viernes, 25 de diciembre de 2015

El silencio del que espera

¡ Qué difícil! ¡Cuánto me cuesta!
¿Qué cosa?
Entenderte.


Lo que siguió fue un silencio largo y calmo, no como otros silencios , tensos y ásperos.
Él se imaginó ese silencio sentado en un muelle de madera en un lago quieto. 
Sus pies moviéndose apenas, formando suaves ondas que se alejan hasta desaparecer y hacerse quietud. 
En los bordes del lago hay árboles y, mas allá, unas suaves colinas que no llegan a ser montañas. 
El sol está encima de su cabeza pero no es impiadoso ni mucho menos: es un sol que entibia.
Hay olor a muchos olores y todos le dan placer.
Si esta imagen es vista por una tercera persona ,no vería allí más que belleza y paz, sin embargo, él ,que está allí, no siente  más que soledad.
Y estando allí ,en soledad, cuando lo que quiere es estar abrazando y abrazado, no importan ni el lago ni los arboles ni las colinas ni los olores ni el sol.

¡Cuánto me cuesta! ¡Cuánto!

Ella le explico que la vida es así. Que las cosas comienzan. Y terminan. 
Y que no hay (no debería) haber nada malo en ello. Es algo así como una ley natural.
Pasa con el odio. Pasa con el amor. Nada es para siempre, dijo.
Él la escuchó y le pareció estar oyendo una burda frase tantas veces dichas y tantas veces escuchada y no se creyó merecedor de una vulgaridad así.
La miró y se lo iba a decir, pero prefirió callar.
Dejó que el silencio vuelva a ellos. 
Ya no estaba en el muelle. 
Este era un silencio diferente: 
Él caminaba entre una multitud. La calle estaba atiborrada. 
El murmullo era incesante, casi un ruido. Caminaba despacio, sin rumbo. Miraba a las personas a la cara, a los ojos. 
Pero nadie lo miraba.
Al final de la calle la vio: era ella. Caminó hasta estar a dos pasos. 
Miró a sus ojos. 
Ella lo miró. 
El murmullo cesó, dejando paso a el más absoluto de los silencios.
El silencio del que espera.



¡Qué difícil! ¡Cuánto me cuesta!
¿Qué cosa?

Entenderme.








Ahí.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Pestañear.








La pregunta me quedó en la cabeza, rondándome, durante varios días: Vos nunca te diste cuenta, ¿no?
Recuerdo haberme sentido un estúpido al escucharla, pero esa sensación –la de sentirme estúpido- no fue la más pesó en mí, aquel día: también sentí tristeza y dolor.


Después del accidente, me desperté. Según me dijeron, luego de casi dos meses de estar inconsciente. Al principio, naturalmente inconsciente. El choque había sido muy fuerte para mi columna, mucho más que para mi auto que , según las fotos que no me querían mostrar, pero que me mostraron, estaba casi intacto , apenas con alguna que otra magulladura menor.
Mi columna no fue tan fuerte.  Mi cabeza se movió, primero hacia adelante y luego, látigo, para atrás. Según dicen los médicos, se quebró debajo de mi cuello, por lo que ya no puedo, ni podré, mover nada de mi cuerpo más allá de mi cuello. Tampoco puedo hablar, ni comer, mucho menos  gritar. Sólo puedo llorar, pero de un modo silencioso y sin lagrimas, en un llanto que se despierta en mi cabeza, se traslada , despacio, a mi corazón y allí se queda, inmóvil, hasta que me olvido de él.
Me cuentan que pese a todo, tuvieron que sedarme, por casi otro mes del que recuerdo poco y nada. Por momentos mi corazón se ponía en estampida y las pantallas se agitaban en torno mío y sonaba alguna alarma y las enfermeras entraban a mi habitación y me inyectaban algo y… ya no puedo acordarme más.


En esos meses entraban a mi habitación caras y no personas. Eran caras  que llevaban puestas las mascaras de la compasiva mentira: “Ya va a pasar”, “Dicen que en Francia hay un medico que…”.
Pero cuando uno no puede sentir su propio cuerpo, las preguntas son pocas y las respuestas, innecesarias.
Faltaban tres meses para mi cumpleaños cuando me accidenté, de manera que –puedo asegurar- no fue una buena manera de recibir a mis cuarenta.


Mi madre estuvo conmigo cada día de los que recuerdo, luego de los primeros dos meses de oscuridad. Y seguramente en ellos también. Ella era muy creyente y recuerdo escucharla rezar a mi lado, pensando que yo no podía oírla. Esperaba a estar sola conmigo para hacerlo. Se arrodillaba a mi lado, entrecruzaba sus dedos, y comenzaba con ese murmullo ininteligible. Yo cerraba los ojos para no incomodarla, era mi forma de ayudarla. "Ayudálo, Diosito, ayudálo". 
El llanto de mi madre era casi tan mudo como el mío. Muchas veces no resistí la tentación de mirarla. Y abría, apenitas, mis ojos. Y veía sus lagrimas descender por sus mejillas, arrastrando el infaltable maquillaje, tiñéndolas de negro. Cuando esto pasaba –siempre- tomaba rápidamente su cartera que dejaba apoyada en la silla y extraía un paquetito con pañuelos. Ella venía por las tardes, entre las cuatro y las seis, es decir todo el horario en el que estaban permitidas las visitas.
Al principio, sin darse cuenta, claro, me hablaba y dejaba preguntas del estilo: ¿Cómo estás, mi amor? Pero enseguida se daba cuenta que no podía contestarle y ella misma agregaba: ¡me alegro! Y se sonrojaba. Luego me hablaba. Me contaba de la familia, me contaba del clima, del país. Yo supongo que ella no soportaba el silencio y su forma de salir de allí era hablándome. 
Rápidamente fuimos cómplices y establecimos que : Un pestañeo, es “si”. Dos pestañeos, es “no”.


Mi padre venia por las mañanas. A diferencia de mi madre, el no me hablaba ni lloraba. Sólo se sentaba en la silla, la que ponía debajo de la ventana. Alternativamente, me miraba y miraba a través del cristal, que daba al parque del hospital. Al mirar por la ventana, sus ojos quedaban clavados en un punto fijo, por lo que creo que él miraba sin mirar,  vaya a saber uno pensando en que.
 Antes de irse ponía su mano sobre mi frente y la dejaba un rato allí. Esto, casi siempre, me hacia acordar a mi abuela que hacía lo mismo cuando quería saber si tenía fiebre.
Luego sacaba la mano de mi frente y me daba un beso mientras me decía: Hasta mañana, hijito.



En el reloj que estaba justo en frente de mi cama, esos relojes en los que el segundero se mueve sin parar, mudo,  sin el clásico tic tac, pude ver que eran las siete en punto cuando ella entró. No estaba vestida como enfermera y no la conocía. Recién  cuando se paró a mi lado y me sonrió la recordé. Era Justina.
Justina ya vivía pegado a mi casa en la calle Montevideo cuando nos mudamos con mi familia. Yo tenía seis años y ella cinco. Fuimos juntos a la primaria y a la secundaria. En la universidad nos separamos. Ella eligió arquitectura, yo, abogacía..
Hacía ya muchos años que habíamos dejado de vivir con nuestros padres, de manera que solo nos hemos cruzado alguna que otra vez, por aquí y por allá.
Me sonreía, en silencio. Yo no terminaba de entender que hacia ella aquí, en mi habitación y en horario que ya no estaba permitido a las visitas.
¡Hola! Me dijo, sin dejar de sonreír. Justina parecía saber muchas cosas. Sabía que yo no podría contestarle. Sabia de “un pestañeo, si. Dos, no”, sabia de mi accidente y sabía perfectamente que ese no era horario de visitas.
Se sentó junto a mí y comenzó a hablar. Me dijo que se había enterado del accidente por la hermana del flaco Ricotti, su amiga, mi amigo. Me preguntó si le molestaba que estuviese allí.  Dos pestañeos.
Me dijo que venía fuera del horario de visita, porque “no quería problemas con nadie”. Entendí rápidamente que se refería a Jazmín, mi novia.
Me hubiese gustado explicarle que Jazmín había venido dos o tres veces hasta que un día me dijo que su vida debía continuar y se fue sin siquiera esperar mi pestañeo.
Pero no pude hacerlo, aunque yo creo que ella ya lo sabía.

