viernes, 25 de diciembre de 2015

El silencio del que espera

¡ Qué difícil! ¡Cuánto me cuesta!
¿Qué cosa?
Entenderte.


Lo que siguió fue un silencio largo y calmo, no como otros silencios , tensos y ásperos.
Él se imaginó ese silencio sentado en un muelle de madera en un lago quieto. 
Sus pies moviéndose apenas, formando suaves ondas que se alejan hasta desaparecer y hacerse quietud. 
En los bordes del lago hay árboles y, mas allá, unas suaves colinas que no llegan a ser montañas. 
El sol está encima de su cabeza pero no es impiadoso ni mucho menos: es un sol que entibia.
Hay olor a muchos olores y todos le dan placer.
Si esta imagen es vista por una tercera persona ,no vería allí más que belleza y paz, sin embargo, él ,que está allí, no siente  más que soledad.
Y estando allí ,en soledad, cuando lo que quiere es estar abrazando y abrazado, no importan ni el lago ni los arboles ni las colinas ni los olores ni el sol.

¡Cuánto me cuesta! ¡Cuánto!

Ella le explico que la vida es así. Que las cosas comienzan. Y terminan. 
Y que no hay (no debería) haber nada malo en ello. Es algo así como una ley natural.
Pasa con el odio. Pasa con el amor. Nada es para siempre, dijo.
Él la escuchó y le pareció estar oyendo una burda frase tantas veces dichas y tantas veces escuchada y no se creyó merecedor de una vulgaridad así.
La miró y se lo iba a decir, pero prefirió callar.
Dejó que el silencio vuelva a ellos. 
Ya no estaba en el muelle. 
Este era un silencio diferente: 
Él caminaba entre una multitud. La calle estaba atiborrada. 
El murmullo era incesante, casi un ruido. Caminaba despacio, sin rumbo. Miraba a las personas a la cara, a los ojos. 
Pero nadie lo miraba.
Al final de la calle la vio: era ella. Caminó hasta estar a dos pasos. 
Miró a sus ojos. 
Ella lo miró. 
El murmullo cesó, dejando paso a el más absoluto de los silencios.
El silencio del que espera.



¡Qué difícil! ¡Cuánto me cuesta!
¿Qué cosa?

Entenderme.








Ahí.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Pestañear.








La pregunta me quedó en la cabeza, rondándome, durante varios días: Vos nunca te diste cuenta, ¿no?
Recuerdo haberme sentido un estúpido al escucharla, pero esa sensación –la de sentirme estúpido- no fue la más pesó en mí, aquel día: también sentí tristeza y dolor.


Después del accidente, me desperté. Según me dijeron, luego de casi dos meses de estar inconsciente. Al principio, naturalmente inconsciente. El choque había sido muy fuerte para mi columna, mucho más que para mi auto que , según las fotos que no me querían mostrar, pero que me mostraron, estaba casi intacto , apenas con alguna que otra magulladura menor.
Mi columna no fue tan fuerte.  Mi cabeza se movió, primero hacia adelante y luego, látigo, para atrás. Según dicen los médicos, se quebró debajo de mi cuello, por lo que ya no puedo, ni podré, mover nada de mi cuerpo más allá de mi cuello. Tampoco puedo hablar, ni comer, mucho menos  gritar. Sólo puedo llorar, pero de un modo silencioso y sin lagrimas, en un llanto que se despierta en mi cabeza, se traslada , despacio, a mi corazón y allí se queda, inmóvil, hasta que me olvido de él.
Me cuentan que pese a todo, tuvieron que sedarme, por casi otro mes del que recuerdo poco y nada. Por momentos mi corazón se ponía en estampida y las pantallas se agitaban en torno mío y sonaba alguna alarma y las enfermeras entraban a mi habitación y me inyectaban algo y… ya no puedo acordarme más.


En esos meses entraban a mi habitación caras y no personas. Eran caras  que llevaban puestas las mascaras de la compasiva mentira: “Ya va a pasar”, “Dicen que en Francia hay un medico que…”.
Pero cuando uno no puede sentir su propio cuerpo, las preguntas son pocas y las respuestas, innecesarias.
Faltaban tres meses para mi cumpleaños cuando me accidenté, de manera que –puedo asegurar- no fue una buena manera de recibir a mis cuarenta.


