Cuando me anunciaron el traslado
a las oficinas centrales hice lo contrario a lo que siempre dije que iba a
hacer: me puse nervioso, me enojé y terminé resistiendo el cambio. Resistiendo
es una manera de decir, ya que la orden bajó concisa y directa: “A partir del primero del mes entrante Usted
comenzará a prestar funciones en ….”. El traslado ni siquiera significaba
un ascenso, era, simplemente, una reorganización decidida por la Junta
directiva.
Siempre me jacté de racional y
denosté a aquellos que se oponían al cambio casi deportivamente, porqué si, sin
analizar nada. Pensaba que todo cambio puede ser positivo si uno puede diseccionar,
cuidadosamente, cada plano y tratar de obtener una ventaja en cada uno de
ellos. Pensé: “Bueno, ahora, en las oficinas centrales, voy a estar más cerca
de todas aquellas cosas que , trabajando en la Planta de las afueras, sólo
podía ver muy de vez en cuando: hermosos lugares en los que tomar un café o un
trago, museos, teatros, paseos …”. También pensé: “Voy a tardar una buena
cantidad de tiempo menos para llegar al centro…y sumando esos minutos me voy a
dar cuenta de cuánto tiempo perdía trasladándome a la Planta cada día…mejor ni
sacar la cuenta mensual o anual…” Yo no media el tiempo en minutos. Para llegar
a la planta yo tardaba “ Shine on you crazy diamond II”,” Money” ,” The great
gig in the skay” y” Us and them”. Ahora apenas llegaba a escuchar la mitad de
“Money”.
Pensé eso, pensé que conocería
gente nueva, que mis posibilidades de ascenso eran mayores y muchas cosas más,
sin embargo, todo el raciocinio dió lugar a dos semanas de ansiedad y miedo,
baluartes de la resistencia.
Me asignaron una oficina en el
cuarto piso, con vista al río. Mi escritorio era amplio y parecía no haber sido
usado mucho. La computadora era nueva y en el primer cajón encontré útiles
perfectamente ordenados.
En la oficina éramos seis,
contándome. Tres mujeres y tres varones. Estábamos ordenados uno detrás del
otro, en dos filas de tres, con un pasillo al medio. Me recibieron amablemente
y fueron presentándonos uno a uno.
El almuerzo era en el decimo piso
y cada piso tenía un horario diferente. El nuestro era el de las 14 horas. Me
llamó la atención que no necesariamente se sentaban por oficina, sino que cada
uno se sentaba con quien quería, sin que nadie se ofendiese o sintiese apartado
por ello. En el cuarto piso éramos alrededor de cincuenta personas que apenas
ocupábamos la tercera parte del enorme salón comedor.
El tercer día me senté con él.
Era el más callado de la oficina y enseguida supe que era también muy nuevo
aquí. Apenas había llegado tres semanas antes que yo.
Enseguida compartimos gustos e
historias y, se puede decir, comenzamos una amistad.
Al volver de mis vacaciones me
llamó la atención ver su escritorio vacío. Pregunté si alguien sabía algo y se
miraron extrañados. Cómo… ¿vos no sabés nada?
Me dijeron que todo el mundo
pensó que, dada nuestra amistad, yo había sido el primero en enterarme.
“No, no sé nada”
Me contaron lo que le había
pasado. “Y eso no es nada”, me dijo la rubia del primer escritorio: “Después de
lo que le pasó, se tomó una semana y después supimos que renunció, así, sin más”
¿Renunció?, dije, sin entender
demasiado.
“Si, lo mismo pensamos nosotros”,
terminó la rubia. Y cada uno fue a sentarse a su escritorio.
Estuve toda la mañana pensando en
ello. ¿Por qué no me había llamado? ¿Por qué no me había contado nada ni de lo
ocurrido, ni de su decisión?
Le hice varios llamados y no
obtuve ninguna contestación.
Me di cuenta que nunca nos
habíamos visitado y apenas habíamos compartido información sobre nuestras casas
y barrios pero sin ningún dato especifico.
Al volver del almuerzo fui hasta
la oficina de personal y pedí su dirección con el pretexto de que tenía que
devolverle algo que me había prestado. Me la dieron.
