El impecable Sr. Martínez.
Era una noche helada de junio. Abrió la puerta y
sintió el abrigo de la calefacción. Pensó en que ya los primeros hombres
sintieron necesidad de protegerse contra el frío y se sintió entrando
a una caverna, a una lujosa caverna. Acababa de entrar a un exclusivo
restaurante de un exclusivo barrio repleto de gente exclusiva. Dejó que ingrese
primero la señorita que lo acompañaba. Ella era rubia, hermosa y vestía de
manera refinada. Tendría unos treinta años. El acababa de cumplir cincuenta y
cinco años, pero su delgadez, su cutis cuidado, su traje italiano, su cabellera
intacta y –sobre todo- su sonrisa , desmentían al calendario. La mejor palabra
que definía su estado era una que le había dicho una amiga, meses antes:
“¡Estás impecable!
Dos mujeres, jóvenes y amables, los recibieron y
tomaron sus abrigos. Detrás de ellas, el maître ensayó su mejor sonrisa con
quien seguramente era su mejor cliente. Enrique Martínez era el hombre más
acaudalado del país. Algo que jamás le importó al propio Enrique Martínez. Se
consideraba un rebelde. Había dejado su doble apellido fuera de su documento
por voluntad propia. Detestaba a esa auto considerada raza superior, compuesta
mayormente por hijos de aquellos que verdaderamente amasaron sus fortunas. La
mayoría había sido educada en los mejores colegios y universidades,
generalmente fuera del país. Usaban los mejores autos, jugaban deportes
de a caballo y recorrían solo lugares como este.
Enrique Martínez no se consideraba uno de ellos.
Pese a su origen aristocrático, tanto en sus empresas como en su casa los
empleados lo llamaban por su nombre y lo adoraban. Sus hijos habían concurrido
a colegios públicos -lo que le costó el reto y el enojo de su padre- y vivía una
vida alejada de esas reuniones. Esa noche era una de las pocas excepciones:
debía reunirse con dos parejas. Los maridos eran socios de una empresa
canadiense de comunicaciones y terminarían de sellar un acuerdo importante.
Toda la noche Enrique Martínez se sintió mirado e
incomodo. Casi no escuchaba lo que le decían. Estaba harto. Su matrimonio había
finalizado hacia años y hacía ya tiempo que concurría a estas reuniones con
“amigas”. Nunca pudo hacerse a la idea de que alguna de ellas sintiese algo sincero
por él. Intentó tratarlo en terapia. Darse cuenta de cuál persona estaba junto
a él solo por un sentimiento, sin ningún interés en su dinero. Jamás lo logró
e, inclusive, estaba consciente de estar desarrollando una especie de neurosis.
Detrás de cada sonrisa, de cada caricia , de cada beso, Enrique Martínez creía
advertir el interés por su dinero.
Se excusó y se dirigió al baño.
Al volver se detuvo junto a una mesa de seis
personas. Todas ellas mujeres, seguramente amigas, de unos cuarenta y pocos años.
“Buenas Noches”, les dijo.
Todas sabían perfectamente quien era él y
solo atinaron a contestar el saludo, casi al unísono.
“Quisiera pedirles un favor, si son tan amables”
Algunas asintieron tímidamente con la cabeza. Y allí Enrique Martínez
comenzó a hablar sin saber porque ni porque a ellas.
Ustedes saben que esta ciudad es tan grande
como un océano ¿no? Pues yo quiero arrojar unas botellas en él. Quiero
que todas ustedes sean mis botellas. Quiero que dentro de cada una de ustedes
vaya un mensaje. El mensaje es para una mujer de su edad. Su pelo es color
castaño y debe seguir teniendo un muy buen cuerpo. Digo debe porque hace mucho
tiempo que no la veo. Más de veinte años. Es la mujer a las que más amé. Y cada
día que pasa me confirma algo más: ella es la única mujer a la que
verdaderamente ame.
Las mujeres habían dejado de comer y lo miraban
fijamente, en silencio.
No hubo otra mujer por la que yo sintiera lo que
sentí por ella. Esa sensación de estar desperdiciando todo el tiempo en el que
no estuviéramos juntos. Ese temor a perderla, casi convertido en una limitación
para mi sentir. Tuve celos injustificados. Cometí errores. Era muy joven
¿saben? Y me fui al exterior. Y nunca más volví a verla. Jamás.
Seguramente ha formado una familia, claro. Casi con seguridad a estudiado. Como
comprenderán, podría haberla buscado, recursos no me faltan. Sin embargo,
preferí dejar que la vida, ese azar, nos libere de buscarnos. Y nos permita
encontrarnos. Me olvidaba: tiene un nombre particular, se llama Miranda.
La rubia que lo acompañaba se había acercado y lo
escuchaba. Con gesto enojado le señalo la mesa en la que estaban sentados.
Enrique Martínez le devolvió otro gesto: Ya voy.
Es por eso, señoritas, que les quería pedir este
favor. Que ustedes sean -como les decía- mis botellas en este océano. Y que si
alguna vez escuchan el nombre de Miranda, dicho por ella o por alguna persona,
le digan que la amo. Con todo mi corazón. Que me perdone por no haberla buscado
antes y que me perdone por no olvidarla. Díganle también que no quiero
entorpecer su vida. Que me gustaría volver a verla para saber si es
posible volver a sentir lo que alguna vez sentí. O si es otra utopía. La
estúpida utopía de querer volver a un pasado que se fue.Solo eso.
Sintió el frío del champagne sobre su cara. La rubia enojadísima le
había volcado toda la copa y había salido rápidamente. Las mujeres de la mesa
no sabían cómo reaccionar.
Enrique Martínez pasó su lengua por sus
labios,sonrió, y dijo: “Champagne, Epernay,1982. Lo prefiero en copa”.
El
maître se acercó con cara de compungido y una toalla en la mano. Enrique
Martínez se secó, tomó su abrigo ,saludó una a una a las mujeres de la mesa y
comenzó a salir del restaurant, sin despedirse de los canadienses,
al frío, al océano.
Miranda
Llegó temprano y puntual, dos constantes en su
vida. Saludó al portero que abrió la puerta de su auto y dio una última
indicación a su chofer. Ingresó al moderno edificio de oficinas, cuartel
general de sus empresas, que se encontraba bordeando el río en el barrio más
caro de la capital. Había tres cuerpos de ascensores, pero él ingresaba por uno
privado, apenas unos metros mas allá, detrás de una pared vidriada.