Mi madre estuvo conmigo cada día de los que recuerdo, luego de los primeros dos meses de oscuridad. Y seguramente en ellos también. Ella era muy creyente y recuerdo escucharla rezar a mi lado, pensando que yo no podía oírla. Esperaba a estar sola conmigo para hacerlo. Se arrodillaba a mi lado, entrecruzaba sus dedos, y comenzaba con ese murmullo ininteligible. Yo cerraba los ojos para no incomodarla, era mi forma de ayudarla. "Ayudálo, Diosito, ayudálo". 
El llanto de mi madre era casi tan mudo como el mío. Muchas veces no resistí la tentación de mirarla. Y abría, apenitas, mis ojos. Y veía sus lagrimas descender por sus mejillas, arrastrando el infaltable maquillaje, tiñéndolas de negro. Cuando esto pasaba –siempre- tomaba rápidamente su cartera que dejaba apoyada en la silla y extraía un paquetito con pañuelos. Ella venía por las tardes, entre las cuatro y las seis, es decir todo el horario en el que estaban permitidas las visitas.
Al principio, sin darse cuenta, claro, me hablaba y dejaba preguntas del estilo: ¿Cómo estás, mi amor? Pero enseguida se daba cuenta que no podía contestarle y ella misma agregaba: ¡me alegro! Y se sonrojaba. Luego me hablaba. Me contaba de la familia, me contaba del clima, del país. Yo supongo que ella no soportaba el silencio y su forma de salir de allí era hablándome. 
Rápidamente fuimos cómplices y establecimos que : Un pestañeo, es “si”. Dos pestañeos, es “no”.


Mi padre venia por las mañanas. A diferencia de mi madre, el no me hablaba ni lloraba. Sólo se sentaba en la silla, la que ponía debajo de la ventana. Alternativamente, me miraba y miraba a través del cristal, que daba al parque del hospital. Al mirar por la ventana, sus ojos quedaban clavados en un punto fijo, por lo que creo que él miraba sin mirar,  vaya a saber uno pensando en que.
 Antes de irse ponía su mano sobre mi frente y la dejaba un rato allí. Esto, casi siempre, me hacia acordar a mi abuela que hacía lo mismo cuando quería saber si tenía fiebre.
Luego sacaba la mano de mi frente y me daba un beso mientras me decía: Hasta mañana, hijito.



En el reloj que estaba justo en frente de mi cama, esos relojes en los que el segundero se mueve sin parar, mudo,  sin el clásico tic tac, pude ver que eran las siete en punto cuando ella entró. No estaba vestida como enfermera y no la conocía. Recién  cuando se paró a mi lado y me sonrió la recordé. Era Justina.
Justina ya vivía pegado a mi casa en la calle Montevideo cuando nos mudamos con mi familia. Yo tenía seis años y ella cinco. Fuimos juntos a la primaria y a la secundaria. En la universidad nos separamos. Ella eligió arquitectura, yo, abogacía..
Hacía ya muchos años que habíamos dejado de vivir con nuestros padres, de manera que solo nos hemos cruzado alguna que otra vez, por aquí y por allá.
Me sonreía, en silencio. Yo no terminaba de entender que hacia ella aquí, en mi habitación y en horario que ya no estaba permitido a las visitas.
¡Hola! Me dijo, sin dejar de sonreír. Justina parecía saber muchas cosas. Sabía que yo no podría contestarle. Sabia de “un pestañeo, si. Dos, no”, sabia de mi accidente y sabía perfectamente que ese no era horario de visitas.
Se sentó junto a mí y comenzó a hablar. Me dijo que se había enterado del accidente por la hermana del flaco Ricotti, su amiga, mi amigo. Me preguntó si le molestaba que estuviese allí.  Dos pestañeos.
Me dijo que venía fuera del horario de visita, porque “no quería problemas con nadie”. Entendí rápidamente que se refería a Jazmín, mi novia.
Me hubiese gustado explicarle que Jazmín había venido dos o tres veces hasta que un día me dijo que su vida debía continuar y se fue sin siquiera esperar mi pestañeo.
Pero no pude hacerlo, aunque yo creo que ella ya lo sabía.

