sábado, 28 de octubre de 2017

Corriendo a ningún lugar.






El golpe me sobresaltó. Fue en la puerta de mi departamento del segundo piso. Una voz desconocida gritó: ¡Abran!¡Bomberos!
No había humo en el living del departamento, donde yo estaba entre dormido en mi viejo sillón de pana , pero si olor.
¡Abran! Repitió la voz. Y agregó:¡O derribamos la puerta!
Me coloqué las pantuflas , giré la llave y abrí la puerta. Dos jóvenes bomberos ingresaron a mi departamento. En el pasillo quedaron el encargado del edificio y dos vecinas , una de mi piso y otra del tercero, todos con caras circunspectas casi de enojo.
Al abrir la puerta de la cocina , un denso humo negro inundó el resto del departamento. Corrí a cerrar la puerta que daba a las habitaciones.
Resultó una falsa alarma: el humo provenía del horno de la cocina, donde se había achicharrado un pollo que allí se cocinaba.
Despedí agradecido a los bomberos y me disculpé con mis vecinas y el encargado.
“Estoy tomando un medicamento y me dormí”,mentí. “No volverá a pasar”.
Los problemas , en principio, son dos: No estoy tomando ningún medicamento y –en primerísimo lugar- no recuerdo haber puesto un pollo a cocinar.







Cumpli setenta y ocho años en el pasado agosto. Me jacto de mi estado físico –camino cinco kilómetros por dia, llueve o truene- y mis exámenes médicos son , al decir de mi medico, “los de un joven de treinta”.
Vivo solo. Mi hijo se mudó a Toronto al recibir un ascenso, hace ya diez años. Alli se casó y tuvo una hija, Charlotte. El día del suceso del pollo quemado, me había llamado por la mañana para arreglar su viaje de fin de año , para la Navidad.
Me dieron el turno con mi medico para el día martes de la semana entrante, haciendo una excepción dada mi amistad con él.
Antes de entrar al consultorio , pasé por la casa de dulces y compré sus preferidos : unos con una especie de praliné y algo mas que no recuerdo.
Le comenté lo ocurrido. Me miró y me preguntó si era la primera vez. Le contesté : “por supuesto”.
Me tranquilizó con que podía ser un suceso aislado…pero que , para prevenir, tomase algunas capsulas que me prescribió.
- “Hay algo mas, me dijo, quiero que te compres un cuaderno pequeño, o una libreta y comiences a escribir un diario. Puede parecerte estúpido, pero es muy útil”.
- ¿Útil? , pensé. Pero no se lo dije. “perfecto”, contesté.
- “Quiero verte el mes que viene”.
- “Seguro”.



Camino a casa me detuve en la librería que quedaba dentro del centro de compras. Elegí una pequeña libreta con tapas de color ocre. Tenia cien hojas rayadas de un papel muy delicado y delgado, lo que la hacia pequeña.



Comencé a anotar cosas sin ninguna importancia como : “Desde mi ventana veo un hermoso y gran alerce“ o cosas por el estilo. Nunca había escrito ni un diario ni nada que se le parezca y siempre que me encontraba frente a la libreta mi mente parecía ponerse en blanco y nada se me ocurría. “No importa que anotes” me dijo el medico. “Lo que sea”.








Me despertó el frío. Por mi frente se deslizaban gotas de sudor. Abrí los ojos. Seguramente era el miedo . O el terror. Estaba en una habitación desconocida. No estaba atado, pero seguramente alguien me había llevado allí . Estaba sentado en un sillón.
“¿Hay alguien aquí’?”, grité. Nadie me contestó. “¿Hay alguien aquí?”, grité mas fuerte. Me acerqué a la puerta. Estaba cerrada. Fui hacia la  ventana y corrí el cortinado. La nieve cubría casi todo y lo único que se veía era un árbol hermoso.
¿Quién me habría llevado allí? ¿Para que? . Mi mente corría a ningún lugar.
Miré el teléfono . Tenía tono. Pero no recordé un numero al cual llamar.
El departamento estaba amueblado de manera convencional y estaba ordenado. Busqué algo que me pudiese dar una pista acerca de mis captores.En la mesa de la cocina solo encontré una pequeña libreta de tapas color ocre, pero nada importante había allí.
Mi corazón latía rápido.
“Tengo que tranquilizarme”, pensé.