Los empleados de seguridad sonreían a su paso y él
les devolvía la sonrisa, en una actitud de calidez que él valoraba y respetaba.
Entró a su oficina en el último piso y olió la
fragancia a vainillas que había hecho colocar en diferentes rincones del lugar.
La había traído en pequeñas botellitas compradas a una amiga de la infancia que
se había dedicado a producirlas. Pese al consejo en contrario
de la gente especializada en seguridad, él había insistido y podían verse arder
pequeñas velas a toda hora que calentaban unos hornillos también hechos por su
amiga. Enrique Martínez inspiró profundo
y abrió la puerta de su oficina.
Su secretaria ya
había preparado todo: Pilar trabajaba con él desde su ingreso a la Gerencia
General, luego del retiro de su padre, quince años atrás. Conocía todos sus
gustos, sus secretos, sus caprichos. Tres periódicos. Un café negro y doble,
edulcorante, dos tostadas con queso blanco y un vaso grande de agua mineral de
su marca preferida.
Los treinta minutos posteriores a su llegada a la
oficina eran, quizás, los momentos que mas disfrutaba del día: se sentaba
mirando al río, rompía el sobrecito de edulcorante, colocaba la mitad en la
taza, revolvía pacientemente, bebía un sorbo, y tomaba el primero de los
diarios, en estricto papel. Enrique Martínez odiaba la
electrónica. No era un necio: conocía perfectamente el valor de los avances
tecnológicos, pero no dejaba que estos invadan sus placeres. Mientras leía, con
su mano derecha tomaba un extremo de la hoja de papel y la ponía entres sus
dedos, como acariciándola, a la espera de darla vuelta.
Pilar ingresó con el florero con tres lilium color
naranja, como todos los días.
Al pasar a su lado apoyó su agenda sobre el
escritorio, abierta en el día de hoy con una nota autoadhesiva de color
amarillo pegada sobre la página del lado derecho.
Media hora después, Enrique Martínez
se disponía a empezar su día de trabajo: giró su silla, y miró su agenda. Fijó
su vista en la nota amarilla. Un nombre y un número telefónico. Astrid,
1145282185. Llamó por el interno a Pilar y le preguntó por la nota. Pilar le
contestó: “Perdone, Señor Enrique –Pilar, pese a su insistencia, jamás lo
tuteaba - ayer llamó el gerente del restaurant “Otelo” y me dejó esos datos, me
dijo que Usted entendería”. Enrique Martínez no entendía a que
se referiría Jesús, el gerente del mejor restaurant de la ciudad, del cual él
era habitué. Pensó unos minutos, pero una llamada lo interrumpió y olvidó a la
nota amarilla.
Repitió su inalterable rutina. Ocho horas de
incansable ir y venir, de una punta a la otra de su oficina, hablando con
importantes personas de todos los ámbitos: empresarios, políticos, religiosos.
Interrumpía, apenas, unos quince minutos para almorzar un frugal almuerzo
basado en frutas. En época invernal, cuando las frutas escaseaban en el país,
Enrique Martínez se hacía traer especialmente cajones
de las más diversas variedades de ellas: mangos, cerezas, papayas, granadas…y
las hacia guardar en una cámara frigorífica especialmente preparada en el
tercer piso.
Antes de cerrar su agenda volvió a ver la nota. La
tomó y volvió a llamar a Pilar, por el interno:”Pilar: ¿este es el número
del restaurant o de esta tal Astrid…?”,
“No, Señor, ese es el de esa Señorita Astrid…el teléfono del restaurante
está en el reverso…”
Enrique Martínez giró el papel y
llamó a Jesús. El siguiente seria uno de los
diálogos que jamás olvidaría.
“Buenas noches, Señor Martínez, ¡que honor! ¿Me llama por el recado que le dejé?
“Sí, claro”
“¿Recuerda usted cuando hace unos seis meses vino a
cenar con una señorita y compartieron
mesa con unos canadienses…la noche en la que la señorita le
tiró el champagne? Recién en ese momento Enrique Martínez
recordó la noche.”Bueno, esa noche, Usted estuvo hablando con un grupo de
amigas… ¿se acuerda? “,”Si, Jesús, si”, “Una de esas señoritas vino
hace unos días atrás y pidió hablar conmigo, me refirió lo ocurrido esa noche y
me dijo: "Yo conozco a Miranda. Dele por favor
mis datos al Señor Martínez...Y eso hice ayer, Señor”
Enrique Martínez veía la nota amarilla, leía Astrid
y leía un numero pero pensaba en una sola cosa, pensaba en Miranda.
Luego de unos segundos de silencio, Enrique
Martínez solo atinó a decir:
“Gracias, Jesús, muchas gracias”
Inmediatamente abrió su agenda y transcribió la
nota en ella: Había desarrollado una tendencia a creer que todo lo que le
importaba realmente, podía –de alguna manera- perderse. De manera que Enrique
Martínez tenia duplicado de casi todo. Backups de todos sus archivos incluso de
manera remota. Si un reloj le gustaba mucho, inmediatamente se compraba uno
idéntico. En su cochera había dos Jaguar XK coupé, color blanco. Lo mismo
se repetía con cada uno de los objetos con los que él desarrollaba un interés
especial.
Las mujeres eran la excepción: Enrique Martínez
había amado a solo dos en su vida, las dos eran muy diferentes y ya no tenía a
ninguna. Miranda era una de ellas.
Tomó el teléfono y llamó. Miró su muñeca, advirtió
la hora y pensó en cortar, no quería comprometer a esa desconocida que le había
dejado la nota, pero una voz femenina saludándolo se adelantó:” ¿Si?”
“Buenas noches, soy Enrique Martínez”. Un breve
silencio y un “Ah, ¡Hola!”, en tono simpático, lo animaron. “Me llamo Astrid y
yo estaba aquella noche, en el restaurant...Soy amiga de la infancia de
Miranda…y siempre supe de Usted…”, dijo, dubitativa.
”Mucho gusto”, respondió Martínez con toda la
cortesía de la que era capaz. Hizo un silencio esperando que la mujer
prosiguiese.
