martes, 16 de diciembre de 2014

El juego de porcelana de la abuela Julia

El buscó un momento de su vida en que no la hubiese amado y le costó encontrarlo. Quizás, allá lejos, cuando  tenía cuatro o cinco años. Aunque su memoria no llegara tan lejos, el solo hecho de  tener que rememorar tanto hacia atrás en su vida hablaba a las claras de lo que ella había representado para él.
Recordaba salir corriendo del colegio ni bien escuchaba la campana , aun no había timbres, todo un dato de lo apergaminado de sus recuerdos. Arrojaba el portafolio sobre el viejo sillón y casi no saludaba a su madre. Se paraba detrás de las cortinas con flores y esperaba. La veía doblar la esquina, su corazón galopaba. Sus cabellos dorados flotaban tras sus mejillas. El guardapolvos blanco la vestía de ángel. Eran ¿Cuánto? ¿Quince, veinte segundos? Y se escapaba de su visión. Y ya no quedaba más que esperar al otro día. Y vuelta a empezar.
La rubia en cuestión no vivía en otro barrio, ni siquiera en otra cuadra. No. Era su vecina, medianera mediante. La de la casa de al lado. Sus madres eran amigas.
Tampoco recuerda el día que escuchó por primera vez su voz, aunque si recuerda que fue jugando a las escondidas, allá por los nueve años. Ambos tenían la misma edad. Solo la ahora prehistórica modalidad de que las nenas jugasen entre ellas sus juegos y, por otro lado, los nenes los suyos, impidió que fuese antes.
Recuerda la tarde, casi completamente. El árbol de la vereda de ella brillaba entre verdes y rosas. Cada hoja era como un espejo. Cada flor, su cara. Se asomó y esperó. Había apurado el último trago de Toddy (en su casa nunca hubo para Nesquick) y corrió a la vereda. Se sentó en el pequeño escalón de la puerta de su casa.
Diez minutos después salieron. Ella y su hermana más pequeña. Se acercaron a él, dando pequeños saltos.”Hola” le dijo. La pequeña saltaba y cantaba una canción que él no conocía. Creyó tardar una eternidad antes de poder responderle con otro “Hola”
Ella se sentó junto a él, en el, ahora, infinitamente pequeño escalón. La proximidad de su cuerpo lo turbó y buscó cualquier excusa para pararse. Jugaron hasta que la tarde se hizo noche y escucharon la voz de su mamá: “¡Chicaaaaaaaaas!
Sus infancias transcurrieron entre juegos, alguna mirada inocente y manos que se rozaban con motivos tontos pero inolvidables.
Él  la vio transformarse en mujer. Delgada, alta, hermosa. Jamás pudo decirle cuanto la amaba. Arrastraba frustraciones eternas que durante la noche se volvían sueños. En ellos él le decía que desde pequeños la amaba y ella le recriminaba porque no se lo había dicho antes y se besaban y abrazaban y se juraban nunca jamás separarse.
Pero él jamás se animo a ello. Y un día ella apareció  de la mano con un noviecito. Y el sintió como su corazón trepidaba, caía y se quebraba. Corrió a su cuarto y lloró como nunca lo  había hecho antes. No cenó esa noche y muchas otras. Adelgazó hasta no parecer él y dejó de ser un estudiante modelo para ser un modelo desastroso de llevarse materias a diciembre y marzo.
Pasaron meses antes de que él se levantara de su cama, se parase frente al espejo y dijese: No puedo seguir así. Se me está yendo la vida. La amo. Pero ella no a mí.
Después de todo, si es nuestro destino encontrarnos, nos encontraremos.
A las pocas semanas conoció a la que sería su esposa en un baile del día de la primavera, en un hotel de la costa. Noviaron como se noviaba entonces: extensos ocho años. Y se casaron. El se mudó  a unas pocas cuadras, se recibió de Ingeniero y comenzó a trabajar. Tuvieron tres chicos, un varón y dos nenas. Cuando la primera nació pensó en ponerle el nombre de ella, pero se arrepintió.
Debe ser el destino, no yo. Ni ella.



