que ser esposa. Y madre. No me arrepiento, hijo. Pero cuando dejás de perseguir los sueños y los postergás definitivamente, es cuando comenzás a sentirte cada vez más gris, cada vez más opaca. Y eso me pasó a mi.
Yo sé que puede molestarte lo que digo, lo sé. Pero es lo que me pasó. Y una cosa no quita la otra…me encantó ser madre, criarlos, verlos crecer.
Y, con el paso del tiempo, yo fui notando que con Papá estábamos juntos, estábamos bien…pero… ¿Cómo decirte?
Mientras yo escuchaba a mi madre decirme lo que nunca pensé que me diría, súbitamente me invadió una gran tranquilidad, una clara sensación de entender lo que le había pasado con mi padre, lo que los colocaba  fuera de mi pedestal. Los ponía en el llano, a mi lado, y dejaban de ser los perfectos y pasaban a ser como yo, como cualquiera. ¿Cómo no entenderla? ¿Cómo no entender que el amor no dura para siempre, ni siquiera el de ellos? Si a mí me había pasado, ¿Cómo no podía pasarle a ellos? Le tomé la mano y esperamos la paella en silencio, mientras la gota que transpiraba en nuestros vasos de vino blanco caía lenta, lenta.






Buenos Aires.   


La enorme Buenos Aires que encontré al ingresar a ella manejando, me pareció más una fiera salvaje que una ciudad. Sus autopistas, casi olvidadas por mí, eran brazos gigantes de un monstruo que me asustaba.
Miré a mamá: estaba tranquila. 

¿Sabés por dónde me conviene ir , mami?
Yo iría por Constituyentes, me dijo.
¿Sí?  Bueno.

Volví a mirarla. Confirmé algo que ya había notado durante el viaje: Mamá sonreía de una manera diferente. Hablaba de una manera diferente. Antes, Mamá era una guerrera. Mientras mantenías una discusión te dabas cuenta que no te escuchaba: simplemente estaba pensando en la respuesta que te daría. Ahora, mamá había perdido su coraza. Es ella. Y es mejor. Su sonrisa está desnuda. En la más adorable de las desnudeces. Mostrándose tal cual es, siendo sincera.



No habrás pensado que me creí lo del casamiento ¿no?
No, mami, claro que no.






A duras penas llegamos a la casa de Julieta, no sin antes perderme en una bajada que casi me lleva a Liniers. Terminé yendo por Constituyentes.
Mamá y Julieta se dieron un abrazo que me erizó la piel. Mientras bajábamos el equipaje, Juli se me acercó y me dijo: Mamá está mejor que vos y yo juntos. Reímos.
Le expliqué todo lo referido a los remedios y los estudios con los que comenzaría la semana entrante.
Me quedé dos días en un hotel de Palermo, desde donde me puse al día con el trabajo y devolví el coche.
Mamá se quedaría con Julieta hasta ver cómo seguir.
Volví a España en un vuelo extraño: Volvía al mejor presente que podía imaginar pero a costa de dejar atrás algunas cosas que aun no podía desentrañar. Mi cabeza daba vueltas en torno a ello. No dormí en el vuelo. Y me costó hacerlo ya en Madrid.



Cada día  me costaba mas vestir las pieles del  camaleón.



Los estudios no le dieron muy bien a Mamá. No podrá volver a Ushuaia.  Necesitará de cuidados. Lo tomó bastante bien, pero la entristeció no haber podido despedirse de algunos cariños.
Le envié dinero a Julieta para que pueda hacerse una escapada y encargarse de la mudanza. La casa, por suerte,  se vendió rápido.
Llamé a mamá cada día, siempre a la misma hora: Julieta me dijo que esperaba mi llamada de manera casi religiosa.
Lo hice durante esos dos años hasta que tuvo otro accidente, el último.
Julieta me llamo de madrugada. Mamá se murió mientras dormía.
Te dejó una carta, me dijo.
El vuelo fue rápido. Químicamente rápido. No me expuse a mi cabeza dando vueltas otra vez. Dos pastillas y a otra cosa mariposa.
La enterramos junto a papá, como ella me pidió después de aquella noche en Mar del Plata, en la que me había confiado el fin de su amor.
Ayer Julieta me dio su carta. Estaba cerrada, en un sobre color  crema, de un papel casi brillante. Debió haberlo buscado así, pensé.

Me fui a leerla a “El Imperial”. Me senté en una mesa que diese a una ventana.