“Miranda me contó todo de ustedes. Se de su amor. Y
también se de sus llantos y de su sufrimiento, cuando Usted la dejó”
“Yo no la dej…”, intentó decir Martínez, pero la
mujer lo interrumpió:”Si la dejó, se fue a Europa y la hizo sufrir. Mucho. Y
nunca más la llamó. ¿Sabe cuánto esperó su llamado, una carta…algo…? ¿sabe?
Años. Fueron varios años los que queríamos convencerla para que salga y ella,
nada. “No tengo ganas, chicas, vayan”” ¿Sabe cuántas tardes lloró por Usted?
La pregunta de la mujer no escondía su enojo.
Enrique Martínez le dijo que lo que le estaba
contando era demasiado importante para él como para hablarlo por teléfono, y le
propuso verse cuando ella lo dispusiese y hablarlo personalmente. La mujer
aceptó, quedaron para almorzar dos días después y escuchó, antes de despedirse
lo siguiente: “¡Miré que si Miranda se entera que hablé con Usted, me mata!” Su
tono era entre risueño y nervioso.
“Quédese tranquila”, fueron las últimas palabras de
Enrique Martínez antes de cortar.
"Una última cosa, Sr Martínez", dijo Astrid. "Pregúnteme una
cosa: pregúnteme por qué demoré seis meses en llamarlo..."
"Por que , Astrid?¿Porque te demoraste seis meses en llamarme?
"Porque sentía que traicionaba a mi amiga, Enrique. Me sentí una
basura después de dejar el recado en el restaurant. Lloré mucho,
toda la noche. Pero, ¿Sabés algo? En algún momento de la
noche pensé que si yo estuviese en el lugar de Miranda, a mi
me gustaría que mi amiga hiciese lo que yo estaba haciendo.
Provocando un encuentro entre personas que , quizas, jamas debieron haberse
desencontrado"
Se vieron en el exclusivo restaurant del Yatch Club, al cual solo accedían los
miembros. Enrique Martínez contaba con una mesa con vista a la marina que
siempre estaba a su disposición. Sus amigos le habían referido que aun los
fines de semana en los que el restaurant explotaba de gente, su mesa estaba
vacía y que, ante la pregunta a cualquiera de los camareros, estos
contestaban:”No, esa es la mesa del Señor Enrique”
Enrique Martínez llegó primero y pidió una medida
de su bourbon preferido, mientras esperaba a su invitada. El camarero sirvió un
vaso, colocó dos hielos en él y dejó la botella en la mesa, otro de los
privilegios de los que disfrutaba.
Apenas diez minutos después, llegó. Era una hermosa
mujer, esbelta, refinada, con un hermoso caminar. Enrique Martínez se incorporó
y corrió su silla, en un acto de innata caballerosidad, que pareció sorprender
a la mujer:” ¡Gracias!”, dijo.
Martínez prefirió elegir él, oficiando de
anfitrión, lo que volvió a sorprender a la mujer.
“Ahora voy entendiendo a Miranda”, dijo, y soltó
una risotada.
Hablaron durante casi dos horas. Astrid explicó en
detalle aquellos años en los que ellos eran casi niños y el amor los había
desbordado. Le explicó de su sufrimiento, de su extrañar. Él intentó
justificarse, y en un momento de absoluta sinceridad le dijo a esta casi
desconocida lo que no le había dicho a casi nadie: “Solo amé así dos veces en
mi vida”
Las palabras de Enrique Martínez habían sido lo
suficientemente poderosas como para aplacar cualquier esbozo de enojo de la
mujer.
Ella explicó lo que había sido de la vida de
Miranda. Su estudio –era una reputada socióloga-, su familia – se había casado
y tenía tres hijos- …en fin, su transcurrir hasta hoy.
“Y ella, ¿Cómo está? “, preguntó Martínez.
“Bien” contesto Astrid.
“¿Bien?” Preguntó Martínez, como resignificando la
palabra “Bien”
Y la Señorita le contestó con un puñal:” ¿Quién
está bien después de diez años de matrimonio? Y sonrió, nerviosa.
Enrique Martínez no pudo contener la risa.”Es usted
muy sincera”, le dijo. “Perdón…sos muy sincera”
Comieron y bebieron, tranquilamente, mientras
sonaba el concierto de piano nro. 21 de Mozart.
Antes de despedirse, Martínez le preguntó:” ¿Por
qué estás aquí, Astrid?
Y ella le contestó, sin dudar:”Porque me parece que
uno no puede irse de esta vida sin saldar algunas cuentas. Aunque estas cuentas
den mal… ¿me entiende?”
“Perfectamente”, contestó Martínez.
Enrique Martínez sabia el teléfono, la dirección,
la composición de su grupo familiar y – si lo deseaba- el grupo sanguíneo de la
persona en la que más había pensado en su vida. ¿Qué haría con ello, ahora?
¿Irrumpiría en su vida? ¿Llamaría y –como si el tiempo no hubiese pasado-
diría: “Hola, Moon, ¿Cómo estás? (Él estaba seguro de llamarla como nadie lo
había hecho nunca. Moon era sólo de ellos).
No, claro que no.
Camino a su casa, Enrique Martínez pensó que
lo que le había pasado en el día de hoy era demasiado para un solo día, y que
debía reflexionar al respecto.
Miranda estaba casada con un juez federal. Trabaja
en la Universidad dictando clases y en una empresa en la que se desempeñaba
como consultora. Vivían junto a sus hijos, en un lujoso country
de la zona norte, “Los Cipreses”.
En “Los Cipreses” vivían varios conocidos, entre
ellos, el vasco Izurubehetia, un intimo amigo.
Había llegado el momento de visitar al vasco.
Eligió un sábado. Pensó que un sábado era un buen
día para encontrar a la gente… a “toda” la gente en el country. Su chofer ya
había subido al auto unas canastas con regalos de todo tipo que Pilar había
comprado para la familia del vasco.
Atravesaron la barrera de ingreso sin tener
siquiera que bajar la ventanilla. Estacionaron frente a unas escalinatas que
llevaban a la puerta principal, en la que estaba el vasco acompañado de
“Malbec”, un imponente rottweiler que estaba sentado a su lado con su
lengua que vibraba, jadeante.
Con el vasco compartían la pasión por el bourbon,
de manera que la tarde transcurrió suavizada por el paladar chocolate del
licor.
Como al pasar, Enrique Martínez preguntó: “Che,
vasquito, acá no vive el juez Tempone?
