lunes, 3 de diciembre de 2018

Látigo






Ya no tengo ganas de extrañarte
Forzado,a duras penas,
En mis recuerdos, te desvaneces.
Tu voz es otra,es cualquiera.
Debo cerrar los ojos 
Para oler tu olor.
Y ya dudo de mí. 
¿Es ese olor el tuyo?
¿Es esa risa la misma,la de siempre,
La de hace tanto?
Nuestro amor ,el mio,
se diluye en el cieno .
Entre  el frío del presente
Y el  ardiente averno del pasado,
Ya casi no me dueles.
Debo buscar alguna excusa,
Debo obligarme.
No puedo (no quiero)‎ olvidarte.
El pasado ‎sos vos,
El futuro es 
el látigo en mi espalda

domingo, 22 de julio de 2018

Lito






Cuando un matrimonio, una pareja se diluye uno se encuentra con que la mayoría de los objetos  son divisibles en partes iguales o parecidas. Es así como los álbumes de fotografías de separan en pedazos, algunas toallas y sábanas van para un lado y para el otro, lo que antes eran docenas de cuchillos y tenedores pasan a ser unas muy útiles medias docenas. Algunos cuadros y adornos, algunos libros, van para  acá , otros para allá.
Sin embargo otros objetos no son divisibles: en mi caso, el auto, los televisores y el lavarropas pasaron a ser ausentes notables. El colectivo y los libros fueron aliados inevitables para suplantar a los primeros hasta que pude reponerlos. El lavarropas no. De todas las tareas que hay en una casa y que un hombre –en estas épocas es inevitable que aclare: un varón de un matrimonio heterosexual- no suele hacer , hay unas que odio de manera especial: lavar la ropa y , aun mas, plancharla. De manera que busqué un reemplazante al artefacto evadido: el laverap.
A pocas cuadras del que en ese entonces era mi trabajo funcionaba uno. Era un pequeño local comandado por un pequeño hombrecito y ayudado por una mujer. La primera vez que fui, saludé, entregué mis bolsas con ropa y escuché al hombrecito decirme:
- “No la querrá apurado, ¿no?
No se había preocupado en saludarme y ya me estaba demostrando como serían las cosas.
- “No”, le dije. Y me fui.

Lito –supe su nombre meses después- tardaba el doble que otros laveraps. Pero dejaba la ropa impecablemente doblada y perfumada. Nunca tuve que  planchar mi ropa hasta que , un par de años después, cambié de trabajo y necesité planchar mis camisas. (Eso lo haría Mirta, la mejor planchadora de la región, lejos, pero esa es otra historia). Antes de retirar las bolsas, Lito las volvía a abrir –les hacia un nudo a las bolsas de polietileno que permitía desanudarlo sin romperlas- y echaba un par de disparos con el frasco de perfumina: la yapa, me decía)
Lito tendría sesenta largos, era canoso, bajito y usaba lentes. Su local se llamaba “Mechongué” en evidente alusión al terruño.
El Lito arisco y gruñón, lejano , del comienzo fue dando paso al cortés y cercano. Comenzó equivocando mi nombre, pero enseguida se esforzó en  prestar atención a su error y se enmendaba, rápidamente, disculpándose.

En tiempos difíciles , Lito siempre estuvo.
- ¿Tenés?
Antes de que llegase a contestar, sacaba un fichero en el cual, con perfecta letra enseñada por una educación que ya no existe, anotaba mi deuda mientras decía: “Me lo traés la próxima, Andá, andá”
Me pidió algunos  pequeñísimos favores  que cumplí con placer pero que él insistió en recompensar:
- “Este paquete es por tal cosa”
- “No, Lito, es mi trabajo , no me tenés que dar nada”
Me di cuenta que a personas como Lito no se les puede insistir. Me la ingenié distinto: dejaba pasar unos días, cosa que él no relacione los tantos, y le llevaba un budincito, un aceite de oliva, una botella de vino.
Su local tenía unas rejas que lo protegían de los robos, de manera que , al abrir la puerta de entrada , uno pasaba a un pequeño espacio de no más de un metro y medio de lado y era atendido, a través de una especie de ventanilla, por Lito.
Un día, Lito abrió la puerta, me hizo pasar, me dio un beso y me dijo:
- “Buscáte las bolsas “.
A partir de ese momento nunca más me quedé en el pequeño lugarcito de la entrada.
Otro día, recuerdo haberle pagado con un billete grande.
-“¿No tenés más chico?”
- “No, Lito, el cajero me dio esos” dije, señalándole el billete.
- “cerrá la puerta”, me dijo.
Cerré la puerta y vi como Lito abría su escondite secreto de dinero, sacaba el cambio y me daba mi vuelto.
Pequeñas cosas.


Hace cosa de un año vi a Lito dolorido. No pudo agacharse y me pidió que lo ayude. Fui a mi casa y no me quedé tranquilo. Llamé a Mirta. Me enteré que Lito venia sintiéndose mal desde hace meses y que, como buen testarudo,    nunca había consultado al médico. Lito vivía solo, solterón, y sus únicos familiares vivían en Mechongué.
Comenzó con los estudios que arrojaron la peor de las noticias. Comenzó con el tratamiento. A mi cabeza volvieron los recuerdos de mi padre enfermo de la misma mierda. Sus padecimientos, sus dolores, su final.
Lito pareció calcar la ruta. La enfermedad comenzó a hacer su trabajo de maldita infalibilidad.  Bajó de peso , mejoró, empeoró y volvió a mejorar.
Una tarde lo vi con un enorme moretón en uno de sus brazos. Lito se había pegado un porrazo bajando se su cama y había estado tirado allí hasta que los vecinos pudieron entrar a su departamento, sin poder levantarse.
Me contó esto como con vergüenza, impotente, pero siempre hablando de su recuperación, de “cuando esté bien”.


Mirta me llamó y me dijo que habían internado a Lito. Pregunté donde estaba y su habitación. De pasada compré unos bizcochos que sabía le gustaban. La habitación estaba en penumbras, la cama a su lado estaba vacía y no tenia visitas. Dormía. Me quedé mirándolo unos minutos, entreabrió sus ojos y se sorprendió al verme allí. Me preguntó :
- “¿ Porqué te molestaste?” . Abrí los bizcochos sin que nos vea la enfermera, lo ayudé a incorporarse. Sus brazos , de una delgadez que no puedo olvidar ni cerrando los ojos, tomaron el bizcocho y lo llevó a su boca. Mordió con ganas y me dijo:
- “Mmmmmmm”.  
Sonreí.
- “Tendríamos que despedirnos”, me dijo.
Lo miré, impávido.
- “ya no voy a volver al Lavadero, no estoy para esos trotes”, sonrió.
- “Ah,¡ me asustaste, Lito!”, le dije, tomándole la mano. “Bueno, voy a tener que conocer Mechongué”, dije.
- “Cuando me mejore le digo a Mirta que te avise y te venís a tomar unos mates”.

