sábado, 27 de mayo de 2017

Entre los tercos malvones.






No sé si fue el sonido del viento entre las ramas, más fuerte de lo normal, o el piar insistente de los pájaros, pero me desperté solo, anticipándome al despertador. Dormía de costado, como el médico me había aconsejado, y con los ojos entrecerrados observé el paisaje conocido: Algunos libros, la pequeña lámpara, el reloj, los comprimidos  y poco más. Giré, apenas, y la busqué con mi mano. Ella no estaba.
 Amor ¿estás abajo? 
No me contestó, por lo que supuse que había salido.
Me quedé remoloneando unos minutos en la cama. Era sábado y no tenía nada que hacer, ningún compromiso, ningún programa. Esto me alegraba y me entristecía a la vez. Es bueno tener el día libre, pensé, y hacer lo que a uno se le ocurra. También  pensé, pero esta vez  como en un voluntario pensamiento lateral, pretendiendo que sea, también voluntariamente, menos importante, casi indoloro, que sería bueno que alguna vez a alguien se le ocurra invitarnos a ¿almorzar? ¿Ir al cine?
Bajé las escaleras y volví a llamarla: 
Amor ¿estás acá? 
No contestó nadie. Busqué una nota sobre la mesa contigua a la puerta pero no había nada allí. El talonario estaba cerrado con la lapicera prolijamente a un lado, como yo mismo lo había dejado.
Abrí la ducha y esperé unos segundos a que el agua comience a salir caliente. Sentí escalofríos al pisar el piso frío y me apuré a entrar. Enseguida el agua se deslizó sobre mi cabeza y mi cuerpo y disfruté de su calidez. Una lástima, pensé. Me hubiese encantado ducharme con ella. Solíamos hacerlo. Ambos disfrutábamos de un encuentro que no necesariamente tenía una connotación sexual: nos gustaba abrazarnos debajo del agua y, especialmente a mí, enjabonar su piel y ayudarla a lavar su pelo, con un suave masaje.
Estuve la mañana entera terminando un informe para el trabajo y ya casi se hacia la hora de comer. Me extrañaba no tener noticias de ella, pero no quería hostigarla con llamados. Ya vendrá, me dije, en voz alta.
Puse música, la que nos gusta oír juntos, y preparé la comida. En un plato, serví una porción para ella y la tapé con unas hojas de papel de cocina. Era verano y solían aparecer moscas molestas por aquí y por allá.
Puse la mesa con los individuales que su madre nos había regalado para la última navidad, me serví una copa de vino y comencé a comer. Miré el estampado de los individuales y dudé si no era yo el que los había comprado a una compañera de trabajo unos meses atrás.
Mientras comía se me ocurrió que ella posiblemente esté enojada por la ultima discusión. A mí no me pareció nada demasiado importante, pero ya era común que lo que a mí me parecía sin importancia, para ella sí lo era, y viceversa. Tenemos que dejar de discutir tanto, me dije, esta vez en voz baja.
No pude dejar de pensar en ella y en todo el tiempo que vivimos juntos. Sin dudas la amaba. Estaba seguro de ello. Y, después de un tiempo de inseguridades, también me sentía amado por ella.
Sin embargo, muchas cosas nos separan. Muchas de ellas son las causas de nuestras discusiones. Tener hijos. Cuando tenerlos. Nuestros trabajos (ella me cuestiona mi ¿Cómo decirlo? ¿Pasividad? ) . Tengo que dejar de discutir con ella, me impongo.
Yo mismo me recrimino cosas. Me di cuenta que en los últimos tiempos estuve editándola. No es que lo hiciese a la manera de un photoshop, no. EL photoshop es vulgar y mentiroso, nos quiere hacer creer cosas que no son: elimina arrugas, achica cinturas, retoca sonrisas. Nos disfraza de verdad a la mentira.
En cambio, yo creo estar editándola. Me imagino –dejo a un costado los cubiertos y tomo la copa- con unas tijeras , en un cuarto oscuro, cortando partes –las dolorosas, las tristes, nuestras discusiones, los momentos sin hablarnos en la cama, los silencios del enojo- para luego pegar el resto y dejar una película perfecta , una perfecta Ella.
Sonreí.
Pasé la tarde en el sillón. Vi una película vieja que veíamos juntos y que  especialmente le gustaba y pensé si lo que hacía era normal: cada cosa que hacia la relacionaba con ella.
Debo dejar de hacerlo.
No llamó en toda la tarde.
 A veces, como en este mismo momento, pienso si ella será real. ¿La habré conocido? ¿Habremos estado juntos? ¿Se habrá mi mano posado sobre su panza por la noche?  




