jueves, 28 de noviembre de 2013

Sin tiempo para pensar


Mientras hablo con la Señora que me dice:”Usted sabe joven, tengo este problema…” ,la miro a los ojos, le sonrío, cruzo mis manos , vuelvo a sonreírle. Pero estoy pensando en ella. No en esta señora , la que está frente mío.  No.  Estoy pensando en ELLA. No es que no le preste atención a la Señora, es solo que no le presto la principal de mis atenciones. La tengo a la Señora como en una segunda capa. La escucho,si,  muevo mi cabeza , asintiendo, hasta le respondo. La Señora  se va no sin antes decirme: “Ha sido usted muy amable , joven”
¿Sabrá alguna vez esa  Señora que nunca, ni por un segundo, mientras ella me hablaba, le presté atención?
Hace ya un tiempo que tengo este problema.Debería consultar a un especialista, sin dudas.
 Aunque…¿existirá un especialista en ensoñaciones? Lo dudo. Y ,si existe, debe ser el/la típica chanta que te factura y te tira cualquiera.
El hecho es que tengo este temita dándome vueltas. Nunca mejor dicho:”Dándome vueltas”. Es eso lo que hago por las noches. Cientos de vueltas.Con los ojos abiertos, puteando por el sueño derramado, maldiciendo por amores no correspondidos. Salto sobre mi desvencijado colchón. Prendo la tele a las tres de la mañana. Las mismas porquerías que a cualquier hora del día. Espero al sueño pero el sueño no llega. Me niego al rivotril (¿se escribirá así?). Pienso en prepararme un té de tilo. Antes muerto. Me sirvo un escocés. Del bueno. Del muy bueno. Leo por enésima vez al ciego. " Si para todo hay término y hay tasa,
y última vez y nunca más y olvido…" Mis parpados se cierran. Casi.
Me vuelvo a despertar , pensándola. Tomó mi bberry, pongo a Jeff Buckley en “Lilac Wine”. Balazo.En el medio de mi corazón. Soy un ignoto Favaloro.
Ruego por la mañana pero la mañana llega cuando se le canta.
Y yo con un sueño putísimo. Me acuerdo de Neustadt. Tres horas.

Suena el despertador.Me levanto.Me duele la espalda. Acá.
La rutina. Baño. Perfume. Anillos. Espejo.Reloj. 
Ruta. Trabajo.
En el trabajo, el ritmo me protege.
Y me escalda. Cualquier minucia me recuerda a ella.
Me maldigo. Me subo a mi ego. Todo a la vez.
Río. “He aquí el camino de la salvación”, me digo, grandilocuente.
Una señora –otra- se acerca.
Le sonrío. La invito a sentarse. Pienso que quizás es ella la indicada.Viene vestida de invierno en el calor de noviembre.
Es mi mesías.
La encargada de hacerlo, de salvarme, de llevarme a un lugar en el que ella no esté.
Me habla. La escucho. Ya -casi- no tengo dudas,  lo está logrando.Pestañeo despacio, casi cerrando los ojos.
Es ella . Si. No quiero que se vaya. La retengo con una excusa estúpida.
Esta dejándome sin tiempo.
Sin tiempo para pensar.

lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Podría ,hoy?



El 6 de octubre de 2012 usé este blog para escribir:   http://laexactituddeldolor.blogspot.com.ar/2012/10/y-ya-no-mas.html

¿Podría escribirlo hoy? 

Claro que si. Como tantas otras cosas.
Como algunas, como estas:

Reencarnar.


Imagino despierto -¿será soñar?- con nuestro reencarnar.
Pero que no nos cambien, amor,
Que no nos cambien.
Y ser los mismos que fuimos.
Y así poder recorrer, juntos, una vez más
Aquella tarde.
Y tomarnos de las manos de temblor
Y mirarnos con ojos de cristal, y de miedo.
Y besarnos con labios de descubrir.
Y esta vez sí, ya no soltarte.

Y seguirte. Y ya no esperarte.


Marea
En el delicado manantial de la memoria
Fluyen voces, aromas, colores, texturas.
Y el sabor de tu boca.
Ya no necesito cerrar los ojos para tenerte
De nuevo conmigo, como ayer.
Por dondequiera que vaya, allí estas.
Entre personas, sentada allí, en silencio,
Con esa sonrisa que de hielo me deja.
Tu inocencia de ayer permanece en mí
Como un delicado capullo, inalterable.
Ya no peleo con mi deseo de olvidarte
Hoy, me resigno a tenerte siempre aquí,
En este agua omnipresente en la que floto,
A la espera de la última marea,
el olvido. 


Diciembre.


Diciembre llega a galope de un verano indeseado.
Un viejo año, un nuevo año,
Y otra vez las copas. Y los placeres sin medida.
Y sin placer.
Y otra vez los besos. Las sonrisas.
Y las mentiras por doquier.
Y salir a caminar, escapando a los estruendos.
Y volver a recordar, en el  brillo de mi copa,
Tu mirada que no está.
Y no estará.
Ya no espero repetir felicidades.
Miro el cielo iluminado por estrellas de papel.
Fuerzo una sonrisa. Brindo. Miento.



Mueca.

Veo en una cara desconocida
La resignación. Mueca. Rictus.
La tristeza de sus ojos. Algunas arrugas jóvenes,
Tapando sueños.
Estira su brazo, detiene el colectivo. Sube.
Nunca más la veré.
Unos pasos más allá,
                                       Otro joven.
Con esa mueca, otra vez.
                                       Rígida cara , enojo en piel.

¿Quién nos dirá, sino el espejo, que la hora de los sueños ya pasó?
Que ya se fue, que solo es esto.
Esto y nada más. 


Noche y vos.