Me fui caminando por los pasillos de fluorescentes parpadeantes hasta el auto.
Lito murió durmiendo, ayer.
Posiblemente no conozca a muchas personas como él. Quién sabe.
Agradezco a mi ex, que se llevó el lavarropas.
Agradezco no haber comprado nunca uno.
Agradezco haber ido al hospital aquella tarde, haber compartido esos bizcochos.
Agradezco que Lito me haya engañado y a mí, dejarme engañar.
Una tarde de estas voy a tener que ir a Mechongué.









sábado, 26 de mayo de 2018

La obra.










Salió puntual, como cada mañana. Lo de puntual había perdido sentido desde hacía ya unos cinco años, cuando se había jubilado, pero aunque  ya no había lugar al que llegar a horario, él prefería mantener ciertas rutinas: las compras diarias, el diario, el café en el bar de la avenida. Hacia todo ello en un radio reducido, en su barrio, por lo que caminaba despacio, con su bolsa, en la que acomodaría sus compras, debajo del brazo izquierdo.
Había nacido allí, de manera que cada unos pocos metros daba o recibía un saludo.
Bebió su café sin leche ni azúcar, de a pequeños sorbos, degustándolo. En la silla contigua estaba la bolsa con sus compras. Nada del otro mundo: un poco de carne, algunas verduras, una lámpara que debía reemplazar. Hacía ya veinte años que se había divorciado y, con su hijo viviendo en Europa, los habitantes de su casa eran él y un perro mestizo, color marrón y pelo duro, al que había bautizado con el nombre de “Agosto” después de haberlo encontrado el mismo día de su cumpleaños el cinco de ese mes, tres años atrás.
Volvía caminando por la cuadra de su casa y notó algo raro. Se detuvo y estuvo cerca de un minuto pensando que podía ser. Sin darse cuenta de qué, volvió a emprender la marcha. Entrando a su casa, se dio cuenta. Volvió sobre sus pasos, salió a la vereda y miro. Si, tenía razón: a la casa de al lado le habían sacado el cartel de “Se Vende”.



Su casa tenía una construcción tradicional, muy de acuerdo a lo que hacía setenta o más años se estilaba. La había construido su padre y tenía una sala grande, al frente, a su lado la habitación de sus padres, que daba a la calle, en medio un baño y enseguida su habitación de niño. Detrás de la sala, la cocina, inmensa, había sido siempre el centro de la casa.
En los fondos él había construido un pequeño departamento al cual se había ido a vivir los primeros años de su matrimonio hasta que nació su hijo. Sus padres siguieron alquilándolo, como también era muy normal en esa época.
Todo el terreno tenía un pasillo lateral para guardar autos. Como piso había dos franjas de baldosas que pisaban los autos con sus ruedas. Su padre le decía trotadora. A él nunca le gustó esa palabra y mucho menos le encontró ningún sentido, pero tampoco encontró un sinónimo para ello. La trotadora tenía en medio y a sus lados, el césped mas prolijamente cuidado que uno pudiese imaginarse. Allí solía sentarse con un sillón de playa, por las tardes soleadas, simplemente a beber algo y ver a la gente pasar.
Había vuelto a vivir a la casa hacia ya unos quince años, cuando su madre enfermó. Él ya estaba divorciado y su hijo ya no vivía con él, de manera que le pareció conveniente mudarse allí y cuidar a su madre. Su padre había muerto unos años antes, sentado en su sillón, sin dolor ni preaviso.



Primero llegó una pequeña camioneta o, mejor dicho, un furgón, del cual bajaron tres personas. Él los vio entrar desde la esquina, cuando volvía de sus compras. Al pasar junto a ellos, se presentó:
- Buenos días, soy su vecino. Vivo en esa casa, dijo señalándola.
- Buenos días, mucho gusto. Soy el arquitecto. Nos vamos a ver seguido, le dijo.
- ¿el  arquitecto?, preguntó.
- Si, somos de la empresa…buscó en su camisa una tarjeta y se la entregó…Vamos a construir aquí.
- Ah, que bien, dijo, sorprendido e intrigado...y… ¿Qué van a construir?
- Una torre. Quince pisos.



Les llevó un mes demoler la casa y hacer un pozo enorme, ancho como todo el frente y hasta tres cuartas parte del fondo del terreno.
La pared que hacía de medianera no iba a sufrir daño alguno, le había prometido el arquitecto, y así fue. Operaban enormes palas excavadoras con la precisión de un cirujano y la vieja pared no sufrió ni una quebradura.
A partir de septiembre, cuando las tardes comenzaron a entibiarse, comenzó a salir acompañado de su sillón de playa y una taza de café, la más de las veces, o de té o un vaso de cristal con un whisky, las menos. Se sentaba y miraba la obra. Para entonces ya habían construido en el pozo y pronto comenzarían la planta baja. Cuando el edificio superó la medianera, los obreros comenzaron a saludarlo: - Buen día, Jefe ¿Todo bien? , le decían y el respondía a veces con su mano, otras con un gesto de su mentón.
Al poco tiempo, a mitad de mañana, al llegar de sus compras, comenzó a preparar dos termos con café,  se acercaba a la pared y subiendo los tres peldaños de una pequeña escalera que tenía para llegar a los escalones altos de las alacenas, se los ofrecía a los obreros. Eran unos diez. Mitad en broma, mitad en serio, uno de ellos le dijo:
- ¡Miré cuando vengan los demás, Jefe!
A “los demás” se refería a los obreros que vinieran a trabajar cuando se agregasen cosas por hacer. Por ahora estaban solo los que “levantaban” el edificio. Albañiles, capataces, arquitecto. Más tarde vendrían plomeros, electricistas, pintores…

Comenzaron a invitarlo a los asados que hacia el arquitecto los días viernes. Los asados hechos en las obras tienen fama de ser los mejores y, luego de probar el primer bocado en el primer asado al cual fue invitado, él lo confirmó. Mientras comía pensó en cuál sería el secreto: si la parrilla de alambre y mil asados, si la madera sacada de los tirantes rotos de la losa...


Sentado en su sillón vio como el edificio fue creciendo como una enorme jaula de granito por la que pasaban los rayos de sol de octubre y los de noviembre, por la que caminaban sin cesar los obreros, como pequeños canarios.
Para Diciembre la losa fue terminada, la jaula tenía quince pisos. Comenzaron a levantar las paredes en enormes ladrillos de color gris. En pocas horas él podía ver como se iba cerrando cada uno de los rectángulos delimitados por el granito. Solo quedaban a salvo de los ladrillos los agujeros en los que más tarde colocarían las ventanas.