El sol cae y desde mi sillón veo como entre los tercos malvones el pasto ya fue cubriendo toda la tierra sin dejar –casi-  rastros del pozo. 
















sábado, 20 de mayo de 2017

Un mar liso y plateado.








El lugar era –casi- perfecto: había libros, diarios y café. Si a ello le agregamos que la música era, digamos, soportable en cuanto a su volumen y selección y que las personas que allí trabajaban superaban el promedio de amabilidad, entenderán mi calificación. ¿Por qué “casi”? Porque aquel lugar, al que concurrí ininterrumpidamente durante siete años, vivía una eterna e inestable situación económica que hacía que estuviese siempre al borde del cierre definitivo.
El café o, mejor dicho, la explotación del mismo, estaba separada del dueño principal que explotaba la librería. Al parecer el café no era muy rentable. Así fue como conocí a varias de las personas que se sucedieron durante esos años con los cuales entablé la relación que uno entabla con aquel mozo o dueño del lugar al que uno visita asiduamente: una cuasi amistad, una relación de psicólogo –paciente (sin quedar nunca en claro quién es quién) que comienza cuando el pedido no es necesario, es decir, cuando escuchamos el clásico: ¿lo de siempre?
Una tarde –las cosas siempre pasan por las tardes-  noté a Tomás –el encargado del café- muy callado. Tomás tenía unos veintipocos años y tenía dos atributos que lo hacían, para mí, invaluable: era simpático y culto. Lo de simpático era evidente: siempre sonriente, amable, dispuesto. Lo de culto era una apreciación absolutamente subjetiva. Me jacto de no discriminar por las causas más comunes: color de piel, religión, elección sexual. Pero soy el más recalcitrante discriminador en una cuestión: lo que para mí es un tipo/a culto. Detesto los adoradores de pantallas, los consumistas, los que no tienen libros en sus casas, los que les disgusta la poesía pero no conocen un solo poema…detesto a todos aquellos que creen que la cultura es saber quien fue Parménides o Nietzsche, los que presumen de  conocer el cuadrado de la hipotenusa. No. La cultura es abrirle puertas a las damas, ceder el paso, decir “gracias” y “disculpe”. Cultura es disponer de las palabras, conocer alternativas, tener alguna que otra herramienta.
Tomás era un tipo culto. Y estaba triste.
Recuerdo esa tarde por dos cosas: porque Tomás me dijo que a fin de mes cerraba el café y porque me contó lo que le había pasado hacia una hora atrás.
La noticia del cierre del café me dejó el sabor que deja la soledad impuesta. Una cosa es la soledad del que elige estar solo: suave, amable, silenciosa. Uno se siente dueño de ella, de los horarios  que nunca obligan, de las comidas a deshora, del desparpajo, de la música a todo volumen, del sillón para nosotros solos.
La soledad que nos imponen es otra cosa: no queremos estar solos. Queremos estar con esa otra persona que nos dejó solos. Extrañamos. El silencio es –oxímoron- ruidoso.
Si, lo sé. Seguramente hay otros cafés en la ciudad. Pero, bueno, yo arrastraba la comodidad de lo habitual. Mi mesa. Los libros. Tomás. En fin.
El otro suceso que me comentó Tomas aquella tarde fue casi policíaco: Habían descubierto, con las cámaras que habían colocado solo un mes atrás, que el adorable señor que solía ir a tomar un té puntualmente inglés, siempre con su carrito de hacer las compras, el respetable señor de gorra escocesa y pelo entrecano, resulto ser un ladrón. Lo habían descubierto colocando varios libros en su carrito y salir despreocupadamente hacia la calle. Tomás debió salir en su búsqueda, hacerle abrir el carrito y descubrirlo. Y  estaba triste, básicamente, porque odiaba que aquella persona haya sido un ladrón. No encajaba en el estereotipo, sentía desazón y bronca.