Es de noche.
De verano tibio.
Las hojas quietas, arropandonos.
Junto al mar las noches son más noche.
La luna, apenas. Tres o cuatro estrellas .Y las olas que murmuran paz.
Te veo sentada, con los ojos cerrados,
Como esperando al sol.
La copa en mi mano, la uva en mi boca.
Sonrío. Quisiera eternizar este momento.
Me despierto.
Abro los ojos. Y no estás.
Los cierro, con fuerza. Y allí estas, otra vez.
Ahora con tus ojos abiertos, mirándome.
Te tomo la mano. Ya aprendí.
Eres mía.



Pincel.

Quisiera ser
Lo que quieras que sea
Para vos.
Quien prepare tu café, en las mañanas.
Quien te pelee, quien discuta con vos.
Si así lo quieres.
Quien suba a pelear y deje cuerpo y dientes, por vos.
Quien te adore, en tu altar.
Quisiera ser quien espere tu llegada
En el frio de abril.
Y compartir tu nado en el mar de nuestras vidas.
Y ser tu depravado y quien te deprave.
Y ser parte de tu colección. Y estar allí,
 A   la espera de que me tomes de tu repisa.
Y estar allí, lienzo
Para vos, pincel.


Impedir

¿Estás?
           Me fui.
¿Volverás?
           No.
Hay algo que no podrás hacer:
          ¿Qué?
Impedir que te ame. 
Impedirme que te sueñe.

sábado, 23 de noviembre de 2013

M.W.

¿Como hallarla?¿Dónde? ¿Debemos buscarla? ¿O sólo encontrarla?
En la clase de filosofía del profesor Milton .W. Bennetti volaban las preguntas. A sus cuarenta y cinco años se consideraba joven aunque en su intimidad él se sentía cada vez mas lejos de la juventud. Debía esforzarse más de la cuenta para mantener una silueta que no lo hiciera sonrojarse ante un espejo y había notado, al agacharse a recoger una media que apenas asomaba por debajo de la cama, que el piso cada vez quedaba más lejos y que se agitaba de nada.Sin embargo, estar preparado para aceptar ciertos comportamientos propios de los jóvenes, lo hacía sentirse mas cercano a ellos, los jóvenes, sus alumnos.
Se apoyó en su escritorio, mirándolos. Unos cincuenta –la clase de los viernes era la más concurrida de la Universidad- casi gritaban, debatiendo, proponiendo, imponiendo sus posturas. Él había incentivado este tipo de comportamiento, consciente de que, este tipo de debate participativo resultaba mucho más beneficioso para sus alumnos que las clásicas clases con el profesor hablando y los alumnos en silencio.
Había propuesto un tema:”La Felicidad”. Comenzó preguntando ¿Qué es?
“Es un estado de ánimo”, dijo uno.
“Es un fin en sí mismo. Es aquello por lo que vivimos”, dijo la pelirroja de la tercera fila.
¿Usted cree que toda la gente es feliz?, repreguntó Milton W. La pelirroja dudó unos segundos y, finalmente, contestó:”No, claro que no”.
Y esa gente… ¿no merece vivir, según su criterio? La gente que está viva pero que no es feliz… ¿Cómo encaja en su definición?
La pelirroja hizo silencio, pensativa.
“La felicidad no existe”, dijo un joven de unos veinte años, cabello color marrón hasta los hombros y antebrazos tatuados. Estaba sentado recostado en la silla y apoyaba una de sus zapatillas en el respaldo de una silla vacía delante suyo.
Y entonces ¿Qué es la felicidad? preguntó el profesor.
“La felicidad es una ilusión”, contestó el muchacho. Y agregó: ”Igual que la vida. La vida es una ilusión.los sentimientos son una ilusión. ¿Cómo entender sino que dos personas que se juran amor, que viven pensando el uno en el otro, apenas un tiempo después, se transforman en desconocidos y, muchas veces, en furiosos enemigos? Es porque el amor ,como el odio, son meras ilusiones , efímeros pasajeros de nuestras vidas. Se suben a ella, como si fuéramos su tren, y, más temprano que tarde,  se bajan sin avisarnos, dejando el tren silencioso, huérfano de risas y peleas. Vacío.”
Toda la clase se había dado vuelta en sus sillas y escuchaba al joven de pelo color marrón.
¿Cuál es tu nombre?, preguntó el profesor.
“Me llamo Octubre Miller”
¿Octubre?, dijo Milton W.
“Si, Octubre. Es el mes en que nací y a mi madre le pareció un lindo nombre. ¿Usted qué opina, profesor?”
“Que es un hermoso nombre”, sonrío MW.
La campana sonó, lejana y puntual.
Los jóvenes tenían la capacidad de interrumpir la más interesante de las charlas y continuar con sus actividades, en este caso, ir a comer, sin la mas mínima culpa.
Él jamás había podido hacerlo. Mientras recogía sus elementos, poniendolos en su bolso, lentamente, siguió pensando en lo que el joven había dicho. Colocó la carpeta de tapas color naranja en primer lugar, luego la notebook y por último un cuadernito pequeño de notas. Casi lo había guardado del todo, pero lo retiró, lo abrió en una hoja en blanco, tomó una lapicera y anotó:”La felicidad es una ilusión”

Caminó los casi doscientos metros que separaban su aula del comedor. Ese mediodía, M.W. almorzaría allí, ya que más tarde tendría una reunión con el resto del plantel de profesores, era la presentación del nuevo profesor de Literatura Inglesa.
Una larga fila para retirar sándwiches lo decidió a elegir la zona de ensaladas en la que solo había dos personas. Recogió una botella de jugo –hacia semanas que no había de su preferido, manzana, por lo que tomó una botella de pomelo- y se dirigió al parque. Debajo de un roble, había una serie de bancos de madera prolijamente pintados de blanco. Se sentó en uno de ellos y comenzó a comer. Se escuchaban los pájaros cantar y poco más. Un ambiente de relajada tranquilidad imperaba en la Universidad y este era uno de los motivos por el que había decidido seguir trabajando allí, pese a que la paga era menor que en otras.
“Hola”. La voz vino de detrás de él y lo sobresaltó. “Perdone, profesor”. La joven pelirroja sonreía, ¿Me puedo sentar? “Sí, claro” contestó MW. La alumna de la tercera fila se sentó y se quedó callada en una situación de sorpresiva incomodidad. Al menos, MW, se excusaba en estar comiendo. Diez minutos después, la joven se incorporó,  saludó al profesor y se fue.

