domingo, 12 de mayo de 2019
Mi Jesús, mi Barrabás.
Soy mi propio Dios, mi Jesús.
Soy mi propio Diablo, mi Barrabás. (*)
Me equivoco y me perdono.
Me persigo y me escapo.
De mi,siempre de mi.
Soy el que me odia y me ama.
Soy el que me toca el hombro
Y me dice:
¿Vas a ser feliz alguna vez?
¿Vas a serlo, finalmente?
Tengo una vida siendo Pilatos
dejando escurrir los días
entre mis manos
que se ensucian de pasado.
Soy mi Jesús, mi Barrabás.
Soy el que me toca el hombro
Y me dice:
¿Vas a dejar de pecar?
¿Vas a ser feliz alguna vez?
¿Vas a serlo , finalmente?
(*) claro que podría haber puesto "Satanás" en lugar de "Barrabás", pero éste ultimo representa el desperdicio, la elección equivocada, el error imperdonable de poder haber sido y haber tomado un atajo.
sábado, 11 de mayo de 2019
Daiquirí
(En los ratos libres que nos queda cada día, jugamos un juego con dos entrañables amigos: tenemos que desarrollar un relato corto (¡cortísimo!) utilizando lo que la RAE en su pagina oficial denomina "palabra del día". Así lo venimos haciendo desde hace un tiempo solo con aquellas palabras desconocidas, extrañas y hasta graciosas , de a uno por día. Hace poco decidimos que haríamos un solo relato semanal usando las cinco palabras destacadas por la RAE.
Este es el primero de ellos -nada asegura que haya mas- con las palabras en negrita y cursiva que en este caso son: "pazguato", "sobre", "pacienzudo", "cayo" y "sinfín")
Daiquirí
Durante más de seis meses separó
el dinero que le pagaban puntualmente el primer lunes de cada mes en la
ferretería en la que trabajaba, al sur de Boston. En realidad el lugar era lo
que los americanos llamaban Store, pero
para él, un inmigrante latino con diez años de residencia ilegal, era una
ferretería, una enorme ferretería.
Aunque el salario no era nada del
otro mundo, se las arregló para poder colocar en la lata de sopa del primer
estante de la alacena, trescientos dólares a principio de cada mes.
El avión que los llevaría de
vuelta a la isla les cobraba “quinientos dólares por cabeza” -así, en su
precario spanglish, les había dicho el piloto el día en que arreglaron el
vuelo, casi un año atrás- y era solo de ida. El resto de lo ahorrado sería para su familia. Volver de la isla al continente era
otro tema bien diferente, que debía ser arreglado con poca anticipación al día
elegido.
El aparato era un viejo Piper, de
chapas con pintura descascarada amarillo
y blanco, y sin número de identificación
alguna, propiedad de un ex piloto de la primera guerra, ajado por la vida y al
que el respeto a las leyes no constituía prioridad alguna.
Archie, así se llamaba, se
dedicaba a cruzar gente a la isla, evadiendo
los radares, volando casi rozando las olas y aterrizando en una pista
clandestina que los días de lluvia se transformaba en un pantano, para luego volver rápidamente a la Florida. Su lugar de salida era otra pista también clandestina, en este caso un viejo aeródromo abandonado, al sur de Tarpon Springs.
los radares, volando casi rozando las olas y aterrizando en una pista
clandestina que los días de lluvia se transformaba en un pantano, para luego volver rápidamente a la Florida. Su lugar de salida era otra pista también clandestina, en este caso un viejo aeródromo abandonado, al sur de Tarpon Springs.
Corría el año 1965 y la
Revolución estaba en su punto más alto en la isla. Él, como muchos otros, había
tenido que huir unos años antes, dejando
todo atrás: familia, amigos, casa y recuerdos. En los casi diez años pudo hacer
algún que otro amigo y poco más. Siempre se había jactado de ser pacienzudo
que es como en su casa natal le llamaban a aquellas personas calmas y con
paciencia infinita, pero estar sin su mujer y sobre todo, sin su hijo al que
tuvo que dejar con apenas seis meses, habían terminado por vencerlo.
Había, además un motivo más que
lo llevaba de vuelta a la isla: durante todos estos años fuera de ella se había
convertido en un eximio lector arrastrado por las olas de recuerdos que le
traían los libros escritos por ese escritor maravilloso que, paradójicamente,
vivía un destino inverso al suyo. Ese escritor había ido a Cuba, se había
enamorado de ella y se había convertido, quizás sin querer y luego sabría que
muy a su pesar, en una cara de la revolución. Sus principales novelas y cuentos
habían sido escritos allí, en la Finca Vigía o en el Hotel Ambos Mundos, en la
habitación 511, en la que se recluía cuando necesitaba encontrarse con su
soledad. El tiempo que no había estado allí, lo vivió en un ambiente similar, a
pocas millas de distancia, cruzando apenas ese mar caliente lleno de los peces
espada que amaba pescar en su yate “Pilar”, en su casa de Cayo Hueso.