A fines de enero salió a la trotadora con su sillón. Se sirvió un whisky y lo apoyó en la escalerita que usaba para trepar a la pared y que ahora estaba a su lado. Miró la enorme pared. El sol se recortaba por los bordes, como un aura. Notó que el césped que  bordeaba la trotadora había tomado un color amarillento, pese a que él se bahía encargado de regarlo. “Ya no tiene sol”, pensó. Eran las ocho de la noche pero la luz de enero confundía a los cuerpos. Bebió un sorbo de whisky. Un hielo se apoyó sobre su labio.
“Ya no veré la luna nunca más desde este sillón”, pensó.  Por las noches él solía mirar la luna, sobre todo esa  anaranjada y redonda como un sol cansado. “Ya no veré esa luna nunca más”, dijo, en voz baja. Se paró  y buscó, en vano, un lugar donde colocar el sillón y ver la luna, pero la pared del edificio lo tapaba todo. Volvió al sillón. Fijó la vista en el agujero de una ventana. Y luego en uno de los miles de ladrillos.
Pensó en cuantas paredes había construido en su vida. Pensó en aquella pared que le había impedido decirle a su padre cuanto lo quería. Y en aquella otra que le impidió ver a tiempo que su matrimonio de despedazaba. Pensó en la pared que le impide llamar a su hijo y decirle que lo extraña. Construyó una pared a cada paso. Una pared para no hacer lo incorrecto. Otra para respetar los horarios. Otra para evaluar a sus mujeres, con foso y puente levadizo. Construyó, incansable, paredes todo el tiempo.
Una brisa fresca, extraña en enero, hizo que se levante, pliegue el sillón y entre a su casa, en el preciso momento en el que comenzaba a pensar si no era tiempo (si no sería tarde) de demoler paredes, una a una.












sábado, 28 de abril de 2018

Pañuelos de papel








Comencé a cruzar la plaza a las 11 en punto. Crucé la avenida arbolada y me quedé unos segundos a la sombra. No recordé exactamente la palabra de mi cita de las once y treinta: no sabía si era “cita” o “turno”. La había pactado por teléfono después de estar casi veinte minutos pasando por el conmutador del Ministerio y se me había olvidado.
Es lunes por la mañana –en la Capital, las once es aun una hora temprana- y la gente se conducía apuradamente pero con cara de no poder hacerlo: ojos casi entornados, rostros serios, pasos prontos…muy a las perdidas una sonrisa. De fondo, las bocinas lo tapaban todo, incluso el piar de los gorriones y los tordos que eran, lo sabía bien, miles.
No dejaba de llamarme la atención cómo todo transcurría normalmente pese a yo sentirme tan mal. Eso me irritaba. Pero, a la vez, me decía: ¿Y porque ellos habrían de saber lo que me pasa? ¿Cuántas veces habré pasado junto a alguien que esté como yo ahora y lo ignoré? ¿Cuántas habré estado compartiendo momentos junto a algún compañero de trabajo, incluso algún amigo y no me di cuenta de su pesar? ¿Cuántas?
El monumento al Líder estaba en medio de la Plaza. Construido en cemento, de color gris, sin ninguna pintura que lo recubra, debía medir unos treinta metros. Estaba parado mirando hacia abajo y no importaba  donde uno estuviese  parecía que fijaba sus ojos en aquel que lo mirara. Recuerdo que se inauguró cuando yo era muy pequeño , con desfile militar y fuegos artificiales de por medio. Nunca se hablaba ni de la salud ni de la edad del Líder y desde hacía varios años solo se escuchaba su voz por los parlantes de cada casa en ocasión de su cumpleaños y del aniversario de la Gesta.
El Ministerio era uno de los diez que rodeaban la plaza y el más grande. Tenía diez pisos y ocupaba una manzana entera , como un gran cubo. Estaba revestido de mármol color bordó, lo que lo hacía resaltar del resto. Miré mi reloj: once y veinte.
Entré al gran hall y fui directo a la mesa de informes.
- “Tengo un turno para las once treinta”, le dije al joven de Informes.
 - “Cita. La Ministro no da turnos, da citas. ¿Su apellido?”
-“Perdón, cita. Tengo una cita a las once y treinta, mi apellido es Gates. Juan Gates”
- “Quinto piso, oficina 540. El ascensor no funciona”
-“Gracias”
Me alegré de mi puntualidad y de los diez minutos que faltaban. Ahora siete. Me alcanzarían para subir los cinco pisos sin problemas.
Llegué y me senté, pero al hacerlo escuché: ¡Gates! . El tono de la señorita me sobresaltó. No era un tono imperativo pero si lo suficientemente fuerte para no tener que salir de la oficina en la que estaba. Entré y dije:
-“Soy Juan Gates”
La recepcionista de voz potente me dijo:
-“Pase, la licenciada lo está esperando”
- “Gracias”. Había entrado hacia menos de diez minutos al Ministerio y ya había dicho dos veces “Gracias” sin que aun hubiese solucionado el problema que me  había traído allí.
La oficina era inmensa y estaba toda revestida en madera lustrosa, incluso las paredes. La Licenciada estaba mirando hacia afuera por el amplio ventanal que daba a la plaza y al escucharme entrar se acercó hacia a mi, extendió su mano y me dijo:
- “Iris Schwartz, siéntese por favor”
Tendría unos cincuenta años y una belleza impactante. Alta, erguida, su pelo prolijamente recogido, casi sin maquillaje y ninguna joya. Vestía una chaqueta ceñida y tacos que la estilizaban aun mas. Su rostro, sin embargo, tenía una seriedad extraña, un rictus aquerenciado.
Ella rodeó el escritorio –también inmenso y con sólo una carpeta cerrada sobre él- y se sentó. Yo hice lo mismo en una silla amplia y tapizada , con apoyabrazos de madera,  casi un sillón. Apoyé mi libreta de identificación sobre el escritorio.
-“Dígame en que puedo ayudarlo, Sr Gates”.
- “Voy a ser directo, Licenciada: No sueño mas”
- “¿No sueñas más? Bien. Le voy a pedir que me aclare un poco. ¿A qué se refiere al decir que no sueña mas?”
- “Bueno, justamente eso. No me refiero a los sueños que uno tiene cuando está despierto, no. A esos tipo de sueño yo lo relacionaría con las metas…o los planes que uno puede - o no – tener. Pero yo me refiero a otra cosa, me refiero a aquello que uno sueña cuando duerme…”
- “Entiendo. Ahora dígame. ¿Cómo sabe que ya no sueña más?”
- “Me resulta extraña su pregunta , Licenciada. Yo siempre supe que soñaba. Y supe qué soñaba. Nunca creí aquello de que uno se olvida de los sueños. Al menos a mí nunca me pasó...o , mejor dicho, nunca me había pasado”
- “¿Usted me quiere decir que recuerda sus sueños?”
- “Si. Completamente. O casi”
- “¿Puede contarme alguno?”
Su pregunta me desconcertó. ¿Esperará que le cuente una intimidad? ¿Debería yo acceder a ello?
- “No estoy seguro de querer hacerlo, discúlpeme”, le dije.
- “No tiene porque disculparse, Sr Gates. Sólo era para corroborar con qué tipo de detalle lo hacía”
- “Recuerdo mis sueños, Licenciada, créame”
Me interrumpió y me pidió que no le diga Licenciada sino que la llame por su nombre.
- “Muchas veces, durante el día, tengo problemas. Todos los tenemos. En oportunidades, problemas menores, corrientes. En otras, problemas graves, dolientes. Y en todas esas oportunidades me tranquilizaba el hecho de saber que por las noches podía soñar.
Ya acostado, habiendo apagado la luz, dejaba los problemas a un lado y preparaba mi sueño: la mayoría de las veces esos sueños eran premeditadamente incumplibles: Yo soy el cantante exitoso, el millonario benefactor, el científico huraño, el escritor irrepetible. En mis sueños soy el que nunca seré. Y soy feliz allí… ¿me entiende?”
- “Claro que lo entiendo, Sr Gates”
La interrumpí y le pedí que me llame por ni nombre.
- “Claro que lo entiendo, Juan. Pero estoy en un problema. Usted vino al lugar correcto. Estamos en el Ministerio de la Felicidad. Y yo soy la ministro. Pero, como comprenderá, debo derivarlo a mi equipo. El problema es que hay dos secretarías que podrían ver su caso. Pero dudo a cual derivarlo..es más ..creo que a ninguna.
El Dr. Alexander Minitti es el subsecretario de Sueños Incumplidos. Y la Dra Erika Rosenfeld es la subsecretaria de Sueños Cumplidos…pero…el problema es que usted no sueña…”
- “Entiendo”, dije.
- “Lo que me confunde aun mas es lo que me acaba de decir: Usted soñaba sueños irrealizables. Por lo tanto no lo puedo derivar con Rosenfeld. Usted nunca los cumplió”.
- “Es verdad”.
- “Por un lado, mejor. Es muy difícil cumplir los sueños, pero lo es más aun cumplirlos y no ser feliz. ¿Le parece que lo derive con Minitti?”
- “Con todo respeto, Iris. Yo tampoco tengo sueños incumplidos. Al menos no los que soñaba por las noches. Esos sueños no eran para ser cumplidos . Eran para volar. Eran para poder hacer lo que  cuando uno está despierto no puede. Hacer lo imposible.
En mis sueños yo volvía a estar con mi padre – el falleció hace muchos años- y en ellos me aconsejaba lo que no pudo hacer en vida. Caminamos por la vereda del sol, despacio. Él ríe. Nos sentamos en una mesa y tomamos su whisky preferido. En mis sueños el hielo del whisky nunca se derrite. Y el vaso nunca se vacía. ¿Sabe qué  hermoso es?
En mis sueños puedo volver a estar con aquella mujer. Escuchar su respirar. Sentir como real el sabor de su boca.
En ellos redacto el poema que el poeta ya escribió. Y ese poema es mío y de nadie más. Y se lo leo a ella. Y ella, la mujer que le decía antes, lo escucha y sabe que fue escrito para describirla…En mis sueños ella no vuelve: nunca se fue.
En ellos no hay cuestionamientos, ni arrepentimientos, ni explicaciones.No hay engaños ni hipocresía, solo verdad.”
- “Es por eso que vine a verla. Desde hace más de seis meses ya no puedo soñar. Por más que lo intento, no puedo. Las noches están vacías. Huecas. Y por la mañana, al despertarme no recuerdo ni el silencio.”