La reunión comenzó  a las 15 horas, tal cual estaba programada. Una gran mesa, permitía que todo el cuerpo de profesores se sentara a su alrededor. Unos veinte. El director saludo a todos y , sin más, dijo:”Les quiero presentar a la nueva profesora de Literatura Inglesa” . Nueva profesora. MW tenía entendido que el nuevo era un profesor. La puerta se abrió y entró una joven de unos treinta años, delgada, vestida con un saco y pollera al tono, con una elegancia que la distinguía. Caminaba sobre altos tacos, pero lo hacía de manera absolutamente natural. Sus ojos eran verdes aunque, cuando la luz del ventanal que daba al parque iluminaba su cara, adquirían una tonalidad turquesa.
MW no pudo dejar de mirar a aquella joven durante la hora que duró la reunión. En cambio, una sola vez y por menos de un segundo, el tuvo la sensación de que ella lo miraba.
Al terminar la reunión se dio cuenta que no había escuchado o no había memorizado su nombre. Se lo preguntó al profesor que estaba sentado a su lado:” Mía Quinn”, contestó.
M.W metió su mano en su bolso, tomó el pequeño cuaderno y , debajo de “La felicidad es una ilusión” anotó: Mía Quinn.


Su casa quedaba en un barrio tranquilo a unas veinte cuadras de la Universidad, de manera que realizaba ese recorrido caminando en lo que constituía su única actividad física. Era la típica casa construida en el medio de un amplio terreno, sin paredes divisorias con sus vecinos y un amplio parque prolijamente cuidado bordeándola. Estaba pintada de color rojo y sus techos eran de piedra negra. M.W disfrutaba de ella , aunque le resultaba evidentemente grande.
M.W. vivía allí sólo. Había tenido varias relaciones a lo largo de los últimos años, aunque ninguna fue lo suficientemente importante como para decidirlo a afincarse en un lugar, por el contrario, M.W. solía no estar mas de dos o tres años en cada Universidad en la que enseñaba. Era un profesor muy respetado por sus pares y querido por sus alumnos, lo que hacia inevitable que le ofrecieran quedarse , a lo que , también inevitablemente, M.W. se negaba.
Al llegar a su casa, se preparaba un trago y se sentaba en un viejo sillón, acompañado de música. Colocó un cd de Brad Meldhau y cerró los ojos.
En lo que pudo haber sido un sueño o , tal vez, una simple ensoñación se le aparecieron una bicicleta color verde, la pelirroja de la tercera fila, el dragón tatuado en el antebrazo de Octubre Miller, los ojos color turquesa de Mía Quinn y varias cosas más. Abrió sus ojos y miró el viejo reloj de madera: las ocho.
Aunque su soledad hacia que no estuviese atado a ningún horario, a M.W. le gustaba respetarlos, sobre todo, aquellos que tuviesen que ver con su metabolismo. Se apresuró a preparar algo para cenar, algo sencillo, que le permitiese hacerlo a las 20:30, su horario para cenar.
Unos huevos, un poco de queso , algo de cebolla y tendría lista una fabulosa omelette. Buscó en el estante una botella abierta de vino, sacó el corcho y olio. Muchas veces abría una  botella , no la terminaba y ,cuando volvía a querer tomar de ella, se encontraba con un exquisito vinagre. Este no fue el caso, el cabernet sauvignon estaba en perfectas condiciones. Lo sirvió en una copa y dejó que tome aire.





El viernes siguiente la clase fue bastante menos concurrida: un fuerte temporal azotó a la ciudad y poco mas de quince alumnos estaban allí. MW propuso repasar temas para no perjudicar a los ausentes , y eso hicieron.
Al finalizar la clase, la pelirroja se acercó al profesor y le dijo:”Me quedé pensando en lo que me dijo la clase pasada, profesor…cuando hablamos de la felicidad ¿se acuerda?
Conversaron por unos veinte minutos, tras lo cual, MW comenzó a guardar sus cosas.
“¿podría pasar por su casa y seguir con el tema? , preguntó la chica.
M.W. levantó la mirada , anotó su dirección en un pequeño papel y se lo dio.



Los días lunes y martes , en los que no tenia clase en la Universidad , MW  los dedicaba a terminar una terraza que estaba construyendo en el fondo de su casa, en la salida del amplio ventanal de su sala de estar. Tendría , una vez terminado, tres metros por siete, y la estaba construyendo en cemento y ,sobre ella, madera.


Los sábados , M.W. solía concurrir a un café cercano al campus, al que iban alumnos y profesores. Un lugar agradable decorado al mejor estilo irlandés con una gran barra bordeada de altos bancos tapizados en cuero verde, con botones. En una de sus paredes, un blanco para jugar dardos. En otra, fotos de Charlie, el dueño, abrazado a vaya saber quién. En la pared del fondo titilaba un anuncio de cerveza “Miller” lo que hizo sonreír a M.W., al acordarse de Octubre. Sonaban  los Floggin Molly, como no podía ser de otra manera.






Le pidió a Charlie una medida de Jim Beam y se quedó en la barra, dándole la espalda a las mesas.
Apenas unos cinco minutos después, se paró a su lado Mía Quinn, y le pidió a Charlie una Evian con limón.”El limón,natural, nunca de botella ¿si?. Su tono resultó simpático e imperativo a la vez.
Miró a M.W. y le sonrió su mejor sonrisa: “Hola”.
“Hola”, titubeó  M.W. …"Nos conocimos en la reunión de bienvenida…”
Ella lo interrumpió:”Si, claro, Milton ¿ no es cierto?
“Si, Milton” sonrió el profesor extrañamente contento.
Estuvieron bebiendo y contándose cosas toda la noche. Fue allí cuando M.W. lamentó no tener un auto, lo que hubiese hecho mas coherente el decirle:”¿Querés que te lleve hasta tu casa?
Estaba pensando esto cuando escucho a Mía decirle:¿Querés que te lleve hasta tu casa?


