domingo, 7 de julio de 2019

Temblar sin saber lo que es temblar.








Se acercó, me saludó y me pidió un número. Le respondí el saludo y le dije que se siente, que enseguida lo atendería. Me sonrío y retrocedió unos pasos, hasta la primera fila de asientos y se sentó. Unos minutos después lo llamé. El hombre miró a ambos lados y me volvió a mirar. Sí, Señor, usted, pase por favor.
Me extendió su mano y se presentó.
Tome asiento, por favor. ¿En qué puedo ayudarlo?
Vestía muy prolijamente, una campera verde de paño, pantalones beige y zapatos lustrados. Un pañuelo de seda al tono en el cuello. Su pelo era blanco, de canas también prolijamente peinadas. Tendría unos setenta años.
Quisiera que me ayude con este trámite. Es un tema que hace tiempo estoy reclamando.
Miré en los sistemas. El expediente al que aludía tenía diez años y ya estaba terminado hace nueve. Se lo dije.
Pero…no entiendo.
Volví a fijarme. Era así. No había ningún otro trámite en curso.
Durante unos minutos estuvimos hablando del tema. Por momentos lo noté tenso y pensé se enojaría.
Pero, pero…es que ¿sabe qué pasa? , me preguntó. Me parece que me estoy olvidando las cosas. Su semblante cambió.
Todos nos olvidamos las cosas, intenté conformarlo. Es esta vida loca que nos vuelve locos.
No, no. Yo lo sé. Estoy seguro, Insistió. Y agregó. Este mes me fui dos veces a Misiones.
¿Cómo que se fue dos veces a Misiones?
Me explicó que allí tiene un comercio al que va cada tres meses, pero que este mes fue dos veces. Dos veces en un mes. Y que no se dio cuenta. Sólo lo hizo al recibir el saludo del encargado de la estación de servicio del pueblo, donde solía cargar nafta al llegar.
¡Otra vez por acá, Don! ¡Qué extraño tan seguido! ¿Pasó algo?
Sus ojos brillaban, enrojecidos.
¿Fue al médico?, pregunté.
No, no, me respondió en voz trémula y suave. Tengo miedo.
Entiendo, le dije.
Los restantes minutos se desvanecieron entre intentos vanos de convencerlo para que vaya al médico y su temerosa terquedad.
Me estoy olvidando de quien soy. Hizo una pausa.
Me voy a tirar de las cataratas, dijo y me sonrió.
Preferí interpretarlo como un chiste, le di la mano, le devolví la sonrisa y miré como se iba, erguido.








Volviendo a casa intenté recordar eventos de mi pasado, puntuales. Y me di cuenta que desde hacía mucho tiempo no aprendía algo interesante, por ejemplo. Me di cuenta que no recordaba quien me había enseñado a decir gracias, ni cuándo.
¿Quién me enseño a pedir perdón? ¿Lo hice? ¿Cuándo aprendí a abrir la puerta y ceder el paso? ¿Cuál fue la tarde exacta en que eso pasó?
¿De qué manera aprendí a dar la mano fuerte y firme?
¿Cuándo fue que entendí lo que era amar? ¿Lo aprendí, finalmente? ¿Eso que creo amor es realmente amor?
¿Cuándo se estrujó mi corazón por vez primera? ¿Cuál mi primer lagrima?
No recuerdo ninguna de las  primeras caricias que seguramente recibí.
La voz de mi padre ya no es ni recuerdo. Como todas las voces.
Tampoco recuerdo cual fue el primer libro que leí.
El olor al perfume de aquel primer beso –que muchos años creí recordar- también se escondió en mi memoria.
Mi memoria es una caja llena de recuerdos desordenados en la que nunca encuentro el que deseo.
Estoy sentado en un galpón en un taburete alto. El sol de la tarde pasa a través de la ventana ,me da de frente y me encandila. Mi madre cocina y el  vapor hace temblar la tapa de una cacerola de loza color verde.
¿Quién me enseño a escribir? ¿Cuándo? ¿Cuál fue la primera palabra que leí sin ayuda?
Cierro los ojos y quiero recordar el primer llanto de mi hija, en vano.
Siento el traqueteo del avión sobre la pista, la vez que volé por primera vez. No recuerdo al avión. Ni el año. Ni la ropa que llevaba. Pero si la tela brillante y dura de los cinturones de seguridad.
Nado en una pileta de agua tibia y clara. Mi cuerpo es joven. Hay alguien sentado con los pies en el agua. No sé quién es.








En la ruta camino a mi casa el sol cae tras los arboles envuelto en naranja y frío.
Me pregunto si no será hora de dejar de preocuparnos por nuestros recuerdos y resignarnos a que vayan y vengan cuando quieran, que nos acompañen si es que quieren y si no dejarlos ir y disfrutar su olvido sin penas, viviendo este presente fugaz que devora futuros y se va, veloz, a esconderse en ese pasado esquivo que tanto nos preocupa.
Me pregunto si no será liberador olvidar, para siempre, definitivamente. 
Y vivir cada sonrisa recibida con la sensación de estar aprendiendo lo que es una sonrisa.
Y sentir la piel de la persona que amamos y descubrir el amor. Y temblar como es deseable temblar. Y temblar por primera vez sin saber que antes hubo otras.
Y conocer el dolor y creer en aprender. Creer sin entender que para aprender hay que recordar. Y olvidar nuevamente. Una y otra vez.
Siendo feliz cada vez.