La licenciada se había parado y estaba nuevamente junto al ventanal.
- “Déjeme que lo hable con mi equipo, Juan. Deme unos días. Nosotros nos contactamos con usted”
Dijo esto dándome la espalda y sin darse vuelta me dijo:
“Adios”
La escalera era más veloz al bajar. Al llegar al segundo piso recordé la libreta de identificación sobre el escritorio y me maldije.
Volví sobre mis pasos, la recepcionista no estaba en su escritorio. Golpeé la puerta y entré.
- “Disculpe, Iris, olvidé mi libreta…”
Me acerqué al escritorio y la tomé, fue en ese momento cuando me di cuenta que La licenciada Schwartz , la ministro de Felicidad de la Gesta, tenía los ojos enrojecidos, algo hinchados y sobre el escritorio había , estrujados , algunos pañuelos de papel.










"Todo sucede en la mente y sólo lo que allí sucede es real" (Jorgito Orwell)
"Esta habitación es irreal , ella no la ha visto" (Jorgito Borges)

sábado, 17 de marzo de 2018

Cosecha







La mañana en que se fue amaneció como un día común y lo primero que se preguntó es si un día como aquel, tan común, se convertiría alguna vez en un recuerdo: los cansados toldos del café apenas se movían con una brisa suave, el barrendero juntaba las hojas en montones cada unos veintipocos metros, las calles casi sin autos, los pájaros despertando, el sol remoloneando entre unas pocas nubes grises.
Caminó hacia la terminal de ómnibus. Había pensado tomar un taxi pero enseguida lo descartó: cuanta menos gente me vea, mejor, pensó.
Se sentó en la quinta fila, contra la ventanilla. Acomodó su único bolso en el portaequipajes superior, sacó un libro y esperó a que el ómnibus arranque.
Recorrió mentalmente lo planeado. Planear  estaba en su naturaleza. Era un exitoso ingeniero, dueño de una exitosa empresa constructora, casado con una hermosa y buena mujer y con un hijo de cinco años. Vivían en una amplia casa de uno de los mejores barrios de la ciudad. 
La vida perfecta para cualquiera, menos para él.
Se había dejado crecer la barba y el bigote hacia un año atrás y comenzó a usar anteojos que solo él sabía que no tenían  aumento. Ahora sería más fácil cambiar de apariencia: bastaría con afeitarse ,sacarse los lentes ,algún que otro cambio en la vestimenta y poco más.
Conseguir documentos con otro nombre resulto más fácil –y barato- que lo que había supuesto.
Apenas salió de su casa había desarmado el celular. Tiró la batería en un cesto de la calle Independencia y arrojó el celular desde el puente que cruza sobre el arroyo, casi frente a la estación.
Se durmió apenas el colectivo arrancó con el libro sobre sus piernas.
Cruzó la frontera a la mañana del tercer día. Al ser la primera vez que le pedirían los documentos nuevos tuvo miedo de ponerse nervioso pero nada de ello pasó: hasta le sonó natural el sonido de su nuevo nombre cuando el oficial lo llamó.
Llegó al pueblo casi de noche. Preguntó por un hospedaje barato y limpio. En el bar le preguntaron a que venía al pueblo y él contestó: A  levantar la cosecha.
Se enteró de su búsqueda y también de las hipótesis de la policía: secuestro, accidente, suicidio. Enseguida descartaron las dos últimas: no había cuerpo suicidado ni accidentado. 
A los pocos días descartaron el secuestro: nadie llamó pidiendo rescate.
En un diario vio su rostro con barba y anteojos en las noticias internacionales, debajo, el rostro demacrado de su esposa. Se quedó mirando la foto unos minutos mientras su alma navegaba entre angustias y preguntas: ¿lo amaría alguien alguna vez como ella lo había amado?
El trabajo de la cosecha resultó aun más duro de lo que él ya sabía que sería: sus manos se llenaron de cortes y se arrancó una uña de cuajo, el sol dejó su nuca áspera y doliente durante días, su cintura crujía.
Al terminar la cosecha se trasladó a la capital y buscó trabajó en cualquier cosa que no tuviese que ver con la ingeniería. Consiguió un empleo de despachante en una –allí la llamaban así- gasolinería.  
Al año siguiente volvió al trabajo de la cosecha y lo repitió durante cinco años: la paga era muy buena.
En la Capital conoció a una mujer con la que novió y a otra con la que se casó.
Tuvieron una hija al poco tiempo.
No se opuso cuando ella quiso estudiar Ingeniería pero nunca le mostró uno solo de sus conocimientos. La ayudó ,claro, pero como el propietario que ahora era de una tienda de regalos ayudaría a su hija.
Se separó de su mujer a los quince años de casados.
Su hija se empleó en una petrolera inglesa y la trasladaron al mar del Norte.
El día de su cumpleaños numero sesenta hizo lo impensado: rompió la promesa (jurar le estaba vedado, no tenia Dios por quien hacerlo) que se había hecho a sí mismo tantos años antes y sacó un pasaje de avión.