Dejé de ir a tomar un café durante varios meses hasta que, finalmente, cedí a la necesidad de hacerlo. Necesitaba ir, sentarme, oler la taza humeante de café espumoso. Leer el diario.
El café elegido está a unas pocas cuadras más allá del de la librería. Afortunadamente, la mujer que oficia de camarera también supera el promedio de amabilidad. Al no estar la librería, los temas suelen ser otros, mas ¿Cómo decirlo? Mundanos: El tiempo, la actualidad, el barrio.
Pero el café era excelente y había varios diarios.
Los diarios fueron –y serán- un problema en los cafés. Siempre son pocos. Me ha pasado de dejar de ir a un café por ese tema: uno se sienta allí y debe estar atento a ver cuando se desocupa uno de ellos, sin distraerse un instante porque , si no, otra persona llegará primero. Me ha pasado , incluso, de casi correr hacia la mesa en la que una persona acababa de dar vuelta la última página y encontrarme con que , simultáneamente, otra persona llegaba hacia allí. Mi cultura –en este caso, aplicada a rajatablas - me obligaba al doloroso: “por favor, faltaba más”, para luego volver mascullando hacia mi mesa, a  volver a esperar.
En ese café había una persona a la que casi llegué a odiar: Era un hombre delgado de unos setenta años. Al parecer llegaba apenas unos minutos antes que yo. Siempre. Al sentarme, lo veía con “La Nación” sobre su mesa, aun sin abrir, mientras el comenzaba un lento ritual: la leía desde la primera hasta la última página, recorría todos sus artículos, parsimoniosamente. Primero una sección, luego otra…y así, hasta terminarla. Una vez le tomé el tiempo. Cuarenta y cinco minutos. Me fui insultándolo en mi más furioso silencio.

Sin embargo había algo en el señor que me impedía odiarlo: leía “La Nación”. Lo noté enseguida. Rehuía los diarios locales, los ignoraba. Eso me conectaba con él. Comencé a prestarle atención.
Eran tiempos de mucha efervescencia política. Un gobierno se había retirado y otro había asumido, diametralmente opuesto. Partidarios de unos y otros discutían fervorosamente en cualquier ámbito: las calles, los hogares, la televisión y…los cafés.
En la mesa del rincón solía sentarse un grupo de partidarios del anterior gobierno con un integrante, en particular, sumamente intenso, de hablar casi a los gritos, como instando a la discusión.
Yo los evitaba sistemáticamente.
Una mañana, veo que el señor de “La Nación”  se levanta, toma sus cosas –estaba sentado junto al gritón- y se sienta en una mesa contigua a la mía.
-       “Insoportables”, me dice.
-       “No sé como aguantó tanto”, le contesté.
A partir de allí, el Sr de “La Nación” comenzó a darme las secciones que no estaba leyendo: “termino con la parte principal y te la paso”, me decía. Comenzamos a intercambiar palabras. Pronto nos descubrimos afines a temas: política, economía. Más tarde literatura, música.

