La madalena no tenía el sabor de
otras mañanas pero yo ya no podía asegurar si era, realmente, porque estaba vieja,
si el pastelero había tenido una mala tarde o si yo simplemente me estaba
comenzando a cansar de ellas. El hecho de
estar sentado en una mesa privilegiada del café “Gijón”, en el Paseo de
los Recoletos, en Madrid, me obligaba a descartar las dos primeras opciones y
decantar a la tercera: me estaba cansando de las madalenas. Quizás me estaba
cansando de Madrid y de España, aunque, pensándolo mejor, quizás estaba
comenzando a cansarme de mi en España.
Estoy aquí desde el 2001. Vine,
como tantos, empujado por el desastre que suponía un país con cinco presidentes
en diez días, el dinero escurrido entre corralitos e inflación y una locura que
hizo que algunos –los que pudimos- huyamos de allí.
Nunca había salido de Argentina y
hacerlo de esa manera hizo que una parte de mi cara dejara de obedecerme – “Parálisis
facial, tranquilo, se le va a pasar”, me dijo el médico en castellano amenizado
con un che –, hizo que las noches se hicieran eternas y
que las comunicaciones con Argentina terminaran en inevitable sollozo.
Sin embargo, como diría
cualquiera de nuestras abuelas: El tiempo todo lo cura. Yo agregaría: El tiempo
y el trabajo. A las dos semanas, un amigo argentino me dijo: “Veníte al diario,
te conseguí laburo”. Mi amigo le había dicho a su jefe que yo escribía muy bien
y que sabia “una porrada “de música y de libros. Mi amigo mintió: Escribo, si.
Y se algo de música y bastante de libros. Nada de porrada.
Pero así fue como entré a
escribir en “El País”. Al principio fue una pequeña columna en una sección de
fines de semana, mezcla de Espectáculos y Cultura. No sé que les habrá gustado
tanto, quizás, mi sinceridad. Nunca me esforcé en escribir en castellano.
Tampoco abusé de lunfardos rioplatenses. Solo escribí, llano y simple. Hice
criticas de “discos” - no utilice ni el término “dvd” ni “vinilo” ni “records” lo que me valió
algunas críticas furibundas de lectores
pero el apoyo incondicional de mi editor, Paco Urdaondo. Elegía los nuevos
lanzamientos y, sencillamente, los criticaba. Nunca se acercó nadie a decirme
que suavice mi columna buscando favorecer futuras ventas, todo lo contrario:
cuando destrocé el lanzamiento de una consagrada estrella inglesa y mi artículo
repercutió en los medios de entonces -
radio y televisión,( aun no había redes) - surgió la más
virulenta xenofobia “¿Quién es este sudaca para criticar a …?” .
Fue en ese momento que recibí el
apoyo no solo de Paco sino del propio Director Ejecutivo, quien , en persona,
se dignó a bajar a mi cuasi oficina del
subsuelo y me arrojó un escueto pero valiosísimo: “Tu sigue así, Chaval”
En pocos años mi pequeña columna
paso al cuerpo principal del diario, comencé a publicar en la sección
Literatura del diario no solo como crítico sino como periodista especializado
(¡Gracias , Viejo, por hacerme estudiar Inglés!) Entrevisté a Philip Roth, a Paul Auster, a
Saramago, a Murakami, a Vargas Llosa, a Cormac Mc Carthy ( una figurita difícil ,que me dio una
entrevista antes que a Oprah) …y a muchos otros.
El diario me alquila un piso en La
Latina – probé un tiempo en Malasaña, pero me decidí por un lugar más
tranquilo, en el que pudiese escribir sin tentarme a salir de tapas-, visto la
ropa que quiero, como donde lo deseo. Podría decirse que el 2001 quedó
lejos…sin embargo, en mañanas como hoy , en las que estando en mi café
preferido y ,madalena en mano, extraño las medialunas es cuando me doy cuenta
que algunas cosas no están tan bien como yo mismo creía.
El destino se encargaría, en
minutos, de confirmarme algunas cosas.
El celular vibró una, dos, tres
veces. Fue la cucharita en el plato de mi café la que me alertó. Era un mensaje
de mi hermana: ¿Me llamás?