 “Tengo que encontrar la manera de escapar de aquí”.


























sábado, 21 de octubre de 2017

Ironía







No debería hacerlo, lo sé.
Me resisto, en vano.
Cuando me doy cuenta que está pasando,
Lo niego. Pretendo ignorarlo. 
Pienso en otra cosa,
En cualquier otra cosa.
Nado en contra del tiempo.
El tiempo que me horada.
Ese agua lenta que me envuelve.
Que hace insoportable  tu ausencia
Y que sumerge en un olvido profundo
Aquello que añoro, tu presencia



Ya no te pienso
Ya casi no te extraño.
En mi mejilla seca de ayeres húmedos
Sólo hay un rictus, un fingir.
Por un segundo, miro hacia atrás.
Rápidamente, me reto.
Me castigo, me flagelo.
No estás mas.
Sólo queda adelante.
El futuro eterno, completo de presentes fugaces,
prontos pretéritos.

Sólo quiero una vida en la que estés.



























La ironía de la fácil rima entre "ausencia" y "presencia" . 
Mientras haya perdón, habrá esperanzas. 
I.R, te amo.

sábado, 14 de octubre de 2017

Tamiz









Lo adjudico a dos razones principales: mi nula confianza en los pronósticos meteorológicos y al hecho de que estaba, en ese momento, entre edificios muy altos. Como quiera que sea, no advertí la tormenta, con su cielo morado y su casi segura lluvia. No lo hice hasta escuchar al trueno. Fue el sonido más fuerte que escuché en mucho tiempo y, al parecer, no fui el único que se asustó. La joven que caminaba unos pasos delante de mí gritó. El perro gris, callejero, acostumbrado a mil y un ruido, lanzó un quejido-llanto y salió corriendo. Yo me estremecí y miré hacia arriba. Las alarmas se habían disparado y hacían aun más cinematográfico el momento. Una tormenta, pensé, nada más. Calculé las cuadras que restaban para llegar al hotel en que tendría la reunión y apuré el paso.
Al llegar a la esquina, una cortina de agua –literalmente, una cortina- me empapó. Corrí unos metros y entré al bar.
El bar no me era desconocido: solía ir muy a menudo, entre reuniones o antes o después de ellas. El barman era excelente y siempre había una buena excusa para ir allí. Me ubiqué en la segunda banqueta de la barra y pedí un negroni. Aunque me gustaba experimentar y confiaba en el gusto de Francis, el barman, para recomendarme tragos nuevos, solía inclinarme siempre por algún clásico. La tormenta arreciaba y, pensé, este no sería el único trago que bebería.
A través del ventanal que daba a la calle, parecía que ya era de noche pese a eran las tres de la tarde. La reunión era a las cuatro. Llego bien, me dije.

- Esto no para mas, escuché.
A mi lado había un hombre de unos cuarenta y cinco años, de traje gris, sin corbata, y zapatos en punta. Estaba acodado y, por como llevaba su trago, estaba allí antes que yo.
¿Le parece?, pregunté… ¿Será para tanto?
- Nací en el campo, me dijo. Sé de tormentas. Y esta es brava. Tenemos para rato.
Preferí no creerle y sonreí. Francis apoyó el Negroni sobre una servilleta y lo empujó hasta mí.
- Me llamo Miguel, me dijo, y extendió su mano.
Julián, le dije y la estreché.
Me hizo algunas preguntas de rigor a las que contesté brevemente como dejando en claro que lo único que pretendía era tomar mi trago, esperar a que paré la lluvia e ir a mi reunión.






Noté que una persona que salió de la cocina comenzaba a colocar unas tablas en la puerta como defensa ante la lluvia que era aun más fuerte que cuando comenzó, hacia ya una media hora. Al abrir la puerta se pudo ver un auto de color rojo que se había quedado con su motor humeante en medio de la calle, cortando el transito. Los que iban detrás hacían sonar sus bocinas. El agua llegaba hasta la parte baja de las puertas, por lo que nadie se bajó de sus autos.


