Sintió el dolor, suave pero agudo,
en su brazo, mientras se adormecía en su sillón. El mosquito aún seguía allí,
en lo que él suponía era una ardua tarea de succión de sangre. Su sangre. Mil
veces y más había intentado matar uno. No era bueno para ello. Mil y
mas fracasos con mosquitos que huían lo mas campantes. Dejó inmóvil su brazo. El izquierdo. Movió el derecho lo más despacio que pudo, tanteando, buscando el
diario. Lo dobló y lo tomó por un extremo. Tan rápido como pudo se golpeó a sí
mismo en su brazo. Buscó con la vista al mosquito fugitivo. Nada. Levantó el
diario y allí lo vio. Muerto bien muerto en medio de su sangre. ¿Tendrían
sangre los mosquitos? Y repensó: sangre propia, no sangre hurtada. Se sentó mas
derecho, apoyó el diario en su regazo y miró más de cerca al mosquito. Raspó
con la uña de su dedo mayor, lo despegó del papel y lo levantó, tomándolo entre
su pulgar y su índice. Lo miró unos minutos más y luego se lo puso en la boca.
Para su sorpresa su gusto no era amargo (vaya a saber porque él pensó que un
mosquito sabría amargo).
Ni una arcada, ni un poquito de
asco.
El calor era agobiante. Su auto
era un horno en el que no eran necesarias las microondas. El volante quemaba,
su camisa se pegaba a su cuerpo. Abrió la ventana solo para que entre más aire
caliente y se acordó de García Márquez (“¿Para qué abre la gente las ventanas
durante el día en el Caribe? ¿Para que entre calor? Son mucho más inteligentes
los romanos, que las cierran durante el día y las abren durante la noche,
cuando la fresca.”).
Se puso los lentes de sol, sólo
para disfrazar tanto bochorno.
Llegó a su casa de malhumor. Se
sacó lo más rápido que pudo la camisa y la arrojó al piso.
Abrió la puerta de la heladera y
se sirvió un vaso grande de agua helada que bebió con fruición.
Salió al pequeño patio de su
casa. En un rincón había armada una pileta de lona pequeña. Se acercó y tocó el
agua. Podría hacerse un caldo en ella. Maldijo.
Se sentó en el único metro cuadrado
con sombra de su patio, en una vieja y oxidada reposera. Las gotas de sudor que descendían por su pecho se juntaban en su
ombligo. Una paloma bajó a la pileta a beber. Apoyó sus patas rojas en el borde
e inclinó su cuerpo en un suave balanceo. Otras veces había visto a las palomas
tomar agua en su pileta, pero esta vez era diferente. Las anteriores las
palomas bajaban a beber y lo hacían igual que ésta, pero con su elástico cuello
girando constantemente, observando el terreno, cuidando que nadie las ataque.
Un gato o quien sabe quién. Pero esta no. Bebía tranquilamente.
Abajo, el pico en el agua, arriba. Abajo, el
pico en el agua, arriba. Se paró pensando que, inmediatamente, la paloma se
volaría. Pero no. Siguió con su rítmico beber.
Se acercó despacio, paso a paso.
Cuando estuvo a menos de un metro detrás de ella, estiró su mano y la tomó del
cuello. Se resistió poco. Se ayudó con la otra mano para retorcerle el cuello
como había visto que hacían con las gallinas.
La trincheta cortó fácil su cuello
y sus patas. Luego, con un cuchillo pequeño, sacó un poco de carne de su pecho.
Era de color gris, como las plumas. Comió un poco, cruda, pero le supo dulce,
no le gustó y la tiró en una bolsa, junto con el resto.
La tarde era perfecta. Marzo era
un buen mes, pensó. ¿No podría ser marzo todo el año? Fue hasta la cochera
donde guardaba su moto. Retiró la vieja frazada que usaba de cobertor. Estaba
impecable. Su vieja Norton 750 Commando era su orgullo. Varias veces habían intentado comprársela,
incluso a valores difíciles de rechazar, pero él se había hecho de tripas corazón
y había dicho: no. Bajó las palancas de pase de nafta y cebador. Pateó una vez,
pateó dos veces. Un rugido rítmico y suave pero deliciosamente sonoro lo
deleito. Se colocó el casco y salió. Solía hacer esto dos veces por mes, en una
mezcla de placer y obligación para mantener en perfecto estado a su moto.
