viernes, 22 de septiembre de 2017

Nunca le dije Olga a Olga





Nunca le dije Olga a Olga. Ni una vez. Jamás. Mamá. Mami. Má, cuando era más chico.
Cuando era mas chico significa mucho tiempo.
Esos eran los tiempos en los que Olga me vestía con pantalones cortos, saco y corbata. Lo sé por las fotos. No digo que siempre me vestía así, claro. Seguramente esas fotos son de algún evento importante. Algun casamiento, algún cumpleaños. Los acontecimientos en mi infancia no pasaban de allí. 
Olga me vestía bien para ir a casa de los demás.
Es inextricable mi memoria. Por más que me esfuerce, por más que lo intente no logro recordar la voz de Olga joven. Joven como  cuando me vestía a mí con cortos. Ella tendría menos de treinta años. Olga era una rubia letal. Pelo rubio y corto, eternamente corto. Siempre pensé que las minas de pelo corto llevan pantalones. Y Olga los llevó siempre. Ojos celestes. Erguida. De mano veloz.
Olga utilizó conmigo , el mayor de  tres hermanos, una disciplina feroz: Un pantalón roto, un lio en el colegio, una contestación inadecuada: sopapo. Nada de un sutil coscorrón ni un suave cachetazo. No. Sopapo. Fuerte, sonoro.
Mi hermana la sufrió menos y con el menor Olga ya era una   leona  herbívora, de reto infinito.
En mi memoria somnolienta siempre está Olga. Olga vistiéndonos. Olga haciéndonos de comer. Olga cuidándonos. Siempre Olga.
Cuando enero nos aplastaba con su calor vergonzante, Olga nos llevaba en colectivo , a nosotros y a algún amiguito vecino, a la playa. La veo parada en el colectivo y nosotros sentados. Con un bolso gigante , la heladera de telgopor y la sombrilla. Seria. Olga no era de dilapidar sonrisas. Bajábamos del colectivo como tropel y la dejábamos atrás. Pisabamos la arena y dejábamos un tendal de ojotas, ropa, gorritas y pelotas. Que se arregle Olga.
No había plata para reposeras o, mejor dicho, no existían las reposeras (al menos no como ahora que son como apéndices de los playeros). Nos acomodábamos en una lona y Olga nos iba pasando los sangüches. Comíamos a regañadientes: lo único que queríamos era volver al agua. A eso de las seis, nos volvíamos. Olga tenía que preparar la cena.
Olga y Papá solían discutir. Ahora que soy grande y estoy cansado de discutir con todo mundo, esto parece normal. Pero cuando yo tenía unos diez años y los escuchaba discutir , a mi me parecía que el mundo se terminaría si no estuviese con alguno de ellos. Si, lo sé: soy un estúpido. En un mundo en el que el setenta por ciento de los matrimonios se separa, esto es: el setenta por ciento de los niños aprenden de manera natural que sus padres ya no se aman. Que uno vive allá y el otro acá. Que ahora mamá está con este otro señor y papá con esta señorita. Si, si. Lo sé. Pero en los sesenta, cuando los Beatles rompían todo y en Cuba había misiles , esto no era tan así. Y para mi cada discusión era el final de todo. 
Prometo conversarlo con  mi psicólogo. Cuando tenga psicólogo.

En mi adolescencia, Olga nos llevaba al club. Nadabamos. Yo nadaba mal, mi hermana bien. Había un profe que miraba a Olga con muchas ganas. Y más de una vez me pareció que Olga le devolvía la mirada. De grande se lo pregunté: me rajó una puteada. Olga era una excelsa puteadora. Igual eso lo tengo claro: si alguna vez Olga tuvo un renuncie alguien, ella nunca me lo diría. Antes muerta. Y yo se lo agradezco.

Olga jamás criticó a mis novias. Nunca. Siempre tuvo palabras amables, aún con aquellas con las que yo sufría. Yo entendí su distancia como respeto. Se encariño con una y me retó cuando rompimos: ¿donde vas a encontrar una chica así?, disparó. Ni idea, le contesté. Olga me tomó la mano y sonrió, dejando claro algo: siempre voy a estar de tu lado. 