Mi hermana Julieta me lleva dos años,
vive en Buenos Aires con su segundo esposo y su hijo. Hablamos bastante poco,
cada uno o dos meses, y generalmente de mamá. La distancia aplica una máxima
letal: el que se fue le cuenta cosas que no conoce al que se quedó. Esto no
debería ser un problema, pero lo es. En una pareja, el que se quedó desconoce
lugares, olores, sabores…amigos que el que se fue va conociendo, la mayoría de
las veces, a su pesar. El que se quedó quiere a la otra persona a su lado y no
compartiendo hermosos lugares con otros. Los celos son el invitado a una
reunión en la que nada puede terminar bien.
Mi hermana no es mi pareja,
claro, pero con ella pasaba lo mismo. Cada cosa que le contaba parecía no importarle, al
principio, y molestarle, mas tarde. Las llamadas se fueron espaciando y los
temas en común, desvaneciendo. Solo quedó entre nosotros el lejano amor y la
omnipresencia de nuestra madre.
Nuestra madre se llama Stella. Mamá odiaba su nombre. Odiaba el hecho
de tener que explicar, cada vez que lo decía: “Stella, con ese y doble ele.
¡No, así no… con ese inicial…obvio que Estela va con ese , nene, pero yo soy
Stella ese- te-e-ele-ele-a! o “si, doble ele…¿no te dijeron que la “elle”
no existe , que no es una letra…¿pudiste terminar el colegio , querido?.
Mamá tuvo toda su vida un
carácter de mierda. No necesitaba ser incentivada por ningún motivo para hacer
uso de un rosario de insultos resonantes e
ironías lacerantes. Durante mucho tiempo evité llevar amigos a casa
porque ante cualquier motivo era posible escuchar: “Pero, digo yo, ¿sos
pelotudo o te hacés?” o “decime , hijo, ¿dónde te capacitaste para ser tan
tarado?
Con el tiempo, mis amigos fueron
conociendo a mi vieja y entendiendo que esa era su coraza y que, en su
interior, se encontraba Mimí –así nos obligaba a llamarla- una persona fuerte y
bondadosa como pocas.
Mimí estaba casada con Jorge, mi
viejo. Fuimos un típico hogar de clase media argentina, cuando las mujeres de
clase media no trabajaban y criaban a sus hijos. Papá era un riguroso bancario
que fue ascendiendo a fuerza de trabajar como una mula, ser honesto como el que
más y nunca decir que no a un traslado. Así fue como conocimos ciudades
hermosas y pueblitos de mala muerte, cambiamos de colegio como de zapatillas y
sufrimos por novios y novias, mi hermana y yo, que la distancia se encargó , no
sin dolor, de dejar en el olvido.
Mi viejo murió hace ya quince
años, sentadito en su sofá, con el sobre recién abierto con los resultados de
sus análisis clínicos semestrales que decían que estaba perfecto.
A los pocos meses, Mimí nos reúne
a mi hermana –que ya estaba casada- y a mi –que nunca lo estuve- en su casa, un
miércoles por la noche:
“Tengo algo que decirles: Me voy
a Ushuaia”
Ushuaia había sido el destino de
una de las primeras vacaciones que mis viejos tomaron sin nosotros, sus hijos.
Volvieron encantados. “¡No sabés! Las callecitas perfectas, las casas
pintaditas, unos paisajes increíbles, nada de ruido, la gente vive tranquila y…”
Obviamente, nunca les creímos. La
muerte de mi viejo echó por tierra aquel plan.
Sin embargo, aquella noche de
miércoles, Mimí nos dijo que se iba. Que se iba sola. A Ushuaia.
Intentamos convencerla. Le dimos
mil razones que desaconsejaban que una mujer mayor se fuese sola, tan lejos.
Pero Mimí no era fácil de convencer.
Vendió la casona familiar, compró
una hermosa casita a dos cuadras del Centro Cívico…y se fue.
Aburrida, consiguió trabajo en
una tienda de electrónicos –de lo que nada sabia- , se convirtió en la mejor
vendedora, se anotó en cuanto curso había - fue por ella que me enteré lo que era el
origami - y se unió a un grupo de jubilados en el cual era tesorera, organizadora
de eventos y animadora en las fiestas que solían hacer.
