Llegó
temprano y puntual, dos constantes en su vida. Saludó al portero que abrió la
puerta de su auto y dio una última indicación a su chofer. Ingresó al moderno
edificio de oficinas, cuartel general de sus empresas, que se encontraba bordeando
el río en el barrio más caro de la capital. Había tres cuerpos de ascensores,
pero él ingresaba por uno privado, apenas unos metros mas allá, detrás de una
pared vidriada. Los empleados de seguridad sonreían a su paso y él les devolvía la sonrisa, en
una actitud de calidez que él valoraba y respetaba.
Entró a su
oficina en el último piso y olió la fragancia a vainillas que había hecho
colocar en diferentes rincones del lugar. La había traído en pequeñas
botellitas compradas a una amiga de la infancia que se había dedicado a
producirlas. Pese al consejo en contrario de la gente especializada en
seguridad, él había insistido y podían verse arder pequeñas velas a toda hora
que calentaban unos hornillos también hechos por su amiga. Enrique Martínez inspiró profundo y abrió la puerta de su
oficina.
Su secretaria ya había preparado todo: Pilar
trabajaba con él desde su ingreso a la Gerencia General, luego del retiro de su
padre, quince años atrás. Conocía todos sus gustos, sus secretos, sus
caprichos. Tres periódicos. Un café negro y doble, edulcorante, dos tostadas
con queso blanco y un vaso grande de agua mineral de su marca preferida.
Los treinta
minutos posteriores a su llegada a la oficina eran, quizás, los momentos que
mas disfrutaba del día: se sentaba mirando al río, rompía el sobrecito de
edulcorante, colocaba la mitad en la taza, revolvía pacientemente, bebía un
sorbo, y tomaba el primero de los diarios, en estricto papel. Enrique Martínez odiaba la electrónica. No era un necio:
conocía perfectamente el valor de los avances tecnológicos, pero no dejaba que
estos invadan sus placeres. Mientras leía, con su mano derecha tomaba un
extremo de la hoja de papel y la ponía entres sus dedos, como acariciándola, a
la espera de darla vuelta.
Pilar
ingresó con el florero con tres lilium color naranja, como todos los días.
Al pasar a
su lado apoyó su agenda sobre el escritorio, abierta en el día de hoy con una
nota autoadhesiva de color amarillo pegada sobre la página del lado derecho.
Media hora
después, Enrique Martínez se disponía a empezar su día de
trabajo: giró su silla, y miró su agenda. Fijó su vista en la nota amarilla. Un
nombre y un número telefónico. Astrid, 1145282185. Llamó por el interno a Pilar
y le preguntó por la nota. Pilar le contestó: “Perdone, Señor Enrique –Pilar, pese a su insistencia, jamás
lo tuteaba - ayer llamó el gerente del restaurant “Otelo” y me dejó esos datos,
me dijo que Usted entendería”. Enrique Martínez no entendía
a que se referiría Jesús, el gerente del mejor restaurant de la ciudad, del
cual él era habitué. Pensó unos minutos, pero una llamada lo interrumpió y
olvidó a la nota amarilla.
Repitió su
inalterable rutina. Ocho horas de incansable ir y venir, de una punta a la otra
de su oficina, hablando con importantes personas de todos los ámbitos: empresarios,
políticos, religiosos. Interrumpía, apenas, unos quince minutos para almorzar
un frugal almuerzo basado en frutas. En época invernal, cuando las frutas
escaseaban en el país, Enrique Martínez se hacía traer especialmente
cajones de las más diversas variedades de ellas: mangos, cerezas, papayas,
granadas…y las hacia guardar en una cámara frigorífica especialmente preparada
en el tercer piso.
Antes de
cerrar su agenda volvió a ver la nota. La tomó
y volvió a llamar a Pilar, por el interno:”Pilar: ¿este es el número del restaurant o de esta tal Astrid…?”,
“No, Señor, ese es el de esa Señorita Astrid…el teléfono
del restaurante está en el reverso…”
Enrique Martínez giró el papel y llamó a Jesús. El siguiente seria uno de los diálogos que
jamás olvidaría.
“Buenas noches,
Señor Martínez, ¡que
honor! ¿Me llama por el recado que le dejé?