No fue hasta varias semanas después que sucedió: me acababan de traer el café y yo miraba hacia ningún lado especial: el café, la vidriera, ”…y de pronto lo vi: El Sr de “La Nación” miraba hacia los lados, retiraba alguna hoja del diario, la doblaba y la guardaba en su carrito.
Yo nunca hubiese relacionado al Sr de “La Nación” con el Sr del carrito que había sido atrapado por Tomás robando. Nunca. Sin embargo ahora era inevitable: Un Sr de unos setenta años, canoso, con un carrito, robando.
Comencé a reírme, solo, en mi mesa.
Nunca llegué a preguntarme porque lo hacía por una sencilla razón: yo también lo hacía. Yo adoraba llevarme “recuerdos” (yo lo llamaba así) de los lugares adonde iba: vasos, servilletas, menúes. Nunca robé libros, por ejemplo, pero, después de todo, en ese caso, estaríamos hablando de una diferencia menor y no del fondo de la cuestión: ambos éramos ladrones.
Supe que había sido gerente de una importante empresa local y que ya estaba jubilado, que era licenciado en economía y que le fascinaba la bolsa y los negocios. Me mostró planillas con líneas pintadas con resaltador verde con las empresas que, según él, darían ganancias en los próximos meses. “Lo hago por deporte”, me dijo.
Comenzó a traerme, cada fin de semana, recortes de diarios y hojas que el mismo fotocopiaba, con las partes principales resaltadas prolijamente. “Fijáte tal cosa, pibe”, “No te pierdas tal otra”

A mediados de agosto lo dejé de ver. Me llamó la atención y se lo consulté a la camarera, me contestó que “estará de vacaciones” y, un mes después que “debe estar enfermo”. Esta última vez noté que la camarera expresó un ligero fastidio ante mi pregunta por lo que no volví a hacerlo.


A los seis meses, un domingo, le consulté al encargado del café, aprovechando el día de descanso de la camarera:”Ah, cierto,-se sorprendió-…no, no sé que le habrá pasado”

Ayer hizo un año de la última vez que lo vi. Me desperté temprano y fui a la empresa en la que él había sido gerente. Me iba a anunciar  en la mesa de entradas sin saber bien como consultar lo que quería.
En ese momento, me tocan el hombro. Al darme vuelta veo a Andrés, mi compañero de banco en la primaria. Nos pusimos al día, abrazo y risas de por medio y le pregunto:
-       ¿Qué haces acá?
-       “Soy Gerente de Compras”
-       Reí. “Vamos a tu oficina”, le dije.

El Sr de “La Nación” había sido Gerente de personal por veinte años de la empresa. Se llamaba Francisco. ¿Cómo no voy a conocer a “Pancho”? , me dijo Andrés.
 Recién en ese momento me di cuenta que nunca le había preguntado su nombre ni él a mí.
¿Cuántas cosas no sabría del Sr de “La Nación”?
Andrés continuó. Sarita, su mujer,  se enfermó en junio del año pasado. Pancho dejó todo por ella. Impidió que los hijos contratasen a nadie para cuidarla o ayudarlo a hacerlo. Le hacía de comer, le llevaba la comida a la cama y le daba de comer en su boca, la bañaba. Miraban juntos la novela que él odiaba.
En Agosto se cayó mientras la llevaba al baño y casi lo tienen que internar. Obligó a los médicos a que le venden un tobillo y siguió cuidándola.
Sarita murió a fines de Octubre. Pancho no pudo recuperarse. Dejó de alimentarse bien, bajó de peso y se pescó una pulmonía en pleno diciembre, antes de las fiestas.
¿Sabés una cosa?, me dijo Andrés. Hace dos meses  -Andrés lo recordaba exactamente, el veinte de marzo-  me llamó su hijo ,con quien somos amigos, y me dijo que su padre, Pancho, no le contestaba el teléfono. Me pidió que lo acompañe.Fuimos a la casa. Pancho se había muerto como él quería, me dijo con los ojos llorosos: sentado en su sillón preferido, tomado un vaso de vino  y lleno de esas hojas que el solía garabatear, con ese fibrón verde con el que resaltaba todo en la mano.
Sentí mi sangre helarse y Andrés se debe haber dado cuenta. Me abrazó y me acompañó a la puerta.

Era una tarde soleada de abril. Pese a que había ido en el auto, preferí caminar un poco.
Llegué a la costa.
El mar estaba extrañamente liso y plateado. La arena con unas pocas pisadas casi borradas. Unas gaviotas revoloteaban, lejanas.
Contra las escolleras las olas rompían, incansables.


