Cuando llamé a mi hermana,
escuché el temido: ¿Sabés lo que le pasó a mamá?
Mamá Mimí había tenido un
accidente cerebral. De la nada, sin aviso previo.
La habían encontrado sentada en
un banco del Centro Cívico, con un suéter liviano y cinco grado bajo cero. No
podía hablar, pero tampoco parecía querer hacerlo. La internaron en el Hospital
Naval de Ushuaia.
Hoy es martes y esto fue el domingo.
Pasaron todo el lunes intentando ubicarnos.
“Tenés que venir, Julián, por
favor…Yo no puedo dejar el trabajo y además…bueno…yo no tengo un mango… ¡vos
sabés!”
Quedáte tranquila, hermanita,
tranquila. Voy a ir.
Mi trabajo tiene una ventaja. No
necesito estar en Madrid para hacerlo. Internet es mi amiga. Dejé trabajo adelantado
para quince días (y tenía quince mas,
entre reportajes y criticas en mi computadora) ,saqué un pasaje y salí para
Buenos Aires.
Llegué del frio español al
candente enero porteño. Me sorprendió el aeropuerto renovado y el amable saludo
del mozo que me sirvió un café doble bien cargado . Arrancamos bien, pensé.
Tenia que esperar dos horas para el vuelo hacia Ushuaia. Llame a Julieta.
¿¡Cómo que no vas a venir!? ¡Hace más de diez años que no te veo!
Le expliqué que si no tomaba ese
vuelo debería esperar al día siguiente, casi a la noche y que me pareció correcto tomar este. Lo entendió.
Yo también tengo ganas de verte,
Juli, yo también. Te llamo de Ushuaia.
En el vuelo nos dieron unas
medialunas que me hicieron extrañar a las madalenas. Me prometí ir por mejores
ni bien pueda.
Llegué a las 15:30. La azafata
nos dijo que nos encontraríamos con el cielo despejado y quince grados. El
paraíso, pensé.
El hospital Naval era pequeño y,
extraño en un Hospital, acogedor. El médico que atendía a Mamá llegó a los
pocos minutos. Era un joven de cuarenta años, de impecable guardapolvos llamado
Emilio. Me saludó afectuosamente y me explicó: Tu mamá tuvo un acv importante.
Muy importante. Afortunadamente no afectó centros que le produzcan problemas
demasiado perceptibles…hizo una pausa.
¿Demasiado perceptibles?, pregunté.
Bueno, Julián. Tu mamá es una
mujer de setenta y cinco años. Un acv como el que ella tuvo generalmente es
mortal. Cuando no lo es , suele dejar daños importantes: problemas en el habla,
motricidad alterada, problemas graves de visión, mareos continuos…tenés que
tener en cuenta que es la primera causa de muerte en mujeres de más de sesenta
y cinco años…en países en los que se diagnostica…acá no llevamos esas
estadísticas, pero…
El doctor debe haber visto mi
cara.
Quedáte tranquilo. Evolucionó
mucho mejor de lo esperado. Ya está ubicada en tiempo y espacio. Come bien,
duerme mejor, no se golpeó…Esta bien,
pero…hizo otra pausa.
¿Pero qué, doctor?
Hay un problema…o dos.
Lo miré como para que acorte esas
pausas, para que me evite preguntas.
Tu mamá tiene que hacerse
estudios que no podemos hacerle aquí…
Ese no es problema, lo
interrumpí…
Y no puede volar, me interrumpió.
¿¡Cómo!?
Si, Julián, no puede volar. No
sabemos qué le puede producir los cambios de presión de cualquier vuelo…sería
irresponsable de mi parte permitírtelo.
Pero…
Si. Van a tener que ir a Buenos
Aires por tierra. Y nada de hacer distancias muy largas.
Me tomé la cabeza. Ushuaia –
Buenos Aires. Por tierra. Debo estar soñando. Me senté en un banco blanco, de
metal, tan duro como la realidad.
¿Cuándo debería viajar?, le dije.
