Salió puntual, como cada mañana. Lo de puntual había perdido
sentido desde hacía ya unos cinco años, cuando se había jubilado, pero aunque ya no había lugar al que llegar a horario, él prefería
mantener ciertas rutinas: las compras diarias, el diario, el café en el bar de
la avenida. Hacia todo ello en un radio reducido, en su barrio, por lo que
caminaba despacio, con su bolsa, en la que acomodaría sus compras, debajo del
brazo izquierdo.
Había nacido allí, de manera que cada unos pocos metros daba
o recibía un saludo.
Bebió su café sin leche ni azúcar, de a pequeños sorbos, degustándolo.
En la silla contigua estaba la bolsa con sus compras. Nada del otro mundo: un
poco de carne, algunas verduras, una lámpara que debía reemplazar. Hacía ya
veinte años que se había divorciado y, con su hijo viviendo en Europa, los
habitantes de su casa eran él y un perro mestizo, color marrón y pelo duro, al
que había bautizado con el nombre de “Agosto” después de haberlo encontrado el
mismo día de su cumpleaños el cinco de ese mes, tres años atrás.
Volvía caminando por la cuadra de su casa y notó algo raro.
Se detuvo y estuvo cerca de un minuto pensando que podía ser. Sin darse cuenta
de qué, volvió a emprender la marcha. Entrando a su casa, se dio cuenta. Volvió
sobre sus pasos, salió a la vereda y miro. Si, tenía razón: a la casa de al
lado le habían sacado el cartel de “Se Vende”.
Su casa tenía una construcción tradicional, muy de acuerdo a
lo que hacía setenta o más años se estilaba. La había construido su padre y tenía
una sala grande, al frente, a su lado la habitación de sus padres, que daba a
la calle, en medio un baño y enseguida su habitación de niño. Detrás de la
sala, la cocina, inmensa, había sido siempre el centro de la casa.
En los fondos él había construido un pequeño departamento al cual
se había ido a vivir los primeros años de su matrimonio hasta que nació su
hijo. Sus padres siguieron alquilándolo, como también era muy normal en esa época.
Todo el terreno tenía un pasillo lateral para guardar autos.
Como piso había dos franjas de baldosas que pisaban los autos con sus ruedas.
Su padre le decía trotadora. A él nunca le gustó esa palabra y mucho menos le
encontró ningún sentido, pero tampoco encontró un sinónimo para ello. La
trotadora tenía en medio y a sus lados, el césped mas prolijamente cuidado que
uno pudiese imaginarse. Allí solía sentarse con un sillón de playa, por las
tardes soleadas, simplemente a beber algo y ver a la gente pasar.
Había vuelto a vivir a la casa hacia ya unos quince años,
cuando su madre enfermó. Él ya estaba divorciado y su hijo ya no vivía con él,
de manera que le pareció conveniente mudarse allí y cuidar a su madre. Su padre
había muerto unos años antes, sentado en su sillón, sin dolor ni preaviso.
Primero llegó una pequeña camioneta o, mejor dicho, un furgón,
del cual bajaron tres personas. Él los vio entrar desde la esquina, cuando volvía
de sus compras. Al pasar junto a ellos, se presentó:
- Buenos días, soy su vecino. Vivo en esa casa, dijo señalándola.
- Buenos días, mucho gusto. Soy el arquitecto. Nos vamos a
ver seguido, le dijo.
- ¿el arquitecto?, preguntó.
- Si, somos de la empresa…buscó en su camisa una tarjeta y se
la entregó…Vamos a construir aquí.
- Ah, que bien, dijo, sorprendido e intrigado...y… ¿Qué van a
construir?
- Una torre. Quince pisos.
Les llevó un mes demoler la casa y hacer un pozo enorme,
ancho como todo el frente y hasta tres cuartas parte del fondo del terreno.
La pared que hacía de medianera no iba a sufrir daño alguno,
le había prometido el arquitecto, y así fue. Operaban enormes palas excavadoras
con la precisión de un cirujano y la vieja pared no sufrió ni una quebradura.