“Sí, claro”
“¿Recuerda
usted cuando hace unos seis meses vino a cenar con una señorita y compartieron mesa con unos canadienses…la
noche en la que la señorita le tiró el champagne? Recién en ese momento
Enrique Martínez recordó la noche.”Bueno, esa
noche, Usted estuvo hablando con un grupo de amigas… ¿se acuerda? “,”Si, Jesús,
si”, “Una de esas señoritas vino hace unos días atrás y pidió hablar
conmigo, me refirió lo ocurrido esa noche y me dijo: "Yo conozco a Miranda. Dele por favor mis
datos al Señor Martínez...Y eso hice ayer, Señor”
Enrique Martínez
veía la nota amarilla, leía Astrid y leía un numero pero pensaba en una sola cosa,
pensaba en Miranda.
Luego de
unos segundos de silencio, Enrique Martínez solo atinó a
decir: “Gracias, Jesús, muchas gracias”
Inmediatamente
abrió su agenda y transcribió la nota en ella: Había desarrollado una tendencia
a creer que todo lo que le importaba realmente, podía –de alguna manera-
perderse. De manera que Enrique Martínez tenia duplicado de casi todo. Backups
de todos sus archivos incluso de manera remota. Si un reloj le gustaba mucho,
inmediatamente se compraba uno idéntico. En su cochera había dos Jaguar XK coupé,
color blanco. Lo mismo se repetía con
cada uno de los objetos con los que él desarrollaba un interés especial.
Las mujeres
eran la excepción: Enrique Martínez había amado a solo dos en su vida, las dos
eran muy diferentes y ya no tenía a ninguna. Miranda era una de ellas.
Tomó el
teléfono y llamó. Miró su muñeca, advirtió la hora y pensó en cortar, no quería
comprometer a esa desconocida que le había dejado la nota, pero una voz femenina
saludándolo se adelantó:” ¿Si?”
“Buenas noches,
soy Enrique Martínez”. Un breve silencio y un “Ah, ¡Hola!”, en tono simpático,
lo animaron. “Me llamo Astrid y yo estaba aquella noche, en el restaurant...Soy
amiga de la infancia de Miranda…y siempre supe de Usted…”, dijo, dubitativa.
”Mucho
gusto”, respondió Martínez con toda la cortesía de la que era capaz. Hizo un
silencio esperando que la mujer prosiguiese.
“Miranda me
contó todo de ustedes. Se de su amor. Y también se de sus llantos y de su
sufrimiento, cuando Usted la dejó”
“Yo no la
dej…”, intentó decir Martínez, pero la mujer lo interrumpió:”Si la dejó, se fue
a Europa y la hizo sufrir. Mucho. Y nunca más la llamó. ¿Sabe cuánto esperó su llamado,
una carta…algo…? ¿sabe? Años. Fueron varios años los que queríamos convencerla
para que salga y ella, nada. “No tengo ganas, chicas, vayan”” ¿Sabe cuántas
tardes lloró por Usted?
La pregunta
de la mujer no escondía su enojo.
Enrique Martínez
le dijo que lo que le estaba contando era demasiado importante para él como
para hablarlo por teléfono, y le propuso verse cuando ella lo dispusiese y
hablarlo personalmente. La mujer aceptó, quedaron para almorzar dos días
después y escuchó, antes de despedirse lo siguiente: “¡Miré que si Miranda se
entera que hablé con Usted, me mata!” Su tono era entre risueño y nervioso.
“Quédese
tranquila”, fueron las últimas palabras de Enrique Martínez antes de cortar.
"Una última cosa, Sr Martínez", dijo Astrid. "Pregúnteme una cosa: pregúnteme por qué demoré seis meses en llamarlo..."
"Por que , Astrid?¿Porque te demoraste seis meses en llamarme?
"Porque sentía que traicionaba a mi amiga, Enrique. Me sentí una basura después de dejar el recado en el restaurant. Lloré mucho, toda la noche. Pero, ¿Sabés algo? En algún momento de la noche pensé que si yo estuviese en el lugar de Miranda, a mi me gustaría que mi amiga hiciese lo que yo estaba haciendo. Provocando un encuentro entre personas que , quizas, jamas debieron haberse desencontrado"
Se vieron en
el exclusivo restaurant del Yatch Club, al cual solo accedían los miembros.
Enrique Martínez contaba con una mesa con vista a la marina que siempre estaba
a su disposición. Sus amigos le habían referido que aun los fines de semana en
los que el restaurant explotaba de gente, su mesa estaba vacía y que, ante la
pregunta a cualquiera de los camareros, estos contestaban:”No, esa es la mesa
del Señor Enrique”
Enrique Martínez
llegó primero y pidió una medida de su bourbon preferido, mientras esperaba a
su invitada. El camarero sirvió un vaso, colocó dos hielos en él y dejó la
botella en la mesa, otro de los privilegios de los que disfrutaba.