Cuanto antes tengamos los resultados,
mejor. Incluso te voy a dar los datos de un colega en Buenos Aires que los
puede seguir atendiendo allí, en caso de ser necesario.
Gracias, doctor.
Emilio, decime Emilio.
Lo abracé, le pregunté por la
habitación de mamá y fui a verla.
Toqué suavemente la puerta por
las dudas de que estuviese durmiendo.
La inconfundible Mimí casi gritó:
¿Quien carajo es ahora?
Soy yo, mami.
Entré despacio. Verla a mamá en una
cama de hospital, con suero, despeinada y sin su infaltable rouge, me debe
haber impactado demasiado, lo suficiente como para escuchar a mamá preguntarme:
¿Tan hecha mierda estoy? ¡Vení, hijo!
Me agaché para evitar que se
incorpore y la abracé fuerte. Mamá usaba el mismo perfume de siempre lo que me
hizo sentir tan bien como hacía tiempo que no me sentía.
¡Bueno, bueno, largue, che, que
todavía no me morí!
Nos pusimos al día en una charla
de media hora hasta que vino la enfermera y me dijo que me debía retirar.
Le expliqué que debíamos ir a
Buenos Aires. En colectivo.
Mamá Mimí largó una carcajada.
¡Ni en pedo, hijo, ni en pedo!
Preferí alojarme en un hotel
antes que tener que pedirle la llave de su casa y someterme a la perorata:”Fijáte
que no quede tal luz prendida, cerrá tal puerta , no abras tal cajón".
Abrí las valijas (el simple hecho
de estar en Argentina de nuevo me había hecho pensar en valijas y no en
maletas, lo que consideré casi un milagro porque detestaba a esos argentinos
camaleónicos que a los pocos meses de estar en otro país ya intercalaban
palabras en el más patético cocoliche ) , me di una ducha y bajé al lobby.
Pregunté por una conexión a internet y me señalaron el espacio que oficiaba de
café y de restaurant. En un rincón había una mesita de una hermosa madera - que
después supe era Ciprés- con una pc .
Nuestra Babel, Google, me dijo en
pocos minutos que los colectivos salían a por la mañana y tardaban…cuarenta y
ocho horas. Dos días de viaje en ómnibus con Mimí. Descartado.
Busqué: “Autos en alquiler”.
Llamé. No entendían que quería alquilar un auto en Ushuaia y dejarlo en Buenos
Aires. Lo consultarían con un supervisor y me llamarían. Diez minutos después
me dijeron que si, que podía alquilar un auto y dejarlo en Buenos Aires. El
precio era el doble del pasaje de avión. “Un problema que no tiene solución, ya
no es un problema”, me dije. Reservé el auto.
Las siguientes dos horas me las
pasé buscando rutas , alojamientos, distancias.
Solo me quedaba convencer a mamá.
Durante la noche evalué como
decirle a mamá lo del viaje. No tuve demasiadas alternativas.
Mamá: el médico me dijo que tenés
que hacerte unos estudios. Que esos estudios solo se pueden hacer en Buenos
Aires. Y que no podés viajar en avión.
Mimí se hacia la dormida.
Además, mamá, quería que vengas a
mi casamiento.
Los ojos de Mimí se abrieron de
par en par. ¿¡Te casás!? ¿Cómo no me dijiste nada?
Te lo estoy diciendo, mami.
Pero….Pero…Esta bien… ¡me contás
en el viaje!
Había diseñado un itinerario en
el que no tuviésemos que hacer mucho más de quinientos kilómetros por día. Mamá
necesitaba hacer paradas continuas y descansar bien. El doctor me dio detallada
toda la medicación, que yo separé en un aparatito fabuloso que encontré en una
farmacia, día por día.
De Ushuaia a Buenos aires había
poco más de tres mil cien kilómetros. La cuenta no era difícil. Seis días de
viaje.
Llamé a Julieta y le expliqué
todo.
Me estas jodiendo, me dijo.
No, Juli, no. Salimos mañana. Prepárate
un asadito para cuando lleguemos.
Tenéme al tanto, ¿sí?
Río Gallegos.
