El lugar era –casi- perfecto: había
libros, diarios y café. Si a ello le agregamos que la música era, digamos,
soportable en cuanto a su volumen y selección y que las personas que allí trabajaban
superaban el promedio de amabilidad, entenderán mi calificación. ¿Por qué “casi”?
Porque aquel lugar, al que concurrí ininterrumpidamente durante siete años, vivía
una eterna e inestable situación económica que hacía que estuviese siempre al
borde del cierre definitivo.
El café o, mejor dicho, la explotación
del mismo, estaba separada del dueño principal que explotaba la librería. Al
parecer el café no era muy rentable. Así fue como conocí a varias de las personas
que se sucedieron durante esos años con los cuales entablé la relación que uno
entabla con aquel mozo o dueño del lugar al que uno visita asiduamente: una
cuasi amistad, una relación de psicólogo –paciente (sin quedar nunca en claro quién
es quién) que comienza cuando el pedido no es necesario, es decir, cuando
escuchamos el clásico: ¿lo de siempre?
Una tarde –las cosas siempre
pasan por las tardes- noté a Tomás –el encargado
del café- muy callado. Tomás tenía unos veintipocos años y tenía dos atributos
que lo hacían, para mí, invaluable: era simpático y culto. Lo de simpático era evidente:
siempre sonriente, amable, dispuesto. Lo de culto era una apreciación absolutamente
subjetiva. Me jacto de no discriminar por las causas más comunes: color de
piel, religión, elección sexual. Pero soy el más recalcitrante discriminador en
una cuestión: lo que para mí es un tipo/a culto. Detesto los adoradores de
pantallas, los consumistas, los que no tienen libros en sus casas, los que les
disgusta la poesía pero no conocen un solo poema…detesto a todos aquellos que
creen que la cultura es saber quien fue Parménides o Nietzsche, los que presumen de conocer el cuadrado de la hipotenusa. No. La cultura
es abrirle puertas a las damas, ceder el paso, decir “gracias” y “disculpe”. Cultura
es disponer de las palabras, conocer alternativas, tener alguna que otra
herramienta.
Tomás era un tipo culto. Y estaba
triste.
Recuerdo esa tarde por dos cosas:
porque Tomás me dijo que a fin de mes cerraba el café y porque me contó lo que
le había pasado hacia una hora atrás.
La noticia del cierre del café me
dejó el sabor que deja la soledad impuesta. Una cosa es la soledad del que
elige estar solo: suave, amable, silenciosa. Uno se siente dueño de ella, de
los horarios que nunca obligan, de las
comidas a deshora, del desparpajo, de la música a todo volumen, del sillón para
nosotros solos.
La soledad que nos imponen es
otra cosa: no queremos estar solos. Queremos estar con esa otra persona que nos
dejó solos. Extrañamos. El silencio es –oxímoron- ruidoso.
Si, lo sé. Seguramente hay otros cafés
en la ciudad. Pero, bueno, yo arrastraba la comodidad de lo habitual. Mi mesa. Los
libros. Tomás. En fin.
El otro suceso que me comentó Tomas
aquella tarde fue casi policíaco: Habían descubierto, con las cámaras que habían
colocado solo un mes atrás, que el adorable señor que solía ir a tomar un té
puntualmente inglés, siempre con su carrito de hacer las compras, el respetable
señor de gorra escocesa y pelo entrecano, resulto ser un ladrón. Lo habían descubierto
colocando varios libros en su carrito y salir despreocupadamente hacia la
calle. Tomás debió salir en su búsqueda, hacerle abrir el carrito y descubrirlo.
Y estaba triste, básicamente, porque
odiaba que aquella persona haya sido
un ladrón. No encajaba en el estereotipo, sentía desazón y bronca.
Dejé de ir a tomar un café
durante varios meses hasta que, finalmente, cedí a la necesidad de hacerlo.
Necesitaba ir, sentarme, oler la taza humeante de café espumoso. Leer el
diario.
El café elegido está a unas pocas
cuadras más allá del de la librería. Afortunadamente, la mujer que oficia de
camarera también supera el promedio de amabilidad. Al no estar la librería, los
temas suelen ser otros, mas ¿Cómo decirlo? Mundanos: El tiempo, la actualidad,
el barrio.
Pero el café era excelente y había
varios diarios.
Los diarios fueron –y serán- un
problema en los cafés. Siempre son pocos. Me ha pasado de dejar de ir a un café
por ese tema: uno se sienta allí y debe estar atento a ver cuando se desocupa
uno de ellos, sin distraerse un instante porque , si no, otra persona llegará
primero. Me ha pasado , incluso, de casi correr hacia la mesa en la que una persona
acababa de dar vuelta la última página y encontrarme con que , simultáneamente,
otra persona llegaba hacia allí. Mi cultura –en este caso, aplicada a
rajatablas - me obligaba al doloroso: “por favor, faltaba más”, para luego volver
mascullando hacia mi mesa, a volver a
esperar.
En ese café había una persona a
la que casi llegué a odiar: Era un hombre delgado de unos setenta años. Al
parecer llegaba apenas unos minutos antes que yo. Siempre. Al sentarme, lo veía
con “La Nación” sobre su mesa, aun sin abrir, mientras el comenzaba un lento
ritual: la leía desde la primera hasta la última página, recorría todos sus artículos,
parsimoniosamente. Primero una sección, luego otra…y así, hasta terminarla. Una
vez le tomé el tiempo. Cuarenta y cinco minutos. Me fui insultándolo en mi más
furioso silencio.
Sin embargo había algo en el
señor que me impedía odiarlo: leía “La Nación”. Lo noté enseguida. Rehuía los
diarios locales, los ignoraba. Eso me conectaba con él. Comencé a prestarle atención.