“Si , Quique (Enrique Martínez odiaba el
diminutivo, pero esta tarde le pareció fútil la cuestión)...Vive acá nomas, a
dos cuadras… ¿lo conoces?”
“No, vasquito (Enrique Martínez sabia que el
vasco odiaba que le digan vasquito), de mentas, nada más” ¿Puede ser que tenga
en venta la casa?
“Ni idea”, dijo el vasco
¿Vamos a verla? Me puede llegar a interesar…
Caminaron despacio, entre eucaliptos de aroma
soñado, calles perfectas con niños jugando plácidamente y casas impecables.
“Esa es la casa”, dijo el vasco y señalo una casa
inmensa, de estilo mediterráneo, bordeada de jardines perfectamente cuidados,
una línea de canteros repletos de flores de color violeta, delimitaba el
lado derecho. En el otro extremo, el derecho, dos autos estaban estacionados en
la vereda y uno de ellos con el baúl abierto.
Sintió que se detenía su corazón cuando la vio. Y
se sintió un niño, hurgándola, espiándola. Vestía de jeans celestes y sweater
amarillo suave, su pelo brillaba y su figura era tal cual la recordaba.
Nerviosamente tomó su celular y giró sobre sus
pasos, haciéndole un gesto al vasco para volver a su casa, dando la espalda a
Miranda y mintiendo una conversación:”Hola, Si, ¿Cómo estás? Si, si, más o
menos media hora, chau”
Se excusó con el vasco y huyó.
Dos semanas
después, Enrique Martínez recibió una llamada. Era Astrid. En su voz no había
enojo, pero si tensión.
“Hola,
Enrique. ¿Te acordás lo que nos dijiste aquella noche del restaurant. Nos
dijiste si queríamos ser tus botellas...¿Te acordás?, repitió.
“Si, Astrid,
claro que me acuerdo”
“Yo ya lo
fui. Ya fui la botella que querías. ¿No vas a hacer nada?
Enrique
Martínez hizo un silencio involuntario. Odiaba quedarse sin palabras. Segundos
después respondió:”Tengo miedo, Astrid. Mucho miedo. Tengo miedo de que me
ignore. Miedo a que no sienta lo mismo que yo sentí todo este tiempo por ella.
Tengo miedo a inmiscuirme en su vida. Tiene marido. Tiene hijos. ¿Qué puedo
hacer yo allí? ¿No te parece que en nuestro encuentro sólo podemos
perder?
Astrid se
calló un momento. Enrique Martínez no dejó que conteste: “¿Y sabes de qué tengo
miedo también? De no sentir lo mismo por ella, hoy, habiéndola tocado, habiéndola
besado, que hace ya treinta y tantos años… ¿Podes entenderme un poco vos a mi?
Respiró profundo y dejó, ahora sí, que la mujer conteste.
“Yo lo que
creo es que estás pensando demasiado, Enrique. Y en el amor no habría que
pensar tanto ¿no? Habría que correr tras lo amado sin importarnos tanto lo que
pase después. Podremos caernos, ¡claro que sí!, pero peor sería no haber
corrido.”
La mujer le
había robado las palabras que Enrique Martínez había repetido desde
adolescente: “Nunca voy a pensar nada que tenga que ver con el amor. Voy a
hacer lo que mi corazón me dicte. Y, aun equivocándome, aun llorando lagrimas
de sangre, con el tiempo voy a estar tranquilo de haber hecho lo que sentía”
“Me dejas
helado, le dijo Martínez a la mujer. Nunca hubiese esperado que una amiga de
Miranda me diga estas cosas. Que me aliente a buscarla, que me aliente a
encontrarla. Gracias, Astrid. Muchas gracias…Eso sí, sigo con miedo, soltó una
risita nerviosa. ¿Cómo encontrarla? ¿Donde?
“Tenés
suerte, Enrique. Yo fui tu botella una vez. Y lo voy a ser otra. ¿Sabes que el
marido de Miranda viaja mucho, no? Si ,–la mujer se contestó a sí misma- ,viaja
mucho …Y estas fiestas los chicos se van con la abuela a la costa.
Si, Miranda
va a estar sola.
Enrique
Martínez hizo un silencio expectante.
“¿Y sabes
donde lo pasa? ¡En el Club House de “Los Cipreses”!
Las fiestas
de fin de año del country “Los Cipreses” eran famosas. Combinaban fastuosidad
con discreción. Jamás trascendió a los medios fotografía alguna de ellas. Como
en toda reunión de ese tipo, podían verse desde políticos de primera línea,
pasando por artistas, médicos reconocidos, jueces, consagrados deportistas…todo
ello enmarcado en un Club House impactante, estilo inglés, con techos de
pizarra y paredes de ladrillos con juntas blancas, inmaculadas. Las
terrazas daban al parque y al campo de golf del country, en ellas,
sombrillas a gajos verdes y blanco cubrían a mesas y sillas de madera
perfectamente pintadas.
Solían
adornar los arboles con pequeñas lucecitas, pero no de colores sino de vidrio
transparente que les daba una apariencia de árbol lleno de estrellas.
“Espero
aproveches esta botella, Enrique, ¡es la ultima! Un beso “
Luego de que
la mujer cortó, Enrique se quedó varios segundos con su smartphone en su oreja,
su mano izquierda apoyada en el ventanal de su oficina, mirando a un remero en
el río. Mirando nada.
Era un 20 de
noviembre.
El mes y poco
más que transcurrió antes del esperado fin de año fueron días de sorpresivo nerviosismo
para Enrique Martínez. Se consideraba una persona controlada. Había modelado su
impulsividad a través de los años, una tarea nada fácil, por cierto. Pero la
vida de negocios le había enseñado a esconder sus impulsos. Mostrarse tal cual
uno era no siempre era beneficioso. Esta sensación de estar fingiendo siempre
molestó a Martínez, quien se empeño por no trasladarla a su vida privada,
aunque varias veces se vio fracasar en el intento.
Los primero
días de diciembre lo llamó. Hacía tiempo que no se veían. Agustín, Tino,
era su amigo de toda la vida. Y la vida era, también, la que los había
separado en los últimos años. Las ocupaciones de Agustín lo habían
llevado a Bélgica y –aunque lo intentaron- mantener un contacto virtual no era
para ellos. Cultivaron durante años – se conocían desde los diez – el encuentro
directo, la charla, el abrazo, el llanto de uno de ellos, mientras el otro lo
consolaba, el consejo, el reto, la risa. Hacía dos años que no se veían.