Como era de imaginar –constaté
que la memoria de mamá estaba intacta- lo primero que me preguntó fue: “Dale,
largá: nombre, color de pelo, nacionalidad…dale, dale”
A menos de diez kilómetros de
Ushuaia , la posibilidad de decirle que le había mentido era riesgosa. Me
imaginé a mamá puteandome de arriba abajo, amenazando con bajarse en la primera
estación de servicio en la que pare…
Olivia, le dije.
¿Olivia? ¿Cómo la de Popeye?
Si, mami, como la de Popeye.
Los siguientes kilómetros los hicimos
disfrutando de una estepa tan extensa y desolada como nunca había imaginado
transitar. La ruta era de un asfalto perfecto y las líneas blancas desaparecían
debajo del auto, mientras yo le contaba a mamá que ella, Olivia, tenia pelo
lacio y castaño. Que sus ojos eran marrones, como los mios. Que su piel era suave.
Le conté que nos conocimos en una presentación de un libro. Que era traductora
de francés y que…
Mimí me interrumpió con una
pregunta que me confirmó lo que el doctor me había advertido: Una de las
consecuencias de los accidentes cardiovasculares es que los pacientes suelen
perder los frenos inhibitorios…
Recuerdo haberle dicho al médico:
Mi vieja nunca los tuvo, Doc, nunca.
¿Coge bien?
Giré la cabeza despacio pretendiendo
no estar sorprendido.
Un animal, mamá. Un animal.
Largó una carcajada y me golpeó
la pierna. Dejó su mano allí, acariciándome.
Unos kilómetros después, cuando
yo pensé que se había olvidado, sin dejar de mirar el camino, me preguntó: ¿Te
hace reír? ¿Ríen juntos?
Si, mami, claro, le dije.
Ah,¡ menos mal! Porque sin risa
no hay amor ¿sabés?
Para conseguir hotel estrené una
técnica que usaría durante todo el viaje. Me detuve en una estación de servicio
y mientras cargaba nafta le pregunté al empleado: ¿Sabrías decirme de un
hotelito lindo y limpio, por favor?
El adjetivo “limpio” me aseguraba
lo indispensable. El diminutivo, “hotelito”, implicaba, claramente, que no
fuese caro.
Puerto San Julián
Mimí durmió toda la noche de un
tirón, lo que adjudiqué a una de las pastillas que el doctor me había dado.
Desayunamos en un pequeño salón
que tenia vista al mar. El mar era casi marrón y se confundía con la playa que
de tan extensa , agotaba.
Le unté unas tostadas de pan
lactal con queso y mermelada.
Mamá tomó la tostada y se quedó
mirándola.
¿En que pensás, mamá?
En que esta es la primera tostada
en mi vida que no me preparo yo misma. Se rió y la mordió con un disfrute de
niña.
Salimos a la ruta y volvimos a la
estepa interminable.
¡Qué cosa!, ¿no?
Qué cosa, ¿Qué?
¡Cuantos pájaros que hay!. Los
conté. Desde que salimos desde el hotel, conté ciento cuarenta y dos. ¡Ciento
cuarenta y dos! ¡Un montón!
Miré el reflejo de su cara en la
ventanilla. Los ojos entrecerrados. Seguía contando.
Es cierto, dije. Un montón.
Sin embargo, me dijo, no es fácil
ver un pájaro muerto. Entre tantos, entre tantos miles que debo haber visto en
mi vida, apenas debo haber visto dos o tres pájaros muertos…
En la ciudad uno puede pensar que
hay otros animales que se los comen… ¿Cómo se llaman? ¿Predadores?... Gatos…
Chimangos (hacía muchos años que no escuchaba la palabra “Chimango”)…
Ratas…Pero…acá, por ejemplo, acá… ¿adónde van los pájaros al morir?
La miré. Giró su cabeza y sonrió.
Su piel de años de cremas brillaba con el sol de la tarde a la par de sus
dientes.
No sé, mami, ni idea.
Comodoro Rivadavia.
Siempre me llamó la atención el
nombre de la ciudad porque me resultaba inevitable relacionarlo con la salsa de
tomates y me recuerdo a mi mismo diciendo “Pomodoro Rivadavia” en vaya a saber qué año en que estudié estas
geografías.