La imagen de Olga superhéroe comenzó a cambiar cuando papá se enfermó. Cuando el médico nos llamó para darnos el diagnóstico , Olga no quiso entrar : Andá vos, hijo.
“Lo de tu papá no tiene cura”, me dijo el medico. Giró el monitor y me mostró el diagnóstico en una página de un hospital de EEUU. ¿Cuánto puede vivir? Dos años, me dijo.
A partir de allí comencé a vivir el suplicio de engañar a quienes más quería. Sabía –el médico me lo había dicho- que vendrían mejorías, pero también sabía que serían pasajeras. La Olga que todo lo podía, flaqueaba. Suavicé el diagnostico. Dejé abierta una ventana. La que el médico me cerró.  No sé si hice bien y , quizás, nunca lo sabré. Preferí que Olga tenga esperanzas. Me pareció que  de esa manera estaría más… ¿positiva? Y que eso ayudaría a papá.
Papá vivió el doble de lo que me había dicho aquel medico. Con Olga siempre a su lado. Con su humor de mierda, es cierto. Pero a su lado. Acompañándolo, sosteniéndolo.  En realidad, uno nunca sabe quien sostiene a quien. ¿El que se va al que se queda? ¿Al revés? En esas situaciones en lo que todo se cae, a veces lo único que resta es arriar velas. Y salir.



Al morir papá conocí a otra Olga. Papá era un unificador. Nos juntaba a comer, nos llamaba. ¿Nos faltaba algo?: Papá. ¿Algún problema? Papá.
Olga no tenía esa vocación. Me enojé con ella, no la entendí. Y tuvieron que pasar muchos años para que  pueda hacerlo. Muchos. Muchos más de lo que hubiese deseado.


Nunca vi a Olga leer un libro, pero era cultísima. Sabía de todo, hablaba bien, tenia una letra hermosa. Sus cosas estaban ordenadas, su ropa limpia, su casa reluciente. Veía televisión y se informaba. Le gustaban los chismes. Usaba perfumes caros: Olía siempre bien. Cuando la vida la fue dejando casi sin pelos, rezongaba por el color de la tintura , por el corto, por el largo. Odiaba que yo nunca me de cuenta de su nuevo color de pelo. Me miraba con su ceja levantada.

Cuando mi matrimonio transformó mi castillo en naipes, Olga me recibió en su casa. 
En su piso todos sus placards estaban llenos de ropa que nunca usaría. Jamás vació uno para que yo acomode mi ropa. En esos días comencé a conocerla, a comprenderla. Olga, como nosotros, como casi todos, vivía una vida que no quería. Ella no quería estar sola. Lo odiaba. Pero no quería estar con nadie. Ella era así. Se victimizaba de soledad, pero disfrutaba de ella. Su humor se había transformado en estiletes, en espadas de filo mortal.
Fueron unos pocos meses juntos. La vida nos había puesto en lugares diferentes: yo le cocinaba, lavaba los platos, hacía mi cama. 
Cuando tuve que irme, extrañe dejarla . Y sé que ella también. Pero nunca se lo dije, ni ella a mi, cultores de un orgullo imbécil que luego abandonaríamos.  


Un acv la había dejado sin filtros : Olga era ,al fin, ella. Y yo volví a amarla. 
Posiblemente ella nunca sepa cuanto me gustaba que me tome del brazo porque su paso se había transformado en tembloroso. Preferí no decírselo. Tenía miedo que nunca más lo haga.



Olga se cayó y se quebró la cadera. Después de unos días de internación de mala muerte , atestada de visitas que iban a ver a esa vieja tan cascarrabias como adorable, la operaron y murió.
La ultima vez que la vi estaba rozagante. La operación iba a salir bien y ella iba a volver a su casa.
Diez minutos después de haber llegado a visitarla me echó. A lo Olga. Me dijo: Quiero ver la novela , hijo. Andá a tu casa ...¿Que carajo te vas a quedar haciendo acá?







Murió con la velocidad de la vida. De esta vida que nos deja sin respiración. Que nos hace llorar. Que nos desangra. Esa velocidad que nos lleva a seguir, a preocuparnos de banalidades, mientras la persona que me vestía con mis mejores ropas, estaba aun allí, tan tibia como lejana.      




Nunca le dije Olga a Olga, aunque me hubiera gustado tener la oportunidad de decirle, aunque sea una vez, Olga, mamá, te quiero, no te vayas, quedáte un rato mas.





















Esto no es un relato, no es nada. Es una necesidad imperiosa,un impulso,una pulsión (Sigmund, ¡Vade retro!)  
Hablar de Olga , pensarla, se me hace inevitable por estos días. Escribir algo, como esto, es ,apenas, un buceo en mi memoria a la que descubrí no tan inextricable: simplemente está atiborrada de Olga.