“¿Quién te
dijo? Casi le gritó Agustín, pretendiendo pasar por enojado…decime ¿Quién?”
“¿Quién me
dijo que cosa?, preguntó Martínez a su amigo.
“¡Que llegué
anoche, Quiquín!” Solo Agustín lo llamaba así. ¿Cuándo nos vemos?
Se
encontraron la tarde siguiente en el café al que iban cada vez que podían. Era
un viejo bar que la modernidad había transformado en un café. Ambos preferían
el viejo bar, con sus parroquianos infaltables acodados en la barra, casi
muebles. Los de la mesa de truco. El billar. EL cartel del aperitivo que alguna
vez se prendía y se apagaba pero que hoy solo se apagaba.
Casi
coincidieron en la hora de llegada, las siete. Un abrazo fortísimo los fundió
unos minutos. Se pusieron rápidamente al tanto de las cosas “corrientes”. Ambos
sabían lo que eran las cosas “corrientes”: las cosas que debían saber pero que
a ninguno de los dos les importaban. Pasaron a las importantes. Enrique
Martínez estuvo hablando media hora sin parar. Le contó del restaurant. De la
nota de Astrid. De su encuentro.
“Miranda”,
dijo Agustín.
“Miranda”,
respondió Martínez.
Agustín
conocía perfectamente su historia. Con lujos. Y con detalles. Había discutido
con Martínez cuando él se fue a Europa. Recordaba sus palabras:”estás loco,
Quiquín. No vas a aguantar un minuto sin ella. Son agua, Quiquín. Ambos son agua”
Agustín solía
referir a una buena relación con esa metáfora. “El agua en el agua, se hacen
una sola cosa. Se funde. Se hace más. Suma. Y ustedes son agua, Quiquín. No la
dejes”
Pocas veces
Enrique Martínez se arrepintió de algo tanto como de haber desoído a su amigo
del alma, hacia tanto tiempo atrás.
Justamente
por ello le resultaba tan importante su opinión. Hoy. Treinta y cinco años
después.
Le expresó
sus miedos, los mismos que le había transmitido a Astrid. “A esta altura ,
Tino, yo
necesito a alguien que me cuide, que me respete,
que este pendiente de mi, que me ame”
Agustín
introdujo su dedo mayor en el vaso con scotch y movió lo que quedaba de
los dos hielos. Miró a su amigo y le dijo: “Quiquín: está bien todo lo que
decís, todo eso es válido ¡cómo no! Pero, en realidad, amigo mío, tenés que
saber que el amor, el verdadero, el que nunca se olvida, es absolutamente
U-NI-LA-TE-RAL, uno quiere a alguien por quien morir de amor. Desesperadamente.
Y solo habrás encontrado el AMOR –Tino resaltaba sus palabras, separaba las
silabas,hablaba en mayúsculas- cuando otro amor unilateral, una persona a la
que solo le importe amarte, se cruce con vos, al mismo tiempo, en una sincronía
increíble, única.
“Mirá
como me quiere, como me cuida, como me atiende… ¡Minga! Quiquín ¡Minga! Todo
eso puede ser importante, no digo que no, pero lo que importa, lo que realmente
importa, lo que hace la diferencia es lo que NOSOTROS sentimos por el otro. Yo
quiero morir de amor por quien amo. Quiero sentir el agujero en el pecho.
Quiero reír. Quiero sentir el miedo inmovilizante de perderla. Y yo sé lo que
sentís por Miranda. Desde chicos que lo sé. Yo te vi llorar, Quiquín. Muchas
veces. Te vi sufrir. Y te acompañe en el difícil arte del olvido. Tino se
escuchó -una vez mas- repitiendo lo que tantas veces leyó, a su poeta
adorado.
Sé que
viviste toda una vida sin dejar de pensar en ella.
Estamos
jugados. Ya no somos chicos ¿Sabés? Entonces ¿Qué esperar?
Yo no dudaría
un minuto. Iría a buscarla. Y le diría que, aunque tarde, ella debe saber de tu
amor. Aunque ya no sea el tiempo del agua para los dos, ella debe saber que en
tu corazón siempre habrá fuego. ¡Y que sea lo que Dios quiera!
Ella sabrá
que hacer.
Esa misma
noche Enrique Martínez hizo una llamada:” Vasquito: Hacéme un lugar en tu mesa.
Fin de año lo paso con ustedes”
El 31 de
diciembre amaneció nublado y húmedo y Enrique Martínez pensó lo peor: hoy
llueve. Sin embargo después del medio día el cielo se despejó y la tarde se
hizo apacible, presagiando una noche perfecta.
Prefirió,
rompiendo con años de puntualidad, llegar tarde. Buscaría como averiguar si
ella ya estaba adentro. Se acercó al club house y subió por una escalera
lateral evitando la entrada principal. Llamó a su amigo y este le dijo que ya
estaban en la mesa, la número dieciséis. Enrique Martínez vestía un traje
italiano de color crema con zapatos al tono y una camisa en un suave violeta,
sin corbata. Su cutis bronceado y brillante, su pelo de un perfecto entrecano.
Enrique Martínez estaba impecable. Ingresó al salón y fue el centro de todas
las miradas, aunque él deseaba solo una.
Mientras
respondía al saludo de un diputado, Martínez la vio. Estaba sentada, erguida,
en una mesa, sola. Tenía el pelo recogido, lo que acentuaba la belleza de su
cuello, su nuca incomparable. Su vestido era de un color claro que no
distinguió. Podía ser rosa. Tal vez salmón. Cuando ella lo vio, sus labios se
entreabrieron y dejaron ver sus dientes. Él se acercó despacio a ella.
Sin bajar la mirada. Sin pestañear. Al llegar a su lado, le sonrió y siguió
hacia la puerta que conducía a la terraza. Por esas horas estaba totalmente
despoblada, con los invitados preocupados por ubicarse en las mesas.
Se apoyó en
una hermosa baranda de madera tallada a mano, mirando hacia el interior del
salón.