Mía Quinn estacionó el auto, giró su cuerpo en el asiento del conductor, sin sacarse el cinturón de seguridad, lo que hizo que , al intentar besar a M.W. , esto le  fuese imposible. La situación hizo que ambos se riesen  a carcajadas mientras M.W.  corría suavemente el cinturón y colocaba sus labios sobre los de ella.




Su relación con Mía llevaba ya cinco meses. Solían verse dos o tres veces por semana. No se lo habían comentado a nadie: no eran bien vistas las relaciones entre profesores. Generalmente , ella venia a su casa, cenaban y luego hacían el amor de una manera en la que ambos no lo habían hecho antes. 
Mía le dijo una noche: “Nunca me sentí así. Y nunca me sentiré así, con nadie”. M.W. disfrutaba de oírla pero mas disfrutaba de sentir su piel temblar ,sentirla gritar... Sus palabras alimentaban su ego,pero, a la vez, sentía lo mismo por ella. Jamas se había sentido tan primitivo, tan animal. Esos momentos no tenían nada de racional. Nada.
Sin embargo, cada vez que pensaba en ella ,un escalofrío recorría su cuerpo. M.W. se veía muy  pequeño, a sus seis años. Su padre los había abandonado a él y a su madre. Recuerda, claramente, las tardes de varios meses en los que  él se sentaba en el pequeño paredón del frente de su casa a esperarlo. Y recuerda ,de manera aun mas clara, el dolor físico que sentía al darse cuenta que ya nunca iba a volver.
Ya  mas grande,con veinte años, recuerda cuando su novia, a la que amaba sin medida, le dejó una carta en su buzón, con pocas lineas. Muy pocas.
M.W. se juró que nunca perdería a nadie mas. No se permitiría volver a sentirse así. Es por eso que ,cada vez que creía sentir algo por alguien, M.W. decidía tomar cartas en el asunto.


Llegó a su casa, se preparó un trago, se sentó en el sillón, pero esta vez no cerró los ojos. Leyó el cuadro con una de sus frases preferidas :”La fortaleza de un hombre se mide por la cantidad de soledad que pueda soportar” , se sirvió un trago y se sentó a esperarla: Mía vendría a las ocho.
Llegó apenas unos minutos tarde, M.W. tomó su abrigo, le acercó un vaso con su trago favorito y le dijo:"Sentate,Te quiero dar una sorpresa”
Mía Quinn no debe haber sentido nada cuando M.W. clavó el largo cuchillo de cocina en su nuca o , al menos, eso supuso M.W., ya que no emitió sonido alguno.
Colocó su cuerpo sobre una vieja frazada y comenzó con la rutina: primero separaría la cabeza, luego las extremidades y dejaría para el final lo mas trabajoso , el torso. Había ido perfeccionándose y casi no encontraba trabajo en la disección de los cuerpos. Los colocaba en bolsas, las que sellaba cuidadosamente.
Se dirigió a la terraza, levantó unas maderas y colocó la bolsa con la cabeza de Mía  junto a la bolsa con la cabeza de la pelirroja.Luego los brazos y piernas y así hasta terminar. Hoy se acostaría tarde, debería cubrir todo aquello con cemento.


M.W. Benetti, mientras ajustaba la alarma del reloj, recordó la frase de Octubre Miller:”La felicidad es una ilusión” y pensó que , quizás, ya era hora de mudarse a otra Universidad, por nuevos aires.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Miranda