Justina comenzó a visitarme todos los días, siempre a las siete. Me dijo que venía después del trabajo, y que el hospital  quedaba a mitad de camino con su casa. Me explicaba cosas, se hacía preguntas y las contestaba. Escuché: “así que , imagináte, para mí no es molestia pasar por acá un rato antes de ir para casa”
“Vivo sola y no tengo perro. Ni gato” Rió.
A ella parecía fácil dejar claras las cosas.
Me preguntó si me gustaba la música y, luego de muchos pestañeos, ella supo que cantantes me gustaban. Lo mismo con los libros.
Varias veces escuché a Justina hablar con Raquel, la enfermera y reír juntas, de manera que ya no me extrañó que pudiese entrar después del horario de visitas.


En su celular había cargado  la música que a mí me gustaba y, a la segunda semana de venir a visitarme, ella trajo consigo un libro con cuentos de mi autor preferido. ¿Lo leíste? dos pestañeos. ¿Te leo algo? Un pestañeo.
Y durante muchos meses, Justina se transformo en el ángel que habitaba mi vida. Ella era la sonrisa de mi día y su perfume, el inquilino de mis narices que se quedaba allí aun cuando ella ya se hubiese ido.
Poco a poco, algunos recuerdos que creía olvidados aparecieron en mi, como pedazos sueltos de un rompecabezas. Y recordé tardes de juegos en la veredas de nuestras casas. Recordé como cargábamos a Justina por su nombre y como ella se iba llorando a contarle a la maestra. Recordé el pasacalle que su padre había colocado y que decía:” ¡Bienvenida Arquitecta!”.
Algunas de estas cosas las recordaba en medio de la noche y de esa manera me fui dando cuenta que ella también habitaba mis sueños.
En ellos yo caminaba. Y la besaba. Y me dejaba abrazar de una manera como nadie jamás me había abrazado.

Y fue en una de esas tardes después de muchos meses, cuando me hizo la pregunta: Vos nunca te diste cuenta, ¿no?
Y fue esa tarde en la que me enteré que ella siempre me había amado. Desde chiquitos, me dijo. Desde siempre.
Y me enteré de sus muchas tardes de amor no correspondido.
Elegimos un pestañeo largo como sinónimo de sonrisa. Y ella me preguntó si quería elegir una clave para “enojo” o ”llorar”. Le contesté con dos pestañeos.
Y fueron varios los pestañeos  largos cuando ella me contaba de las cosas que había hecho para llamar mi atención, en vano. Y nos dimos cuenta de que uno puede sonreír  por cosas que alguna vez lo hicieron sufrir . Pero para eso debe pasar el tiempo. Y tiempo era lo que había pasado entre aquellos recuerdos y esta habitación.
Y así pasaron los meses.
Y en mi cárcel de sábanas me di cuenta lo que es el amor. Y lloré en silencio por haberlo encontrado de esta manera.
Y pensé en sí las cosas hubiesen sido distintas si yo no hubiese sido tan ciego al amor que me buscaba y  yo  eludía.
Me pregunté y no me pude contestar que sentiría Justina al verme así. Si podría amarme.
Y me enojé al no poder transmitirle lo que sentía. Y rogué que me lo pregunte. Deseaba que Justina me pregunte si la amaba. Y soñaba con mostrarle mi mejor pestañeo. Pero eso nunca pasó.
Hasta que una tarde, finalmente , lo supe.
Justina me amaba como nadie.
Me amó desde que me vio,  una tarde en la calle Montevideo. Me extrañó cuando yo no la extrañaba. Supo todo de mí cuando yo no sabía nada de ella.
Postergó amores por mí.
Y entendí lo que era el amor.
Entendí que alguien debe amar mucho a una persona para visitarlo, día a día, sin ausencias, durante meses.
Entendí que el amor es incondicional. Que no entiende de razones. Entendí que uno ama sin importar los daños que ocasiona el desamor. Entendí que al amor hay que buscarlo. Y también entendí que siempre hay oportunidades. Que nunca hay final ni principio. Que siempre hay tiempo.

Y así lo entendí cuando ella tomó la almohada con sus manos, se paró al lado mío y me preguntó: ¿ahora?

Y yo, en ese momento vibré con el enorme amor que debe sentir alguien para, después de mi único y último pestañeo, apretar la almohada, y apretarla más. Y más.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Alá

Existe el dulce de leche, ergo Dios existe. O Ala.

parecía

Y uno termina siendo lo que creía querer ser. Pero, en ese momento, se da cuenta que nada es lo que parecía. Y que las personas que te acarician, no son las que vos querías, o soñabas. Y entonces, nada es. Y todo se transforma en un líquido insípido, triste,vacuo. Y te dan ganas de irte,lejos. A un lugar cálido, tibio con sábanas limpias. Y ya no te dan ganas ni de cerrar los ojos. Y el sueño se torna pesadilla, áspero, casi vacío, casi como nunca soñaste soñar.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Las antorchas del final.




Aldo Osorio acomodó su lápiz en la caja de bombones que guardaba en el primer cajón de su escritorio. En ella, además del lápiz, había una goma de borrar, unos clips y demás artículos de librería que nunca usaba pero que le gustaba tener.
El escritorio de caoba brillaba, impecable, con el reflejo de la luz del atardecer que ingresaba por el ventanal enorme de su oficina. Sobre él, solo una lámpara de estilo inglés y una carpeta forrada en cuero de color gris completaban un paisaje en el que el orden primaba. Sonaba el concierto para flauta y arpa de Mozart en un volumen bajo, apenas audible.
Aldo Osorio era el ejecutivo en jefe de la filial argentina de la empresa más importante del mundo en desarrollo genético para semillas, lo que, para un inmigrante peruano como él, significaba un logro sin precedentes. Tenía 40 años recién cumplidos y estaba en su último día de trabajo antes de comenzar sus vacaciones.
Respiraba tranquilo y revolvía su escocés suavemente como despidiéndose, pero sin saberlo.




La casona era vieja pero en perfecto estado de conservación. Paredes blancas, tejas españolas, maderas y ventanas pesadas con viejos pero recién  pintados herrajes en negro. Unos maceteros perfectamente cuidados contenían unas flores de color rojo que daban color a esa primera imagen que él vio al bajar de su taxi. Le había pedido a su secretaria que se ocupe de alquilarla con la estricta exigencia de unos pocos requisitos: limpieza, vegetación y gran parque, una cocina cómoda, una heladera  surtida, un colchón silencioso y una bañera confortable. Tardó pocos minutos en comprobar la eficiencia de su secretaria.
Acomodó sus tres valijas sobre el piso, a un costado de la cama y se sentó en ella.
Apagó su celular y lo guardo en la mesa de noche. No lo encendería  jamás.


Sus vacaciones eran por quince días, con posibilidad de extenderlas por otros quince, aunque el pedido encarecido casi ruego del presidente de la empresa aun estaba fresco: “Aldo, descansá, te necesitamos”.




