Lo adjudico a dos razones
principales: mi nula confianza en los pronósticos meteorológicos y al hecho de que
estaba, en ese momento, entre edificios muy altos. Como quiera que sea, no advertí
la tormenta, con su cielo morado y su casi segura lluvia. No lo hice hasta
escuchar al trueno. Fue el sonido más fuerte que escuché en mucho tiempo y,
al parecer, no fui el único que se asustó. La joven que caminaba unos pasos
delante de mí gritó. El perro gris, callejero, acostumbrado a mil y un ruido,
lanzó un quejido-llanto y salió corriendo. Yo me estremecí y miré hacia arriba.
Las alarmas se habían disparado y hacían aun más cinematográfico el momento. Una
tormenta, pensé, nada más. Calculé las cuadras que restaban para llegar al
hotel en que tendría la reunión y apuré el paso.
Al llegar a la esquina, una
cortina de agua –literalmente, una cortina- me empapó. Corrí unos metros y
entré al bar.
El bar no me era desconocido:
solía ir muy a menudo, entre reuniones o antes o después de ellas. El barman
era excelente y siempre había una buena excusa para ir allí. Me ubiqué en la
segunda banqueta de la barra y pedí un negroni. Aunque me gustaba experimentar
y confiaba en el gusto de Francis, el barman, para recomendarme tragos nuevos, solía
inclinarme siempre por algún clásico. La tormenta arreciaba y, pensé, este no sería
el único trago que bebería.
A través del ventanal que daba a
la calle, parecía que ya era de noche pese a eran las tres de la tarde. La reunión
era a las cuatro. Llego bien, me dije.
- Esto no para mas, escuché.
A mi lado había un hombre de unos
cuarenta y cinco años, de traje gris, sin corbata, y zapatos en punta. Estaba
acodado y, por como llevaba su trago, estaba allí antes que yo.
¿Le parece?, pregunté… ¿Será para
tanto?
- Nací en el campo, me dijo. Sé de
tormentas. Y esta es brava. Tenemos para rato.
Preferí no creerle y sonreí.
Francis apoyó el Negroni sobre una servilleta y lo empujó hasta mí.
- Me llamo Miguel, me dijo, y
extendió su mano.
Julián, le dije y la estreché.
Me hizo algunas preguntas de
rigor a las que contesté brevemente como dejando en claro que lo único que pretendía
era tomar mi trago, esperar a que paré la lluvia e ir a mi reunión.
Noté que una persona que salió de
la cocina comenzaba a colocar unas tablas en la puerta como defensa ante la
lluvia que era aun más fuerte que cuando comenzó, hacia ya una media hora. Al
abrir la puerta se pudo ver un auto de color rojo que se había quedado con su
motor humeante en medio de la calle, cortando el transito. Los que iban detrás hacían
sonar sus bocinas. El agua llegaba hasta la parte baja de las puertas, por lo
que nadie se bajó de sus autos.
- Te dije –me tuteó- esto no para más.
Tomé mi celular para avisar de un
posible retraso pero no había señal. Pregunté si esto era normal en el bar, que se encontraba en el subsuelo de un torre de muchos pisos, pero Francis me contestó que no, que al parecer el viento había afectado a una
antena cercana. Tampoco había teléfono fijo. ¿Será la misma antena?, preguntó
Francis, pero, sin esperar mi respuesta comenzó a lavar unas copas.
- A ella le encantaban los días de
lluvia, dijo Miguel, mirando su copa.
Miré a través de la ventana: la
lluvia continuaba incesante, furiosa. Algunas ráfagas azotaban el vidrio, haciéndolo
temblar. Consideré el hecho de estar allí un tiempo mayor al pensado y le
pregunté: ¿Ella?
- Si, Ella. Eugenia. Le encantaban
los días de lluvia. Y no por el cliché de: ¡Que romántico! No. Simplemente le
gustaban. Me decía que la lluvia la tranquilizaba. El sonido de las gotas. La
imagen del agua cayendo de los techos. En fin. Le gustaba.
¿Gustaba? ¿Por qué en pasado?
- Bueno, perdón, tenés razón,
sonrió: le gusta. Le debe seguir gustando, creo.
Lo miré sin hablarle pero preguntándole.
- Con Eugenia trabajábamos en la
misma empresa. Yo era un pinche de “Informática”. Ella era la estrella de “Comercio
Exterior”. Un año entero estuve mirándola de reojo en el ascensor o cuando nos cruzábamos,
al entrar o al salir. Nunca me animé –ni me animaría- a decirle algo.
¿Por qué? , lo interrumpí. ¿Por
qué no te animarías?
- ¿Estás bromeando, no? Ella era, perdón,
es, una diosa. Y yo soy un nerd, un piscuí, diría mi abuelo en el campo. ¿Cómo voy
a pensar que ella me prestaría atención a mí?
Asentí en silencio mientras
terminaba mi Negroni y pensaba que pedir luego.
- Sin embargo, en la fiesta de fin
de año…de hace seis años…me llevé una sorpresa. Yo estaba sentado en una mesa,
solo. Los demás integrantes de la mesa estaban bailando. No la vi llegar. Se paró
a mi lado y me dijo: ¿No me vas a invitar nada?
A esta altura, mientras la lluvia
continuaba, el relato de Miguel me había interesado bastante. O, mejor dicho:
mucho.
- Me sobresalté y la miré: llevaba
un vestido negro tan sencillo como impactante. Casi sin alhajas. Un collar
delgado, un anillo muy sobrio. Olía a un
perfume inolvidable. Su pelo estaba recogido y dejaba ver un su cuello, su
nuca. Pensé: es perfecta.