Llegó temprano y puntual, dos constantes en su vida. Saludó al portero que abrió la puerta de su auto y dio una última indicación a su chofer. Ingresó al moderno edificio de oficinas, cuartel general de sus empresas, que se encontraba bordeando el río en el barrio más caro de la capital. Había tres cuerpos de ascensores, pero él ingresaba por uno privado, apenas unos metros mas allá, detrás de una pared vidriada. Los empleados de seguridad sonreían a su paso y él les devolvía la sonrisa, en una actitud de calidez que él valoraba y respetaba.
Entró a su oficina en el último piso y olió la fragancia a vainillas que había hecho colocar en diferentes rincones del lugar. La había traído en pequeñas botellitas compradas a una amiga de la infancia que se había dedicado a producirlas. Pese al consejo en contrario de la gente especializada en seguridad, él había insistido y podían verse arder pequeñas velas a toda hora que calentaban unos hornillos también hechos por su amiga. Enrique Martínez inspiró profundo y abrió la puerta de su oficina.
Su secretaria ya había preparado todo: Pilar trabajaba con él desde su ingreso a la Gerencia General, luego del retiro de su padre, quince años atrás. Conocía todos sus gustos, sus secretos, sus caprichos. Tres periódicos. Un café negro y doble, edulcorante, dos tostadas con queso blanco y un vaso grande de agua mineral de su marca preferida.
Los treinta minutos posteriores a su llegada a la oficina eran, quizás, los momentos que mas disfrutaba del día: se sentaba mirando al río, rompía el sobrecito de edulcorante, colocaba la mitad en la taza, revolvía pacientemente, bebía un sorbo, y tomaba el primero de los diarios, en estricto papel. Enrique Martínez odiaba la electrónica. No era un necio: conocía perfectamente el valor de los avances tecnológicos, pero no dejaba que estos invadan sus placeres. Mientras leía, con su mano derecha tomaba un extremo de la hoja de papel y la ponía entres sus dedos, como acariciándola, a la espera de darla vuelta.
Pilar ingresó con el florero con tres lilium color naranja, como todos los días.
Al pasar a su lado apoyó su agenda sobre el escritorio, abierta en el día de hoy con una nota autoadhesiva de color amarillo pegada sobre la página del lado derecho.
Media hora después, Enrique Martínez se disponía a empezar su día de trabajo: giró su silla, y miró su agenda. Fijó su vista en la nota amarilla. Un nombre y un número telefónico. Astrid, 1145282185. Llamó por el interno a Pilar y le preguntó por la nota. Pilar le contestó: “Perdone, Señor Enrique –Pilar, pese a su insistencia, jamás lo tuteaba - ayer llamó el gerente del restaurant “Otelo” y me dejó esos datos, me dijo que Usted entendería”. Enrique Martínez no entendía a que se referiría Jesús, el gerente del mejor restaurant de la ciudad, del cual él era habitué. Pensó unos minutos, pero una llamada lo interrumpió y olvidó a la nota amarilla.
Repitió su inalterable rutina. Ocho horas de incansable ir y venir, de una punta a la otra de su oficina, hablando con importantes personas de todos los ámbitos: empresarios, políticos, religiosos. Interrumpía, apenas, unos quince minutos para almorzar un frugal almuerzo basado en frutas. En época invernal, cuando las frutas escaseaban en el país, Enrique Martínez se hacía traer especialmente cajones de las más diversas variedades de ellas: mangos, cerezas, papayas, granadas…y las hacia guardar en una cámara frigorífica especialmente preparada en el tercer piso.
Antes de cerrar su agenda volvió a ver la nota. La tomó  y volvió a llamar a Pilar, por el interno:”Pilar: ¿este es el número  del restaurant o de esta tal Astrid…?”,
“No,
Señor, ese es el de esa Señorita Astrid…el teléfono del restaurante está en el reverso…”
Enrique Martínez giró el papel y llamó a Jesús. El siguiente seria uno de los diálogos que jamás olvidaría.
“Buenas noches, Señor Martínez, ¡que honor! ¿Me llama por el recado que le dejé?
“Sí, claro”
“¿Recuerda usted cuando hace unos seis meses vino a cenar con una señorita y compartieron mesa con unos canadienses…la noche en la que la señorita  le tiró el champagne? Recién en ese momento Enrique Martínez recordó la noche.”Bueno, esa noche, Usted estuvo hablando con un grupo de amigas… ¿se acuerda? “,”Si, Jesús, si”, “Una de esas señoritas  vino hace unos días atrás y pidió hablar conmigo, me refirió lo ocurrido esa noche y me dijo: "Yo conozco a Miranda. Dele por favor mis datos al Señor Martínez...Y eso hice ayer, Señor
Enrique Martínez veía la nota amarilla, leía Astrid y leía un numero pero pensaba en una sola cosa, pensaba en Miranda.
Luego de unos segundos de silencio, Enrique Martínez solo atinó  a decir: “Gracias, Jesús, muchas gracias”
Inmediatamente abrió su agenda y transcribió la nota en ella: Había desarrollado una tendencia a creer que todo lo que le importaba realmente, podía –de alguna manera- perderse. De manera que Enrique Martínez tenia duplicado de casi todo. Backups de todos sus archivos incluso de manera remota. Si un reloj le gustaba mucho, inmediatamente se compraba uno idéntico. En su cochera había dos Jaguar XK coupé, color  blanco. Lo mismo se repetía con cada uno de los objetos con los que él desarrollaba un interés especial.
Las mujeres eran la excepción: Enrique Martínez había amado a solo dos en su vida, las dos eran muy diferentes y ya no tenía a ninguna. Miranda era una de ellas.
Tomó el teléfono y llamó. Miró su muñeca, advirtió la hora y pensó en cortar, no quería comprometer a esa desconocida que le había dejado la nota, pero una voz femenina saludándolo se adelantó:” ¿Si?”
“Buenas noches, soy Enrique Martínez”. Un breve silencio y un “Ah, ¡Hola!”, en tono simpático, lo animaron. “Me llamo Astrid y yo estaba aquella noche, en el restaurant...Soy amiga de la infancia de Miranda…y siempre supe de Usted…”, dijo, dubitativa.
”Mucho gusto”, respondió Martínez con toda la cortesía de la que era capaz. Hizo un silencio esperando que la mujer prosiguiese.
“Miranda me contó todo de ustedes. Se de su amor. Y también se de sus llantos y de su sufrimiento, cuando Usted la dejó”
“Yo no la dej…”, intentó decir Martínez, pero la mujer lo interrumpió:”Si la dejó, se fue a Europa y la hizo sufrir. Mucho. Y nunca más la llamó. ¿Sabe cuánto esperó su llamado, una carta…algo…? ¿sabe? Años. Fueron varios años los que queríamos convencerla para que salga y ella, nada. “No tengo ganas, chicas, vayan”” ¿Sabe cuántas tardes lloró por Usted?
La pregunta de la mujer no escondía su enojo.
Enrique Martínez le dijo que lo que le estaba contando era demasiado importante para él como para hablarlo por teléfono, y le propuso verse cuando ella lo dispusiese y hablarlo personalmente. La mujer aceptó, quedaron para almorzar dos días después y escuchó, antes de despedirse lo siguiente: “¡Miré que si Miranda se entera que hablé con Usted, me mata!” Su tono era entre risueño y nervioso.
“Quédese tranquila”, fueron las últimas palabras de Enrique Martínez antes de cortar.
"Una última cosa, Sr Martínez", dijo Astrid. "Pregúnteme una cosa: pregúnteme por qué demoré seis meses en llamarlo..."
"Por que , Astrid?¿Porque  te demoraste seis meses en llamarme?
"Porque sentía que traicionaba a mi amiga, Enrique. Me sentí una basura después de dejar el recado en el restaurant. Lloré mucho, toda la noche. Pero, ¿Sabés algo? En algún momento de la noche pensé que si yo estuviese en el lugar de Miranda, a mi me gustaría que mi amiga hiciese lo que yo estaba haciendo. Provocando un encuentro entre personas que , quizas, jamas debieron haberse desencontrado" 