La mañana era distinta a las anteriores: el sonido asumido de las bocinas y motores había sido reemplazado por el novedoso piar de los pájaros lo que hizo que , pese a no haber programado ningún despertador, se levantase a las siete de la mañana. Abrió la ventana de postigos e inspiró profundamente. Pinos, eucaliptus, césped, sol, el humo tempranero de un horno cercano, hicieron que sonría.
Sin vestirse, se preparó el desayuno: Aldo Osorio era frugal. Unas frutas, algunos cereales y un té ingles. Nada de dulces, nada de harinas.
Al terminar de desayunar, realizó una rutina breve pero infaltable de ejercicios, sobre la alfombra del living.


Los primeros días pasaron entre caminatas por el pueblo y poco más. El pueblo era pequeño y acogedor y lo había elegido tras  meses de estudio. Había estudiado los vientos, la geografía. Conocía a la perfección las distancias que lo separaban del resto de las ciudades, mas grandes y pobladas, que lo rodeaban. Había terminado los cursos de primeros auxilios y de reparación de motores y hasta se hizo del tiempo para asistir a un curso sobre navegación, los fines de semana, en el Tigre.



Conoció al almacenero de dos cuadras más allá, Antonio, con quien conversaba cada mañana cuando pasaba a comprar lo que le faltase. Era un hombre sencillo y amable con el que casi no tenía tema de conversación salvo el clima, claro, y poco más.
Su vecino, lindante con su parque era, además, el dueño de la casa. Su apellido era alemán, Prickman,  y vivía solo en una casa muy pequeña  pintada de color rosado. Solía saludarlo con la mano, a lo lejos, cuando Aldo se sentaba en el parque  a leer al sol.



El mes de Julio terminaba casi sin frío, como anticipando una primavera precoz. Algunos aromos completos  de amarillo lo confirmaban.
El lunes en el que decidió extender sus vacaciones comenzó como cada día en el pueblo: los pájaros, el sol, la ventana que se abre, el aroma a eucaliptos. Más tarde el vaso de leche fría y las flexiones.


No sabe si lo soñó o si le fue revelado. Aldo Osorio profesaba un furioso agnosticismo, lo que lo obligaba a descartar esta última opción. Pero el mismo pensamiento que lo había hecho  despertarse en medio de la noche bañado en sudor,hacia ya casi un año atrás, se le presentó  el mediodía del día veinticinco en la casa. Aldo Osorio tuvo todo mucho más claro y comenzó a tomar las decisiones que esa claridad le imponía. Llamó a la empresa y renunció, de manera indeclinable. La conversación fue breve, antes de cortar él les dijo: No me llamen, por favor, no voy a atender.
A sus padres, ya muy mayores, (Aldo era el menor de cinco hermanos, todos varones) no les dijo nada: vivían en Perú y no tenía ningún sentido alarmarlos.
Realizó algunas operaciones inmobiliarias: vendió todo lo que tenía.
Fue a hablar con Prickman y le pidió extender el alquiler dos meses más.



En el pueblo, todo estuvo más o menos tranquilo, hasta que llegó el primer camión.
Un semirremolque lleno de madera, materiales y herramientas estacionó en la puerta de la casa, en la tarde del día 5 de agosto. Los vecinos se agrupaban y miraban como descargaban la madera en el parque de la casa. Antonio, el dueño del almacén, se acercó y tocó el timbre. Aldo Osorio salió y hablaron unos minutos. Al salir, el almacenero fue interrogado por los vecinos a quienes les dijo: Va a hacer una lancha, Aldo va a construir una lancha.

Dos días después la camioneta del correo dejó una caja en la estafeta del pueblo. Era para Aldo. Eran libros usados.  Algunos de los títulos que llegó a espiar Josefina, la encargada del correo, por una rendija de la caja de cartón que los contenía eran: “Primeros auxilios: de la A a la Z”, “Todo sobre motores fuera de borda” y “Veterinaria de Animales de Granja”.



Lo primero que construyó fue el portón. Era un enorme portón al estilo de los puentes levadizos de los castillos. Se desplazaba hacia abajo sostenido por cadenas. Era de madera, pero tenía toda una barra metálica en la parte superior para evitar que, cuando el agua lo tapase flotase. Tenía ocho metros de ancho por tres de alto y estaba apoyado en una pared de 40 centímetros de alto, a la que se agarraba con grandes bisagras. Todo el portón estaba apoyado sobre dos postes de cemento que Aldo hizo construir especialmente.













Para construirlo tuvo que contratar a dos hermanos de un taller de herrería y carpintería de las afueras del pueblo. Llegaban en una destartalada f100 de color verde aceituna. Se hacían llamar  Nacho y  Tano. Eran altos, rubios y trabajan tan bien y rápido como discutían. Desde que llegaban hasta que se iban lo hacían. Pero habían llegado a perfeccionar la discusión al punto tal que les resultaba indispensable y , más de una vez, mientras estuvieron trabajando en la casa de Aldo, cuando uno de ellos se quedaba callado y la discusión se apaciguaba , el otro se le acercaba y le preguntaba: ¿Te pasa algo, Nachito? o ¿Estás bien , Tanito?.
Ninguno de los dos entendía para que estaban construyendo un portón levadizo con una pared de 40 centímetros debajo y mucho menos entendieron cuando el día que se lo preguntaron, Aldo les respondió: Es para sacar la lancha.







Los primeros días de septiembre comenzó a construirla. Había investigado aquí y allá, y ya tenía un boceto. Para construirla tuvo que contratar a un carpintero de la ciudad, que se llamaba Luis Esquivel. Había trabajado en los astilleros de Paraná y en Rio Santiago. Tenía setenta años y estaba casi retirado haciendo changas en una carpintería llamada “Tito”, pero era una de las personas que más sabia en el país en construcción de embarcaciones de madera. La capacidad de convencimiento de Aldo y una importante suma hicieron que Luis acepte el trabajo.
Tuvo que franquearse con Luis, imposible ocultárselo. No quiero una lancha, Luis. Quiero un Arca. Le mostró el boceto. 















A diferencia del boceto del portón, que pudo ser replicado casi con exactitud, el boceto del arca hizo sonreír a Luis , pero le bastó para darle una idea de lo que pretendía Aldo. La mirada extrañada de Luis como diciendo ¿Qué hago acá? Y el silencio posterior, antecedieron a la pregunta: ¿Y cómo piensa sacarla hasta el mar?
No voy a sacarla, Luis.

El arca tendría unos 25 metros de largo y 6 de ancho (Luis corregía y reemplazaba  largo por “eslora” y ancho por “manga”.) Tendría dos pisos: en el inferior estarían, el combustible, el agua, los alimentos, los animales, las herramientas y las semillas.
En el superior estarían la sala de conducción, la habitación de  Aldo y el resto de los elementos pequeños.


En el pueblo ya nadie hablaba de otra cosa: Aldo había pasado a ser “El loquito del Arca”
Prickman se había hecho construir una especie de silla alta, parecida a la de los umpires de tenis, en la que se sentaba largas horas a ver la  obra.
En la vereda de enfrente, en donde había un garaje vacio, la dueña abrió un improvisado kiosco, en el que vendía gaseosas , sangüches y , con los primeros calores de septiembre , llegaron a preparar unos humeantes chorizos en uno de esos tanques de aceite partidos al medio que oficiaba de parrilla.