La vio salir
segundos después. Ella se acercó y se detuvo casi sobre él. Tomo su mano por
delante de su cuerpo, sin que nadie la viera. Lo condujo hacia el jardín, sin
pronunciar palabra,sin soltarle la mano . A unos doscientos metros, en donde
apenas se escuchaba el murmullo del salón, se detuvieron, bajo un viejo ciprés.
El la abrazó
y sintió la fragancia de su perfume, el de siempre. Y sintió su temblar.
Acarició su cuello y dejo que ella apoye su cabeza sobre su pecho.
Enrique
Martínez no sabía que pasaría. Tampoco que harían mañana. Solo sentía. Y se
sentía agua otra vez, después de tanto.
De fondo, en
el Club House, sonaba una música desconocida, pero , de manera mágica, apoyado
en la baranda , un muchacho con una guitarra comenzó a cantar aquel tema,
el que escuchaban la tarde del último beso.
Al apoyar sus
labios sobre los de ella, se escuchó a si mismo diciendo:”Miranda”.
Tan solo, tan triste.
Fueron seis
meses. Exactos. El 30 de junio, ella le dijo: “No puedo. No puedo”.
Se habían reencontrado en la celebración de fin de
año que se hizo en el country en el que ella vivía.
Habían vuelto a sentir lo que hacía tanto no
sentían. Se amaron con pasión adolescente. A hurtadillas. Él, Enrique Martínez,
organizaba su día, su semana, su vida, para verla. Encontrarla a deshoras. En
lugares alejados, escondiéndose de todos, dando nombres falsos, silenciando
celulares, apurándose para amarse.
En cada encuentro se descubrían. El recorría su
piel con sus manos, lentamente, adorándola, desde sus pies, sus piernas,
su brazo, terminando en el lóbulo de su oreja, de suavidad conocida, y
luego tomaba el pequeño aro dorado con una piedra azul entre sus dedos. Podía
pasar horas enteras mientras ella,con sus ojos cerrados, dormía,y él , acostado
a su lado, acariciaba sus cejas, con su dedo, recorría sus ojos, bordeandolos,
despacio, sin despertarla.
En una ocasión, un fin de semana en la que el
esposo de Miranda se ausentó a un congreso, dispusieron de un fin de semana
completo. Enrique Martínez ordenó que prepararan su jet y volaron a Mendoza.
Entre sus empresas se contaba un pequeño viñedo que él estaba remodelando.
Había contratado a un californiano que se ocuparía de la producción . Sería una
pequeña pero exquisita producción. En el centro del viñedo, una enorme y añosa
casona oficiaba de Petit hotel. Pese a su tamaño, solo una parte estaba
destinada a huéspedes por lo que en algunas guías internacionales lo
llamaban Hotel Boutique, término que Martínez despreciaba.
Sus techos de piedra, paredes de viejos ladrillos y
ventanales enormes hacían del lugar un paraíso. En su interior funcionaba un
pequeñísimo restaurante, el cual tenía las reservas tomadas por dos años.
Famosos, magnates, políticos se disputaban sus mesas.
Ese fin de semana, Enrique Martínez hizo enviar un
regalo especial a las personas que tenias sus reservas. Un viaje para algunos,
costosos perfumes, algunas joyas. Su secretaria Pilar se encargó de ello, ante
la orden de su jefe: "Anulá todo, Pilar. Como sea. "
El viñedo era para ellos dos.
Su chofer, que había llegado unos días antes, los
esperaba en el aeropuerto. Una liviana llovizna hizo que estuviese a los pies
de la escalerilla con un amplio paraguas. “Hola, Carlos” “Hola, Miranda”. Ella
se había preocupado de que eviten con ella el termino Señora. “Decime, Miranda,
por favor”. La mano de Enrique Martínez tomaba a la de Miranda, entrecruzando
sus dedos. Carlos nunca había visto que su patrón hiciese eso con ninguna
mujer. También notó la forma en que se miraban, y sonrió. Ya Pilar se lo había
comentado, unos días atrás: “Fijáte como se miran, Carlos.”
Abrió la pesada puerta de la casona una señora regordeta
y baja, de mejillas rosadas y lentes de aro redondo, que parecía escapada de un
libro de cuentos. Era Franca, la persona que Enrique Martínez tuvo siempre a su
lado en cada casa a la que se trasladaba. Ella era informada por Pilar de la
agenda de Martínez y partía unos días antes para tener todo listo para cuando
él llegase. La temperatura de los ambientes, el agua mineral de su marca
preferida, los vinos, algún chocolate, los relojes, su ropa. Todo aquello que
Enrique Martínez podía necesitar estaba allí porque ella lo había dispuesto tal
como él quería. Hacia treinta años que trabajaba a sus ordenes. Y, aunque el
tipo de trabajo le había hecho postergar importantes cosas en su vida – varias
parejas de Franca no soportaron su continuo ir y venir- ella era feliz. Adoraba
a Enrique Martínez. Se dispensaban cariño mutuamente. Él solía abrazarla –como
en esta ocasión, al entrar a la casona- y decirle alguna palabra cariñosa al
oído. La paga que Franca recibía por su trabajo era superior a la de muchos
gerentes de banco y el departamento en pleno centro de la capital en el que
ella vivía (vivir es un decir :Franca vivía allí donde Martínez vivía) había
sido un regalo de él , bastante tiempo atrás.
El salón era amplio, con pisos de brillosa y añeja
madera. En una pared lateral, trepidaban unos leños, dentro de un hogar de
piedras redondas. Las mesas estaban vestidas como si allí se fuese a brindar
una recepción. Martínez la tomó por los hombros y la ayudó a sacarse el abrigo.
El frío de mayo se veía tras un ventanal, más atrás los viñedos, en geométrico
orden y, en el fondo, unas montañas terminaban de cerrar la imagen que Miranda
tenía en sus ojos: Si hay un paraíso, es este, pensó.
En el que luego recordarían como el mejor fin de
semana de sus vidas, Miranda y Martínez caminaron, comieron, rieron, se amaron,
como nunca antes.
Él leía, por las noches, mientras ella apoyaba su
cabeza en su pecho, hasta dormirse.
Tiempo después ella le confiaría que nadie, nunca,
le había leído de esa manera. Él le contestaría que nunca antes alguien había
apoyado su cabeza en su pecho mientras él leía.