O se viven o se recuerdan.

domingo, 7 de mayo de 2017

Espejo






Extraño cuando entre mis dientes 
no había espacios.
Cuando ver nunca era suponer.
Extraño al espejo amable,‎
Reflejo de  piel lisa, ‎
Músculo firme, risa gentil.‎
Extraño el tiempo aquel‎
En el que  nada había sido
 y todo podía ser.


La vida nos mide en arrugas
Presentes vacuos
‎Tristes días de risa servil.

Hoy, ya todo fue. 
(o casi)
Los sueños se acomodan
en anaqueles lejanos.

Solo el olvido nos merece











sábado, 6 de mayo de 2017

Sin siquiera abrir sus labios.







Entré a la habitación y dejé las llaves del auto en la mesita ratona con cuidado, su tapa era de vidrio y, aunque dudo que fuese a romperse, solía hacer un incomodo ruido. Silencié mi celular y lo dejé junto a ellas.
Me senté en el sillón de tres cuerpos y, enseguida, me acosté. Mi cabeza se acomodó perfectamente a esa especie de almohada cilíndrica que había en un extremo. 
El techo tenía unos hermosos durmientes de una añosa madera. Los había contado muchas veces: eran cuatro. Y las tablas del techo eran ochenta, en grupos de diez.
Miré el reloj. Las cinco en punto. Me resultaba imposible no pensar en la expresión ”five o’clock tea “cada vez que era esa hora.
Comencé.


No pudimos sobreponernos. Pese a que lo intentamos, no pudimos. La muerte de Tommy, nuestro hijo de siete años, nos devastó. Quizás ,nos comentamos mutuamente  años después cuando nos encontramos en el cumpleaños de un amigo en común, si hubiésemos tenido algún otro hijo, el hecho de hacernos fuertes en torno a eso, hubiésemos podido seguir…quien sabe.
Pero en aquel momento no pudimos. El mazazo que representó encontrarlo a Tommy muerto en su cama sin que nunca jamás hubiese enfermado hizo que intentásemos encontrar explicaciones, primero, y, luego, dejar de hacerlo, de manera natural, abrumados por un cansancio que nos aplastaba y nos mantenía horas y días sin hablar.
Seis meses después produjimos el dialogo con mas consenso de los últimos años. Casi al unísono, dijimos: No doy más. Me quiero separar. El alivio que produjo esta coincidencia hizo que preparar las mudanzas, sacar los pasajes –ella volvió a casa de sus padres- y todo aquello que hubiese significado una tortura , terminó siendo una tarea en común, acompañándonos en nuestro dolor, terminando en buenos términos aquello que no había podido ser.
La acompañe a la terminal de ómnibus, cargué su equipaje y la despedí, sin lágrimas, moviendo mi mano y viendo su cara detrás de la ante última ventanilla, hasta que el ómnibus giró en la esquina.


Una lágrima iba a comenzar a rodar por mi mejilla,ahora,mientras    hablaba, pero la detuve ni bien comenzó a despegarse de la comisura de mi ojo derecho. Apoyé mis dos dedos mojados en mi camisa.
Perdón, dije. Seguí.


Me mudé a un departamento céntrico que me prestó un amigo. Me habían dado una licencia en el trabajo y no tenía muy en claro que hacer. Mis superiores me lo habían dejado en claro: “no podés volver a trabajar hasta que no estés totalmente recuperado”. Coincidí con ellos. Ejercer como psicólogo, en esas circunstancias, no hubiese sido muy respetuoso con mis pacientes.
Cada vereda, cada plaza y cada una de las cosas que se me ocurra en este momento nombrar me recordaban a Tommy. El parque en el que le enseñé a andar en bicicleta, su llanto al caerse y rasparse, apenas, la rodilla. La reja tras la cual lo despedí en su primer día de clases. Su hamburguesería preferida. Cada esquina. Todas.
Me pareció natural el ofrecimiento de un compañero de trabajo. ¿Y si te mudás? Por un tiempo, el que necesites. En Mendoza están necesitando psicólogos. No en la capital, en un pueblito cercano. Lo leí el otro día en la cartelera.
Lo estuve pensando. En otro momento ni se me hubiese ocurrido. Amaba mi ciudad. Pero esta vez todo era diferente. Quizás… un cambio de aires.
Conocía el nombre del pueblo de mentas. Como la mayoría de nosotros. ¿Quién conoce más de , por ejemplo, diez, quince…veinte ciudades o pueblos? Casi nadie. Y yo no era la excepción.

