La pregunta me quedó en la
cabeza, rondándome, durante varios días: Vos nunca te diste cuenta, ¿no?
Recuerdo haberme sentido un estúpido
al escucharla, pero esa sensación –la de sentirme estúpido- no fue la más pesó
en mí, aquel día: también sentí tristeza y dolor.
Después del accidente, me
desperté. Según me dijeron, luego de casi dos meses de estar inconsciente. Al principio,
naturalmente inconsciente. El choque había sido muy fuerte para mi columna,
mucho más que para mi auto que , según las fotos que no me querían mostrar,
pero que me mostraron, estaba casi intacto , apenas con alguna que otra
magulladura menor.
Mi columna no fue tan fuerte. Mi cabeza se movió, primero hacia adelante y
luego, látigo, para atrás. Según dicen los médicos, se quebró debajo de mi
cuello, por lo que ya no puedo, ni podré, mover nada de mi cuerpo más allá de
mi cuello. Tampoco puedo hablar, ni comer, mucho menos gritar. Sólo puedo llorar, pero de un modo
silencioso y sin lagrimas, en un llanto que se despierta en mi cabeza, se
traslada , despacio, a mi corazón y allí se queda, inmóvil, hasta que me olvido
de él.
Me cuentan que pese a todo,
tuvieron que sedarme, por casi otro mes del que recuerdo poco y nada. Por
momentos mi corazón se ponía en estampida y las pantallas se agitaban en torno mío
y sonaba alguna alarma y las enfermeras entraban a mi habitación y me inyectaban
algo y… ya no puedo acordarme más.
En esos meses entraban a mi habitación
caras y no personas. Eran caras que
llevaban puestas las mascaras de la compasiva mentira: “Ya va a pasar”, “Dicen
que en Francia hay un medico que…”.
Pero cuando uno no puede sentir
su propio cuerpo, las preguntas son pocas y las respuestas, innecesarias.
Faltaban tres meses para mi
cumpleaños cuando me accidenté, de manera que –puedo asegurar- no fue una buena
manera de recibir a mis cuarenta.
Mi madre estuvo conmigo cada día
de los que recuerdo, luego de los primeros dos meses de oscuridad. Y
seguramente en ellos también. Ella era muy creyente y recuerdo escucharla rezar
a mi lado, pensando que yo no podía oírla. Esperaba a estar sola conmigo para
hacerlo. Se arrodillaba a mi lado, entrecruzaba sus dedos, y comenzaba con ese
murmullo ininteligible. Yo cerraba los ojos para no incomodarla, era mi forma
de ayudarla. "Ayudálo, Diosito, ayudálo".
El llanto de mi madre era casi tan mudo
como el mío. Muchas veces no resistí la tentación de mirarla. Y abría,
apenitas, mis ojos. Y veía sus lagrimas descender por sus mejillas, arrastrando
el infaltable maquillaje, tiñéndolas de negro. Cuando esto pasaba –siempre-
tomaba rápidamente su cartera que dejaba apoyada en la silla y extraía un
paquetito con pañuelos. Ella venía por las tardes, entre las cuatro y las seis,
es decir todo el horario en el que estaban permitidas las visitas.
Al principio, sin darse cuenta, claro,
me hablaba y dejaba preguntas del estilo: ¿Cómo estás, mi amor? Pero enseguida
se daba cuenta que no podía contestarle y ella misma agregaba: ¡me alegro! Y se
sonrojaba. Luego me hablaba. Me contaba de la familia, me contaba del clima,
del país. Yo supongo que ella no soportaba el silencio y su forma de salir de allí
era hablándome.
Rápidamente fuimos cómplices y establecimos que : Un pestañeo, es “si”. Dos
pestañeos, es “no”.
Mi padre venia por las mañanas. A
diferencia de mi madre, el no me hablaba ni lloraba. Sólo se sentaba en la
silla, la que ponía debajo de la ventana. Alternativamente, me miraba y miraba
a través del cristal, que daba al parque del hospital. Al mirar por la ventana,
sus ojos quedaban clavados en un punto fijo, por lo que creo que él miraba sin
mirar, vaya a saber uno pensando en que.
Antes de irse ponía su mano sobre mi frente y
la dejaba un rato allí. Esto, casi siempre, me hacia acordar a mi abuela que hacía
lo mismo cuando quería saber si tenía fiebre.
Luego sacaba la mano de mi frente
y me daba un beso mientras me decía: Hasta mañana, hijito.
En el reloj que estaba justo en
frente de mi cama, esos relojes en los que el segundero se mueve sin parar,
mudo, sin el clásico tic tac, pude ver
que eran las siete en punto cuando ella entró. No estaba vestida como enfermera
y no la conocía. Recién cuando se paró a mi lado y me sonrió la recordé. Era Justina.
Justina ya vivía pegado a mi casa
en la calle Montevideo cuando nos mudamos con mi familia. Yo tenía seis años y
ella cinco. Fuimos juntos a la primaria y a la secundaria. En la universidad
nos separamos. Ella eligió arquitectura, yo, abogacía..
Hacía ya muchos años que habíamos
dejado de vivir con nuestros padres, de manera que solo nos hemos cruzado
alguna que otra vez, por aquí y por allá.
Me sonreía, en silencio. Yo no
terminaba de entender que hacia ella aquí, en mi habitación y en horario que ya
no estaba permitido a las visitas.