Justina comenzó a visitarme todos los días, siempre a las siete. Me dijo que venía después del trabajo, y que el hospital  quedaba a mitad de camino con su casa. Me explicaba cosas, se hacía preguntas y las contestaba. Escuché: “así que , imagináte, para mí no es molestia pasar por acá un rato antes de ir para casa”
“Vivo sola y no tengo perro. Ni gato” Rió.
A ella parecía fácil dejar claras las cosas.
Me preguntó si me gustaba la música y, luego de muchos pestañeos, ella supo que cantantes me gustaban. Lo mismo con los libros.
Varias veces escuché a Justina hablar con Raquel, la enfermera y reír juntas, de manera que ya no me extrañó que pudiese entrar después del horario de visitas.


En su celular había cargado  la música que a mí me gustaba y, a la segunda semana de venir a visitarme, ella trajo consigo un libro con cuentos de mi autor preferido. ¿Lo leíste? dos pestañeos. ¿Te leo algo? Un pestañeo.
Y durante muchos meses, Justina se transformo en el ángel que habitaba mi vida. Ella era la sonrisa de mi día y su perfume, el inquilino de mis narices que se quedaba allí aun cuando ella ya se hubiese ido.
Poco a poco, algunos recuerdos que creía olvidados aparecieron en mi, como pedazos sueltos de un rompecabezas. Y recordé tardes de juegos en la veredas de nuestras casas. Recordé como cargábamos a Justina por su nombre y como ella se iba llorando a contarle a la maestra. Recordé el pasacalle que su padre había colocado y que decía:” ¡Bienvenida Arquitecta!”.
Algunas de estas cosas las recordaba en medio de la noche y de esa manera me fui dando cuenta que ella también habitaba mis sueños.
En ellos yo caminaba. Y la besaba. Y me dejaba abrazar de una manera como nadie jamás me había abrazado.

Y fue en una de esas tardes después de muchos meses, cuando me hizo la pregunta: Vos nunca te diste cuenta, ¿no?
Y fue esa tarde en la que me enteré que ella siempre me había amado. Desde chiquitos, me dijo. Desde siempre.
Y me enteré de sus muchas tardes de amor no correspondido.
Elegimos un pestañeo largo como sinónimo de sonrisa. Y ella me preguntó si quería elegir una clave para “enojo” o ”llorar”. Le contesté con dos pestañeos.
Y fueron varios los pestañeos  largos cuando ella me contaba de las cosas que había hecho para llamar mi atención, en vano. Y nos dimos cuenta de que uno puede sonreír  por cosas que alguna vez lo hicieron sufrir . Pero para eso debe pasar el tiempo. Y tiempo era lo que había pasado entre aquellos recuerdos y esta habitación.
Y así pasaron los meses.
Y en mi cárcel de sábanas me di cuenta lo que es el amor. Y lloré en silencio por haberlo encontrado de esta manera.
Y pensé en sí las cosas hubiesen sido distintas si yo no hubiese sido tan ciego al amor que me buscaba y  yo  eludía.
Me pregunté y no me pude contestar que sentiría Justina al verme así. Si podría amarme.
Y me enojé al no poder transmitirle lo que sentía. Y rogué que me lo pregunte. Deseaba que Justina me pregunte si la amaba. Y soñaba con mostrarle mi mejor pestañeo. Pero eso nunca pasó.
Hasta que una tarde, finalmente , lo supe.
Justina me amaba como nadie.
Me amó desde que me vio,  una tarde en la calle Montevideo. Me extrañó cuando yo no la extrañaba. Supo todo de mí cuando yo no sabía nada de ella.
Postergó amores por mí.
Y entendí lo que era el amor.
Entendí que alguien debe amar mucho a una persona para visitarlo, día a día, sin ausencias, durante meses.
Entendí que el amor es incondicional. Que no entiende de razones. Entendí que uno ama sin importar los daños que ocasiona el desamor. Entendí que al amor hay que buscarlo. Y también entendí que siempre hay oportunidades. Que nunca hay final ni principio. Que siempre hay tiempo.

Y así lo entendí cuando ella tomó la almohada con sus manos, se paró al lado mío y me preguntó: ¿ahora?

Y yo, en ese momento vibré con el enorme amor que debe sentir alguien para, después de mi único y último pestañeo, apretar la almohada, y apretarla más. Y más.