Franca miraba desde la ventana de su habitación y
veía a su patrón caminar de la mano de aquella mujer y, mientras una sonrisa se
dibujaba en su boca, pensaba: “Se lo merece. Vaya si se lo merece. ¿Puede
alguien esperar tanto a una persona? Franca había sido testigo silenciosa de la
vida de Enrique Martínez y conocía perfectamente de su amor por esa mujer.
"Si, se dijo a sí misma. Se puede". Y cerró la pesada cortina de tela.
Volvieron a la capital un día antes de que el
marido de Miranda hiciese lo propio. Habían ideado una complicada historia que
justificase el fin de semana. Un encuentro de consultores se había se había
organizado de imprevisto, en una de las empresas de…Enrique Martínez. Sus hijos
habían quedado al cuidado de Astrid. El celular de Miranda era invariablemente
atendido por Franca quien con su mejor voz repetía: Esta llamada a sido
derivada… Buenos días, Señor ¿en qué puedo ayudarle?, La Sra. Miranda está en
el taller referido a “Conductas a desarrollar en el ámbito laboral”, ¿quiere
dejarle un mensaje? “
Sin embargo, el 30 de junio llegó. Ella evitó el
encuentro, prefiriendo el teléfono:”No puedo. No puedo”. Lloraba. Le decía que
nunca había sido tan feliz. Que jamás había sentido lo que ahora sentía. Que
ella también había soñado por encontrarlo, alguna vez. Y que temblaba al
sentirlo cerca.
Pero que no podía dejar su vida.
Enrique Martínez la escuchaba, en silencio.
No puedo terminar con mi familia, Enrique ¿me
entendés? Los chicos sufrirían. Mi marido sufriría…No puedo. No puedo.
Enrique Martínez sintió un nudo en su garganta.
Tragó saliva. Sintió sus ojos empañarse. Aunque hubiese esperado treinta años
para vivir los mejores seis meses de su vida y todo ello se acabe así, en un
tris, aunque muchas cosas pasaron por su cabeza mientras su saliva le
despejaba la voz, aunque ,usando a fondo su poder, se había enterado de algunos
secretos del Señor Juez, Enrique Martínez prefirió decir: Te entiendo, Moon.
Esperó unos segundos y cortó.
El día de su cumpleaños número setenta y
cinco, Enrique Martínez estaba exultante: acababa de sellar lo que él
consideraba su mejor jugada: su retiro. Durante toda su vida empresarial,
Enrique Martínez había cultivado como un dogma el trabajo en equipo. Darle
lugar a otros había sido el norte en su forma de conducir y, aunque muchas
veces lo habían decepcionado, el perseveraba en ello porque estaba convencido
que esta era la única manera de que una empresa se mantenga en el tiempo y
superviva a sus dueños. El ego de Enrique Martínez no tenia limites: se
consideraba superior a todo aquel que lo rodease, técnica, humana y, sobre
todo, culturalmente, pero esto no era un obstáculo para lograr su cometido de compartir
liderazgo y actuar en equipo, por una sencilla razón: Se sabía vulnerable. Un
ataque cardíaco casi silencioso -un fuerte dolor durante un crucero por el
mediterráneo – fue diagnosticado por los médicos como muy afortunado: podría
haber sido masivo. Se lo sometió a una complicada operación en el mejor
hospital de los Estados Unidos que resultó exitosa, pero que lo marcó
definitivamente.
Al volver a su casa, Franca (que por especial
pedido de él no había sido parte del viaje) le preguntó: ¿Cómo está,
Enrique?
A lo que él contestó: Impecable, Franca, Impecable.
Y entonces, hoy, el día de su cumpleaños número
setenta y cinco, se vió delegando en su mano derecha, un joven a quien había
preparado durante diez años, la conducción de sus empresas, reservándose un
puesto vital en el directorio, la presidencia honoraria, aunque solo para
monitorear los primeros meses sin su conducción..
Tenía planeado concretar algunas cosas que tenía
pendientes: aprendería a tocar el piano y realizaría un curso intensivo
para aprender a hablar chino mandarín, el cual, según su visión, sería
indispensable hablar si uno quería considerarse un verdadero empresario,
aun retirado. “Nunca confíes en un intérprete”, le había dicho su padre.
En el medio de la fiesta que Pilar le había
organizado, su celular vibró en su bolsillo. Miró la pantalla, leyó: “Astrid”.
Se trasladó hacia un coqueto y tranquilo salón y cerró la puerta tras de sí.
“Hola, Astrid” , “Hola Enrique, ¡Feliz Cumpleaños!”
Era la primera vez en veinte años que Astrid lo
llamaba para su cumpleaños.
Lo que escuchó le heló la sangre. Miranda está muy
mal, Enrique. Martínez la interrumpió: ¿Dónde estás? Astrid le contestó que en
su casa. Martínez anotó la dirección, mientras por otro celular le pedía
a Carlos que prepare un auto. Le hizo un gesto con la mano a Pilar: al
acercarse le dijo:”Me voy” “Pero…los invitados” Enrique Martínez la miró y ella
no necesitó mas.
Bajó los cuarenta pisos desde el pent-house hasta
las cocheras. El auto esperaba al pie del ascensor. Subió y le pasó el papelito
con la dirección a Carlos.”Rápido”, dijo, seco.
Pasó por la casa de Astrid y fueron a un café
cercano.
Al entrar le pidió al encargado que bajen la música
y que pongan música clásica. El encargado dijo que eso no era posible. Martínez
se dio vuelta y miró a Carlos que venía unos pasos atrás. Carlos le dijo
algo al oído al encargado, quien se sonrojó.
Unos segundos después sonaba la sinfonía nro. 25,
su preferida.
Miranda estaba enferma. Desde hacía dos años.
Comenzó por olvidarse la comida en el horno. Ya no jugaba a su juego preferido
de cartas. Se excusaba con pequeñas mentiras pero Astrid y ella sabían la
verdad: no recordaba los juegos jugados y ya comenzaba a olvidarse las reglas.
Tenía largos periodos de extraordinaria lucidez, pero caía en profundo pozos en
los que repetía preguntas, desconocía a vecinos, no atendía el teléfono y se
enojaba sin razón. Miranda vivía sola desde que su matrimonio acabase, unos
años atrás y sus hijos se casase, uno, y viajase, el otro, a perfeccionarse al
exterior. Astrid pasaba todos los días por su casa, charlaban, se reían, muchas
veces, pero, muchas veces también, era víctima de los enojos de su mejor amiga,
su amiga de toda la vida.
