Me cuentan que fui a vivir allí al año de nacido. Un barrio, bien barrio. Clase media, como siempre fuimos, como nunca dejaremos de ser.
Enfrente de casa, la escuela. Blanca, blanquísima. Me quedaba tan
cerca que en algunos recreos me escapaba a saludar a mi vieja y volvía.
En la esquina , el almacén de Don Fulco, de paredes
amarillas gastadas, la entrada en la ochava, un cartel de chapa ,despintado,
de un infaltable vermú. Una mata de pelos , movediza y ladrante, llamada “Batuque”,
oficiaba de guardián.
Mi casa quedaba a mitad de cuadra. Digo quedaba no porque no
exista, sino porque desde hace rato ya no es “mi” casa. En la esquina,
cruzando, justo frente a lo de Don Fulco, era la suya.
Nos conocimos desde cuando pudimos hacerlo. Nunca
compartimos ni jardín de infantes, ni colegio. Él fue toda su vida a los curas
de Don Orione. Yo, incursioné por un colegio de doble escolaridad inglesa, luego
vino el Rodrigazo y aterricé en la escuela enfrente de casa, seguí la secundaria en la contra del Don
Orione, el Don Bosco y , para dar fin a tan rutilante carrera, finalicé en el paquetísimo San Alberto.
Jugamos todos los juegos de la era pre internet: Bolita (en
un pedazo de tierra que había, aun, en la vereda del colegio, hoy tapado por
baldosas asesinas.) Agarrabamos un palito y hacíamos el opi. Levantábamos la
mano: mangueta. Tirabamos. Creíamos ser infalibles. Íbamos con una lata llena
de “Norte” y “lecheras”. Todo bien hasta que venía el Negro y se pudría todo.
El Negro no entendía de derrotas. Y nosotros le teníamos un miedo de espanto.
Había época de “payanas” ( el mármol era un bien preciado. Hacíamos
guardia en la marmolería de la calle Olazabal rogando por un recorte. Y después
a moldearlas: Horas y horas gastándolas contra el cordón de la vereda.)
Época de autitos. Nuestros diseños variaban entre una
cuchara en el frente a una varilla repleta de arandelas. Todo ello balanceado a
la perfección con plastilina o masilla.
Y la pelota, claro. “Pierde, cuelga, pincha, paga”. Hasta
cualquier hora. Yo creí jugar mucho mejor que el . Y el que yo. Viéndolo de
lejos, creo que siempre fuimos unos troncos. Pero era una época de sueños. La imaginación
era una costurera que confeccionaba cualquier sueño. Hoy está más complicado: A
los sueños te los venden hechos. Televisión, Internet, nada de libros… Imaginación:
a dormir.
Antes no era que no había tele, eh. Había. En blanco y negro
y con dos canales. El ocho y el diez. Cuando empezaron algunas series, suspendíamos
el futbol, la escondida o lo que estuviésemos haciendo y nos juntábamos a
verlas: Kung Fu, El Hombre Nuclear, a la noche. Y a la tarde, Bonanza (que era más
vieja que la mierda pero nosotros creíamos que eran capítulos estreno), El Gran
Chaparral, Viaje a las estrellas...
Tampoco coincidimos con los deportes: Él, básquet, Yo, natación.
Aunque si coincidimos en el Club: El Kimberley, a unas cinco cuadras de casa.
Él , River,Yo, Boca. Él, rubio, Yo, negro. Él ,creyente, Yo, incrédulo. Él es bastante mayor que yo: Él es de Agosto, yo de Septiembre.
Para ese entonces ya teníamos unos doce años, más o menos.
Y fue por esos años comenzamos a coincidir en salidas.
Las salidas de aquellas épocas consistían en ir al centro, caminar desde San Luis
hasta la Costa, volver por Rivadavia y así hasta que nos cansábamos. No había guita
ni para café ni para Coca. Pero no nos importaba.
Y vinieron las mujeres. Cultivamos la casual precaución de
no pretender a las mismas. Nos enamoramos. Pretendimos, siempre, y fuimos
pretendidos, las menos. Recuerdo a algunas de sus novias, como seguramente él
recuerda a algún amor inolvidado por mí.
Nos hicimos inseparables. Íbamos a bailar y volvíamos caminando a
cualquier hora, con cualquier temperatura, decenas de cuadras. ¡Como olvidar la vez en que fuimos a bailar a a Saquarema,en el parque San Martín , la noche en que él estrenaba unas increíbles botitas de De Leonardis, de impecable gamuza. Fue la noche de la reinauguración de ese sótano infame. Habían pintado el techo de azul Francia. Y el calor de la gente siempre mucha lo derritió. Y llovió sobre nosotros. Y las botitas quedaron a lunares!
Antes de llegar
a casa pasábamos por la Churreria (Una estación de servicio se ocupó de ella) y
esperábamos a que nos rellenen los churros con dulce de leche. Luego, en su casa,
siempre en la cocina de Helve y Alberto, tomábamos mas pavas de las debidas.
Nos peleamos mil veces. Nos arreglamos mil una. Recuerdo una
en la que estuvimos meses sin hablarnos porque yo consideraba que él no había hecho
lo correcto, siendo yo, ya, un temprano intolerante. (Hoy creo ser uno con
todas las letras). Yo volvía del club y él iba hacia el. Por la misma vereda. A
la altura de lo de Vicente nos cruzamos. Nos miramos. Creo que nos abrazamos
(el beso era de maricas) y ya no nos peleamos mas.
Casi coincidimos en la facultad, pero ella se encargó de
nosotros rápidamente. Afuera.
Nos casamos. Coincidimos en tener, cada uno, una pareja de
cachorros por la que desvivimos.
La vida, ese albur, nos lleva y nos trae. A veces pasamos
meses sin vernos. Otras, nos lleva a compartir algunas tristezas de hiel. Hace muy poco, una hermosa alegría.
Sin embargo, aun en la lejanía, con él me pasa que, cuando
lo veo, algunas cosas se acomodan.
Y –pareciese- que el tiempo pasa diferente. No tengo necesidad de hablar. No me incomoda no hacerlo. Parece como
si estuviésemos de nuevo en su cocina, en un lugar sin secretos, esperando que se caliente la pava.
Esperando por unos buenos mates.
Para E, en su cincuentenario.
La ventaja de no ser leído por vos, amigo, es que puedo poner aquí lo que me venga en gana.
La ventaja de no ser leído por nadie es que esta pequeña crónica quedará, casi seguramente, desconocida.