El Hospital para el que trabajaría media jornada –el resto debería volver a armar mi consultorio- me consiguió una casa pequeña y acogedora a diez cuadras de allí.
A mis casi cuarenta años, comenzar de nuevo podía interpretarse como algo difícil y agotador o en algo que suponga una nueva etapa, un renacer. Lo tomé de esta última manera.
 Pronto hice amigos, me acoplé al trabajó en el Hospital, y comencé, lentamente a sumar pacientes a mi consultorio privado, para lo cual había transformado el garaje de mi casa en una sala cómoda y cálida. Pensé en hacer traer mi sillón, pero enseguida lo descarté y encontré uno en una casa de remates, en perfectas condiciones: mullido y firme a la vez, con un tapizado impecable en color habano y anchos apoya brazos. Perfecto.
A los dos meses ya tenía diez pacientes, lo que , para un pueblo, no era poco. Noté algo: la mayoría de mis pacientes no decían que habían comenzado una terapia,  a diferencia de la ciudad en la que este hecho era no solo normal sino hasta indicativo de cierto “nivel”  ¿Cuántas veces habremos escuchado a personajes famosos, émulos de Woody Allen, decir :”yo me analizo desde mis veinte años” o cosas por el estilo?
El problema es que esta gente, mis pacientes, también a diferencia de la ciudad, entablan una relación mucho mas…cercana…como de amistad…

Giré mi cabeza y dije: ¿entiende?
Hizo el sonido que uno hace cuando quiere asentir sin decir:”si”, es decir sin abrir sus labios.

Pero hay un problema: yo no me siento amigo de ellos y –quizás está mal que lo diga - por la mayoría de ellos siento un absoluto desinterés o , para expresarme mejor: un interés exclusivamente profesional.
Yo no creo que esto vaya en desmedro de mi labor ¿sabe? Es más: me parecen patéticos aquellos psicólogos que se dicen “amigos” de sus pacientes.
Me da bronca. Yo no soy amigos de ellos, ni lo quiero ser. Pero no lo puedo decir en otro lugar que no sea este ¡se imagina el revuelo que se armaría!


Miré el reloj sobre la pared, junto a la réplica del “Guernica”: las cinco y media.
Él también lo  miró.
Seguí.



El martes fui a tomar un café al “Libertador” con Inés, la enfermera del segundo piso. Muy buena chica. ¡No pasó nada, eh! Solo un café…veremos.
Debajo de un anaquel con libros de psicología había, como mezclado, “20000 leguas de viaje submarino” con las letras de Julio Verne en dorado. Era idéntico al que le leí a Tommy. Apreté mis mandíbulas y pestañeé fuerte.

Pensar que ya hace un año que vengo, ¿no? Cincuenta kilómetros de ida, cincuenta de vuelta. Diga que la ruta es hermosa. Yo creo, mejor dicho, estoy seguro, que debe ser una de las rutas mas lindas del mundo. Si. Sin dudas. Una vez vi un documental con una ruta hermosa, parecida a esta..creo que era Noruega o Suecia.












Eran las cinco y cuarenta y cinco y no debía esperar a que me diga nada.

Me paré , agarré las llaves , dejé el dinero y me fui.































Sólo quiero reír. 
Casi como un asceta, ya no pretendo. 
Entendí que todo lo demás es una inútil parafernalia, una mentira.
Nada de lo que parece importante lo es.
Cansado de vulgaridades, 
Solo ansío algún que otro momento.