- Te dije –me tuteó- esto no para más.
Tomé mi celular para avisar de un posible retraso pero no había señal. Pregunté si esto era normal en el bar,  que se encontraba en el subsuelo de un torre de muchos pisos, pero Francis me contestó que no, que al parecer el viento había afectado a una antena cercana. Tampoco había teléfono fijo. ¿Será la misma antena?, preguntó Francis, pero, sin esperar mi respuesta comenzó a lavar unas copas.
- A ella le encantaban los días de lluvia, dijo Miguel, mirando su copa.
Miré a través de la ventana: la lluvia continuaba incesante, furiosa. Algunas ráfagas azotaban el vidrio, haciéndolo temblar. Consideré el hecho de estar allí un tiempo mayor al pensado y le pregunté: ¿Ella?
- Si, Ella. Eugenia. Le encantaban los días de lluvia. Y no por el cliché de: ¡Que romántico! No. Simplemente le gustaban. Me decía que la lluvia la tranquilizaba. El sonido de las gotas. La imagen del agua cayendo de los techos. En fin. Le gustaba.
¿Gustaba? ¿Por qué en pasado?
- Bueno, perdón, tenés razón, sonrió: le gusta. Le debe seguir gustando, creo.
Lo miré sin hablarle pero preguntándole.
- Con Eugenia trabajábamos en la misma empresa. Yo era un pinche de “Informática”. Ella era la estrella de “Comercio Exterior”. Un año entero estuve mirándola de reojo en el ascensor o cuando nos cruzábamos, al entrar o al salir. Nunca me animé –ni me animaría- a decirle algo.
¿Por qué? , lo interrumpí. ¿Por qué no te animarías?
- ¿Estás bromeando, no? Ella era, perdón, es, una diosa. Y yo soy un nerd, un piscuí, diría mi abuelo en el campo. ¿Cómo voy a pensar que ella me prestaría atención a mí?
Asentí en silencio mientras terminaba mi Negroni y pensaba que pedir luego.
- Sin embargo, en la fiesta de fin de año…de hace seis años…me llevé una sorpresa. Yo estaba sentado en una mesa, solo. Los demás integrantes de la mesa estaban bailando. No la vi llegar. Se paró a mi lado y me dijo: ¿No me vas a invitar nada?
A esta altura, mientras la lluvia continuaba, el relato de Miguel me había interesado bastante. O, mejor dicho: mucho.
- Me sobresalté y la miré: llevaba un vestido negro tan sencillo como impactante. Casi sin alhajas. Un collar delgado, un anillo  muy sobrio. Olía a un perfume inolvidable. Su pelo estaba recogido y dejaba ver un su cuello, su nuca. Pensé: es perfecta.
Tartamudee. Si, si, contesté. ¿Qué querés tomar? Le pregunté. Su respuesta me desconcertó, como todo en ella. “Whisky, Doble. Sin hielo”
Fui hasta la barra y pedí dos. No quería pasar vergüenza con mi bebida habitual: jugo de naranjas con vodka. Volví a la mesa y apoyé los vasos. Le dije que su vestido era hermoso. Me contestó con una pregunta: ¿Sabés para que me lo puse?
No, le dije.
Para venir a esta fiesta y verte.






Francis me había traído un etiqueta azul (que había pedido antes de que Miguel me cuente lo de los Whiskys dobles). Tomé el vaso y lo acerqué al suyo: ¡Grande!
Chocó su vaso (recién en ese momento noté su contenido)
Miró su vaso y dijo:
- Sí... Con ella aprendí a tomar. Un vicio. Aqua Vitae .Agua de vida. ¿Probaste este?
¡Recomendación de Francis! ¡Cuando termines ese te invito uno!







Ni bien terminó de decir eso, la luz se cortó. Se encendieron las luces de seguridad.
No se preocupen dijo, Francis, en voz alta, a todos los ¿parroquianos? : La casa cuenta con generador propio.
Me sorprendió la formalidad de Francis, pero enseguida me di cuenta que uno cuando es habitué de la barra establece una relación distinta a la que tiene el barman con la gente del salón. La barra tiene una proximidad, una intimidad mayor, que no se tiene en ninguna de las mesas.







