jueves, 4 de abril de 2013

Cicatrices en el alma.








Posiblemente recuerde el 11 de noviembre por el resto de mi vida. Ese día algo pasó, algo cambió.  Y para siempre. Pero, claro, para entender algunas cosas, primero debería explicarles algunas otras.
Esteban ,mi amigo, tiene cuarenta años, hoy, al momento de relatarles esto, pero  todo comenzó años atrás, a los diecisiete, con la pelea de sus viejos.
La cosa no venía bien desde hacía tiempo, mucho tiempo. El matrimonio de los padres de Esteban era uno de aquellos que se mantenían para guardar las formas. En todos los años en los que fui a la casa de Esteban, jamás, pero jamás, vi una escena que significase cariño entre aquellas personas. Eran como enemigos, la mayoría de las veces o, en el mejor de los casos, fríos compañeros.
Pese a todo, nunca escuché a Esteban hablar sobre este tema. Lo guardaba, lo cuidaba, lo ocultaba.
Será por eso que lo afectó tanto que aquella tarde en la que discutían como tantas otras, su madre se parase, fuese a su habitación y, al volver, le dijese a Esteban:"me pedís un taxi, mi amor".
Esteban dirigía la mirada a su madre, al bolso pequeño que llevaba en sus manos y a su padre, alternativamente. Su padre, mientras tanto, colocó la pava sobre la hornalla, como si nada. Su madre lo miró y levantó sus cejas.
El taxi llegó unos minutos después. Fue la última vez que vio a sus padres juntos.
Mientras intentaba dormir, horas después, lo hizo por primera vez. Tomó el cuchillito que su padre usaba para cortar pescados, de filo de hielo, y se cortó el brazo derecho -Esteban es zurdo -. Un corte profundo, de unos cinco centímetros que casi le provoca un desmayo. Por el dolor, claro, pero sobre todo por el olor de la sangre, su sangre, un olor dulce y repugnante. Se envolvió con una toalla pequeña que guardaba en un cajón, mientras presionaba la herida. Imaginó que se desvanecía y moría desangrado, pero nada de eso sucedió.
Al otro día se levantó y concurrió al colegio, como un día cualquiera. Se miraba el brazo y veía la herida,  pronto cicatriz.
Vivió el fin de su adolescencia peleado con sus padres, con casi todos sus amigos, consigo mismo. Se encerraba en su casa y no sabíamos de él por semanas. Alternaba días en la casa de siempre y otros en el departamento que se alquiló su madre en el centro.
A los veinte se puso de novio con Heather. Su nombre no era un anglicismo, Heather ERA inglesa. Se conocieron en la academia de Idiomas, en la que el estudiaba Italiano y ella español. Se cruzaban en la entrada, a la salida y, básicamente, en el pequeño café del interior de la academia al que concurrían los estudiantes a compartir lo aprendido. Congeniaron inmediatamente, ambos eran reservados, lo que facilitaba las cosas. Fines de semana en casa, películas y pizza.
Cuando Esteban vio a la inglesa besando apasionadamente a su profesor de español, solo atinó a darse vuelta y correr a su casa, previa detención en la ferretería. Compró un cúter de metal, con el que se hizo cortes en su pecho, en círculos bordeando su tetilla y en una de sus piernas, antes de caer de la silla y golpearse contra el piso.
Se despertó  aturdido y con dolor de cabeza, molesto con la luz que ingresaba por la ventana que no había cerrado. Se incorporó de golpe patinándose en el charco de sangre casi seca y negra.
No volvió al Instituto nunca más.
Esteban sufría y se lastimaba. Cada vez más seguido, tanto, que ya era una especie de ritual, de doliente ceremonia, en la que Esteban demoraba largos minutos en acomodar sobre la mesa los distintos elementos con los que se flagelaría. Había comprado diferentes tipos de cuchillos, estiletes, bisturíes, navajas, cuters y todo aquello con lo que pudiese hacerse daño. El dolor era cada vez menor, y se había sorprendido a sí mismo, viéndose en un espejo, sentado, cortándose con una gillete, mientras miraba la televisión.
Aprestaba también, gasas, algodones, talcos y todo aquello que pudiese necesitar para su cura. Había tomado la precaución de lastimarse en sectores de su cuerpo que pudiesen ser cubiertos por su vestimenta, de manera de no tener que dar explicaciones a nadie. En una ocasión, habiendo discutido con su padre, se cortó en una de sus manos, lo que lo obligó a tener que dar explicaciones a todo aquel que lo viese, en una tediosa tarea de inventar un accidente, una negligencia con vaya a saber uno que maquinaria.
Su cuerpo se había transformado, con el tiempo, en un mapa surcado por ríos de cicatrices.
El llamado de su padre avisándole de la muerte de su madre, en un accidente, lo dejó sin la única persona en el mundo que le decía:”Amor”.
En la heladera había una botella con leche helada que bebió casi de un trago. Apoyó la botella en la mesada y tomó la cuchilla de trozar. La levantó hasta la altura de su cabeza y la detuvo en lo alto. En una radio sonaba una canción que escuchaba cuando niño. Apoyó su mano derecha en la mesa de madera y abrió sus dedos. El sonido de la cuchilla al cortar su meñique a la altura de la primera falange fue casi imperceptible y la sangre que salió de la herida, mucho menos que en anteriores ocasiones. El teléfono sonaba. Se sentó, retorciéndose del dolor, a la vez que pensaba si estaría loco y, enseguida pensó que un loco nunca se haría esa pregunta.


Su padre me avisó de lo de su ex esposa, la madre de Esteban, y me pidió si podía ir a hacerle compañía.
La puerta estaba sin llave y entré luego de tocar el timbre y esperar unos minutos.
Lo encontré sentado, con la mano envuelta en una toalla carmesí. Sus lágrimas habían dejado un surco en su rostro. Me sonrió y me invitó a sentarme. Me contó de tardes y de sangre. Me contó de vacío y soledad. De sufrir y más sufrir. Me contó de cicatrices y de dolor. No doy más, me dijo. No doy más, me repitió, casi en un susurro de dientes apretados. Mientras me lo decía, parecía darse cuenta que las cicatrices de su cuerpo no eran nada comparadas con las heridas en su interior. Y que ya era hora de empezar a curarlas.
En el calendario de taco que colgaba de la puerta se veía el 11 de noviembre casi cayendo.




Para Paula, por un camino.