Se enteró que ella también  se  había casado. Con un gil de cuarta. El calificativo era ciento por ciento de su autoría. Él sabia que cualquiera que osara estar con ella sería un tarambana, un papa frita o un gil de cuarta. Todos calificativos de antaño pero que mantenían su actualidad despectiva.
Creyó ser feliz. Sin embargo, la noche que sonó el celular de su esposa mientras ella se duchaba y el vio la pantalla, supo que algunas cosas no eran –ni serian- como él las imaginaba. Se separaron de buena manera. Y él vivió un deja vú.
Sufrió separarse de sus hijos. Adelgazó. Casi lo echan del trabajo. Se fue a vivir a un departamentucho a la vuelta de lo de su mamá.
Volvieron a pasar varios meses hasta que él pudiese volver a incorporarse, plantarse derecho frente al espejo y decir –decirse- : “¡Vamos, Che, Vamos!”


Otra vez creyó en el destino y en que por algo pasaría lo que le estaba pasando.

Ella tuvo dos nenas. Hermosas como ella. Su esposo resultó un tarambanas que la engañó hasta el cansancio , le gritó cuantas veces quiso y hasta le pegó sonoras cachetadas. Más de una vez. Hasta que un día tuvo la desgraciada (para él) idea de pegarle delante de una de las nenas. Ese resultó su límite.
Meses después ella le contaría a una amiga que no puede entender porque debió esperar a que eso pase...,porqué no se fue antes. Pero se fue. Con las nenas a la casa de su mamá. Tenía cuarenta y siete años. El papa fritas pegador intentó volver pero la madre lo sacó a las corridas, palo de amasar mediante.




No sé si es atribuible al destino que la madre de él se pescase una gripe machaza y que él fuese esa noche  a su casa a cuidarla. Tampoco sé si es el destino el que hizo que esa noche (la misma) ella recibiese una llamada de una amiga que le dijo que la reunión  de amigas del colegio que venían programando desde hace meses, se suspendía.
Sigo sin saber si fue el destino el que hizo que a la madre de ella se le ocurriese tomar el té con sus amigas y pedirle a su hija el juego de porcelana. “si, hijita, lo quiero hoy sin falta porque mañana vienen las chicas. Si, el de porcelana de la abuela Julia, el de las virolitas doradas… ¿Ya te olvidaste hijita?”
Menos que menos sé si fue el destino el que hizo que ella eligiese la caja de cartón en la que había venido la aspiradora, y acomodase allí, cuidadosamente, el juego de porcelana de la Abuela Julia.









¿Habrá sido , finalmente, el destino el que hizo que mientras ella bajaba del auto, su brazo derecho golpee contra el árbol que hacía tiempo había brillado de verdes y de rosas y que se desfonde la caja de cartón en la que había venido la aspiradora, y las tazas y los platitos del juego de porcelana de la Abuela Julia caigan a la vereda y se rompan en mil pedazos, y que justo cuando ella era un mar de lagrimas tratando de encontrar alguno sano, él llegue a visitar a su madre enferma de una gripe machaza ,y  que él la mire y sus ojos se crucen, y él baje a ayudarla, y hablen, y el saque su pañuelo impecable y le enjugue las lágrimas y se rían de sus desdichas , y queden en verse al otro día, y  que se hayan dado cuenta que eran el uno para el otro, y  se amen, y sean felices,  y ya no se separen nunca más?

sábado, 6 de diciembre de 2014

Lento ,silencioso y carmín.

Estaba seguro de estar soñando.  Por el silencio.
En los sueños las imágenes son excluyentes y los sonidos,  ausencia.
Todos recordamos,  cuando podemos recordar lo soñado,  imágenes. Nunca sonidos ni olores.
La sonrisa en la cara de la persona amada, sus dientes blancos, fulgor.
La lágrima que desciende lenta en la mejilla en la tarde del adiós.
Los pasos mudos de quien se aleja para no volver.
 La sabana carmín que deja ver sinuosidades.
Todo en el más absoluto de los silencios.
Como si los protagonistas de nuestros sueños supiesen que su creador,  su espectador estrella, descansa y sueña, y por allí van, cuidadosos,  intentando no despertarle.
Ya son muchas las noches en las que  sueño con tu vuelta. Con tu abrazo, tu beso. Y mi mano acaricia tu pelo, baja hasta tu hombro, te digo algo al oído.
No escucho. Todo es en silencio.
El más desnudo de los silencios.