Se vieron en el exclusivo restaurant del Yatch Club, al cual solo accedían los miembros. Enrique Martínez contaba con una mesa con vista a la marina que siempre estaba a su disposición. Sus amigos le habían referido que aun los fines de semana en los que el restaurant explotaba de gente, su mesa estaba vacía y que, ante la pregunta a cualquiera de los camareros, estos contestaban:”No, esa es la mesa del Señor Enrique”
Enrique Martínez llegó primero y pidió una medida de su bourbon preferido, mientras esperaba a su invitada. El camarero sirvió un vaso, colocó dos hielos en él y dejó la botella en la mesa, otro de los privilegios de los que disfrutaba.
Apenas diez minutos después, llegó. Era una hermosa mujer, esbelta, refinada, con un hermoso caminar. Enrique Martínez se incorporó y corrió su silla, en un acto de innata caballerosidad, que pareció sorprender a la mujer:” ¡Gracias!”, dijo.
Martínez prefirió elegir él, oficiando de anfitrión, lo que volvió a sorprender a la mujer.
“Ahora voy entendiendo a Miranda”, dijo, y soltó una risotada.
Hablaron durante casi dos horas. Astrid explicó en detalle aquellos años en los que ellos eran casi niños y el amor los había desbordado. Le explicó de su sufrimiento, de su extrañar. Él intentó justificarse, y en un momento de absoluta sinceridad le dijo a esta casi desconocida lo que no le había dicho a casi nadie: “Solo amé así dos veces en mi vida”
Las palabras de Enrique Martínez habían sido lo suficientemente poderosas como para aplacar cualquier esbozo de enojo de la mujer.
Ella explicó lo que había sido de la vida de Miranda. Su estudio –era una reputada socióloga-, su familia – se había casado y tenía tres hijos- …en fin, su transcurrir hasta hoy.
“Y ella, ¿Cómo está? “, preguntó Martínez.
“Bien” contesto Astrid.
“¿Bien?” Preguntó Martínez, como resignificando la palabra “Bien”
Y la Señorita le contestó con un puñal:” ¿Quién está bien después de diez años de matrimonio? Y sonrió, nerviosa.
Enrique Martínez no pudo contener la risa.”Es usted muy sincera”, le dijo. “Perdón…sos muy sincera”
Comieron y bebieron, tranquilamente, mientras sonaba el concierto de piano nro. 21 de Mozart.
Antes de despedirse, Martínez le preguntó:” ¿Por qué estás aquí, Astrid?
Y ella le contestó, sin dudar:”Porque me parece que uno no puede irse de esta vida sin saldar algunas cuentas. Aunque estas cuentas den mal… ¿me entiende?”
“Perfectamente”, contestó Martínez.



Enrique Martínez sabia el teléfono, la dirección, la composición de su grupo familiar y – si lo deseaba- el grupo sanguíneo de la persona en la que más había pensado en su vida. ¿Qué haría con ello, ahora? ¿Irrumpiría en su vida? ¿Llamaría y –como si el tiempo no hubiese pasado- diría: “Hola, Moon, ¿Cómo estás? (Él estaba seguro de llamarla como nadie lo había hecho nunca. Moon era sólo de ellos).
No, claro que no.
 Camino a su casa, Enrique Martínez pensó que lo que le había pasado en el día de hoy era demasiado para un solo día, y que debía reflexionar al respecto.


Miranda estaba casada con un juez federal. Trabaja en la Universidad dictando clases y en una empresa en la que se desempeñaba como consultora. Vivían junto a sus hijos, en un lujoso country  de la zona norte,   “Los Cipreses”.
En “Los Cipreses” vivían varios conocidos, entre ellos, el vasco Izurubehetia, un intimo amigo.
Había llegado el momento de visitar al vasco.
Eligió un sábado. Pensó que un sábado era un buen día para encontrar a la gente… a “toda” la gente en el country. Su chofer ya había subido al auto unas canastas con regalos de todo tipo que Pilar había comprado para la familia del vasco.
Atravesaron la barrera de ingreso sin tener siquiera que bajar la ventanilla. Estacionaron frente a unas escalinatas que llevaban a la puerta principal, en la que estaba el vasco acompañado de “Malbec”, un imponente rottweiler  que estaba sentado a su lado con su  lengua que vibraba, jadeante.
Con el vasco compartían la pasión por el bourbon, de manera que la tarde transcurrió suavizada por el paladar chocolate del licor.
Como al pasar, Enrique Martínez preguntó: “Che, vasquito, acá no vive el juez Tempone?
“Si , Quique (Enrique Martínez odiaba el diminutivo, pero esta tarde le pareció fútil la cuestión)...Vive acá nomas, a dos cuadras… ¿lo conoces?”
“No, vasquito (Enrique Martínez sabia que el  vasco odiaba que le digan vasquito), de mentas, nada más” ¿Puede ser que tenga en venta la casa?
“Ni idea”, dijo el vasco
¿Vamos a verla? Me puede llegar a interesar…
Caminaron despacio, entre eucaliptos de aroma soñado, calles perfectas con niños jugando plácidamente y casas impecables.
“Esa es la casa”, dijo el vasco y señalo una casa inmensa, de estilo mediterráneo, bordeada de jardines perfectamente cuidados, una  línea de canteros repletos de flores de color violeta, delimitaba el lado derecho. En el otro extremo, el derecho, dos autos estaban estacionados en la vereda y uno de ellos con el baúl abierto.
Sintió que se detenía su corazón cuando la vio. Y se sintió un niño, hurgándola, espiándola. Vestía de jeans celestes y sweater amarillo suave, su pelo brillaba y su figura era tal cual la recordaba.
Nerviosamente tomó su celular y giró sobre sus pasos, haciéndole un gesto al vasco para volver a su casa, dando la espalda a Miranda y mintiendo una conversación:”Hola, Si, ¿Cómo estás? Si, si, más o menos  media hora, chau”
Se excusó con el vasco  y huyó.