Que se acercase la joven reportera de la radio del pueblo fue algo casi previsible.
Fue en la pequeña camioneta de la radio, identificada solo por unas pequeñas calcomanías en el vidrio trasero. Bajó con un grabador de mano y una libreta. Encontró a Aldo junto a Luis, sosteniéndoles unos tirantes de madera.
Aldo se dio cuenta que no tenía sentido postergar lo inevitable.
Le dijo que estaba construyendo un arca. Que allí  cargaría algunos animales de granja, semillas etc. . Le contó todo. La joven lo miraba sorprendida. Sabía quien era. Lo había averiguado antes de ir allí por el reportaje. Sabía que estaba ante uno de los ejecutivos más importantes del país. Joven y brillante. Y eso era lo que la confundía. Hasta que le preguntó: ¿Pero…para que construir un arca, aquí a trescientos kilómetros del mar?
La respuesta la dejó helada y casi le provoca risa.
Porque el siete de octubre va a comenzar a llover y no parará de hacerlo por seis meses. Y todo lo que hoy conocemos desaparecerá. Es por eso que voy a construir el arca, señorita. Lejos de la epopeya bíblica, yo no soy ni quiero ser Noé .No pretendo salvar todas las especies del planeta. Apenas pretendo sobrevivir. (mientras se escuchaba a si mismo decir la palabra "sobrevivir " se preguntó si no era eso lo que había venido haciendo hasta este momento ). No seré, a diferencia de Noé, el único. Hay muchos barcos en el mundo. Pero yo estoy construyendo el mío. La sonrisa de Aldo, la distendió. Él le dio la mano, se disculpo y se despidió.


Ese mismo día, 21 de septiembre, la noticia llegó a la capital y de allí al mundo. Un video  subido a internet (por el ángulo de la toma, parece haber sido filmado desde la silla de Prickman) tuvo un sin número de reproducciones.
Por la mañana llegó el que había sido su jefe. Desayunaron en las sillas del parque y partió raudamente sin comentar nada con los vecinos.

El frente de la casa de Aldo amaneció pintado con aerosoles burlándose de él. “¡Cuidado! ¡Viene el fin del  mundo!”, “Acá vive Noé” y cosas por el estilo.


Terminaron el arca el día tres de octubre. En el noticiero se vio a Aldo abrazando a Luis y luego simulando un bautismo golpeando el arca con una botella de agua mineral.

El día siete amaneció  soleado, y el pronóstico no hablaba de lluvias. Algunas personas se habían agolpado en la vereda y se los veía reír socarronamente. Un grupo de colegialas improvisó una coreografía en la que se burlaban de Aldo y de su arca. A eso de las ocho comenzaron a irse a sus casas.
A las diez en punto comenzaron a caer las primeras gotas.


El ocho por la mañana llegó el camión con las vacas, los conejos, las gallinas y demás animales.. Todos fueron colocados en pequeños corrales que Aldo había armado con los sobrantes del arca.
La lluvia era suave, pero constante.



El resto de octubre Aldo lo destinó a poner a punto los motores, a cargar los bidones de combustible y agua  (que debió repartir equilibradamente) y a cargar el resto de las cosas. En el parque ya quedaban pocos espacios sin ser tapados por el agua,como pequeños islotes.


En la noche del primer día de noviembre comenzó a descargarse una lluvia como nunca había habido en la región. Ya hacía casi un mes que llovía. Y la radio informaba que en la capital ya había víctimas fatales. Los noticieros mostraban al arca y a Aldo en su cubierta. Había pintado a mano un nombre, en color azul: “Ultima”.

El presidente  decidió declarar la emergencia el mismo día, el 20 de noviembre, en el que tuvieron que evacuar la casa de gobierno. Se trasladaron, él  y su gabinete, a una corbeta que estaba frente a La Plata.   
El agua superó los cuarenta centímetros, la altura de la pared del portón, en la noche del 24 de diciembre, en la Nochebuena más oscura que se recuerde. La luz había sido cortada por seguridad varias semanas antes y ya casi no había baterías para las linternas. La gente se conducía con improvisadas antorchas, como las que llevaba el grupo que se acercó hasta la casa de Aldo Osorio.
Desde la cubierta de la “Ultima” Aldo Osorio bajó el portón que se sumergió en el agua helada.
El arca nunca saldría del parque de la casona.
Un grupo de gente, con escaleras que traían de sus casas, se subió a ella. Eran demasiados. La “Ultima” se volcó sobre el costado izquierdo (Luis corregiría:”estribor”). Algunos animales salieron. La luz de las antorchas iluminó algunas miserias.


Aldo Osorio pasó, en pocos meses, de ser un brillante ejecutivo a ser un soñador, de ser un amable vecino del pueblo a ser “el loquito del Arca”, de ser un empecinado luchador a ser un cadáver golpeado y embarrado.







En la  mañana del 25 de diciembre, a eso de las 9, dejó de llover.


















Pta: Una tarde sentado en el kiosco de mi padre, escondido detrás de un anaquel, tomé una revista que no debía tomar (se me antojan los nombres “Satiricón o Humor”) porque eran “para grandes”. Yo debería tener unos diez años,quizás menos.
Creo haber leído un relato parecido a este (seguramente mejor).
Las alternativas son dos: O la tarde en el kiosco fue soñada por mi o fue real.

Deseo que sea la primera de las opciones, lo que me pondría a cubierto del vergonzante plagio de la segunda.







sábado, 10 de octubre de 2015

Phillipe Pascal





Phillipe Pascal se sentó en el pupitre de madera y apoyó la mochila a su lado. El pupitre era el mismo en el que solía sentarse cada tarde, pero, sin embargo, siempre había en él algo nuevo. Esta vez era un corazón pintado en  color verde y con una sola letra dentro, la letra a. Pensó unos minutos el porqué de una sola letra , pensó en alguien despechado que no quiso poner la letra del otro , incluso pensó en un ególatra que pusiera su propia inicial dentro del corazón. Descartó esta última opción porque la letra, la a, estaba en el costado izquierdo del corazón. Un ególatra hubiese puesto su letra en el medio, sin dudas.
Podría haber seguido pensando en el corazón con una sola letra pero el profesor ingresó a la sala, apoyó sus libros y saludó en voz baja, como siempre.
Phillipe tenía nombre y apellido franceses, ya que su padre era un diplomático de aquel país, pero había nacido en Buenos Aires y allí había vivido toda su vida con su madre, luego de que sus padres se separasen, varios años atrás.
Tenía veinte años y cursaba los años iniciales de la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires.
Phillipe apoyaba su lapicera y la golpeaba suavemente sobre el pupitre y se tentó varias veces con completar el corazón con cualquier letra. Pero no lo hizo.
El profesor escribió sobre el pizarrón también verde: “El amor”
¿Se acuerdan?, dijo. ¿Se acuerdan cuando en la primaria la maestra les decía: Alumnos, saquen una hoja, redacción tema libre o, peor aún, tema: “La Primavera”…o  “La Vaca”? Bueno, esto es igual o casi. Tienen varios años más. Leyeron muchos libros. Aprendieron. Algunos de ustedes se habrán enamorado. Seguramente habrá aquí despechadas, dolidos, eternas  y eternos melancólicos...en fin. Tema: “El Amor”, chicos. Tienen un mes. Dentro de un mes me entregan lo que quieran. Puede ser un poema, una novela, un ensayo o un simple bosquejo. Vamos a ver que sale de todo esto. Semana a semana me podrán consultar al respecto ¿sí?
Phillipe se miró con sus compañeros. Nadie entendía nada. ¿Qué se evaluaría’? ¿El estilo? ¿la técnica?¿Cómo encararlo? ¿Qué hacer? Muchas preguntas.
El profesor parecía disfrutar del desconcierto, agarró sus cosas y, veinte minutos antes del final de hora dijo: Nos vemos la semana que viene.