¡Hola! Me dijo, sin dejar de sonreír.
Justina parecía saber muchas cosas. Sabía que yo no podría contestarle. Sabia
de “un pestañeo, si. Dos, no”, sabia de mi accidente y sabía perfectamente que
ese no era horario de visitas.
Se sentó junto a mí y comenzó a
hablar. Me dijo que se había enterado del accidente por la hermana del flaco
Ricotti, su amiga, mi amigo. Me preguntó si le molestaba que estuviese allí. Dos pestañeos.
Me dijo que venía fuera del horario
de visita, porque “no quería problemas con nadie”. Entendí rápidamente que se refería
a Jazmín, mi novia.
Me hubiese gustado explicarle que
Jazmín había venido dos o tres veces hasta que un día me dijo que su vida debía
continuar y se fue sin siquiera esperar mi pestañeo.
Pero no pude hacerlo, aunque yo
creo que ella ya lo sabía.
Justina comenzó a visitarme todos
los días, siempre a las siete. Me dijo que venía después del trabajo, y que el
hospital quedaba a mitad de camino con
su casa. Me explicaba cosas, se hacía preguntas y las contestaba. Escuché: “así
que , imagináte, para mí no es molestia pasar por acá un rato antes de ir para
casa”
“Vivo sola y no tengo perro. Ni
gato” Rió.
A ella parecía fácil dejar
claras las cosas.
Me preguntó si me gustaba la música
y, luego de muchos pestañeos, ella supo que cantantes me gustaban. Lo mismo con
los libros.
Varias veces escuché a Justina
hablar con Raquel, la enfermera y reír juntas, de manera que ya no me extrañó
que pudiese entrar después del horario de visitas.
En su celular había cargado la
música que
a mí me gustaba y, a la segunda semana de venir a visitarme, ella trajo consigo
un libro con cuentos de mi autor preferido. ¿Lo leíste? dos pestañeos. ¿Te leo
algo? Un pestañeo.
Y durante muchos meses, Justina
se transformo en el ángel que habitaba mi vida. Ella era la sonrisa de mi día y
su perfume, el inquilino de mis narices que se quedaba allí aun cuando ella ya
se hubiese ido.
Poco a poco, algunos recuerdos
que creía olvidados aparecieron en mi, como pedazos sueltos de un rompecabezas.
Y recordé tardes de juegos en la veredas de nuestras casas. Recordé como cargábamos
a Justina por su nombre y como ella se iba llorando a contarle a la maestra. Recordé
el pasacalle que su padre había colocado y que decía:” ¡Bienvenida Arquitecta!”.
Algunas de estas cosas las
recordaba en medio de la noche y de esa manera me fui dando cuenta que ella también
habitaba mis sueños.
En ellos yo caminaba. Y la
besaba. Y me dejaba abrazar de una manera como nadie jamás me había abrazado.
Y fue en una de esas tardes después
de muchos meses, cuando me hizo la pregunta: Vos nunca te diste cuenta, ¿no?
Y fue esa tarde en la que me
enteré que ella siempre me había amado. Desde chiquitos, me dijo. Desde
siempre.
Y me enteré de sus muchas tardes de
amor no correspondido.
Elegimos un pestañeo largo como sinónimo
de sonrisa. Y ella me preguntó si quería elegir una clave para “enojo” o ”llorar”. Le contesté con dos pestañeos.
Y fueron varios los pestañeos largos cuando ella me contaba de las cosas que
había hecho para llamar mi atención, en vano. Y nos dimos cuenta de que uno
puede sonreír por cosas que alguna vez
lo hicieron sufrir . Pero para eso debe pasar el tiempo. Y tiempo era lo que había
pasado entre aquellos recuerdos y esta habitación.
Y así pasaron los meses.
Y en mi cárcel de sábanas me di
cuenta lo que es el amor. Y lloré en silencio por haberlo encontrado de esta
manera.
Y pensé en sí las cosas hubiesen
sido distintas si yo no hubiese sido tan ciego al amor que me buscaba y yo eludía.
Me pregunté y no me pude
contestar que sentiría Justina al verme así. Si podría amarme.
Y me enojé al no poder
transmitirle lo que sentía. Y rogué que me lo pregunte. Deseaba que Justina me
pregunte si la amaba. Y soñaba con mostrarle mi mejor pestañeo. Pero eso nunca
pasó.
Hasta que una tarde, finalmente ,
lo supe.
Justina me amaba como nadie.
Me amó desde que me vio, una tarde en la calle Montevideo. Me extrañó
cuando yo no la extrañaba. Supo todo de mí cuando yo no sabía nada de ella.
Postergó amores por mí.
Y entendí lo que era el amor.
Entendí que alguien debe amar
mucho a una persona para visitarlo, día a día, sin ausencias, durante meses.
Entendí que el amor es incondicional.
Que no entiende de razones. Entendí que uno ama sin importar los daños que
ocasiona el desamor. Entendí que al amor hay que buscarlo. Y también entendí
que siempre hay oportunidades. Que nunca hay final ni principio. Que siempre
hay tiempo.
Y así lo entendí cuando ella tomó
la almohada con sus manos, se paró al lado mío y me preguntó: ¿ahora?
Y yo, en ese momento vibré con el
enorme amor que debe sentir alguien para, después de mi único y último pestañeo,
apretar la almohada, y apretarla más. Y más.