Le pidió al taxi que lo dejase a unas cuadras. Caminó despacio las cuadras que lo separaban del café. 
Ya no estaban los toldos en, quizás, el único cambio que notó a primera vista. Entró al café y se sentó en la mesa de la ventana desde la cual vería su casa. ¿ Seguirían viviendo allí? ¿Quiénes?
Levantó la vista y notó que el dueño del café era el mismo. Nada en el hacía suponer que lo había conocido. No solo no tenía ni barba ni lentes : tenía más de treinta años que entonces.
Revolvió tranquilo la taza de café y miró hacia su casa.
Volvió al café durante cinco mañanas. Al tercer día la vio salir: sacó su camioneta y quedó a la espera. Un hombre de traje subió por el lado del acompañante. Al pasar frente al café sus ojos volvieron a ver su sonrisa, indemne.
El quinto día vio como el que sin dudas era su hijo (es igual a mí, pensó) bajó de un auto. Abrió el baúl y comenzó a armar un cochecito de bebé. La puerta del acompañante se abrió y bajó una mujer con una niña rubia de pelo ensortijado y dorado. Colocaron a la niña en el cochecito y notó que su  hijo abrazó a la mujer mientras caminaban , despacio , por el sendero que conducía a la entrada . Sonrió , con la taza de café apenas apoyada en sus labios, cuando vio como  acomodaba el pelo de la mujer a un costado de su nuca y la besaba.
Pidió la cuenta y salió caminando. Las ocres hojas de los plátanos crujían debajo de sus pies.
Podría haber pensado que hubiese pasado de no haberse ido. Podría haber pensado muchas cosas más. 
Pero no lo hizo. 
Caminó sin angustias y sin culpas hasta la estación, miró el gran reloj de la pared norte y pensó que aun faltaba un buen rato para la partida.

















—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:
—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.

domingo, 11 de febrero de 2018

La carretera




¿Cuál fue la tarde en la que con mis amigos salimos a jugar por última vez sin que ninguno lo supiera?
¿Cuál la que te despedí sin darme cuenta que ya no habría otras?
¿Cómo no me di cuenta que aquel “Hasta mañana” nunca se cumpliría?
¿Cuál  fue la tarde en la que debí decirte que te amaba, antes de que te fueras y no pudiese verte más?
¿Cómo reparar aquel daño, como preverlo?


La vida, finalmente, es esa carretera infame repleta de carteles que nos dicen aquellos lugares a los que nunca iremos , aquel camino que debimos tomar.

























Para vos, a quien siempre espero.

domingo, 21 de enero de 2018

Mentol







-Encargáte, dijo y tiró la carpeta de tapas de cartón naranja sobre el escritorio.
Pese a que éramos tres los que estábamos allí, todos sabíamos que se refería a mí.
El Comisario General Petcoff me miró y me dijo: - ¿Podés creer? ¿A menos de seis meses de jubilarme viene a joder otra vez? La reputísima madre que lo remil parió. Golpeó el escritorio y tiró un vaso al piso. Por suerte estaba vacío y por suerte, era de plástico.
-En la carpeta están los desaparecidos del año pasado, fijáte si están relacionados. Mové las cachas, dale. Y mantenéme al tanto.

Salió primero y se fue sin saludar. Nos quedamos los agentes detectives Pizarro y Todesca y yo, el jefe de Detectives Pinot.

El día anterior se recibió en el destacamento una denuncia de la empresa recolectora de residuos. Mientras realizaban la tarea de recolección, alrededor de a las diez de la noche, en la calle Carabelas al 1200, a uno de los operadores se le cae una bolsa y se rompe. Hasta ahí, nada fuera de lo normal. ¿Lo anormal? Dentro de la bolsa había un fémur. Un fémur humano.
Ni bien se recolectó la prueba se le entregó al Departamento de Análisis Forense Central. Según nos dijeron, mañana por la tarde tendríamos algún resultado.
Me fui a mi casa y me llevé la carpeta.


En los últimos siete años habían desaparecido diez personas en la jurisdicción correspondiente a nuestra Comisaria. Varones y mujeres, entre 25 y 45 años. Todos de clase media-alta, sin ningún problema con la ley, todos con ocupación comprobada y con un patrón común: No se supo nunca más nada de ellos ni de sus cuerpos. Nada de nada.
En la carpeta había una ficha de cada uno de ellos: edad, sexo, ocupación y todos los datos que fueron obtenidos a raíz de la denuncia realizada por los familiares.
El hecho de que no se hayan podido resolver ninguno de los diez casos se llevó puestos a tres Comisarios y ese era el miedo de Petcoff.
Leí cada una de las fichas y me dormí.



Por la mañana nos encontramos con Pizarro y Todesca en el café de la esquina del destacamento. En unos minutos llegaría la Teniente Pozzi, de Forense, con los resultados.
Arreglamos repartirnos los casos y comenzar hoy mismo a entrevistar a parientes y a vecinos. Eran diez casos. Me quedé con cuatro, los primeros en orden de antigüedad. Asigné a  Todesca  los tres siguientes y los últimos tres a Pizarro.
La Teniente llegó puntual. Venía de civil y la ropa, mas el pelo suelto, la hacían mucho más atractiva que cuando vestía el uniforme.
Nos saludamos y le pedí un cortado sin espuma.
-¿Qué se sabe, Teniente?
-Tenemos los resultados preliminares, no los genéticos que tardarán una semana. Es un hombre de unos 35 años. Hay un dato que les va a llamar la atención: la data de muerte.
-¿Cuándo murió?, se apuró Todesca, ansioso-
-Hace un año. Murió hace un año.
 Ni bien tenga el resto de los resultados me pongo en contacto, Detective, me dice. ¿A propósito: Hay registro genético de los familiares de los desaparecidos, no es cierto?
- De todos menos de un caso, teniente. Los familiares no permitieron ser cotejados por motivos religiosos.
- Perfecto. Llegado el caso habrá que recurrir al Juzgado. Esperemos.
Mientras si iba noté que Pizarro le miraba el ir. Sonreí y me terminé el café.