Se fue a su casa caminando. Prefirió la lentitud de la caminata. Tenía que pensar.
A los pocos pasos ya tenía  algo en claro: Se impondría no ser autobiográfico. A sus veinte no era un dechado de experiencia, pero si tenía algunas. Alguna noviecita, algún dolor, algún beso inolvidable.
Pero… ¿Cómo no serlo? Concluyó  que, - mientras cruzaba la calle mirando para el lado equivocado y casi es atropellado por un ciclista que lo insultó de arriba abajo -  para no ser autobiográfico debía tomar, verdad de Perogrullo,  experiencias de otros. Tomarlas de bibliografía le producía un desgano terrible. Se imaginaba tardes y tardes  buscando aquí y allá para terminar en una monografía de secundaria. Siguió caminando. Eran las cinco de la tarde de un septiembre aun frío. El sol pasó a través de un árbol alto, un pino, y le pegó de lleno en la cara. Como si en ese rayo estuviese la respuesta, de pronto lo supo: Haría un gran reportaje. Iría por aquí y por allá preguntando a aquel que se le cruzase algo respecto al amor, lo recopilaría en notas, lo filtraría y haría algo así como un compendio con todo ello. Sonrió.




En el edificio en el que vivía, siempre estaba en la puerta el encargado. (Odiaba que le digan “portero”) Se llamaba Ernesto y tendría unos cincuenta años. Siempre silbaba un tango, el mismo, “La pulpera de Santa Lucia”.
Hola, Ernesto ¿Cómo va? , Bien, pibe.
Phillipe siguió caminando hacia el ascensor pero cuando ya estaba por entrar volvió sobre sus pasos y le dijo: Ernesto ¿Qué es al amor para vos?
El encargado apoyó en el sexto escalón de la escalera la franela y el aerosol. Sonrió y le dijo: El amor es lo más grande que hay, pibe. No existe nada si no hay amor. La vida no tiene sentido. Podés no tener el amor, pero nunca,  nunca, debes dejar de buscarlo. O de esperarlo.
Phillipe trató de recordar cada palabra. Gracias, Ernesto. Corrió y anotó cada una de ellas en un cuaderno nuevo con la torre Eiffel en la tapa y, entre paréntesis, escribió: Ernesto, portero.











En la semana todo se complicó : entre el tiempo que debía destinar a las otras materias y un resfrío inoportuno, se pasaron los días sin que pueda seguir con su plan.
Sonó el timbre. Se acercó a la puerta y a través de la mirilla vio a su abuelo. Le abrió y escuchó: ¿Qué te pasa, nene? ¡Estas hecho un desastre!
Mientras escuchaba a su abuelo decirle eso, se miró al espejo. Estaba hecho un desastre. Su abuelo era un cabrón que no tenía filtros para dar su opinión. Decía lo que pensaba, siempre. Ello lo llevó a estar peleado con medio mundo. Familiares, amigos, vecinos y hasta desconocidos, eran sus víctimas predilectas. El abuelo le despachaba su veneno sin piedad.
Le sirvió un café, apenas cortado.
Abuelo… ¿te puedo hacer una pregunta? El abuelo frunció el ceño como diciendo ¿Con que me saldrá este? Pero contestó: Si, nene. 
¿Qué es al amor, abuelo?
El viejo tomó la taza pequeña, con flores y virola dorada, tomó un sorbo, sonrió y dijo:
El amor es juventud. El amor es piel tersa, ojos vivaces, risa estridente, hormonas. El amor es para los jóvenes, Phillipe. Cuando sos grande el amor se transforma en compañía. Y eso no es amor.
Definitivamente, el amor no es para viejos.
Phillipe miró a su abuelo, se levantó y corrió a buscar su cuaderno.








El sábado llegó haciendo la primavera realidad. Un sol tibio, los arboles turgentes, las flores, impúdicas, desnudando colores.
No sabía a quién consultaría, de manera que caminó hasta la avenida y entró en el café, no el grande de la esquina, sino el mas chiquito, pegado al antes cine ahora Iglesia. Pidió un café doble.
No la había visto al entrar, pero al sentarse y comenzar a recorrer el pequeño local con su mirada, la vio. Una tía que no era tía pero a la que le decía tía, estaba sentada, sola, en la mesa del rincón. Apartó la vista, rápidamente: no tenía ganas de hacer sociales familiares y, por otra parte, hacía años que no la veía.
¿Cinco? ¿Diez? segundos después de haber pensado ello, sintió el olor al perfume inconfundible de la tía, una dulzona fragancia a jazmines, y casi al unísono escuchó: ¿Sos vos, Phillipe? ¡Miamor! ( la tía nunca separaba las palabras cuando exclamaba) ,le hizo un gesto al mozo dándole a entender que se cambiaba de mesa. Nada de preguntar ¿Esperás a alguien, Phillipe? Ella era así. Le decíamos Titi, sin acentos. Nunca supe su nombre.
Después de acribillarlo a preguntas y en medio de un alto que la tía hizo para respirar, le preguntó: Tía… ¿Qué es el amor?
Había descubierto, casi sin querer, la forma de hacer callar a Titi.
Titi cerró los ojos durante un segundo, suspiró, y volvió a abrirlos.
Yo sé lo que es el amor, Phillipe. Se lo que se siente al tenerlo y sé lo que se siente al perderlo. Sin embargo, la parte más triste y amarga del amor es cuando dos personas que se amaron dejan de hacerlo y…aun no lo saben. Inician allí un tiempo de las vidas de cada uno que será, irremediablemente, tiempo perdido. Se inicia un tiempo de discusiones, de estar por estar. Un tiempo con más lagrimas que sonrisas. Un tiempo de mandíbulas apretadas y noches de espalda contra espalda. Pero hay que vivirlo, querido. Al amor hay que vivirlo. No sé si te interesará, pero me gustaría darte un consejo. Lo que es previsible, aburre. Lo aburrido, no dura, se hace rutina, te mata. Entonces, Phillipe, enamórate de aquel que te resulte imprevisible.

La tía no lo dejó pagar y el, con una excusa, se paró y se fue. Dio la vuelta a la esquina, apoyó su cuaderno sobre el paredón bajito de una casa con frente de piedra y macetas con malvones y escribió.







Ya habían pasado dos semanas del plazo de un mes que el profesor les había dado y, aunque consideraba haber avanzado, aun no tenía más que algunas anotaciones perdidas en su cuaderno. Le pareció evidente que no tendría el tiempo de esperar a que las cosas se le presenten. Debería buscarlas.
Le comentó a su madre el problema que tenia. Su madre le dijo. ¿Sabés que me parece, mi amor? Me parece que estas enfocando el tema exclusivamente desde la óptica de la pareja…y el amor es mucho más que eso… ¿entendés? Está el amor de los padres a los hijos y viceversa. Está el amor entre amigos…que se yo… Me parece que tenés que tener claro que hay muchas clases de amor.
La madre de Phillipe le abrió los ojos, lo que resultó esclarecedor y preocupante a la vez. Ahora le faltaba mucho más.
¿Por qué no la vas a visitar a Elisa? Ella sabe algo de amor.