Apenas diez
minutos después, llegó. Era una hermosa mujer, esbelta, refinada, con un
hermoso caminar. Enrique Martínez se incorporó y corrió su silla, en un acto de
innata caballerosidad, que pareció sorprender a la mujer:” ¡Gracias!”, dijo.
Martínez
prefirió elegir él, oficiando de anfitrión, lo que volvió a sorprender a la
mujer.
“Ahora voy
entendiendo a Miranda”, dijo, y soltó una risotada.
Hablaron
durante casi dos horas. Astrid explicó en detalle aquellos años en los que
ellos eran casi niños y el amor los había desbordado. Le explicó de su sufrimiento,
de su extrañar. Él intentó justificarse, y en un momento de absoluta sinceridad
le dijo a esta casi desconocida lo que no le había dicho a casi nadie: “Solo
amé así dos veces en mi vida”
Las palabras
de Enrique Martínez habían sido lo suficientemente poderosas como para aplacar
cualquier esbozo de enojo de la mujer.
Ella explicó
lo que había sido de la vida de Miranda. Su estudio –era una reputada
socióloga-, su familia – se había casado y tenía tres hijos- …en fin, su
transcurrir hasta hoy.
“Y ella, ¿Cómo
está? “, preguntó Martínez.
“Bien”
contesto Astrid.
“¿Bien?”
Preguntó Martínez, como resignificando la palabra “Bien”
Y la Señorita
le contestó con un puñal:” ¿Quién está bien después de diez años de matrimonio?
Y sonrió, nerviosa.
Enrique Martínez
no pudo contener la risa.”Es usted muy sincera”, le dijo. “Perdón…sos muy
sincera”
Comieron y
bebieron, tranquilamente, mientras sonaba el concierto de piano nro. 21 de
Mozart.
Antes de despedirse,
Martínez le preguntó:” ¿Por qué estás aquí, Astrid?
Y ella le
contestó, sin dudar:”Porque me parece que uno no puede irse de esta vida sin
saldar algunas cuentas. Aunque estas cuentas den mal… ¿me entiende?”
“Perfectamente”,
contestó Martínez.
Enrique Martínez
sabia el teléfono, la dirección, la composición de su grupo familiar y – si lo
deseaba- el grupo sanguíneo de la persona en la que más había pensado en su
vida. ¿Qué haría con ello, ahora? ¿Irrumpiría en su vida? ¿Llamaría y –como si
el tiempo no hubiese pasado- diría: “Hola, Moon, ¿Cómo estás? (Él estaba seguro
de llamarla como nadie lo había hecho nunca. Moon era sólo de ellos).
No, claro
que no.
Camino a su casa, Enrique Martínez pensó que
lo que le había pasado en el día de hoy era demasiado para un solo día, y que
debía reflexionar al respecto.
Miranda
estaba casada con un juez federal. Trabaja en la Universidad dictando clases y
en una empresa en la que se desempeñaba como consultora. Vivían junto a sus
hijos, en un lujoso country de la zona
norte, “Los Cipreses”.
En “Los Cipreses”
vivían varios conocidos, entre ellos, el vasco Izurubehetia, un intimo amigo.
Había
llegado el momento de visitar al vasco.
Eligió un
sábado. Pensó que un sábado era un buen día para encontrar a la gente… a “toda”
la gente en el country. Su chofer ya había subido al auto unas canastas con regalos
de todo tipo que Pilar había comprado para la familia del vasco.
Atravesaron
la barrera de ingreso sin tener siquiera que bajar la ventanilla. Estacionaron
frente a unas escalinatas que llevaban a la puerta principal, en la que estaba
el vasco acompañado de “Malbec”, un imponente rottweiler que estaba sentado a su lado con su lengua que vibraba, jadeante.
Con el vasco
compartían la pasión por el bourbon, de manera que la tarde transcurrió
suavizada por el paladar chocolate del licor.
Como al
pasar, Enrique Martínez preguntó: “Che, vasquito, acá no vive el juez Tempone?
“Si , Quique
(Enrique Martínez odiaba el diminutivo, pero esta tarde le pareció fútil la
cuestión)...Vive acá nomas, a dos cuadras… ¿lo conoces?”
