“Querido
Papi:
Te
dedico este libro evocando la felicidad
Que
sin dudas debes sentir al tener una
Hija
tan completa como yo…o no.
S
Por
los 20 años 20 de mutua convivencia con mamá
(Realmente
un record!)”
Suelo ir a
la feria casi semanalmente, sobre todo
en verano, que es cuando la feria funciona con sus puestos completos y la concurrencia es mayor. El
invierno ralea al público, con sus fríos y lluvias y solo quedan en ella
algunos sufrientes puesteros, los de siempre.
Antes de
pasar a buscar a mi hijo (la feria queda en la esquina) paseo por ella
unos minutos, a paso muy tranquilo, mirando cosas mil veces vistas, objetos
raros que nunca compraría, otros hermosos, generalmente antiguos, que me
transportan a mi niñez y que tampoco compraría. Puestos con vajilla de tiempos
idos, carteles de productos que ya no existen, libros…
Suelo
detenerme en el puesto de libros. Digo “el” porque hay varios puestos de libros,
pero solo uno con un puestero que sabe
de libros. Conoce autores y ediciones. Conoce rarezas y, por supuesto, conoce
de porquerías. Su puesto tiene muchas de estas. Libros que son un milagro
que alguna vez alguien haya editado.
Me detengo allí
y lo saludo. Le preguntan por un libro de autoayuda. Una pareja joven. Es ella
la que lo consulta. Amablemente le dice el precio. Me mira. Sonríe.
Los tiene
acomodados por tema y por autor, en prolijas pilas.
Una vez le pedí
un libro en especial, una edición perdida. Miró el reloj y me dijo: ¿Que tenés
que hacer a las 6? (eran las cuatro de una tarde hermosa de noviembre), Nada,
le contesté. Veníte a esa hora, es cuando me voy.
A las seis
menos cinco, cuando llegué, ya había desarmado el puesto casi por completo, sólo
algunas pilas quedaban aun, solitarias, sobre los tablones desnudos. Para mi
sorpresa, salió de una puerta que estaba al nivel del césped de la plaza.
Esas
puertas suelen estar reservadas para que los placeros guarden allí todo lo
necesario para el cuidado de la plaza. Eso era lo que yo pensaba de mi época de
niño, época en la que el placero era una persona respetada y temida. Un ser extraño,
de gesto adusto y enojo en piel. Nos sacaba corriendo cuando jugábamos a la
pelota sobre su cespéd (hoy, los chicos tienen canchitas especiales para ello, en durísimo cemento
y juegan –dicen ellos- al fútbol).
Pero de allí
salió el librero. Cuando me vio me dijo: Vení, pibe. En estos tiempos en los
que se me acumulan dolores y lejos estoy de ser un pibe, suena a dulce que alguien
mayor –otra extrañeza: cada vez queda menos gente mayor ,o dicho de otra manera, parece estar lleno el mundo de gente menor...-te diga: pibe. Me acerqué a la puerta, casi escotilla, y vi una escalera y un
pasillo. Bajó primero y lo seguí.
Habré
contado diez escalones y pude ver un lugar increíble. Increíble que este allí,
debajo de donde tantas veces había estado, ignorándolo. (¿Cuántas cosas
ignoraremos?) Un lugar inmenso, con múltiples columnas y cables en su techo
transportando bombitas eléctricas. No sé porque recordé esas películas de
guerra. El lugar tenía mucho de trinchera. Pensar en una trinchera de cultura
me pareció fantástico y real a la vez. Cientos, miles de libros, en pilas. El
los conocía a todos. Sabía de cada uno de ellos. Me hizo un gesto con la mano
para que lo siguiese. Por acá debe estar, me dijo. En la mitad de una pila,
tocó un lomo rojo. Levantó los que estaban encima y me lo dio. Pará, dijo. Se
lo di y lo miré. Tomo el libro, suavemente, y lo abrió con extrema lentitud,
como desperezándolo. Dejó correr las hojas por las yemas de sus pulgares,
mientras soplaba en su interior. Lo olió, y me lo dio.
Era la edición
1941, la primera. El papel amarillo, la tapa, dura y roja.
Yo sabía que
comenzaba recién allí la etapa más difícil. Él esperaba mi pregunta. Me demoré
unos minutos más, viendo las letras , encadenando palabras. Una música especial
parecía salir de ellas, como de un Stradivarius que no supiese quien era Stradivarius.
Único y final.
¿Cuánto?
Me miró y se
acarició la barba. Sabés mejor que yo que no tiene precio ¿no?
Asentí con
la cabeza.
Me gusta el
whisky, me dijo mientras volvía por el pasillo. Pero no cualquiera. A mi edad
no me perdono berretadas, sonrió. Tomo escocés. Mínimo doce.
Los dos sabíamos
que hablábamos de años. Justamente lo que allí sobraban. Años.
Me dijo una
marca. Old Parr. La conozco, mi abuelo tomaba lo mismo. Recuerdo la botella.
Lo tomo antes de acostarme, sentado en mi sillón. Un vaso
chico, sin hielo. Y digo, mirando al cielo: Por vos, mi amor.
No sé porque el librero me contó aquello, aquella tarde de noviembre.
Tampoco sé
porque me regaló el libro.
Si se que a
partir de esa tarde, cada vez que puedo, compro una botella de Old Parr y se la
llevo al viejo de barba, el de los libros, el que cada vez que me recibe me sonríe
y me dice: ¿Qué haces , pibe?
La semana pasada le compré un libro y al llegar a casa, vi la dedicatoria.
¿Qué habrá sido
de “Papi”?
¿Y de “S”,
su completa hija?
¿Cuántos records
más habrán batido de convivencia?
Y, sobre
todo: ¿Por qué ese libro que había sido regalado con tanto amor estaba allí,
naufrago?
¿Qué fue lo que hizo que alguien lo venda?
¿Por qué no lo guardaron, no lo cuidaron, un poco más?
¿Qué fue lo que hizo que alguien lo venda?
¿Por qué no lo guardaron, no lo cuidaron, un poco más?
¿Qué fue lo
que hizo que ese libro llegue a mí, esta tarde, y me ponga tan triste?