La casa de Elisa, la amiga de su mamá a la que se le había muerto su hijo en un accidente hacia ya quince años, quedaba en el barrio hermoso que bordea al río. Arbolado, con calles anchas y casi vacías de autos, con veredas cubiertas de pasto impecablemente cortado y casas que parecían pintadas, con sus maderas  relucientes y  canteros con flores recién colocadas.
Phillipe abrió la pequeña puerta y camino unos pasos por una senda de piedras. Elisa lo esperaba.
La excusa era llevarle unos libros que su madre le había prestado un tiempo atrás.
Pasá, Phillipe… ¿Querés tomar algo?
Elisa sirvió un perfecto english tea, solo que con media hora de atraso. Eran las cinco y media.
Hablaron de varios temas antes de que él se atreviese a preguntarle: Elisa ¿Qué es el amor?
Elisa se acomodó en el sillón tapizado con flores ocres y lo miró.
El fue sincero. Le explicó de su trabajo en la facultad. Incluso le sinceró el hecho de que haya sido su madre la de la idea de verla.
Elisa sonrió. ¡Me imaginé! ¡Ya la voy a agarrar a tu madre!
Elisa recorrió caminos conocidos cuando le contó sobre como conoció a su marido, qué les pasó, porqué se separaron etc. Hasta que llegó a hablar de Martín.
Yo no supe lo que era el amor hasta la mañana en la que me dijeron que mi hijo había muerto ¿sabés? El hecho de no haber podido despedirme de él, de no haber podido cuidarlo, un poco más. La culpa. La sensación de vacío de lo irreversible. El día a día, que parece vida a vida. Eterno transcurrir con un dolor en el pecho, sin ganas de nada. Bah, si. Con ganas de morirme.
Elisa bebió un sorbo de su té y rompió, delicadamente, un scon. Tomó un pequeño trozo, lo colocó en su boca y lo dejo allí, sin masticarlo, como quien deja un trozo de chocolate sobre la lengua.
Tuve muchas ganas de morirme, durante meses. Nunca llegué a intentar nada, ni siquiera a pensarlo. Eran solo ganas de morirme, de no estar más.
Una vez estuve toda una tarde hablando con él. Fue allí. Giró su cabeza y señalo la amplia mesa del living. Nos reímos mucho, esa tarde. Hasta que llegó tu madre. Fui a abrirle la puerta y le dije, muy contenta: ¿A que no sabes con quien estoy?
Cuando entramos al living, Martín ya no estaba. Pero no pensé que nunca había estado, sino que en ese momento no estaba. Que había estado, claro. Recuerdo haber discutido con tu madre, pobre.
Fueron muchas las tardes, las noches y las mañanas en las que creí verlo. Hermoso, joven, sonrientes, como siempre.
Sin embargo, en mis recuerdos, Martín nunca me habló. Y eso hizo que me dé cuenta. Fue allí, recién allí, que me di cuenta lo que es el amor, Phillipe. El amor es aquello que sentís y que no podes olvidar. Ni queriéndolo. Ni haciendo fuerzas.
El amor es aquello que está. Que no se va. Que dura para siempre.
Y a partir de allí me dedico a hacer lo único que puedo hacer, lo inevitable: recordarlo.
¿Te aburro, no?
Elisa lo había hecho llorar. Phillipe lloraba pausada, tranquilamente, con pequeñas lágrimas que caían, lentas, morosas.  Sin angustia, sólo conmovido por lo que esa mujer le decía.
Para nada, Elisa, contestó, para nada.
Una cosa más, antes de irte: En esta historia que te acabo de contar se interpuso la muerte, Phillipe, y contra eso…pero, si te sirve de algo te digo: Si recordás con amor a alguien y pasa un tiempo y lo seguís haciendo… ¿No será momento de preguntarte ¿porqué? ¿No será momento de correr hacia ese amor, mientras haya tiempo para hacerlo?
Asintió con la cabeza, hablaron un rato mas, se  saludaron y se fue, caminando por la senda de piedras, pensando en cómo haría para pasar a su cuaderno todo aquello.














Durante los días que le quedaba de plazo para entregar su trabajo, Phillipe fue completando su cuaderno. Preguntó a amigos, a parientes, a amigos de amigos y a parientes de parientes. A vecinos…Se encontró con uno que no veía desde que Phillipe tendría unos doce años. Seguía atendiendo el mismo almacén por el cual  pasó camino a la facultad. Lo vio sentado en la puerta y decidió bajar del colectivo, en un impulso. Hablaron un rato. Horacio, así se llamaba el almacenero, su viejo vecino, le contó que estaba solo, que su esposa había muerto y que sus hijos estaban en España. Bah, solo no, se corrigió Horacio. El siempre me acompaña. Le señaló a un perro mestizo de pelos color marrón claro y ojos miel que parecía escuchar todo lo que el hombre decía. Me acompaña a todos lados. Mirá. Horacio se paró y sin decir nada, caminó hasta la esquina, esperó unos segundos y volvió. El perro lo siguió un paso detrás, y volvió a acostarse a su lado cuando Horacio volvió junto a Phillipe. ¿Ves? Es así, siempre. A veces me enojo y pego un par de gritos y ¿Quién la liga? Hipólito. Phillipe recordó su pasado de boina blanca y sonrió.
Sin embargo, continúo Horacio, aun en el más feroz de mis berrinches, no pasan más de unos minutos y lo tengo otra vez a mi lado. Sin rencores. Sin facturas. Sin pedir nada, dandolo todo. Es un amor incondicional.
Phillipe pensó que no había sido necesario preguntarle nada a Horacio. Le dio un abrazo y se despidió. Corrió al colectivo hasta la esquina, se sentó en el tercer asiento, abrió el cuaderno y anotó: El amor es incondicional.















Cuando su cuaderno estaba más que lleno y Phillipe ya había agregado algunas hojas sueltas agarradas con clips, se le cruzó por la cabeza un nombre: Enrique.
Enrique era un amigo de su papá que había superado esa amistad con creces, había cruzado vallas: cuando sus padres se separaron y sin ninguna obligación, Enrique apoyó a la madre de Phillipe económicamente, en tiempos duros. El cheque de Phillipe estuvo puntual todos los meses y solo se interrumpió cuando la madre de Phillipe se rehízo, consiguió trabajo y le rogó que deje de enviarlos. Enrique Martínez era uno de los hombres más poderosos del país, dueño de empresas de todo tipo, poseedor de una cultura inacabable y con un carisma y don de gentes que lo convirtieron, desde siempre, en un botín para todo tipo de mujeres. Como si fuera poco, Enrique Martínez tenía una pinta que lo hacia la envidia de sus pares, los hombres.
Se decidió a ir a verlo. Fue hasta sus oficinas. El edificio entero era de él y su oficina quedaba en los últimos pisos a la usanza de los penthouse americanos.
La seguridad del edificio lo detuvo en la puerta. Una llamada bastó. "El Sr Enrique dijo que suba inmediatamente, Sr", le dijeron a Phillipe, mientras le colocaban una identificación en su muñeca que le abriría puertas.
El ascensor era enorme, revestido en maderas y con un gran espejo en un lateral. La puerta se abrió en el último piso y Phillipe no dejó de sorprenderse por el abrazo inmediato que recibió de Enrique. Siguió abrazándolo mientras lo conducía a su oficina. Hablaron unos minutos en los que Enrique quiso ponerse al tanto de su vida y la de su madre. Mandále saludos, Phillipe, decile que me llame cuando quiera y vamos a comer algo los tres. 
Si, Enrique, gracias.
Toda la oficina estaba rodeada de cristales que daban al río. El sol se estaba poniendo en él y hacia de la vista un espectáculo único, que ese hombre vería todas las tardes. Phillipe pensó lo triste que debe ser que lo extraordinario se transforme en común,en ordinario.Su silueta se recortaba sobre los cristales, mientras se servía un bourbon. Phillipe aprovechó para explicarle lo de su trabajo y terminó con: "A quien mejor que a vos, Enrique, para preguntarle por el amor ¿no?"
Enrique se quedó parado con el vaso en su mano, revolviendo lentamente los dos hielos que chocaban.
Phillipe…Se lo que pensás…Pensás que el dinero y alguna que otra virtud (su ego era infinito) pueden hacer que el amor se presenta en cantidades, ¿no? Y ¿sabés qué? Es verdad. Es solo que, como todo lo que se presenta en cantidades, a veces es difícil darse cuenta de que es lo mejor para vos, es difícil darte cuenta de ¿Cuál?, es difícil darte cuenta de ¿Cuándo? Y terminás no dándote cuenta de nada o, lo que es peor, dándote cuenta tarde…
Phillipe lo miraba, absorto. Y siguió escuchando a Enrique Martínez cuando le decía:

La Roma antigua fue la época del esplendor de los mármoles. Se conocían de mucho tiempo atrás, claro, pero fueron los romanos los que mejor los utilizaron. Cubrieron sus palacios, decoraron sus mausoleos, los hicieron brillantes, hermosos. Había mármoles perfectos. Sin una mínima hendidura, sin la más pequeña grieta. Perfectos. Y los había no tan perfectos.  A esos mármoles no tan perfectos los rellenaban en sus grietas con una cera especial que utilizaban para intentar disimular sus fallas. De allí viene el término sincero. El mármol perfecto era el mármol sine cera, sin cera, sincero.
Phillipe estaba en trance, escuchando como si fuese un oráculo.
Pero en el amor no debemos buscar el amor sincero, Phillipe. Todo lo contrario. Debemos intentar darnos cuenta de cuál es la mujer a la que amamos. Y que nos ama. Muy posiblemente –casi seguramente- no será perfecta. Como nosotros no lo somos. Y debemos hacer que sus fallas no sean importantes, debemos ser nosotros  quienes coloquemos la cera sobre ese mármol invaluable. Porque si algo tiene el amor es eso. El amor es invaluable. Y te das cuenta cuando lo perdés, porque no hay oro en el mundo que lo pueda comprar.
Yo no tengo problema en rodearme de las mujeres más hermosas, las más cultas, las más adineradas, Phillipe. Pero no hay día en mi vida en el que no recuerde a mi mármol. No hay día en el que no me arrepienta de no haberlo cuidado debidamente, no haberle tapado sus grietas…No hay día en el que no sienta dolor por haberla perdido.
Bebió un largo sorbo. Sonrió. Lo miró. Y le dijo: Si tuvieses la fortuna de encontrarla, cuídala. Hacé que sus enormes virtudes no sean afectadas por una estúpida grieta. Aprende a colocar cera sobre ellas. No la pierdas.
Uno de los cinco celulares que tenia sobre su escritorio, de mármol, vibró. Enrique Martínez se miró en un espejo y mostró su mejor sonrisa. Giró, tomó su saco, se lo colocó y sin dejar de sonreír le dijo a Phillipe: ¿cenamos?




 
El día de la entrega, Phillipe Pascal desayunó, acomodó sus cosas y fue a la facultad como cualquier mañana. Había acumulado un sinfín de notas sobre el amor además, claro, del cuaderno con la torre Eiffel en su tapa.
Sin embargo, su trabajo se limito a una sencilla carpeta contenedora, de color celeste con dos hojas en su interior.
En la segunda se leía:


es aquello que no se puede olvidar.
Que no se va,
que dura para siempre

El amor
Es lo que da sentido
al vivir.
Es lo que da sentido
a la espera.

El amor
Es juventud, es piel tersa
es ojos vivaces, risa estridente.
Es Hormona.


El amor es imprevisible
O no es nada.

El amor es mármol imperfecto
Es tu cera en mis grietas



En la primera hoja del trabajo presentado por Phillipe Pascal, la que hacia de tapa,  había un dibujo de un corazón con una sola letra.
















domingo, 30 de agosto de 2015

Subrayo, tacho, reescribo.




Vení, sentáte. Dejáme que te explique. ¿Por dónde empezar? ¿Cómo hacerlo sin rebajarme al más húmedo de los rincones? ¿Cómo?
Lo voy a intentar:
La primera parte es fácil: solo se trata de sentarse, solo, frente a una mesa conocida, un lápiz y un papel. Yo te recomendaría la mesa del café al que solés ir, en un horario tranquilo, sin demasiada gente. Te pedís algo que no deba beberse apurado: nada caliente, nada de café ni de té. Yo te sugeriría un whisky, pero eso va en gustos, lo sé. Siempre me gustó del whisky, además de su sabor (¡obvio!), su lentitud.
Vos te podés sentar con un whisky (me gusta llamarlo güisqui, así lo haré, en adelante)  y estar un buen rato, pensando, leyendo, escuchando música o haciendo lo que sea, jugando con el vaso, dejando que, de a sorbos, se deslice por tu lengua…en fin. Pero esto no tiene nada de importante.
Te sentás, entonces, frente a una mesa con lápiz y papel y arrancás. No necesariamente con orden alguno. No importa ni el tiempo ni la trascendencia. Como te salga. Y empezás a anotar aquellas cosas que vos creés que hiciste mal. Ya no tiene sentido mentir. Estás solo. Nadie leerá, quizás, aquello que escribas.
Puede ser una mínima página. O un pequeño libro. Depende. Depende de la cantidad de cosas malas que recuerdes. De la cantidad de cosas que consideres malas. Yo, si te sirve de sugerencia, (ya van dos: el güisqui y esta) comencé por aquellas cosas que habían dañado a alguien. Ese es mi concepto de cosa mala.
Aquello que daña a otro. Sobre todo a un ser querido, amado.
Y, entonces, empezás. Te vas a dar cuenta en seguida que te va a costar arrancar. Pero muy rápido, ayudado por el lugar amable, el güisqui y, seguramente , buena música, vas a comenzar a escupir cosas. Y tu lápiz va a ir más lento que tu cabeza.
Te aclaro algo: vas a llorar. Así que andáte provisto de algún pañuelito, esos de papel. Y elegí la mesa del rincón. Por las dudas. A nadie le gusta ver a un hombre llorar. El mundo está preparado para verlas  a ellas llorar. Pero no a nosotros.
Yo tengo acá mi libro. Si, son muchas hojas ¿no? Pero bueno, son hojas pequeñas y mi letras es grande. Y, además, escribí de un solo lado. Si, es un consuelo. Quizás deba agregar esta mentira en lo que escribí.
Te leo algunas. Te recuerdo: no hay orden alguno.
Muchas veces. Muchas. Miré a papá comer manzana y me avergoncé del ruido que hacia. Recuerdo mirarme con mi madre, su cara de odio, casi asco. Recuerdo mi complicidad con ella.
No hay un momento de mi vida en el que no me recuerde celoso. Claro, los años me fueron limando. Y lo que antes era cólera, ahora es tranquila resignación. Muchas veces mentí que algo no me importaba, solo para no aparecer vulnerable. Sin embargo los celos se viven a solas. En tu cuerpo  se siente el terror a perder, la amargura de haber perdido.  Pero celar al fiel es el peor de los pecados. (Me siento extraño al escribir pecado una palabra tan religiosa en alguien tan poco religioso)
Vivo quejándome. De todo. Me excuso diciéndome que esto es mejor que el conformismo, que aquel al que todo le da igual. Pero la verdad es que me odio así. Me gustaría poder estar por encima de lo mediocre (mi enemigo) y hacer como si nada. Creo que se disfrutaría mucho más de la vida. Creo.
Me gustaría aprender de mis errores. Pero yo soy el hombre que tropieza con la misma piedra. Una y mil veces.
Hay una mujer a la que me gustaría olvidar. Creí que iba a morir con ella. Junto a ella. Pero no supe mostrarle mi amor. Todo lo contario, le mostré mi desamor y luego… Luego no existe en el amor.  
Lo anoto, lo subrayo: No dañes a quien te ama. Nunca. Espero haber aprendido.
En mi afán de asceta, me he peleado por dinero.  Subrayo: nunca te pelees con alguien que amas por dinero. Es más: nunca te pelees con nadie por dinero. No vale la pena.
No puse el esfuerzo que algunas cosas exigían. No estudie lo necesario. Si, ya se, laburé toda mi vida, si. Pero eso no es lo malo. Lo malo es no haber hecho todo lo que podía, cuando había que hacerlo.
Hoy, los que antes eran giles que se quedaban estudiando, me saludan  tocando  la bocina de su último modelo mientras espero el colectivo. Subrayo: Yo soy el gil. Vuelvo a subrayar. Tacho gil y pongo GIL.
Cuando no te aman , tenés que irte. De nada sirve luchar por el amor. Es un estúpido cliché. El amor fluye. El amor está o no. Y si en algún momento deja  de estar, solo hay una cosa por hacer: armar los petates e irse a otro lado. Resalto con el lápiz y queda de nada sirve luchar por el amor, como en negrita.
Anoté muchas cosas aquella tarde. Me senté a las cinco , eran las ocho. Afuera una señora con un mate en la mano reia apoyada en un poste de parada de colectivos. Una parejita de adolescentes se besaba , descubriéndose.  Junté las hojas, las ordené. Ordené es un decir, mejor: las apilé. Daba lo mismo empezar por cualquiera.
Volví a leerlas. Tengo una letra espantosa, sobre todo cuando escribo apurado. Y aquella tarde, aunque nadie había que me apurase, sentía mi mano galopar. Y las cosas salían y se desparramaban sobre el papel. Algunas de ellas como si fuesen un vomito espeso. Lento y agrio. Algunas otras como un ligero escozor: ya no se pueden arreglar.
Ya es tarde para decirle a mi padre que  me importa un bledo como coma su manzana. Y decirle que lo amo con locura y que no hay día que no me acuerde de él. Que es mi faro, mi guía. Ya es tarde. Subrayo tarde.
Ya no tengo a esa mujer a mano para decirle cuanto la amo. Decirle que me perdone por haberla hecho sufrir y decirle, también, que me perdone por no haber sido capaz de mostrarle , a tiempo, subrayo a tiempo,  todo lo que la amaba.
Subrayo , tacho, resalto, algunas cosas más.
Vuelvo a apilar las hojas.