Era una carta breve, brevísima.
En ella  se  leía:

Gracias por el mejor viaje de mi vida, Hijo.
Te ama, Mamá.


Cerré los ojos y , aunque lo intenté varias veces, no pude recordar el olor a Mimí.































La muerte puede con el futuro. Puede con lo que, gracias a ella, nunca pasará.
Pero no puede con el pasado. No puede con lo vivido. No puede con los recuerdos.












(*) Perdón, A.B.C.

domingo, 2 de octubre de 2016

El señor que olvidaba las cosas malas.




Se apagaron las luces, unas manos ignotas encendieron las dos  velas –el cuatro y el cero-  y todos juntos, aunque a destiempo y con evidente desafinación, comenzaron a cantar el Feliz Cumpleaños. Él estaba sentado frente a la torta inmaculadamente blanca de tanto merengue y crema, miró las velas, esperó unos segundos y sopló. Cumplía cuarenta años y en su departamento no había lugar para más almas. Se dieron un beso con su mujer y recibió a su hija, quien dio un salto y se sentó sobre sus piernas.
Esteban no es una persona cualquiera. Era una persona, podríamos decir, “excelente”. Él era considerado un excelente amigo. Un excelente compañero de trabajo. Su mujer decía que él era un excelente esposo. Seguramente, cuando la pequeña Lucia, su hija, sea grande, dirá: Mi papá es un excelente padre. Y así en todo: Excelente cliente. Excelente deportista. Excelente, excelente, excelente.

Y había un porqué. Esteban Ramos podía discutir. Podía, incluso, enojarse con alguien. Pelearse con alguien. Él podía tener problemas como cualquiera de nosotros los tenemos. Sin embargo, Esteban nunca mantenía su enojo. Nunca, pero nunca, nunca, volvía sobre el tema y, mucho menos esperaba disculpas. Cuando alguien, alguna vez, hubo de tener alguna diferencia con Esteban, inevitablemente, al día siguiente, él hacía como si nada: te saludaba, trabajaba –en caso de ser un problema de trabajo- como si nunca hubiese habido discusión alguna. 
Y todo resultaba más fácil así. Esteban Ramos era uno de los tipos más queridos que nunca conocí.



Nos conocimos al comenzar la secundaria. Sus padres se habían mudado hacia pocos meses al barrio y en el , era inevitable coincidir en la escuela 43.
Ya en ese entonces la gente lo veía como un tipo diferente. Él podía revolcarse a las piñas en el recreo con el Gordo Roque, llegar –incluso – a lastimarse, como la vez en la que el Gordo lo empujó y Esteban se partió la frente contra el mástil, y al día siguiente venir a clase, volver al recreo y compartirle el sangüche al Gordo, quien lo miraba con cara de entender poco.
Una vez no me aguanté y le pregunté:
-       ¿Cómo hacés para ser tan bueno, Esteban?
Él me miro, me tomó del brazo y me dijo que me siente en el paredón bajito de la puerta de su casa. Se quedó callado, mirando a la gente que bajaba del colectivo en la esquina, seguramente pensando en lo que me iba a decir.
-       No soy bueno, amigo. Soy normal, soy como vos, como todos. Pero te tengo que decir algo: Yo me olvido de las cosas malas.
Lo miré sin entender demasiado y me quedé en silencio esperando que Esteban agregue algo.
Es así. A la noche, al acostarme, apagó la luz, cierro los ojos, los aprieto con fuerza…y me olvido. Me olvido de todo lo malo que me pasó el día anterior. Hay noches que el olvidar tiene su precio: transpiro. Me despierto sobresaltado. Mis sabanas aparecen desbaratadas…pero eso sí, al otro día no me acuerdo de nada, ni un poquito . Nada.
Lo miré y sonreí. Pensé que bromeaba. Él se dio cuenta.
En serio, Flaco, en serio.
Lo seguí mirando y le pregunté:
-¿Y desde cuando sos así? ¿Siempre te pasó? ¿Te acordás?
Me di cuenta de que había dado en el clavo.
Se quedó pensativo, pero esta vez, mirándome a los ojos.
Me acuerdo perfectamente, me dijo. Esto me pasa desde el día que cumplí diez años.
Teníamos quince.
Siguió.
Desde ese día, exacto, cada día, al dormirme, me olvido de las cosas malas.
La mamá de Esteban nos llamó a comer.