Decidió ir al camino viejo, el
que bordeaba la ciudad, por las quintas. El aire en forma de brisa le
acariciaba el rostro. Por las dudas, se había abrigado con su campera de cuero
con la palabra “Norton” bordada en su espalda, pero la llevaba abierta, dejando
que el aire la embolse.
Al emprender el retorno, miró a
su derecha y vio una vieja camioneta color rojo que se acercaba. Frenó. Sintió
la mordida del perro en su pantorrilla izquierda, la que tenia apoyada en el
piso. Era un mestizo joven y fuerte, de color marrón. Agitó su pierna y le
gritó a la vez, esperando que el perro suelte. Pero no. Siguió con su mordida
tenaz. El cayó de su moto. Al caer el perro soltó y se quedó a unos metros, ladrándole.
Se miró su pierna. El viejo pantalón de cuero que usaba cada vez que usaba su
moto había evitado que la mordedura pase a mayores. No había sangre, solo un
golpe. Lamentó que sus pantalones hayan sufrido el daño, agujereándose. Levantó su
moto y le colocó el pie. El perro seguía allí. Miró a su alrededor e intentó
recordar el lugar. Arrancó su moto y fue hasta la estación de servicio más
cercana. Buscó unas galletitas en la góndola y las pagó.
Volvió al lugar donde el perro lo
había mordido y bajó de su moto. Volvió a colocar el pie y bajó.
Se sacó la campera de cuero y la
apoyó en la Norton.
Abrió el paquete de galletitas.
Silbó una vez. Comió una: eran de sabor queso. Horribles.
Silbó otra vez. El perro apareció
por detrás de un eucaliptus, ya sin ladrar. Se quedó a unos metros, expectante. El se puso en cuclillas con unas galletitas en la mano izquierda y la palanca
para desajustar las tuercas en la otra. Silbó una vez más. El perro se acerco,
despacio. ¿Habrá el perro recordado que él que ahora le ofrecía galletitas había
sido su mordido hacia apenas media hora? Y si lo recordaba, ¿Qué es lo que le
hizo suponer que éste lo olvidaría , que éste lo perdonaría?
Tiró las galletitas a menos de un
metro de sí.
El perro se acostó a comerlas allí
mismo. Fueron varias las veces que debió golpearlo en su cabeza, mientras la
sangre lo salpicaba, antes de que deje de moverse. La bolsa que le había pedido
a la chica de la estación le sirvió para guardarlo allí, hasta la noche.
La carne de perro tiene un sabor
extraño, que él no pudo relacionar con otro sabor que hubiese conocido, pero
que le gustó mucho.
Abrió el mail como cada mañana.
Entre los tantos, había uno que le llamó la atención, sobre todo por su
remitente. Su Jefa Máxima. La que jamás le había mandado un mail en veinte años
.Lo abrió. El aire acondicionado estaba encendido, pero sintió, de repente,
mucho calor. Era un mail de
agradecimiento. Por sus servicios prestados. Por un comportamiento inmejorable
en pos del bien de la compañía y bla y bla y bla. En dos meses debería buscarse
trabajo.
Se quedó mirando el monitor
varios minutos. Hizo clic e imprimió el
mail. Trabajó la mañana entera, sin parar un minuto, como todas, inmutable. Al ver en su reloj las
doce, abrió su cajón y tomo la impresión del mail. Subió las escaleras hacia la
oficina de la Jefa. La Jefa Máxima. A las doce solía almorzar, en su oficina.
Entró sin golpear. Estaba sentada revolviendo una taza con caldo. Lo miró,
sobresaltada. Él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, tranquilizándose.
Hablaron por varios minutos (ella
le había ofrecido un café que el rechazo gentilmente) acerca de su despido, su indemnización
etc. etc.
El se paró y cerró la puerta. Y mientras
tomaba el pesado cenicero de metal, mientras golpeaba sin parar con todas su
fuerzas, mientras la cabeza de su jefa se partía contra el escritorio y su sangre,
lenta,oscura, lo cubría todo se preguntó: ¿Qué gusto tendrá?