Los siguientes tres días los dedicamos a los casos asignados. En la mayoría eran parientes dolidos por la falta de respuestas. Uno de ellos me mando a cagar y ni me abrió la puerta. Otra me contestó por el portero eléctrico de su departamento en Puerto Madero, en un dialogo tenso y siempre a punto de interrumpirse violentamente.
Por suerte los vecinos fueron más accesibles y fueron dándonos datos que fui agregando a las fichas.


Nos reunimos en el café. Cuando llegué estaba Pizarro.
-  ¿Y Todesca?
Pizarro se encogió de hombros mientras masticaba una medialuna que había mojado en su té. En su taza flotaban migas y recordé cuanto me molestaba que eso me pasase cuando era chico. Juntaba una por una con la cuchara, sumergiéndola cerca de la miga y haciendo que el líquido caiga en la cuchara y la arrastre.
- Ya debe estar por llegar. Miré la hora. Eran las nueve y cuarto y habíamos quedado a las nueve. Todesca era sumamente puntual.
Hablamos con Pizarro de sus casos y de los míos. Habíamos tenido experiencias similares, de enojos y reticencias.
A las diez, tomé el celular y llamé a Todesca. Apagado.
Todesca era un petiso  entrerriano que vivía solo en un Hotel-Pensión del Centro. Le dije a Pizarro que se vaya hasta allá y que me llame al llegar, yo iría a ver a los vecinos de uno de mis casos.
Al mediodía recibí el llamado de Pizarro.
- Discúlpeme, Jefe, que no lo llamé antes, pero estuve haciendo algunas averiguaciones por acá, en el Hotel. Ni noticias de Todesca. Ayer no vino a dormir.


Lo llamé a Petcoff y le conté lo sucedido con Todesca.
- Hace muy poco tiempo,  me dijo. No vamos a revolucionar el avispero para que después aparezca este pelotudo como si nada…Eso sí: andá pidiendo información a la empresa de telefonía sobre cuál fue la última antena activada, eso demora unos días… Y si aparece, mandálo a la concha de su hermana de mi parte.

Le pedí a la gente de Legales que me emita el oficio para la telefónica y me fui a casa. Dejé el teléfono cargando pero encendido, por las dudas de que llame Todesca.


El sábado me levanté sin noticias del petiso. Fui hasta la mesa del living y agarré la carpeta. Tomé una hoja y anoté las direcciones de los casos que tenía asignados. Me vestí, tomé unos mates a las apuradas y salí para la primera dirección.

Era una casa antigua pero bien mantenida, con el frente que llegaba hasta la vereda y una puerta doble impecablemente pintada. Me atendió una señora de unos setenta años vestida y pintada como si fuese a salir en ese momento. Me identifiqué y su cara cambió. Paso de una sonrisa servicial a una cara adusta al borde de la crispación. ¿Otra vez? ¿Qué pasó ahora?
Todesca había estado allí dos días antes. Le di las gracias y me fui.
La segunda dirección era en un edificio cercano. Me acerqué al auto y dejé la carpeta en el asiento trasero, lo dejé estacionado allí y decidí ir caminando, no sin antes chequear que mi sobaquera estuviera completa.
El departamento estaba en un quinto piso, en la letra “d”. Toqué el portero y no contestó nadie.
Probé con el “e”. Nada. Probé el “c”. Me atendió una voz femenina. Era una masajista que vivía allí. Le pregunté si sabía algo de la familia del departamento “d” y me dijo que no, que lo mismo le había dicho al policía que había estado el día anterior.
- ¿recuerda como era el policía, se identificó?
- Si, si. Era un policía muy amable, algo bajito. Me dijo que era el Agente Todesca.

El tercer caso asignado a Todesca era una empresa de materiales de construcción. Su dueño, en ese entonces de cuarenta y un años, había desaparecido tres años atrás.
Estacioné el auto justo en la puerta. Me recibió una empleada que me dijo que el dueño llegaría en quince minutos. Esperé al hermano del desaparecido en unos sillones muy cómodos colocados contra un ventanal que daba al patio de operaciones. Me entretuve uno minutos viendo como las palas mecánicas cargaban arena y piedra en los camiones.
La misma señorita me indicó que pase a la oficina del primer piso que me esperaban.
 - Somos tres hermanos. Dos varones y una mujer. Los tres trabajamos en la Empresa desde que papá se retiró. Disculpe que hablé en presente…pero para mí Marcos va a aparecer en cualquier momento. Me niego a hablar de él en pasado.
- No tiene de que disculparse, le dije. Le hice algunas preguntas más y terminé diciéndole:
 Supongo que no, porque sino ya me lo hubiese dicho…pero… ¿No estuvo por aquí un compañero a consultarlo por este caso, en estos días?
- ¿En estos días? No…Usted es el primero que viene a la Empresa desde que mi hermano desapareció.



La teniente Pozzi me citó en su oficina. Maldije tener que ir hasta el centro con este calor, pero no me quedó otra.
La oficina tenía pocos detalles femeninos, apenas un portarretratos con la que supuse seria su familia y jarrón con flores naturales que parecían jazmines pero no lo eran.
Me acercó una carpeta con los datos genéticos y me dijo:
- Tenemos un problema: Más vale que estos datos coincida con alguno de los nueve que ya tenemos. Si no es así: o son del decimo y vas al Juez o tenés el fiambre número Once.
La teniente Pozzi cuando se ponía el uniforme era un policía ciento por ciento, hasta en su léxico. Estoy seguro que jamás hubiese usado esa palabra -“fiambre”- el día en que la encontramos en el café, con los pantalones ajustados y el pelo suelto.