Eran tiempos de mucha efervescencia
política. Un gobierno se había retirado y otro había asumido, diametralmente
opuesto. Partidarios de unos y otros discutían fervorosamente en cualquier ámbito:
las calles, los hogares, la televisión y…los cafés.
En la mesa del rincón solía
sentarse un grupo de partidarios del anterior gobierno con un integrante, en particular,
sumamente intenso, de hablar casi a los gritos, como instando a la discusión.
Yo los evitaba sistemáticamente.
Una mañana, veo que el señor de “La
Nación” se levanta, toma sus cosas –estaba
sentado junto al gritón- y se sienta en una mesa contigua a la mía.
- “Insoportables”,
me dice.
- “No
sé como aguantó tanto”, le contesté.
A partir de allí, el Sr de “La
Nación” comenzó a darme las secciones que no estaba leyendo: “termino con la
parte principal y te la paso”, me decía. Comenzamos a intercambiar palabras.
Pronto nos descubrimos afines a temas: política, economía. Más tarde literatura,
música.
No fue hasta varias semanas después
que sucedió: me acababan de traer el café y yo miraba hacia ningún lado
especial: el café, la vidriera, ”…y de pronto lo vi: El Sr de “La Nación” miraba
hacia los lados, retiraba alguna hoja del diario, la doblaba y la guardaba en
su carrito.
Yo nunca hubiese relacionado al
Sr de “La Nación” con el Sr del carrito que había sido atrapado por Tomás robando.
Nunca. Sin embargo ahora era inevitable: Un Sr de unos setenta años, canoso,
con un carrito, robando.
Comencé a reírme, solo, en mi
mesa.
Nunca llegué a preguntarme porque
lo hacía por una sencilla razón: yo también lo hacía. Yo adoraba llevarme “recuerdos”
(yo lo llamaba así) de los lugares adonde iba: vasos, servilletas, menúes. Nunca
robé libros, por ejemplo, pero, después de todo, en ese caso, estaríamos
hablando de una diferencia menor y no del fondo de la cuestión: ambos éramos
ladrones.
Supe que había sido gerente de
una importante empresa local y que ya estaba jubilado, que era licenciado en economía
y que le fascinaba la bolsa y los negocios. Me mostró planillas con líneas pintadas
con resaltador verde con las empresas que, según él, darían ganancias en los próximos
meses. “Lo hago por deporte”, me dijo.
Comenzó a traerme, cada fin de
semana, recortes de diarios y hojas que el mismo fotocopiaba, con las partes
principales resaltadas prolijamente. “Fijáte tal cosa, pibe”, “No te pierdas
tal otra”
A mediados de agosto lo dejé de
ver. Me llamó la atención y se lo consulté a la camarera, me contestó que “estará de vacaciones” y, un mes después que “debe estar enfermo”. Esta última vez noté
que la camarera expresó un ligero fastidio ante mi pregunta por lo que no volví
a hacerlo.
A los seis meses, un domingo, le consulté al encargado del café, aprovechando el día de descanso de la
camarera:”Ah, cierto,-se sorprendió-…no, no sé que le habrá pasado”
Ayer hizo un año de la última vez
que lo vi. Me desperté temprano y fui a la empresa en la que él había sido
gerente. Me iba a anunciar en la mesa de
entradas sin saber bien como consultar lo que quería.
En ese momento, me tocan el
hombro. Al darme vuelta veo a Andrés, mi compañero de banco en la primaria. Nos
pusimos al día, abrazo y risas de por medio y le pregunto:
- ¿Qué
haces acá?
- “Soy
Gerente de Compras”
- Reí.
“Vamos a tu oficina”, le dije.
El Sr de “La Nación”
había sido Gerente de personal por veinte años de la empresa. Se llamaba
Francisco. ¿Cómo no voy a conocer a “Pancho”? , me dijo Andrés.
Recién en ese momento me di cuenta que nunca
le había preguntado su nombre ni él a mí.
¿Cuántas cosas
no sabría del Sr de “La Nación”?
Andrés continuó.
Sarita, su mujer, se enfermó en junio
del año pasado. Pancho dejó todo por ella. Impidió que los hijos contratasen a
nadie para cuidarla o ayudarlo a hacerlo. Le hacía de comer, le llevaba la
comida a la cama y le daba de comer en su boca, la bañaba. Miraban juntos la
novela que él odiaba.
En Agosto se
cayó mientras la llevaba al baño y casi lo tienen que internar. Obligó a los médicos
a que le venden un tobillo y siguió cuidándola.
Sarita murió a
fines de Octubre. Pancho no pudo recuperarse. Dejó de alimentarse bien, bajó de
peso y se pescó una pulmonía en pleno diciembre, antes de las fiestas.
¿Sabés una
cosa?, me dijo Andrés. Hace dos meses -Andrés
lo recordaba exactamente, el veinte de marzo-
me llamó su hijo ,con quien somos amigos, y me dijo que su padre, Pancho,
no le contestaba el teléfono. Me pidió que lo acompañe.Fuimos a la casa. Pancho
se había muerto como él quería, me dijo con los ojos llorosos: sentado en su sillón
preferido, tomado un vaso de vino y
lleno de esas hojas que el solía garabatear, con ese fibrón verde con el que
resaltaba todo en la mano.
Sentí mi sangre
helarse y Andrés se debe haber dado cuenta. Me abrazó y me acompañó a la
puerta.
Era una tarde
soleada de abril. Pese a que había ido en el auto, preferí caminar un poco.
Llegué a la costa.
El mar estaba extrañamente
liso y plateado. La arena con unas pocas pisadas casi borradas. Unas gaviotas
revoloteaban, lejanas.
Contra las
escolleras las olas rompían, incansables.
O se viven o se recuerdan.