En la estación nos recomendaron
un hotel familiar alejado apenas del centro. A mamá le gustó mucho repetir la
rutina de las tostadas que esta vez fueron con queso blanco en lugar de
manteca.
Luego de comerlas, y esto me
llamó la atención, mamá se acercó al oído y me dijo , muy suavemente, como para
que Ingrid la dueña de casa no escuche: Me hubiesen gustado más con manteca.
Alejé mi cara para mirarla,
buscando un guiño, ya que me parecía muy extraño que mi mamá se calle algo. En
otro momento ni le hubiese dejado apoyar el queso a nadie en la mesa. Me la
imagino:”A mi tráigame manteca, señorita, esa porquería no tiene gusto a nada “o
cualquier comentario por el estilo. Pero no. No hubo guiño, no hubo nada.
Mientras me alejaba a hacerle una
consulta al conserje, escuche a mamá hablar con Ingrid y decirle: ¡Qué ricas
tostadas, nena! ¡Una hermosura!
Puerto Madryn.
Mamá me pidió que le compre unas
galletitas dulces, le pregunté ¿Cuáles? Y me contestó: Cualquiera, hijo.
Compré, además, un termo de esos
de boca ancha, en el que pedí a Ingrid que me lo llenara con café negro.
Durante el viaje noté a mamá mas
callada que de costumbre y se lo dije.
Me contestó que estaba pensando.
Le pregunté: ¿en qué pensás?
Pienso cosas lindas. La mayoría
de las veces pienso cosas lindas. Ahora, por ejemplo, estaba pensando en el
aroma del café. Me encanta el olor del café mientras se lo está preparando. Me
gusta más el olor del café que tomarlo. Y cada vez que huelo café me acuerdo de
tu padre. La primera vez que salimos, bien temprano, como nos dejaban en aquel
entonces, me llevó al “Imperial”, el café de la esquina de la municipalidad ¿Te
acordás?
Si, mami, claro. Hermoso café.
Papá me llevaba siempre. Me sentaba en un banco alto, en la barra, junto a él,
y me pedía un submarino. ¡Cuánto hace que no me tomo un submarino! ¿Porqué
catzo uno deja de hacer cosas tan lindas? ¡Lo primero que hago, ni bien pueda,
es tomarme un submarino! Pero…seguí…contáme…
En “El Imperial” de aquella época
no había el café como se toma ahora, hecho por esas maquinas fabulosas…el café
era hecho en enormes vasijas de bronce y con filtro, de manera que al entrar te
invadia un olor a café recién preparado…
Cerró los ojos.
Una vez leí (*), me dijo, que los
olores suelen conmovernos. Y es verdad. Como a mí el del café. Los olores son,
sin dudas, los recuerdos que más nos emocionan, junto con los sabores…y es
porque están rodeados de olvido. Hay que oler el mismo olor para recordarlo.
Hay que saborear el mismo gusto para recordarlo…No ocurre los mismo ni con las
imágenes ni con los sonidos. Yo puedo cerrar los ojos y recordar la casa en que
nací. Cada ventana, cada rincón. Y si los vuelvo a cerrar , puedo recordar
cualquier música. Escuchá, me dijo.
Mamá comenzó a tararear una vieja
canción que solía cantar cuando cocinaba. Era un tango.
“La pulpera de Santa Lucía”, me
dijo.
Genia, le dije.
¿Viste? En cambio con los olores
y los sabores eso no pasa. Me he pasado tardes enteras intentando recordar el sabor
del dulce de leche suelto que compraba mi mamá cuando era chica. Nunca lo
logré.
Bahía Blanca.
Bahía blanca era la ciudad más
grande desde que iniciamos el viaje. Mamá miraba las luces del centro como extrañada,
como si no hubiese vivido más de sesenta años en Buenos Aires.
¡Pará!, me dijo. ¿Podemos ir a
ese café?
¿Te parece, mamá? ¿No estás
cansada?
¿Yo? ¡Estoy perfecta!
El café ocupaba toda una
esquina y tenia entrada en la ochava, a
la vieja usanza. Las ventanas estaban adornadas por maceteros con plantines y
la puerta tenía una manija enorme de bronce con el nombre del café grabado como
si fuese una placa.