“No,
vasquito (Enrique Martínez sabia que el
vasco odiaba que le digan vasquito), de mentas, nada más” ¿Puede ser que
tenga en venta la casa?
“Ni idea”,
dijo el vasco
¿Vamos a
verla? Me puede llegar a interesar…
Caminaron
despacio, entre eucaliptos de aroma soñado, calles perfectas con niños jugando
plácidamente y casas impecables.
“Esa es la
casa”, dijo el vasco y señalo una casa inmensa, de estilo mediterráneo,
bordeada de jardines perfectamente cuidados, una línea de canteros repletos de flores de color
violeta, delimitaba el lado derecho. En el otro extremo, el derecho, dos autos
estaban estacionados en la vereda y uno de ellos con el baúl abierto.
Sintió que
se detenía su corazón cuando la vio. Y se sintió un niño, hurgándola,
espiándola. Vestía de jeans celestes y sweater amarillo suave, su pelo brillaba
y su figura era tal cual la recordaba.
Nerviosamente
tomó su celular y giró sobre sus pasos, haciéndole un gesto al vasco para
volver a su casa, dando la espalda a Miranda y mintiendo una conversación:”Hola,
Si, ¿Cómo estás? Si, si, más o menos media hora, chau”
Se excusó
con el vasco y huyó.
Dos semanas
después, Enrique Martínez recibió una llamada. Era Astrid. En su voz no había
enojo, pero si tensión.
“Hola, Enrique. ¿Te
acordás lo que nos dijiste aquella noche del restaurant. Nos dijiste si
queríamos ser tus botellas...¿Te acordás?, repitió.
“Si, Astrid, claro
que me acuerdo”
“Yo ya lo fui. Ya
fui la botella que querías. ¿No vas a hacer nada?
Enrique Martínez
hizo un silencio involuntario. Odiaba quedarse sin palabras. Segundos después
respondió:”Tengo miedo, Astrid. Mucho miedo. Tengo miedo de que me ignore. Miedo
a que no sienta lo mismo que yo sentí todo este tiempo por ella. Tengo miedo a
inmiscuirme en su vida. Tiene marido. Tiene hijos. ¿Qué puedo hacer yo allí?
¿No te parece que en nuestro encuentro
sólo podemos perder?
Astrid se calló un
momento. Enrique Martínez no dejó que conteste: “¿Y sabes de qué tengo miedo
también? De no sentir lo mismo por ella, hoy, habiéndola tocado, habiéndola
besado, que hace ya treinta y tantos años… ¿Podes entenderme un poco vos a mi?
Respiró profundo y dejó, ahora sí, que
la mujer conteste.
“Yo lo que creo es
que estás pensando demasiado, Enrique. Y en el amor no habría que pensar tanto
¿no? Habría que correr tras lo amado sin importarnos tanto lo que pase después.
Podremos caernos, ¡claro que sí!, pero peor sería no haber corrido.”
La mujer le había
robado las palabras que Enrique Martínez había repetido desde adolescente:
“Nunca voy a pensar nada que tenga que ver con el amor. Voy a hacer lo que mi
corazón me dicte. Y, aun equivocándome, aun llorando lagrimas de sangre, con el
tiempo voy a estar tranquilo de haber hecho lo que sentía”
“Me dejas helado,
le dijo Martínez a la mujer. Nunca hubiese esperado que una amiga de Miranda me
diga estas cosas. Que me aliente a buscarla, que me aliente a encontrarla. Gracias,
Astrid. Muchas gracias…Eso sí, sigo con miedo, soltó una risita nerviosa. ¿Cómo
encontrarla? ¿Donde?
“Tenés suerte,
Enrique. Yo fui tu botella una vez. Y lo voy a ser otra. ¿Sabes que el marido
de Miranda viaja mucho, no? Si ,–la mujer se contestó a sí misma- ,viaja mucho
…Y estas fiestas los chicos se van con
la abuela a la costa.
Si, Miranda va a estar
sola.
Enrique Martínez
hizo un silencio expectante.
“¿Y sabes donde lo
pasa? ¡En el Club House de “Los Cipreses”!