Dos semanas después, Enrique Martínez recibió una llamada. Era Astrid. En su voz no había enojo, pero si tensión.
“Hola, Enrique. ¿Te acordás lo que nos dijiste aquella noche del restaurant. Nos dijiste si queríamos ser tus botellas...¿Te acordás?, repitió.
“Si, Astrid, claro que me acuerdo”
“Yo ya lo fui. Ya fui la botella que querías. ¿No vas a hacer nada?
Enrique Martínez hizo un silencio involuntario. Odiaba quedarse sin palabras. Segundos después respondió:”Tengo miedo, Astrid. Mucho miedo. Tengo miedo de que me ignore. Miedo a que no sienta lo mismo que yo sentí todo este tiempo por ella. Tengo miedo a inmiscuirme en su vida. Tiene marido. Tiene hijos. ¿Qué puedo hacer yo allí? ¿No te parece que en  nuestro encuentro sólo podemos perder?
Astrid se calló un momento. Enrique Martínez no dejó que conteste: “¿Y sabes de qué tengo miedo también? De no sentir lo mismo por ella, hoy, habiéndola tocado, habiéndola besado, que hace ya treinta y tantos años… ¿Podes entenderme un poco vos a mi? Respiró profundo y dejó, ahora sí,  que la mujer conteste.
“Yo lo que creo es que estás pensando demasiado, Enrique. Y en el amor no habría que pensar tanto ¿no? Habría que correr tras lo amado sin importarnos tanto lo que pase después. Podremos caernos, ¡claro que sí!, pero peor sería no haber corrido.”
La mujer le había robado las palabras que Enrique Martínez había repetido desde adolescente: “Nunca voy a pensar nada que tenga que ver con el amor. Voy a hacer lo que mi corazón me dicte. Y, aun equivocándome, aun llorando lagrimas de sangre, con el tiempo voy a estar tranquilo de haber hecho lo que sentía”
“Me dejas helado, le dijo Martínez a la mujer. Nunca hubiese esperado que una amiga de Miranda me diga estas cosas. Que me aliente a buscarla, que me aliente a encontrarla. Gracias, Astrid. Muchas gracias…Eso sí, sigo con miedo, soltó una risita nerviosa. ¿Cómo encontrarla? ¿Donde?
“Tenés suerte, Enrique. Yo fui tu botella una vez. Y lo voy a ser otra. ¿Sabes que el marido de Miranda viaja mucho, no? Si ,–la mujer se contestó a sí misma- ,viaja mucho …Y estas fiestas los chicos  se van con la abuela a la costa.
Si, Miranda va a estar sola.
Enrique Martínez hizo un silencio expectante.
“¿Y sabes donde lo pasa? ¡En el Club House de “Los Cipreses”!
Las fiestas de fin de año del country “Los Cipreses” eran famosas. Combinaban fastuosidad con discreción. Jamás trascendió a los medios fotografía alguna de ellas. Como en toda reunión de ese tipo, podían verse desde políticos de primera línea, pasando por artistas, médicos reconocidos, jueces, consagrados deportistas…todo ello enmarcado en un Club House impactante, estilo inglés, con techos de pizarra y paredes de ladrillos con juntas blancas, inmaculadas. Las terrazas  daban al parque  y al campo de golf del country, en ellas, sombrillas a gajos verdes y blanco cubrían a mesas y sillas de madera perfectamente pintadas.
  Solían adornar los arboles con pequeñas lucecitas, pero no de colores sino de vidrio transparente que les daba una apariencia de árbol lleno de estrellas.
“Espero aproveches esta botella, Enrique, ¡es la ultima! Un beso “
Luego de que la mujer cortó, Enrique se quedó varios segundos con su smartphone en su oreja, su mano izquierda apoyada en el ventanal de su oficina, mirando a un remero en el río. Mirando nada.
Era un 20 de noviembre.

El mes y poco más que transcurrió antes del esperado fin de año fueron días de sorpresivo nerviosismo para Enrique Martínez. Se consideraba una persona controlada. Había modelado su impulsividad a través de los años, una tarea nada fácil, por cierto. Pero la vida de negocios le había enseñado a esconder sus impulsos. Mostrarse tal cual uno era no siempre era beneficioso. Esta sensación de estar fingiendo siempre molestó a Martínez, quien se empeño por no trasladarla a su vida privada, aunque varias veces se vio fracasar en el intento.