Enrique Martínez movía con sus dedos los dos hielos
dentro de su vaso con Gentleman Jack.
¿Por qué me contás esto, Astrid?
Te lo cuento por una sencilla razón, Enrique:
Porque hace varios años atrás, Miranda me hizo prometerle algo: “Si algo me
pasa, avisale a Enrique”
Y aquí estoy, cumpliendo la promesa.
Los ojos de Astrid se llenaron de lágrimas.
“Perdóname, Enrique, perdonala”, dijo , ya entre
sollozos.
¿Perdonarte?, ¿ Por qué? ¿Perdonarla?, ¿ Por qué?
Porque debí convencerla, Enrique, debí convencerla.
Cuando ella te llamó diciéndote que no podía seguir viéndote, discutimos
fuertemente. Le dije que estaba loca. Le pregunté cuanto tiempo había pasado de
su vida recordándote, y ahora que estaban juntos…Le grité: ¿Cuánto hace que no
te sentías como estos meses, Miranda? Ella solo se tapó la cara con sus manos y
luego empezó a llorar como nuca antes la había visto llorar. ¡Y mirá que nos
conocemos desde chicas, Enrique! Me habló de sus hijos, de su esposo…lo mismo
que me dijo que te había dicho a vos…Y yo le pregunté: “¿Y vos, Miranda?
¿Y vos? ¿Cuando vas a pensar en vos?
Pero yo debí, insistir, Enrique, debí haberla
convencido…
Enrique Martínez se paró, corrió una silla a su
lado y la abrazó, sin decir palabra.
Astrid le contó que hacía seis meses la habían
trasladado a un geriátrico de la zona norte, después de que se olvidase la
llave de gas abierta.
Enrique Martínez se quedó callado unos minutos. La
miró a Astrid y le dijo: Me voy a encargar de algunas cosas, Astrid. Va a
correr todo por mi cuenta, pero voy a necesitar que aparezcas vos como la
persona que las financia. Ya encontraremos la excusa. No quiero, a estas
alturas, problemas familiares de ningún tipo.
-
¿Te puedo hacer una pregunta, Astrid?, dijo Martínez
mientras salían a la calle. Astrid asintió con la cabeza, y lo miró, aun con
sus ojos rojos.
-
¿Sabe Miranda que aquella vez fuiste vos la que me
contactaste?
-
"Si, claro".
-
"Contáme".
- Su primera
reacción, típica en Miranda, fue enojarse. Estuvo casi un mes sin hablarme.
Luego de encontrarte, se apareció una tarde en casa , sin aviso previo, me
abrazó, me dio un beso y me dijo:¿Cómo voy a hacer para agradecerte?¿Cómo?
Después de esa tarde, cada vez que nos veíamos, reía, se acercaba y me decía,
bajito, al oído: "Gracias"
Trasladaron a Miranda al mejor instituto del país, no muy lejos de la
zona en el que estaba. Era un conjunto de pequeñas cabañas con toda la
tecnología para estos casos. Cocinas eléctricas, cámaras de monitoreo,
sensores para cada situación que se pudiese presentar y, sobre todo, un
equipo humano que aportaba calidez, se acercaba a cada uno de los pacientes
varias veces durante el día preguntando o, simplemente, compartiendo un
momento. Un gran parque con senderos comunicaban las cabañas y llevaban al
gimnasio, a la pileta, al salón de reuniones. Se daban clases de todo tipo: baile,
idiomas, juegos, pintura…
Enrique Martínez llegó a las seis de la tarde, un
lunes. Prefirió que Carlos lo deje en la puerta e ingresar caminando. Preguntó
en la recepción lo que ya sabía: cabaña “Lila” .Las cabañas tenían nombres de
flores. “Es aquella”, le señalo una joven de lentes.
Caminó despacio. Llevaba en sus manos un ramo de
fresias. Golpeó la puerta, suavemente. Al abrir la puerta, volvió a ver a la
mujer hermosa que siempre soñó. Su nerviosismo se esfumó al verla sonreír y
escuchar:¡Enrique! Se abrazaron fuertemente durante un tiempo que le pareció
infinito. Notó que Miranda no quería disolver aquel abrazo. La tomó de la
cintura y con la otra mano buscó su mano y entrecruzó sus dedos. Estuvieron
hablando largamente sobre su pasado, aquel lejano, lejanísimo de la
adolescencia y el otro, más cercano, del reencuentro. Ella lo hacía con soltura
y con agrado, y el disfrutó cada instante.
Al despedirse, Enrique Martínez apoyó sus labios
sobre su mejilla y ella, corrió su cara en búsqueda de su boca. Cerró sus ojos
y olió su perfume.
Quedó en pasar al otro día y notó la alegría en su
cara.
De vuelta a su casa, Martínez le comentó a su
chofer lo bien que la había encontrado y pensó si no se habrían equivocado sus
médicos en el diagnostico.
Llegó a la cabaña “Lila”, a la tarde
siguiente y golpeó la puerta. Miranda abrió la puerta, lo abrazó fuertemente,
sin querer soltarlo, y hablaron de los mismos temas, con –casi- las mismas
palabras del día anterior. Largas tardes en las que, acostados en el amplio
sillón de la sala, él le leía el mismo tramo de su libro preferido, mientras
sonaba , claro, el mismo tema
Fueron dos años en los que Enrique Martínez
concurrió a la cabaña “Lila”, a reproducir como ante un espejo la tarde
anterior. Un espejo en el que Enrique Martínez se veía reflejado abrazado a la
mujer que nunca dejaría de amar.
Miranda murió una tarde de septiembre.
Enrique Martínez miraba, desde lejos, sentado en un
viejo banco de piedra, bajo un árbol que supo roble, como su familia y amigos
la despedían. Vio como Astrid giró su cabeza, lo miró y agitó su mano. Un
pájaro, brillante y negro, revoloteó y se detuvo junto a él , en el extremo del
banco.
Fue entonces, mientras olía la imperiosa fragancia
de los eucaliptos, y el sol se ponía tras las figuras recortadas de las
personas que se alejaban, que Enrique Martínez se sintió tan solo y tan
triste como jamás se había sentido.
Sin corregir demasiado (para no espantarme),con el solo fin de ordenar.