Había leído en un sinfín de oportunidades
“El viejo y el mar” y cada vez que lo hacía volvía a Cuba sin volver y le
parecía tocar a su hijo y besar a su mujer, en una congoja parecida al
sufrimiento y que hacia inexplicable su lectura. Sabía que volver a la isla y
hacerlo con boleto de ida, era una decisión equivocada, con pocas posibilidades
de que las cosas terminen saliendo bien, sin embargo hacerlo no representó una
opción: ya no soportaba estar fuera de allí.
La madrugada del vuelo seguía
siendo noche cuando entraron al aeródromo. Habían viajado tres días en una
vieja camioneta de uno de los cuatro pasajeros del avión, todos ellos cubanos,
todos hombres, todos volviendo al lugar en el cual nunca habían dejado de
pensar. Uno de ellos dejaba en Boston a su esposa y volvía para ver a su padre
enfermo de muerte, por última vez. Desoyó consejos de amigos y de su propia
madre , quien le imploró que no volviese, pero él se subiría a ese avión aunque
fuese lo último que hiciese ya que consideraba que su vida no sería vida sin un
último abrazo a su padre.
El viejo Piper arrancó sin quejas
y se acomodaron rápidamente en la estrecha cabina. Archie les dijo: “Tienen
suerte: anuncian buen clima. Si quieren dormir, les aviso cuando estemos
prontos a llegar”.
Javier, el
más joven de los cuatro, miró a todos con cara de sorprendido – cara de pazguato,
diría una abuela – no obstante ello, a poco de despegar se durmió plácidamente.
EL viaje duró poco más de una
hora, volando muy cerca de un mar turquesa por momentos teñido de plata por el
sol. Cinco minutos antes de llegar, Archie dijo:” Muchachos, llegaron a casa”.
La costa se recortaba en el horizonte y encima de ella, la sierra. Aterrizaron
en un palmar inmenso, sin instrumentos, y agradecieron la pericia de Archie,
quien posó al Piper en dos o tres suaves rebotes sobre la tierra blanda.
Habían acordado que cada uno se arreglaría por su cuenta y por
separado para llegar a La Habana, por lo que se dieron un gran abrazo y se
perdieron entre las plantas, sin más.
Él , por su parte, había
intercambiado cartas durante meses con su hermano mayor, usando un lenguaje de
claves improvisado, y habían planeado encontrarse a unos diez kilómetros de allí,
en un paraje costero llamado Tarimene.
Llegó, poco después del mediodía,
y ello lo benefició ya que solo había tres personas en el bar: el cantinero; un
viejo de piel del color del carbón, arrugado por la vida y por el sol, que
fumaba un puro de fabricación casera , con su envoltorio verde y la brasa casi
quemándole los labios ; y su hermano. El plan era ni siquiera saludarse,
esperar unos minutos y salir por separado. El viejo Buick celeste estaba
estacionado en una calle lateral y él ya lo había visto al llegar, lo que lo
había tranquilizado.
Su hermano lo puso al día, le
transmitió la tristeza de vivir como vivían, y le explicó que se quedaría en casa de un tío paterno, en las afueras de La
Habana, mientras decidía que hacer.
Dos días después recibió la
visita de su mujer, a la que sintió como una extraña, y de su hijo , a quien abrazó durante quince minutos sin poder parar ni de reírse ni
de llorar, empapándolo en lágrimas y en besos, pero sin poder dejar de advertir
que solo él sentía lo que sentía y que el niño no podía devolverle lo que le
daba. No los culpó y sintió un extraño sentimiento de tranquilidad y sosiego.
A la semana de llegar decidió
visitar la Finca Vigía. Lo haría como turista aprovechando las pocas ropas que
había traído y que lo diferenciaban de un cubano. Su tío completó el disfraz,
prestándole una vieja cámara de fotos Pentax sin rollo.
En la finca vio su escritorio y
su silla, sus trofeos de caza y sus fotos, vio como en una pared colgaba una
capa de un famoso torero, de su paso por España. En una vitrina se exhibía abierto
un viejo cuaderno con alguna página manuscrita de lo que después seria “París
es una fiesta”. En otro anaquel, una revista reflejaba las elogiosas críticas
de “Por quién doblan las campanas” anticipándose al Nobel. Una primera edición
de “Adiós a las armas “ y “El jardín del edén” relucían sus lomos de cuero
lustroso junto a un espejo oval.
Todo en la residencia evocaba al
escritor y a su obra y se preguntó si aquellas personas que no habían leído sus
libros podrían sentir lo mismo que él sentía.
Estuvo en la isla cerca de dos
meses. Fue visitado por su esposa y su hijo en dos o tres oportunidades. Visito
la Finca ,todos los días, casi sin ausencias, el hotel y el bar donde el escritor solía sentarse por las tardes a
beber su propia preparación de daiquirí.
Justificó ante el guía de la Finca sus repetidas visitas, mintiendo acerca de
un plan de estudios.
Notó, en carne viva, que ya no
pertenecía allí. Dudo acerca de cuál sería el lugar en donde finalmente pudiese
sentirse ser.
Cuatro meses después se despidió
de su hermano en el mismo bar de Tarimene y poco después volvería a recorrer
aquel palmar, la misma pista de tierra blanda, esperando por el avión que lo
saque de allí, que lo devuelva a cualquier lugar en donde ser feliz.
"Siempre hay tiempo. Hasta que se acaba." (4ta obviedad de Rouke, inolvidando)
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