Pasaron cuatro días de no tener una puta noticia del petiso Todesca y sucedió lo que esperaba: el Comisario Petcoff me citó de urgencia en el Destacamento. A mí y a Pizarro.
Nos sentamos a esperarlo y no habíamos llegado a ponernos de acuerdo con Pizarro en qué carajo decir, cuando entró. Vino con dos capos de Jefatura.
- Escúchenme, pedazo de pajeros. ¡Les doy un caso en el que hay gente desaparecida y no solo no encuentran a nadie sino que desaparece uno de ustedes! ¿Cómo mierda puede ser? Explíqueme, Pinot ¡Hable!
- Con todo respeto, Comisario. Estábamos en plena investigación, nos habíamos asignado los casos, estábamos esperando las pericias y Todesca se hizo humo. Literal: humo. No sabemos donde cazto está. Pizarro llamó a Entre Ríos, sin levantar mucha sospecha ya que los padres del petiso son muy mayores y allí no está. La última vez que lo vieron allí fue para las fiestas. Fuimos al hotel, a la cantina donde suele ir a cenar, hasta al gimnasio donde hace fierros: nada. Nadie sabe nada. Pedimos a la telefónica el informe sobre la última antena activa, pero lo van a tener para mañana…Es raro, no se lo voy a negar…el petiso era muy prolijo, sobre todo cuando de trabajo hablamos: jamás olvidaba un reporte.
Petcoff se miró con los dos caporales y se fueron sin más. Del otro lado de la puerta se escucho el bramido: ¡Téngame al tanto, Pinot!



Fui a primera hora a la telefónica. Me hicieron esperar un buen rato, pero finalmente apareció una flaquita con un sobre en la mano. Me hizo firmar un formulario y me fui.
La última antena activada cubría doce manzanas. Y la hora de la última activación había sido a las doce de la noche del martes pasado. La casa de la Sra. Paqueta y el 4 “d” estaban allí.
Golpeé la puerta y ni bien abrió me atajé:
- Disculpe Señora, me quedó algo por preguntarle: ¿Cuándo y a qué hora estuvo mi compañero aquí?
- El lunes a eso de las diez de la mañana.
-Muchas gracias.


En el 4to “d” no había nadie. Tampoco en los de los vecinos. Intenté con el portero. Me atendió su esposa y me dijo que enseguida bajaba. Al rato salió un gordo pelado, escobillón en mano, cara de culo.
- Discúlpeme, soy el detective Pinot y quisiera hacerle unas preguntas.
- Cortito, estoy trabajando.

Le pregunté por los habitantes del 4 “d” y me dijo que se habían mudado después de lo que le pasó a la chica. En el “e” no estaban nunca trabajaban todo el día…y en el “c” vivía una masajista que siempre está. Si no lo atendió es o porque está con un cliente o porque bajó a hacer unas compras.
Recordé que había hablado con ella el día que había estado preguntando por el petiso, pero había sido por el portero eléctrico.
-Ahí viene, me dijo el portero. La masajista es aquella. Me señala a una rubia infartante que venía cruzando la calle con bolsas de supermercado en ambas manos.
Lo dejo, tengo que seguir trabajando.
-Muchas gracias.
Cuando se acercó la rubia del 4 “c” me presenté.
- Ah, si…hablamos el otro día... ¿era usted, no?
-Si, si… ¿podría hacerle algunas preguntas?
- Si quiere subir…y de paso me ayuda con esto…dijo mientras me mostraba las bolsas. Mi próximo cliente anuló su cita.
Subimos en el ascensor hablando del clima y bueyes perdidos, mientras trataba por todos los medios que mi mirada no se detenga en ese escote.
-Pase, me dijo al abrir la puerta de su departamento, puede apoyarlas acá nomas, y me señaló un rincón con una mesita ratona sin adornos.
- ¿Quiere tomar algo? ¿Un café? ¿Un té?
- No gracias, me excusé. Solo la voy a molestar con unas preguntas.
Se sentó en un sillón pequeño sin apoyabrazos y me dijo:
- ¡Por supuesto! Adelante.
Le hice algunas preguntas referidas a la  joven del 4 “d” desaparecida unos años atrás y enseguida pregunté por Todesca.
- Estuvo aquí el martes por la tarde. Déjeme ver. Tomó una agenda pequeña de tapas con girasoles y me dijo:
-Casi podría jurar que fue a las 19 horas del martes. Hablamos poco porque a las 19:15 tengo un turno fijo con la Sra. Trama, la esposa del político… Una persona muy correcta, su compañero, muy amable. Le dije lo mismo que a usted.
Mientras me hablaba yo revisaba con mi vista el departamento, perfectamente amueblado y decorado aunque, para mi gusto, con un fuerte olor a mentol.
- Es el olor a las cremas que utilizo. La mayoría viene por contracturas y el mentol es bueno para eso. Algunos de mis colegas ya no lo usan, pero yo sigo las indicaciones de mi maestro, dijo, señalando una pared sobre la que colgaba un diploma de un prestigioso Instituto de la ciudad.
- Es usted muy detallista, le dije. Supuse que me había visto inhalar y advirtió algún gesto en mi cara de desagrado.
¿Podría mostrarme su departamento? Rutina. Mientras anoto algunos datos.
- ¿Rutina? No hay problema, sígame.
En mi libreta anoté su nombre y demás datos, mientras vi que al costado del living había un pasillo que conducía a las habitaciones. La más grande estaba destinada a su gabinete de masajes. Todo amueblado en blanco, con un estante con toallas también blancas perfectamente dobladas. Otro estante con cremas y líquidos, la camilla. El olor a mentol era más fuerte aun.
La otra habitación era la suya, decorada en un color que –le pregunté y me dijo- maíz.
Y la otra era de una sobrina que solía visitarla cuando venía a la capital. A su lado el baño. Del otro lado del living había una cocina espaciosa en las  espaldas del edificio con vista a la plaza.
- ¿Todo bien, Detective?
- Si, Señorita. Todo bien.
Le dejé mi tarjeta por si quería aportar algún dato y me retiré.


Los datos genéticos no coincidieron con ninguno de los nueve de los que teníamos registro. Deberíamos esperar que el juzgado tome la muestra y recién ahí cotejarlos.

La semana transcurrió sin novedades del petiso ni de ningún tipo. Elevé un informe a Petcoff con los chequeos negativos entre las muestras y la espera del tema con el juzgado.
El sábado por la tarde me fui  a correr por la Costanera para oxigenarme un poco y ver si el mar me ayudaba un poco con alguna idea. Volviendo, un mensaje en mi teléfono dice: “Olvidé decirle algo. Belén”

Me dijo por el portero que suba. Golpeé la puerta. Al abrir la vi a ella en una especie de baby doll rojo y poco más. Me besó sin darme tiempo a nada mientras me desabrochaba la camisa. Intenté separarla sin demasiada convicción. Lo notó. Se arrodilló frente a mí dispuesta a hacerme pasar los mejores minutos en mucho tiempo. Mi performance fue discreta, su voracidad hizo estragos con mi experiencia. Terminamos desnudos sobre la alfombra del living. En ese momento me di cuenta que no nos habíamos hablado, había sido todo tan veloz como impensado. Tan incorrecto como placentero. Me fui sin despedirme.