Tartamudee. Si, si, contesté. ¿Qué
querés tomar? Le pregunté. Su respuesta me desconcertó, como todo en ella. “Whisky,
Doble. Sin hielo”
Fui hasta la barra y pedí dos. No
quería pasar vergüenza con mi bebida habitual: jugo de naranjas con vodka.
Volví a la mesa y apoyé los vasos. Le dije que su vestido era hermoso. Me contestó
con una pregunta: ¿Sabés para que me lo puse?
No, le dije.
Para venir a esta fiesta y verte.
Francis me había traído un
etiqueta azul (que había pedido antes de que Miguel me cuente lo de los Whiskys
dobles). Tomé el vaso y lo acerqué al suyo: ¡Grande!
Chocó su vaso (recién en ese
momento noté su contenido)
Miró su vaso y dijo:
- Sí... Con ella aprendí a
tomar. Un vicio. Aqua Vitae .Agua de
vida. ¿Probaste este?
¡Recomendación de Francis! ¡Cuando
termines ese te invito uno!
Ni bien terminó de decir eso, la
luz se cortó. Se encendieron las luces de seguridad.
No se preocupen dijo, Francis, en
voz alta, a todos los ¿parroquianos? : La casa cuenta con generador propio.
Me sorprendió la formalidad de
Francis, pero enseguida me di cuenta que uno cuando es habitué de la barra
establece una relación distinta a la que tiene el barman con la gente del
salón. La barra tiene una proximidad, una intimidad mayor, que no se tiene en
ninguna de las mesas.
Volví a mirar a Miguel. El estaba
esperando que le devuelva la mirada, expectante.
- Comenzamos a salir. ¡Te imaginas
el revuelo! La chica estrella, la diosa con el Don Nadie. La gente es cruel. Aunque,
vamos a ser sinceros, algo de verdad había.
No voy a tirarme abajo, Julián,
No, para nada. Soy un buen tipo. Inteligente. Culto. Tengo gustos ¿Cómo decirte?
¿Refinados? Si, refinados. Coincidimos mucho, ¿sabés? Nos gustaba la misma música.
Los mismos libros. Si había algún autor que yo no conocía, ella me lo hacía
conocer. Y viceversa. Yo le cocinaba –mi infancia en el campo me daba una
ventaja irrecuperable- pero ella era mi degustadora por excelencia. Podíamos
pasar horas juntos. Días. Hablando.
Lo miré.
Bueno, no siempre hablando, rió.
Ella es fantástica, me guiñó un ojo. Me enseño todo lo que sé. Todo. Hasta que
la conocí yo era un tipo normal. Con todo lo malo que la palabra
normal tiene. Con ella aprendí a
disfrutar. Me desinhibí. Estar con ella, en la intimidad, se transformó en algo
único. Ella me decía algo que, al principio me costaba creer: Que nunca había disfrutado
con nadie como conmigo. Pero me lo decía siempre y terminé creyéndole.
¡Están evacuando los edificios!, gritó una mujer de la mesa del rincón del fondo, que tenía una pequeña radio portátil. ¡Dicen que nunca llovió tanto en tan poco tiempo!
Agregaron un tablón a la defensa de la puerta, aunque lo que preocupaba era la altura del agua: ya superaba el metro y pronto alcanzaría la altura del ventanal.
La calle estaba totalmente a
oscuras, sin iluminación. Miré el reloj;
las seis de la tarde. ¡Las seis! Corrí hasta el vidrio. El cielo estaba tan
negro como nunca lo había visto. La calle era un río. Los autos estaban
atascados, sin ocupantes. En la esquina se veía el reflejo de una luz de lo que
pensé seria la policía o los bomberos. No se escuchaba la sirena. El ruido
atronador de la lluvia lo tapaba todo.
- Te lo dije, dijo Miguel
¿Cómo salimos de acá, Francis? ,
pregunté.
Francis se encogió de hombros.
- Pero nada dura para siempre,
continuó Miguel. A ella la trasladaron a Londres. ¡Londres! Le otorgaron una
Gerencia a nivel mundial. Se codearía con las personalidades que quisiese y en
su cuenta tendría un sueldo en dólares y con varios ceros. Muchos ceros.
Mientras Miguel hablaba no pude dejar de ver como el agua iba filtrándose entre las tablas , bajaba los dos escalones hasta el salón y se esparcía, lenta.
- Pero es sabido que la distancia es asesina en las relaciones:
el que queda no conoce nada del lugar adonde va el otro. Ni las calles, ni las
comidas, ni los amigos. Comencé a celarla. Injustificadamente –esto lo digo
ahora, claro. Nos vimos una vez en el año siguiente a su mudanza. Cuando la vi
ya nada era lo mismo. No me preguntes que pasó, no lo sé. Pero ya nada lo era.
Decidimos terminar. De esto hace ya tres años.
¿Aguantará el vidrio, Francis?
Francis volvió a encoger sus
hombros.
La mujer de la radio portátil se había subido a su mesa - el agua ya hacia flotar las sillas- y adoptado una posición fetal , no sé si por el frío o por el miedo. O por ambas cosas.
- Vos te vas a reír, me dijo Miguel,
pero si yo pasase por un tamiz nuestra relación y ese tamiz solo atrapase las
cosas indispensables, las cosas inolvidables, aquellas cosas que más
quiero de ella, te diría que lo que más
extraño de ella, lo único que atraparía el tamiz, no son las sábanas, ni la alcurnia. Mucho
menos su dinero. Lo que más extraño de ella es la posibilidad de hablar sin
fin, de hablar sin más.
¿Vos me entendés, no?
No llegué a contestarle: el
vidrio hizo un estruendo enorme al romperse y el agua terminó de inundarlo todo
sin darnos tiempo a nada.
Hablar, sin más.