El fin de semana busqué cual era
el camino que me llevase a su casa – vivía en un barrio al otro lado de la
ciudad- y luego de desayunar salí en su búsqueda, un tanto nervioso: ¿le
recriminaría por qué no me dijo nada o
haría como si nada hubiese pasado? Esta segunda opción me pareció algo
estúpida y preferí dejar de pensar e improvisar.
Una hora después llegué. Era una
hermosa casa de techos de tejas, con un camino que conducía desde el frente, en
el que había un paredón bajo y una puerta de madera también baja, hasta la
puerta ancha y blanca de la entrada. El camino estaba bordeado de cuidadas
flores de color lila. No había timbre por lo que aplaudí un par de veces. Nadie
salió. Intente nuevamente, esta vez cuatro o cinco veces. Noté que en la segunda
ventana se movió una cortina. Nadie abrió.
Esperé unos minutos y, cuando ya
estaba girando para volver a mi auto, escuché que la puerta se abría. Salió ,
dió un paso y me saludó con la mano, sonriente.
Siguió caminando hasta abrir la
pequeña puerta del frente y se acercó a abrazarme. Me invitó a pasar. Su casa
era pequeña pero muy acogedora. Estaba decorada con muy buen gusto y todos los
objetos –yo solía fijarme en esas cosas- estaban perfectamente limpios sin
ningún vestigio de polvo. La lámpara de bronce, los libros, la libreta de tapas
de cuero. Todo estaba perfectamente pulcro y brillante.
Me contó lo sucedido. Lo hizo
despacio y con vos firme, sin quebrarse en ningún momento. Lo escuché en
silencio , asintiendo con mi cabeza , cada tanto.
Le pregunté por qué había
renunciado y que pensaba hacer . Me contestó que no sabia que iba a hacer de
ahora en más.
Le pregunte si tenía ahorros. Me
dijo “no muchos”.
Nos despedimos y prometió llamarme para juntarnos nuevamente.
Las tres semanas siguientes esperé,
en vano, su llamado. Lo llamé sabiendo lo que pasaría: no me atendió.
Volví a ir a su casa ,un sábado
de clima soleado y cálido.
Lo encontré sentado en un sillón
de madera en el frente de su casa , debajo del techo de una especie de galería
, entre dormido, con la cara al sol.
Pareció alegrarse cuando aplaudí
para que me viese.
Tomamos un té, allí, en la galería,
para lo que acercó un sillón idéntico al suyo que estaba unos pasos más atrás,
en el que me senté.
¿Viste que cómodos que son?, me
dijo. Comodísimos, le contesté.
Una media hora después, cuando el
sol había girado y el viento soplaba suave, pero con una brisa fresca,
decidimos entrar.
Mientras hablábamos noté que la lámpara de bronce no estaba y en
su lugar había un florero de cristal.
¿La lámpara? , pregunté. La
vendí, me dijo.
Las semanas volvían a pasar,
idénticas, en silencio. Él nunca me llamaba y debía ser yo el que me acercaba.
En algún momento esto me molestó, pero inmediatamente me recriminaba mi
egoísmo. ¿Cómo podía yo no ponerme en su lugar? ¿Cómo podía ser tan egoísta de
no entenderlo?
Seguí yendo, siempre los sábados.
En su casa cada vez faltaban más cosas: Una de sus dos heladera, el auto, un
televisor, el mueble de roble con vidrios en el que guardaba un hermoso juego
de copas... Fue vendiendo todo, como goteando su vida. Poco a poco. Sin ponerse
nervioso. Sonriente. “Lo vendí” contestaba ante cada una de mis preguntas. Poco
después deje de hacerlo. Ya sabía lo que había pasado.
Un sábado aplaudí varias veces
pero nunca salió. El césped, antes impecable , estaba apenas crecido.
Estaba por irme cuando vi el
sobre encima del sillón. Era amarillo y estaba pegado con una cinta para que el
viento no lo arranque. Abrí la puerta y me acerqué. Despegué el sobre y saqué
un papel, también amarillo. En prolija letra manuscrita se leía: “Voy a estar
bien, quedáte tranquilo. LLeváte el sillón”.
Durante las semanas que siguieron
pensé mil cosas: ¿Y si su “voy a estar bien” era una mentira que ocultaba una
decisión trágica, simplemente para que nadie lo busque? ¿Qué pasaría con la
casa? ¿Adónde habrá ido? ¿Por qué se habrá ido?