El juzgado se había demorado por un problema gremial y nos tenía atascados con la investigación. En el café tuve que levantarle el ánimo a Pizarro que comenzaba a desesperar por su compañero. Petcoff que me rompía las pelotas. Y la rubia que no me dejaba pensar.
Comenzamos a vernos. La culpa de estar cogiéndome a una testigo me hizo recular un par de veces mientras iba para su casa. Comencé a inventar excusas: después de todo ella no es pariente de la chica desaparecida del 4to “d”. Ella es tan testigo como cualquier habitante de la ciudad, me mentí.


La teniente Pozzi me citó en el café.
-Tengo que decirte algo que no está en el informe. Los forenses decidieron no ponerlo porque no estaban de acuerdo unánimemente. Pero yo hice ver la muestra con un capo de la Federal. El numero uno. Y él me lo confirmó.
La miré esperando que termine de una buena vez.
- El que los mata, además, se los come. El hueso está perfectamente limpio, pero además, dos datos: fue cocinado. El tordo me dice que hay caníbales que cocinan a su víctima, como nosotros hacemos con una vaca o un pollo. Igual.
La miré con asco.
-¿El otro dato?, pregunté.
- Parece haber restos de saliva, pero sin datos genéticos. Eso sembró dudas en los forenses nuestros. Para el número uno no hay dudas: es saliva.




Decidí, aun a riesgo de que me manden a mudar, volver a visitar a los parientes de los desaparecidos. Comencé por los de Pizarro.
En la casa de la joven de treinta años que había desparecido me atendió su marido. Le expliqué que contábamos con nuevos datos, que la investigación había sido retomada y un par de mentiras mas. Me explicó que su esposa era relacionista pública de una empresa petrolera internacional. Excelente esposa y  madre. El esposo se emociona. Intento cambiar de tema: ¿algún hobby, algún deporte?
- mi esposa era una fanática del golf. Comenzó a jugarlo de manera amateur, tomo clases y fue mejorando su hándicap. No llegó a jugar profesionalmente por dos razones: nació nuestro hijo y su eterno dolor de espaldas.



En la casa de otro de los jóvenes desaparecidos, un arquitecto de treinta y nueve años, me atendió su pareja, otro arquitecto. Me hizo pasar a su loft y me sirvió café.
- Bruno era un excelente profesional. Y un compañero ideal. Nos complementábamos en todo. Él, por su problema, no podía subir a las obras en pisos altos. Entonces lo hacía yo.
El arquitecto desaparecido había sufrido un accidente de moto en su juventud y había quedado imposibilitado de caminar. Usaba una silla de  ruedas.
- Vivía con dolores, me dijo. Mire todo lo que tomaba, aun lo guardo.
Me mostró una bandeja de mimbre de bordes altos, con una serie de frascos: Calmantes de todo tipo, analgésicos y una serie de cremas anestésicas.
Abrí una de ellas y sentí el fuerte olor. La cerré inmediatamente.



La rubia del 4 “c” prefería que no me quedase a dormir allí.  Pero esa noche fue diferente.  Comimos en un restorán cercano y luego fuimos a su departamento.
- ¡Mirá lo que tengo!, me dijo.
Abrí la botella de champagne y fuimos a su habitación. Hicimos el amor como siempre lo hacíamos: con furia y descontrol. Solía morderme y enseguida se disculpaba y acto seguido volvía  a hacerlo y así cada vez.
Nos dormimos.
En medio de la noche sentí necesidad de ir al baño. La luz que penetraba a través de la persiana dejaba ver su perfil desnudo. Sus piernas, su cadera, sus hombros. La tapé con la sabana.
Me levanté sin encender las luces para no despertarla.
Abrí la puerta del baño y entre con mis ojos aun pegados por el sueño. Sentí el frio del agua que mojaba mis pies. Abrí mis ojos. No estaba en el baño sino en la habitación de la sobrina de Belén. Pero ¿Qué era esa agua? Encendí la luz. El agua provenía de uno de los enormes armarios que cubrían toda la pared. Sigo el sendero del agua y abro la puerta. Dentro del armario no había ropa ni estantes. Había freezers. Eran esos aparatos congeladores con puertas y estantes como si fuese una heladera. Detrás de cada puerta había uno de ellos. Y uno en particular, seguramente sufría un desperfecto y perdía agua.  Me quedé unos minutos pensando que harían esos aparatos allí. Abrí una puerta u corrí una bandeja. El vapor congelado no me dejaba ver. Había bolsas transparentes. Estaban llenos de ellas. Todos los contenidos estaban perfectamente rotulados. Corrí la puerta del armario que tapaba la luz  y no me dejaba ver. Leí, con espanto: “Todesca/Brazo”
Di un salto, patiné en el agua y caí.
Apagué la luz y abrí la puerta con tanto miedo como jamás había tenido. Sobre la cama, Belén dormía. Le coloqué las esposas y llamé  al Destacamento..










A Petcoff lo ascendieron y se jubiló a los pocos meses. A mí me condecoraron por haber atrapado a “la carnicera de la camilla”, como la llamó la prensa.

Enseguida supimos como habían sucedido los asesinatos. Supimos detalles y nos enteramos de la puta suerte del petiso Todesca.
Conocimos que todos ellos eran clientes de una “excelente” masajista.
Conocimos el modus operandi para deshacerse de los huesos “grandes”, siempre lejos de su departamento y en lugares diferentes.
Nos enteramos que nunca existió ninguna sobrina.
Encontramos la nota en la que justificaba su consumo de electricidad – por los congeladores- en el uso de una lámpara de rehabilitación …que nunca usaba.
Nos enteramos , claro, que usaba al mentol para cubrir cualquier posibilidad de detectar cualquier otro olor.
“Me enamoré de vos, boludo”, me gritó aquella noche.






En la vida nos van pasando cosas, pensé, mientras caminaba sin rumbo meses después. Cosas que no podemos, muchas veces, o no sabemos, otras tantas, prever.
Cosas que, cuando pasan, nos atormentan.
¿Podría haber evitado la muerte del Petiso Todesca?
¿Acaso no debí preguntarme cómo trataba su dolor de espalda la jugadora de golf?
Me jacto de ser un buen detective… ¿no debí entonces darme cuenta, al abrir el pote de crema anestésica en la casa del arquitecto y oler el mentol?
¿Me hubiese dado cuenta que ambos tomaban sesiones de masajes con Belén?
¿Hubiese concluido que todos los desaparecidos lo hacían?

La noche en la que me entregaron la condecoración, en un salón atestado de gente, prensa incluida, mientras recibía palmadas y felicitaciones, recordaba estas y muchas otras cosas.
Mientras veía a Pizarro aplaudir emocionado, pensé que mi destino podría haber sido otro. Podría haber estado dentro de un congelador, mi cuerpo desmembrado dentro de bolsas rotuladas. Sin embargo estaba allí, condecorado.

No pude dejar de sonreí al pensar que él estar allí había dependido, finalmente, de una serie de casualidades: una bolsa que se cae de un camión en medio de la noche y se rompe, un hilo frio de agua que toca mis pies y el penetrante olor del mentol.