Las fiestas de fin
de año del country “Los Cipreses” eran famosas. Combinaban fastuosidad con
discreción. Jamás trascendió a los medios fotografía alguna de ellas. Como en
toda reunión de ese tipo, podían verse desde políticos de primera línea,
pasando por artistas, médicos reconocidos, jueces, consagrados deportistas…todo
ello enmarcado en un Club House impactante, estilo inglés, con techos de
pizarra y paredes de ladrillos con juntas blancas, inmaculadas. Las
terrazas daban al parque y al campo de golf del country, en ellas,
sombrillas a gajos verdes y blanco cubrían a mesas y sillas de madera
perfectamente pintadas.
Solían adornar los arboles con pequeñas
lucecitas, pero no de colores sino de vidrio transparente que les daba una
apariencia de árbol lleno de estrellas.
“Espero aproveches
esta botella, Enrique, ¡es la ultima! Un beso “
Luego de que la
mujer cortó, Enrique se quedó varios segundos con su smartphone en su oreja, su
mano izquierda apoyada en el ventanal de su oficina, mirando a un remero en el
río. Mirando nada.
Era un 20 de
noviembre.
El mes y poco más
que transcurrió antes del esperado fin de año fueron días de sorpresivo
nerviosismo para Enrique Martínez. Se consideraba una persona controlada. Había
modelado su impulsividad a través de los años, una tarea nada fácil, por
cierto. Pero la vida de negocios le había enseñado a esconder sus impulsos.
Mostrarse tal cual uno era no siempre era beneficioso. Esta sensación de estar
fingiendo siempre molestó a Martínez, quien se empeño por no trasladarla a su
vida privada, aunque varias veces se vio fracasar en el intento.
Los primero días de
diciembre lo llamó. Hacía tiempo que no se veían. Agustín, Tino, era su amigo de toda la vida. Y la vida era, también,
la que los había separado en los últimos años. Las ocupaciones de Agustín lo habían llevado a Bélgica y –aunque
lo intentaron- mantener un contacto virtual no era para ellos. Cultivaron
durante años – se conocían desde los diez – el encuentro directo, la charla, el
abrazo, el llanto de uno de ellos, mientras el otro lo consolaba, el consejo,
el reto, la risa. Hacía dos años que no se veían.
“¿Quién te dijo?
Casi le gritó Agustín, pretendiendo pasar por enojado…decime ¿Quién?”
“¿Quién me dijo que
cosa?, preguntó Martínez a su amigo.
“¡Que llegué
anoche, Quiquín!” Solo Agustín lo llamaba así. ¿Cuándo nos vemos?
Se encontraron la
tarde siguiente en el café al que iban cada vez que podían. Era un viejo bar
que la modernidad había transformado en un café. Ambos preferían el viejo bar,
con sus parroquianos infaltables acodados en la barra, casi muebles. Los de la
mesa de truco. El billar. EL cartel del aperitivo que alguna vez se prendía y
se apagaba pero que hoy solo se apagaba.
Casi coincidieron
en la hora de llegada, las siete. Un abrazo fortísimo los fundió unos minutos.
Se pusieron rápidamente al tanto de las cosas “corrientes”. Ambos sabían lo que
eran las cosas “corrientes”: las cosas que debían saber pero que a ninguno de
los dos les importaban. Pasaron a las importantes. Enrique Martínez estuvo
hablando media hora sin parar. Le contó del restaurant. De la nota de Astrid.
De su encuentro.
“Miranda”, dijo Agustín.
“Miranda”,
respondió Martínez.
Agustín conocía
perfectamente su historia. Con lujos. Y con detalles. Había discutido con Martínez
cuando él se fue a Europa. Recordaba sus palabras:”estás loco, Quiquín. No vas
a aguantar un minuto sin ella. Son agua, Quiquín. Ambos son agua”
Agustín solía
referir a una buena relación con esa metáfora. “El agua en el agua, se hacen
una sola cosa. Se funde. Se hace más. Suma. Y ustedes son agua, Quiquín. No la
dejes”
Pocas veces Enrique
Martínez se arrepintió de algo tanto como de haber desoído a su amigo del alma,
hacia tanto tiempo atrás.
Justamente por ello
le resultaba tan importante su opinión. Hoy. Treinta y cinco años después.
Le expresó sus
miedos, los mismos que le había transmitido a Astrid. “A esta altura , Tino, yo
necesito a alguien que me cuide, que me respete, que este pendiente de mi, que
me ame”
Agustín introdujo
su dedo mayor en el vaso con scotch y
movió lo que quedaba de los dos hielos. Miró a su amigo y le dijo: “Quiquín: está
bien todo lo que decís, todo eso es válido ¡cómo no! Pero, en realidad, amigo
mío, tenés que saber que el amor, el verdadero, el que nunca se olvida, es
absolutamente U-NI-LA-TE-RAL, uno quiere a alguien por quien morir de amor. Desesperadamente.