A partir de septiembre, cuando las tardes comenzaron a
entibiarse, comenzó a salir acompañado de su sillón de playa y una taza de
café, la más de las veces, o de té o un vaso de cristal con un whisky, las
menos. Se sentaba y miraba la obra. Para entonces ya habían construido en el
pozo y pronto comenzarían la planta baja. Cuando el edificio superó la
medianera, los obreros comenzaron a saludarlo: - Buen día, Jefe ¿Todo bien? ,
le decían y el respondía a veces con su mano, otras con un gesto de su mentón.
Al poco tiempo, a mitad de mañana, al llegar de sus compras, comenzó a
preparar dos termos con café, se
acercaba a la pared y subiendo los tres peldaños de una pequeña escalera que
tenía para llegar a los escalones altos de las alacenas, se los ofrecía a los
obreros. Eran unos diez. Mitad en broma, mitad en serio, uno de ellos le dijo:
- ¡Miré cuando vengan los demás, Jefe!
A “los demás” se refería a los obreros que vinieran a
trabajar cuando se agregasen cosas por hacer. Por ahora estaban solo los que “levantaban”
el edificio. Albañiles, capataces, arquitecto. Más tarde vendrían plomeros,
electricistas, pintores…
Comenzaron a invitarlo a los asados que hacia el arquitecto
los días viernes. Los asados hechos en las obras tienen fama de ser los mejores
y, luego de probar el primer bocado en el primer asado al cual fue invitado, él
lo confirmó. Mientras comía pensó en cuál sería el secreto: si la parrilla de
alambre y mil asados, si la madera sacada de los tirantes rotos de la losa...
Sentado en su sillón vio como el edificio fue creciendo como
una enorme jaula de granito por la que pasaban los rayos de sol de octubre y los de noviembre, por la que caminaban sin cesar los obreros, como pequeños canarios.
Para Diciembre la losa fue terminada, la jaula tenía quince
pisos. Comenzaron a levantar las paredes en enormes ladrillos de color gris. En
pocas horas él podía ver como se iba cerrando cada uno de los rectángulos delimitados
por el granito. Solo quedaban a salvo de los ladrillos los agujeros en los que más
tarde colocarían las ventanas.
A fines de enero salió a la trotadora con su sillón. Se
sirvió un whisky y lo apoyó en la escalerita que usaba para trepar a la pared y
que ahora estaba a su lado. Miró la enorme pared. El sol se recortaba por los bordes,
como un aura. Notó que el césped que
bordeaba la trotadora había tomado un color amarillento, pese a que él
se bahía encargado de regarlo. “Ya no tiene sol”, pensó. Eran las ocho de la
noche pero la luz de enero confundía a los cuerpos. Bebió un sorbo de whisky.
Un hielo se apoyó sobre su labio.
“Ya no veré la luna nunca más desde este sillón”, pensó. Por las noches él solía mirar la luna, sobre
todo esa anaranjada y redonda como un sol cansado. “Ya no veré esa luna
nunca más”, dijo, en voz baja. Se paró y
buscó, en vano, un lugar donde colocar el sillón y ver la luna, pero la pared
del edificio lo tapaba todo. Volvió al sillón. Fijó la vista en el agujero de
una ventana. Y luego en uno de los miles de ladrillos.
Pensó en cuantas paredes había construido en su vida. Pensó
en aquella pared que le había impedido decirle a su padre cuanto lo quería. Y
en aquella otra que le impidió ver a tiempo que su matrimonio de despedazaba.
Pensó en la pared que le impide llamar a su hijo y decirle que lo extraña. Construyó
una pared a cada paso. Una pared para no hacer lo incorrecto. Otra para
respetar los horarios. Otra para evaluar a sus mujeres, con foso y puente
levadizo. Construyó, incansable, paredes todo el tiempo.
Una brisa fresca, extraña en enero, hizo que se levante,
pliegue el sillón y entre a su casa, en el preciso momento en el que comenzaba
a pensar si no era tiempo (si no sería tarde) de demoler paredes, una a una.