Entramos del brazo y, a poco de
entrar, mamá me dijo: “Vos sentáte en una mesa que yo voy al baño. No pidas nada,
quiero ver la carta”
Me senté contra una pared, en una
mesa para dos. Mientras me sentaba pude ver en el espejo como ella estaba
oculta detrás de una columna, mirando hacia mi mesa y, cuando creyó que yo no la
veía, se acerco a la camarera y le habló. Luego se fue hacia lo que supuse
seria el baño.
Pasaron varios minutos y mamá no
venia. Cuando comenzaba a preocuparme, se acercó la camarera y dejó en mi mesa
un vaporoso submarino en su vaso clásico
con base de metal y el rastro inevitable de una barra de chocolate
derritiéndose en su interior. A su lado, un plato con, quizás, las mas
deliciosas medialunas que jamás comería.
La vi venir, refulgiendo, erguida
y, sin poder parar de llorar, le dije: Gracias, ma, mientras ella me pasaba su
pulgar de durazno sobre mis mejillas hasta no dejar ni un poquito de mis
lágrimas.
Mar del Plata.
Volver a Mar del Plata después de
tantos años fue maravilloso. Cuando a papá lo ascendieron a tesorero y empezó a
ganar buen dinero – yo tendría unos doce años- comenzamos a venir todos los
veranos. Fueron años inolvidables. Busqué , adrede, un hotel al que no
hubiésemos ido antes , porque quise evitar la decepción de no encontrarlo
intacto.
Fuimos, eso sí, a cenar al lugar
al que solíamos ir, en el Puerto. Me resultó casi de ciencia ficción encontrar
al mismo “viejo” que nos atendía en aquella época (cuando uno es chico ve a
todo el mundo “viejo. Isidro, en aquellos años, seria un viejo de cuarenta .Ahora era un viejo de casi ochenta). El
lugar parecía haber sido ajeno al paso del tiempo. Los mismos manteles a
cuadros rojos y blancos. Los cuadros alusivos a Navarra. La vajilla enlozada
con el nombre pintado. El pan negro que era “invitación de la casa” con la manteca
hecha rollitos…
Mientras esperábamos la comida,
mamá me miró y me dijo.
No nos queríamos mucho ¿sabés?
¿Cómo? No entiendo, mamá.
Con tu padre…no nos queríamos
mucho. Nunca tuve ningún problema , eh, ¡ojo!
Yo tomé la aclaración como que
nunca hubo ni golpes ni engaños.
Pero no nos queríamos…no.
¿Sabés qué pasa? Yo nunca estuve
preparada para dejar de soñar. Nunca estuve preparada para cumplir los sueños
de otro como si fuesen los míos. En aquella época quedabas embarazada y ¡Chau ,
Picho! Mas que Chau Picho ,¡Chau Sueños!
Yo quería ser enfermera. No
doctora. Enfermera. Siempre me parecieron fabulosas. Esas personas maravillosas
que están ahí, al pie del cañón. Que curan sin remedios, con palabras , con
sonrisas, acomodándote la almohada cuando estas incomodo, dejándote unas
galletas de mas. Dándote charla cuando las visitas no llegan…
Pero tuve que ser esposa. Y
madre. No me arrepiento, hijo. Pero cuando dejás de perseguir los sueños y los
postergás definitivamente, es cuando comenzás a sentirte cada vez más gris, cada vez más
opaca. Y eso me pasó a mi.
Yo sé que puede molestarte lo que
digo, lo sé. Pero es lo que me pasó. Y una cosa no quita la otra…me encantó ser
madre, criarlos, verlos crecer.
Y, con el paso del tiempo, yo fui
notando que con Papá estábamos juntos, estábamos bien…pero… ¿Cómo decirte?
Mientras yo escuchaba a mi madre
decirme lo que nunca pensé que me diría, súbitamente me invadió una gran
tranquilidad, una clara sensación de entender lo que le había
pasado con mi padre, lo que los colocaba
fuera de mi pedestal. Los ponía en el llano, a mi lado, y dejaban de ser
los perfectos y pasaban a ser como yo, como cualquiera. ¿Cómo no entenderla?