Los primero días de diciembre lo llamó. Hacía tiempo que no se veían. Agustín, Tino,  era su amigo de toda la vida. Y la vida era, también, la que los había separado en los últimos años. Las ocupaciones  de Agustín lo habían llevado a Bélgica y –aunque lo intentaron- mantener un contacto virtual no era para ellos. Cultivaron durante años – se conocían desde los diez – el encuentro directo, la charla, el abrazo, el llanto de uno de ellos, mientras el otro lo consolaba, el consejo, el reto, la risa. Hacía dos años que no se veían.
“¿Quién te dijo? Casi le gritó Agustín, pretendiendo pasar por enojado…decime ¿Quién?”
“¿Quién me dijo que cosa?, preguntó Martínez a su amigo.
“¡Que llegué anoche, Quiquín!” Solo Agustín lo llamaba así. ¿Cuándo nos vemos?
Se encontraron la tarde siguiente en el café al que iban cada vez que podían. Era un viejo bar que la modernidad había transformado en un café. Ambos preferían el viejo bar, con sus parroquianos infaltables acodados en la barra, casi muebles. Los de la mesa de truco. El billar. EL cartel del aperitivo que alguna vez se prendía y se apagaba pero que hoy solo se apagaba.
Casi coincidieron en la hora de llegada, las siete. Un abrazo fortísimo los fundió unos minutos. Se pusieron rápidamente al tanto de las cosas “corrientes”. Ambos sabían lo que eran las cosas “corrientes”: las cosas que debían saber pero que a ninguno de los dos les importaban. Pasaron a las importantes. Enrique Martínez estuvo hablando media hora sin parar. Le contó del restaurant. De la nota de Astrid. De su encuentro.
“Miranda”, dijo Agustín.
“Miranda”, respondió Martínez.
Agustín conocía perfectamente su historia. Con lujos. Y con detalles. Había discutido con Martínez cuando él se fue a Europa. Recordaba sus palabras:”estás loco, Quiquín. No vas a aguantar un minuto sin ella. Son agua, Quiquín. Ambos son agua”
Agustín solía referir a una buena relación con esa metáfora. “El agua en el agua, se hacen una sola cosa. Se funde. Se hace más. Suma. Y ustedes son agua, Quiquín. No la dejes”
Pocas veces Enrique Martínez se arrepintió de algo tanto como de haber desoído a su amigo del alma, hacia tanto tiempo atrás.
Justamente por ello le resultaba tan importante su opinión. Hoy. Treinta y cinco años después.
Le expresó sus miedos, los mismos que le había transmitido a Astrid. “A esta altura , Tino, yo 
necesito a alguien que me cuide, que me respete, que este pendiente de mi, que me ame”
Agustín introdujo su dedo mayor en el vaso  con scotch y movió lo que quedaba de los dos hielos. Miró a su amigo y le dijo: “Quiquín: está bien todo lo que decís, todo eso es válido ¡cómo no! Pero, en realidad, amigo mío, tenés que saber que el amor, el verdadero, el que nunca se olvida, es absolutamente U-NI-LA-TE-RAL, uno quiere a alguien por quien morir de amor. Desesperadamente. Y solo habrás encontrado el AMOR –Tino resaltaba sus palabras, separaba las silabas,hablaba en mayúsculas- cuando otro amor unilateral, una persona a la que solo le importe amarte, se cruce con vos, al mismo tiempo, en una sincronía increíble, única.
 “Mirá como me quiere, como me cuida, como me atiende… ¡Minga! Quiquín ¡Minga! Todo eso puede ser importante, no digo que no, pero lo que importa, lo que realmente importa, lo que hace la diferencia es lo que NOSOTROS sentimos por el otro. Yo quiero morir de amor por quien amo. Quiero sentir el agujero en el pecho. Quiero reír. Quiero sentir el miedo inmovilizante de perderla. Y yo sé lo que sentís por Miranda. Desde chicos que lo sé. Yo te vi llorar, Quiquín. Muchas veces. Te vi sufrir. Y te acompañe en el difícil arte del olvido. Tino se escuchó -una vez mas- repitiendo lo que tantas veces leyó, a su poeta adorado. 
 Sé que viviste toda una vida sin dejar de pensar en ella.
Estamos jugados. Ya no somos chicos ¿Sabés? Entonces ¿Qué esperar?
Yo no dudaría un minuto. Iría a buscarla. Y le diría que, aunque tarde, ella debe saber de tu amor. Aunque ya no sea el tiempo del agua para los dos, ella debe saber que en tu corazón siempre habrá fuego. ¡Y que sea lo que Dios quiera!
Ella sabrá que hacer.



Esa misma noche Enrique Martínez hizo una llamada:” Vasquito: Hacéme un lugar en tu mesa. Fin de año lo paso con ustedes”





El 31 de diciembre amaneció nublado y húmedo y Enrique Martínez pensó lo peor: hoy llueve. Sin embargo después del medio día el cielo se despejó y la tarde se hizo apacible, presagiando una noche perfecta.
Prefirió, rompiendo con años de puntualidad, llegar tarde. Buscaría como averiguar si ella ya estaba adentro.  Se acercó al club house y subió por una escalera lateral evitando la entrada principal. Llamó a su amigo y este le dijo que ya estaban en la mesa, la número dieciséis. Enrique Martínez vestía un traje italiano de color crema con zapatos al tono y una camisa en un suave violeta, sin corbata. Su cutis bronceado y brillante, su pelo de un perfecto entrecano. Enrique Martínez estaba impecable. Ingresó al salón y fue el centro de todas las miradas, aunque él deseaba solo una.
 Mientras respondía al saludo de un diputado, Martínez la vio. Estaba sentada, erguida, en una mesa, sola. Tenía el pelo recogido, lo que acentuaba la belleza de su cuello, su nuca incomparable. Su vestido era de un color claro que no distinguió. Podía ser rosa. Tal vez salmón. Cuando ella lo vio, sus labios se entreabrieron y dejaron ver sus dientes. Él se  acercó despacio a ella. Sin bajar la mirada. Sin pestañear. Al llegar a su lado, le sonrió y siguió hacia la puerta que conducía a la terraza. Por esas horas estaba totalmente despoblada, con los invitados preocupados por ubicarse en las mesas. 
Se apoyó en una hermosa baranda de madera tallada a mano, mirando hacia el interior del salón.
La vio salir segundos después. Ella se acercó y se detuvo casi sobre él. Tomo su mano por delante de su cuerpo, sin que nadie la viera. Lo condujo hacia el jardín, sin pronunciar palabra,sin soltarle la mano . A unos doscientos metros, en donde apenas se escuchaba el murmullo del salón, se detuvieron, bajo un viejo ciprés.
El la abrazó y sintió la fragancia de su perfume, el de siempre. Y sintió su temblar. Acarició su cuello y dejo que ella apoye su cabeza sobre su pecho.
Enrique Martínez no sabía que pasaría. Tampoco que harían mañana. Solo sentía. Y se sentía agua otra vez, después de tanto.  
De fondo, en el Club House, sonaba una música desconocida, pero , de manera mágica, apoyado en la baranda , un muchacho con una guitarra comenzó a cantar aquel tema, el que escuchaban la tarde del último beso.



Al apoyar sus labios sobre los de ellas, se escuchó  a si mismo diciendo:”Miranda”.








Si hubiese un final, quizás:

http://laexactituddeldolor.blogspot.com.ar/2013/12/tan-solo-tan-triste.html