No volvimos a hablar del tema, pero a partir de ese momento comencé a prestar atención.
Y así fue como vi cuando, en el viaje de egresados, el engreído de Gutiérrez se le plantó embebido en fernet en el medio de la pista de baile y le pegó un piñazo vaya a saber uno porqué (algunos dicen que Gutiérrez estaba celoso porque Marina Loprette, la más linda del curso, estaba loca de amor por Esteban). Al otro día, en el micro que nos llevaba de excursión, Gutiérrez compartió asiento con Esteban y se mataron de risa hasta que llegamos al Cerro. No fue necesario una disculpa. Nada. Simplemente, Esteban se había olvidado.
Lo llamativo era que Esteban no se había olvidado del hecho -el piñazo de Gutierrez- sino que ese hecho , simplemente, ya no ocupaba su cabeza, ya no le hacia mal.
Podría hacer una lista con situaciones como aquellas.
La  tarde en la que un auto se llevó por delante a “Caripela”, el perro de Esteban, que mas que perro era un hermano con el que iban a todos lados juntos.. Fue un desastre. La casa era un velorio y Esteban un fantasma. Pero a la mañana estaba como si nada hubiese pasado y en el camino a la escuela – yo lo pasaba a buscar e íbamos juntos- ni tocó el tema, me preguntó por el examen de Geografía de la segunda hora y silbó un tema de Queen hasta que llegamos.

O el día que falleció su mamá, Mirta. LLoró desde que llegamos a eso de las ocho hasta que cerraron la sala velatoria. Al otro día, tempranito , lo pasé a buscar. Estaba impecable. Me insistió para que paré a comprar unas facturas. La familia no entendía como podía estar tan bien…Su abuela, se apiadaba y le comentaba a quien quisiera oírla: “El Esteban , no cayó, pobrecito, no cayó…”

Tuve que ser yo el que le recrimine, a los gritos, como podía ser que la perdone a Isabel, su novia de la facultad, a la que vimos a los besos con un compañero, en el auto de ella , parado en la esquina de su casa.
Fueron muchas situaciones así, muchas. Y Esteban que siempre me decía lo mismo: Yo no perdono, Flaco, me olvido. Simplemente, me olvido.
Comenzó terapia a los veintipico. Fue unos seis meses. La psicóloga se enojó: Una tarde me citó y me dijo: Tu amigo me toma el pelo, me dice que olvida las cosas malas…
Y así fuimos creciendo y hoy ya tenemos cuarenta. Y me doy cuenta que se cumplen treinta años desde el día en el que Esteban comenzó a olvidarse de las cosas malas.
Y es  entonces, cuando ya no quedábamos más que él y yo, y mientras Lucia dormía y  su mujer lavaba los platos, le pregunté una vez más: ¿Y? ¿Alguna vez me vas a decir cómo es eso de olvidarte de las cosas malas?¿alguna vez me vas a decir porque te acordás tan claramente del día en el que comenzaste a hacerlo?
Lo dije sin esperar nada nuevo, solo alguna broma recurrente. Pero no. Esta vez fue distinto.
No sé si atribuirlo al alcohol –ambos disfrutábamos del elixir escocés- o a alguna situación de emoción, esas en las que a veces  entramos sin saber porqué, pero fue esa noche de su cumpleaños número cuarenta, cuando, sentados en sus sillones bordó, Esteban me apoyó la mano en mi brazo y me dijo:








-¿Sabés porque me acuerdo perfectamente de mi cumpleaños número diez? ¿Sabés porque me acuerdo que fue ese día el día en el que comencé a olvidar las cosas malas?
Movió la cabeza como asintiendo, mientras esperaba que yo le diga:
-¿Por qué?
-Porqué ese día, a la tarde , mientras yo dormía la siesta para estar bien despierto en mi cumpleaños, mi viejo entró a mi pieza, cerró la puerta con llave y se metió en mi cama.

¿Entendés, ahora Flaco, por qué , desde aquella noche, cuando en mi mente estaba aun fresca su mano hurgando entre mis sábanas, entre mis ropas, cuando en mi cuerpo no había más que desgarro,terror y asco, no tuve más remedio que cerrar los ojos fuerte, pero bien fuerte , Flaquito? 
Fue desde ese momento en que comencé a cerrar los ojos bien fuerte para olvidar. 
Para olvidar las cosas malas.















Rosebud, con ojos cerrados bien fuerte.