Cansado de hablar solo, me pregunto: ¿entendiste? Me miro en el espejo en el que hay pegado un papel que dice: Especialidad de la casa : Medialunas  con J y Q.
Me seco alguna lagrima . Me paro. Paso al lado del mozo y le pago la cuenta. Me pregunta: ¿estás bien? Lo miro y le digo:
Impecable, Lolo, Impecable.











Reescribir.

lunes, 13 de julio de 2015

Águilas y Elefantes.











El águila calva  o de cabeza blanca es un ave magnífica, solitaria y excepcional cazadora. Forman parejas que solo se disuelven por  la muerte de uno de los integrantes o porque ambos no pueden reproducir juntos. Se aparean una vez al año y tienen a sus crías en formidables nidos de hasta cuatro metros de diámetro. Ambos padres cuidan a los polluelos de  las gaviotas,  mapaches y osos negros,  hasta que cerca de las trece semanas abandonan el nido.















El elefante africano es el mamífero terrestre más grande. Pesa casi seis toneladas y vive cerca de cincuenta años.  Mueren a raíz de que el desgaste de sus dientes les impide comer. Tiene un cerebro de casi seis kilos que le permite una potente memoria y sentimientos como la adopción y el respeto a los muertos.
La hembra gesta a su cría durante veintidós meses y su crianza puede durar entre cuatro cuatro y cinco años. Al día siguiente de parir a su cría,  la hembra reanuda la marcha con su cachorro siguiéndola,  inseparable.  
















Ser padre humano es diferente.
Nuestros cachorros nacen y deben ser alimentados, vestidos y cuidados por un periodo algo más extenso. Algunos cachorros se mantienen en el nido más allá de los veinte años.
Los primeros años de las vidas de nuestros cachorros la preocupación por los depredadores casi no existe, ya que ellos se encuentran pegados a sus madres , como el cachorro elefante que continuamente roza a su madre con su trompa, como tanteando su cercanía.
  
Más tarde, en la selva en que vivimos, dejar salir a nuestros hijos supone un gran riesgo. A diferencia de otras especies, los depredadores de nuestros hijos,  son otros humanos. Los golpean,  les roban, los violan, los matan.
Sin embargo, el abrir las puertas de las jaulas doradas de nuestras casas nido, es necesario para que ellos puedan salir y volar, como las águilas , por la vida.
De allí en adelante, la única  opción que tenemos los padres es tratar de pensar en otra cosa, hacer que nos dormimos y esperar ansiosamente el indispensable :" llegué bien, Pá".

Y allí vamos, de aquí para allá. Llevándolos allí, adonde tengan que ir. Esperándolos. Yendo de vuelta a buscarlos. Acompañándolos. Alegrándonos en exámenes aprobados y sufriendo en diciembre y marzo.


Educarlos en nuestro mundo no es fácil: no es fácil hacerles ver lo esencial.  Muchas veces,  casi siempre,  nuestros cachorros viven disfrutando placeres por los que nos desvivimos para,  más tarde, volver a desvivirnos, pero, esta vez, para explicarles que todas esas cosas no son realmente importantes.  
Que las cosas importantes son otras. 
Importante es pedir permiso, dar las gracias,  sonreír, trabajar,  ser cariñoso,  disfrutar de una caricia cuando la dan. Y cuando la reciben.  Importante es que los cachorros machos cuiden a las hembras.  Que les abran las puertas de sus coches y de sus casas. Que las ayuden a colocarse sus abrigos. 
Los machos serán machos sólo cuando entiendan que no hay nada más sublime que una hembra. 
Deberá aprender que las flores fueron creadas para regalárselas  a ellas. Y que un bombón por algo se llama así y no, por ejemplo, "llave inglesa”.

Sin embargo en la velocidad de nuestra selva, vemos que nuestros cachorros se sumergen en cuestiones que están en la superficie de las cosas. En su cáscara. Y se preocupan por un teléfono sabor manzana,  o por pantalones de valor en quilates.  Y habitan en pantallas y escriben en ellas,  increíblemente,  pudiendo hablar...y tienen amigos invisibles con los que nunca tomarán ningún café. Se recluyen en habitaciones mientras el sol entibia afuera y viven en redes , enredados.  
Y allí vamos los padres humanos,  cuidando a cachorros más altos que nosotros mismos, con sus voces roncas o turgentes siluetas, intentando desesperadamente saciar sus  necesidades y nos entrampamos creyendo que si no les damos lo que ellos necesitan no seremos buenos padres. 
Y pedimos préstamos que tardaremos en pagar dos  años para celebrar fiestas que durarán algunas  horas,  o para pagar viajes de un egreso tan costoso como soñado.  


Y en este viaje,  en esta selva, en esta crianza de nuestros cachorros, perdemos de vista ( a veces) que lo verdaderamente importante es ser la baldosa en la que ellos se apoyen. El trampolín en el que salten. El listón que les exija ser mejores.
No debe haber sueño superior para un padre que el que sus cachorros vuelen más alto,  sean más fuertes,  sean mejor que él.
En el cumplimiento de ese sueño se nos va la vida. A veces,  sufriendo mientras nuestros cachorros no advierten nuestros esfuerzos.  En nuestras vidas no hay osos feroces con los que pelear, ni alturas que desafiar. Tampoco tenemos pretensiones de ser héroes ni recibir loas ni aplausos.
Disfrutamos con sus risas, nos inflamos el pecho con sus logros, lloramos con sus tropiezos y caídas.


Y allí vamos, los padres humanos, haciendo nuestra tarea a los tumbos ,como podemos, coleccionando errores, sin ansias de Mufasa, siendo apenas humildes obreros del amor, deseosos de que , sin que nada lo motive, sin que represente devolución a ningún regalo, se acerque nuestro cachorro, nos abrace y nos diga, mirándonos: Gracias, Papi.  























Dádiva:
              Czeslaw Milosz

Qué día tan feliz.
Se disipó la niebla temprano, yo trabajaba en el jardín.
Los colibríes se demoraban sobre las madreselvas.
No había nada en la tierra que deseara poseer.
No conocía a nadie que valiera la pena envidiar.
Cualquier mal que hubiera sufrido, lo olvidé.
No me avergonzaba pensar que era el que ahora soy.
En el cuerpo no sentía ningún dolor.
Al incorporarme, vi el mar azul y unas velas.