Y solo habrás encontrado el AMOR –Tino resaltaba sus palabras, separaba las silabas,hablaba en mayúsculas-
cuando otro amor unilateral, una persona a la que solo le importe amarte, se
cruce con vos, al mismo tiempo, en una sincronía increíble, única.
“Mirá como me quiere, como me cuida, como me
atiende… ¡Minga! Quiquín ¡Minga! Todo eso puede ser importante, no digo que no,
pero lo que importa, lo que realmente importa, lo que hace la diferencia es lo
que NOSOTROS sentimos por el otro. Yo quiero morir de amor por quien amo.
Quiero sentir el agujero en el pecho. Quiero reír. Quiero sentir el miedo inmovilizante de perderla. Y yo sé lo
que sentís por Miranda. Desde chicos que lo sé. Yo te vi llorar, Quiquín.
Muchas veces. Te vi sufrir. Y te acompañe en el difícil arte del olvido. Tino se escuchó -una vez mas- repitiendo lo que tantas veces leyó, a su poeta adorado.
Sé que
viviste toda una vida sin dejar de pensar en ella.
Estamos jugados. Ya
no somos chicos ¿Sabés? Entonces ¿Qué esperar?
Yo no dudaría un
minuto. Iría a buscarla. Y le diría que, aunque tarde, ella debe saber de tu
amor. Aunque ya no sea el tiempo del agua para los dos, ella debe saber que en
tu corazón siempre habrá fuego. ¡Y que sea lo que Dios quiera!
Ella sabrá que
hacer.
Esa misma noche Enrique Martínez hizo una llamada:” Vasquito: Hacéme un lugar en tu mesa. Fin de
año lo paso con ustedes”
El 31 de diciembre
amaneció nublado y húmedo y Enrique Martínez pensó lo peor: hoy llueve. Sin
embargo después del medio día el cielo se despejó y la tarde se hizo apacible,
presagiando una noche perfecta.
Prefirió, rompiendo
con años de puntualidad, llegar tarde. Buscaría como averiguar si ella ya
estaba adentro. Se acercó al club house
y subió por una escalera lateral evitando la entrada principal. Llamó a su
amigo y este le dijo que ya estaban en la mesa, la número dieciséis. Enrique Martínez
vestía un traje italiano de color crema con zapatos al tono y una camisa en un
suave violeta, sin corbata. Su cutis bronceado y brillante, su pelo de un
perfecto entrecano. Enrique Martínez estaba impecable. Ingresó al salón y fue
el centro de todas las miradas, aunque él deseaba solo una.
Mientras respondía al saludo de un
diputado, Martínez la vio. Estaba sentada, erguida, en una mesa, sola. Tenía el
pelo recogido, lo que acentuaba la belleza de su cuello, su nuca incomparable. Su vestido era de un
color claro que no distinguió. Podía ser rosa. Tal vez salmón. Cuando ella lo vio,
sus labios se entreabrieron y dejaron ver sus dientes. Él se acercó despacio a ella. Sin bajar la mirada.
Sin pestañear. Al llegar a su lado, le sonrió y siguió hacia la puerta que
conducía a la terraza. Por esas horas estaba totalmente despoblada, con los invitados preocupados por ubicarse en las mesas.
Se apoyó en una hermosa baranda de
madera tallada a mano, mirando hacia el interior del salón.
La vio salir
segundos después. Ella se acercó y se detuvo casi sobre él. Tomo su mano por
delante de su cuerpo, sin que nadie la viera. Lo condujo hacia el jardín, sin
pronunciar palabra,sin soltarle la mano . A unos doscientos metros, en donde apenas se escuchaba el
murmullo del salón, se detuvieron, bajo un viejo ciprés.
El la abrazó y sintió
la fragancia de su perfume, el de siempre. Y sintió su temblar. Acarició su
cuello y dejo que ella apoye su cabeza sobre su pecho.
Enrique Martínez no
sabía que pasaría. Tampoco que harían mañana. Solo sentía. Y se sentía agua
otra vez, después de tanto.
De fondo, en el Club House, sonaba una música desconocida, pero , de manera mágica, apoyado en la baranda , un muchacho con una guitarra comenzó a cantar aquel tema, el que
escuchaban la tarde del último beso.