¿Cómo no entender que el amor no dura para siempre, ni siquiera el de ellos? Si
a mí me había pasado, ¿Cómo no podía pasarle a ellos? Le tomé la mano y
esperamos la paella en silencio, mientras la gota que transpiraba en nuestros
vasos de vino blanco caía lenta, lenta.
Buenos Aires.
La enorme Buenos Aires que
encontré al ingresar a ella manejando, me pareció más una fiera salvaje que una
ciudad. Sus autopistas, casi olvidadas por mí, eran brazos gigantes de un
monstruo que me asustaba.
Miré a mamá: estaba tranquila.
¿Sabés por dónde me conviene ir , mami?
Yo iría por Constituyentes, me
dijo.
¿Sí? Bueno.
Volví a mirarla. Confirmé algo
que ya había notado durante el viaje: Mamá sonreía de una manera diferente.
Hablaba de una manera diferente. Antes, Mamá era una guerrera. Mientras
mantenías una discusión te dabas cuenta que no te escuchaba: simplemente estaba
pensando en la respuesta que te daría. Ahora, mamá había perdido su coraza. Es
ella. Y es mejor. Su sonrisa está desnuda. En la más adorable de las
desnudeces. Mostrándose tal cual es, siendo sincera.
No habrás pensado que me creí lo
del casamiento ¿no?
No, mami, claro que no.
A duras penas llegamos a la casa
de Julieta, no sin antes perderme en una bajada que casi me lleva a Liniers.
Terminé yendo por Constituyentes.
Mamá y Julieta se dieron un
abrazo que me erizó la piel. Mientras bajábamos el equipaje, Juli se me acercó
y me dijo: Mamá está mejor que vos y yo juntos. Reímos.
Le expliqué todo lo referido a
los remedios y los estudios con los que comenzaría la semana entrante.
Me quedé dos días en un hotel de
Palermo, desde donde me puse al día con el trabajo y devolví el coche.
Mamá se quedaría con Julieta
hasta ver cómo seguir.
Volví a España en un vuelo
extraño: Volvía al mejor presente que podía imaginar pero a costa de dejar
atrás algunas cosas que aun no podía desentrañar. Mi cabeza daba vueltas en
torno a ello. No dormí en el vuelo. Y me costó hacerlo ya en Madrid.
Cada día me costaba mas vestir las pieles del camaleón.
Los estudios no le dieron muy
bien a Mamá. No podrá volver a Ushuaia.
Necesitará de cuidados. Lo tomó bastante bien, pero la entristeció
no haber podido despedirse de algunos cariños.
Le envié dinero a Julieta para
que pueda hacerse una escapada y encargarse de la mudanza. La casa, por suerte,
se vendió rápido.
Llamé a mamá cada día, siempre a
la misma hora: Julieta me dijo que esperaba mi llamada de manera casi
religiosa.
Lo hice durante esos dos años
hasta que tuvo otro accidente, el último.
Julieta me llamo de madrugada.
Mamá se murió mientras dormía.
Te dejó una carta, me dijo.
El vuelo fue rápido. Químicamente
rápido. No me expuse a mi cabeza dando vueltas otra vez. Dos pastillas y a otra
cosa mariposa.
La enterramos junto a papá, como
ella me pidió después de aquella noche en Mar del Plata, en la que me había
confiado el fin de su amor.
Ayer Julieta me dio su carta.
Estaba cerrada, en un sobre color crema,
de un papel casi brillante. Debió haberlo buscado así, pensé.
Me fui a leerla a “El Imperial”.
Me senté en una mesa que diese a una ventana.
Era una carta breve, brevísima.
En ella se
leía:
Gracias por el mejor viaje de mi
vida, Hijo.
Te ama, Mamá.
Cerré los ojos y , aunque lo intenté varias veces, no pude recordar el olor a Mimí.
La muerte puede con el futuro.
Puede con lo que, gracias a ella, nunca pasará.
Pero no puede con el pasado. No
puede con lo vivido. No puede con los recuerdos.
(*) Perdón, A.B.C.