La rubia del escritorio del
primer escritorio terminó siendo mi esposa, con la que tuvimos dos hijos. Me
ascendieron a Jefe de Unidad y ahora tengo una oficina para mí solo, con
secretaria, en el piso octavo, debajo de la Gerencia.
Por momentos creo ser feliz.
No soy una persona hermética ni
mucho menos. Me gusta compartir las cosas. Sin embargo , guardo un secreto que
no comparto con nadie , ni siquiera con ella: Suelo pensar en él.
Cuando la Gerencia me premió con
un viaje a la Sede Central, en Suecia, con todo pago ,en los mejores hoteles , con
motivo de mis treinta años en la empresa, sentí una extraña mezcla de orgullo, alegría
y tristeza. El trabajo de mi esposa le impedía acompañarme y yo no tenía ganas
de ir solo.
Ella me hizo una sola pregunta, que yo
interpreté como una orden: ¿Estás loco? ¿Te vas a perder ese viaje?
Estocolmo es de una perfección
apabullante. El orden nórdico , su pulcritud, sus calles exactas, sus edificios
, sus puentes. Esa combinación de antiguo y moderno. Entendí por qué aquello de
“La Venecia del Norte”. Recorri sus canales , sus museos, sus restoranes con
mezclas de sabores impensados. Sufrí su idioma casi chino. Pasé los primeros de
mis diez días, en recorridas infatigables acompañado siempre por personal de la
empresa a mi disposición. Habiendo entrado en confianza, al octavo día, le dije
a mi guía en mi buen inglés: “No doy más.
Solo quiero descansar”. Me dijo que entendía perfectamente lo que le decía y
que anularía las actividades del día siguiente. Antes de irse me dijo: No deje
de ir al restorán del Bosque. Me dijo que se llamaba –y me dió un nombre en
sueco- pero que quería decir bosque y que estaba en las afueras de la ciudad.
Me recomendó un plato – köttbullar, un especie de albóndigas- y me dió las
indicaciones para llegar.
Lasse – así se llamaba mi
ayudante en este viaje- había cargado en el gps del auto la ruta hasta el restorán
y alguna que otra actividad, por si me había arrepentido. Me dijo que había una
reserva a mi nombre para las 20 horas.
Salí temprano , luego de merendar
en el hotel , porque quería recorrer tranquilamente el camino. Estacioné el
auto en un centro comercial a diez cuadras del restorán y decidí ir caminando .
La temperatura de Estocolmo no es la más amigable , pero estaba bien abrigado. Subí
por una especie de calle angosta , casi un sendero, con vista a un canal , de
un lado y casas de ensueño del otro.
Vi el sillón, casi como una ráfaga.
Volví mi mirada hacia atrás. El sillón estaba pintado del mismo color, blanco,
y tenía el mismo almohadón que el que adornaba mi balcón, en Buenos Aires: una
tela de gobelino con flores en tonos ocres. Me quedé mirándolo sin saber qué
hacer.
La casa era de un blanco
inmaculado con grandes ventanales que dejaban ver el interior, sin cortinas.
En lo que parecía una cocina,
estaba él.
Me vio casi en el mismo momento en
el que yo iba a comenzar a aplaudir. Sonrió.
Salió caminando lentamente, secándose
sus manos, con una sonrisa de oreja a oreja.
Nos abrazamos un tiempo más largo
que cualquiera de mis anteriores abrazos .
Hablamos sin parar. Me presentó a
su esposa. Me contó que no habían tenido hijos. Que le había ido muy bien allí.
En un momento en el que se hizo
un silencio, él me miró y me dijo: No pude mas, ¿sabés? Después de aquello, no
pude más. Todo se acabó. Tuve que terminar todo y empezar de nuevo, tuve que
dar vuelta la hoja, barajar y dar de nuevo... ¿me entendés, no?
El sol caía sobre el canal, mostrándose embaldosado de reflejos, la casa era tomada por los naranjas del crepusculo, una música extrañamente placida sonaba en la sala.
El sol caía sobre el canal, mostrándose embaldosado de reflejos, la casa era tomada por los naranjas del crepusculo, una música extrañamente placida sonaba en la sala.
Lo miré, él parado frente a mí y
yo sentado en uno de los dos sillones mas cómodos que jamás había conocido y,
sin saber que decir, sólo me limite a sonreír.