Volví a mirar a Miguel. El estaba esperando que le devuelva la mirada, expectante.
- Comenzamos a salir. ¡Te imaginas el revuelo! La chica estrella, la diosa con el Don Nadie. La gente es cruel. Aunque, vamos a ser sinceros, algo de verdad había.
No voy a tirarme abajo, Julián, No, para nada. Soy un buen tipo. Inteligente. Culto. Tengo gustos ¿Cómo decirte? ¿Refinados? Si, refinados. Coincidimos mucho, ¿sabés? Nos gustaba la misma música. Los mismos libros. Si había algún autor que yo no conocía, ella me lo hacía conocer. Y viceversa. Yo le cocinaba –mi infancia en el campo me daba una ventaja irrecuperable- pero ella era mi degustadora por excelencia. Podíamos pasar horas juntos. Días. Hablando.
Lo miré.
Bueno, no siempre hablando, rió. Ella es fantástica, me guiñó un ojo. Me enseño todo lo que sé. Todo. Hasta que la conocí yo era un tipo normal. Con todo lo malo que la palabra normal tiene. Con ella aprendí a disfrutar. Me desinhibí. Estar con ella, en la intimidad, se transformó en algo único. Ella me decía algo que, al principio me costaba creer: Que nunca había disfrutado con nadie como conmigo. Pero me lo decía siempre y terminé creyéndole.



¡Están evacuando los edificios!, gritó una mujer de la mesa del rincón del fondo, que tenía una pequeña radio portátil. ¡Dicen que nunca llovió tanto en tan poco tiempo!
Agregaron un tablón a la defensa de la puerta, aunque lo que preocupaba era la altura del agua: ya superaba el metro y pronto alcanzaría la altura del ventanal.







La calle estaba totalmente a oscuras, sin iluminación.  Miré el reloj; las seis de la tarde. ¡Las seis! Corrí hasta el vidrio. El cielo estaba tan negro como nunca lo había visto. La calle era un río. Los autos estaban atascados, sin ocupantes. En la esquina se veía el reflejo de una luz de lo que pensé seria la policía o los bomberos. No se escuchaba la sirena. El ruido atronador de la lluvia lo tapaba todo.
- Te lo dije, dijo Miguel
¿Cómo salimos de acá, Francis? , pregunté.
Francis se encogió de hombros.







- Pero nada dura para siempre, continuó Miguel. A ella la trasladaron a Londres. ¡Londres! Le otorgaron una Gerencia a nivel mundial. Se codearía con las personalidades que quisiese y en su cuenta tendría un sueldo en dólares y con varios ceros. Muchos ceros.

Mientras Miguel hablaba no pude dejar de ver como el agua iba filtrándose entre las tablas , bajaba los dos escalones hasta el salón y se esparcía, lenta.


- Pero es sabido  que la distancia es asesina en las relaciones: el que queda no conoce nada del lugar adonde va el otro. Ni las calles, ni las comidas, ni los amigos. Comencé a celarla. Injustificadamente –esto lo digo ahora, claro. Nos vimos una vez en el año siguiente a su mudanza. Cuando la vi ya nada era lo mismo. No me preguntes que pasó, no lo sé. Pero ya nada lo era. Decidimos terminar. De esto hace ya tres años.



¿Aguantará el vidrio, Francis?
Francis volvió a encoger sus hombros.
La mujer de la radio portátil se había subido a su mesa - el agua ya hacia flotar las sillas- y adoptado una posición  fetal , no sé si por el frío  o por el miedo. O por ambas cosas.







- Vos te vas a reír, me dijo Miguel, pero si yo pasase por un tamiz nuestra relación y ese tamiz solo atrapase las cosas indispensables, las cosas inolvidables, aquellas cosas que más quiero  de ella, te diría que lo que más extraño de ella, lo único que atraparía el tamiz,  no son las sábanas, ni la alcurnia. Mucho menos su dinero. Lo que más extraño de ella es la posibilidad de hablar sin fin, de hablar sin más.
¿Vos me entendés, no?






No llegué a contestarle: el vidrio hizo un estruendo enorme al romperse y el agua terminó de inundarlo todo sin darnos tiempo a nada.






















Hablar, sin más.