miércoles, 6 de diciembre de 2017

Carta a Ustedes


Los teléfonos celulares actuales - dicen - son inteligentes. Yo no sé cuan inteligente es un  aparato que tiene una memoria limitada y que ni siquiera  sabe cuando se llena y, mucho menos , como vaciarla. Allí debemos ir los humanos a tomarnos la muy trabajosa tarea de elegir entre los cientos de vídeos y fotos y los muchos archivos recibidos por mail, para luego determinar cual se merece ser guardado y cual tendrá destino de cruel papelera.
Revisando entre mis archivos encontré éste , de 2015. Una breve cartita que les escribí a mis hijos. Los nombres están cambiados porque , aunque tengo la certeza de que ninguno de ellos leerá jamas este blog, no quiero correr el riesgo de que esto pase y que alguno de ellos se enoje conmigo.
He aquí la carta y , luego, una breve disgreción.






Hijos: Hoy festejamos el día del padre… ¡Casi nada!  Siempre significó mucho para mí la figura del padre. ¡Extraño tanto a mi papá!  Siempre bromeo con que, si resultó que  me equivoqué y Dios realmente existe y por lo tanto el cielo, y si es  allí donde yo deba ir  y no al infierno, lo primero que le preguntaría seria, en tono inquisidor y arriesgándome a que me depare algún castigo divino: Che, Dios…¿Por qué no me dejaste a mi viejo un tiempo más?

Y, hoy, tengo algunas cosas para decirles:
Cuando uno llega a una edad como la mía, la vida se encarga,de manera bastante brusca, de mostrarte que la mayoría de tus sueños ya no van a cumplirse. Esto no lo digo desde un lugar trágico ni triste,  sino desde el lugar de la certeza.
El lugar de la certeza es un lugar amplio y despojado, de paredes blancas y altas,  sin ventanas y  sin muebles y en el que ya no queda lugar para la mentira. En ese lugar estamos solos, siendo lo que, finalmente, somos.
Cuando uno es joven es usual proyectar siempre hacia lugares lejanos en el tiempo en los que,  seguramente (creemos) se cumplirán nuestros sueños. Y es así como creemos que podremos ser futbolistas exitosos,  cantantes de voz soñada,  astronautas,  escritores de pluma dorada o cualquier cosa que uno anhele ser. Ese lugar, el de los sueños es,  al contrario del de la certeza, un lugar hermoso, soleado, con árboles de verde increíble y mares turquesa. Si te gusta el frío,  como a Miranda, éste será un lugar de montañas con nieves de blanco invicto, casitas  hermosas con leños siempre encendidos y calles empedradas.


Desde este lugar de la certeza quería decirles, entonces, ¡Gracias por cumplir mi sueño! Siempre soñé tener hijos como ustedes.  Yo sé que este es un lugar común,  pero aspiro a que las verdades tan repetidas en esos lugares no pierdan su calidad de ciertas.
Yo soñé que mis hijos sean como ustedes.  Adorables, educados,  cultos. Divertidos y gruñones.  Así, como ustedes. ¿Saben ustedes lo que siento cuando alguien me dice: ¡que buenos hijos tenés, Gus!? ¿Lo saben?

Y también quería pedirles perdón. Perdón  por no poder darles el entorno familiar que todo niño merece y necesita. (Aun con papis separados)
Yo suelo conformarme sabiendo que hice y hago  todo lo posible (¡y más!) para que algunas cosas no sean como son, pero eso no me tranquiliza ni me conforma. Siento una gran, una enorme angustia por ello. Pero las cosas son así. Y estas son las cosas con las que vivo en el lugar de la certeza en el que habito. Quizás sean estas las paredes blancas y altas que no me dejan ver ni mares ni montañas.

Cada uno debe vivir su propio lugar de los sueños, y la vida misma los llevará al lugar de las certezas.
Yo les deseo que el lugar de sus certezas tenga mucho de mares turquesas y nieves invictas.

Cuenten conmigo para lo que los pueda ayudar en ese viaje.






Déjenme hacerles hoy un regalo yo a ustedes por permitirme cumplir mi gran sueño.

Los ama.


Papá. 












En esos poco mas de dos años pasaron algunas cosas. Y pasan. 
Mi hija atravesó por momentos opacos y fue necesario ayudarla. (Gracias, Sres profesionales. ¡Muchas gracias!) Hoy brilla como el sol del verano que odia. En su facultad descolla y es mi compañía invaluable. Miramos series que pocos miran. Discutimos. Le cocino. Trabaja y planea un viaje inolvidable.
Con mi hijo discutimos hace ya un año. Su adolescencia se extendía a su estudio y su confusión, a su vida. Me enojé. Quizás, de mas. Aunque siempre con la intención de hacerlo despertar, de sacarlo de esa modorra . 
Estoy viviendo el castigo de la distancia . No me habla. No contesta mis llamadas. Pasó un nuevo día del Padre. Falleció mi madre, su abuela. Cumplí años. Nada.
Yo creo que él no debe saber lo que siento. Mis paredes son cada vez mas blancas y mas altas. La gente que dice quererme me dice que "ya se va a dar cuenta" ..."Ya va llamarte". 
Agradezco cada una de estas palabras bien intencionadas y sonrío. 

No sé porque escribo esto ahora. Quizás, la navidad. El fin de otro año. Vaya uno a saber.
Ya soy grande para creer en Papá Noel, aunque voy a jugar a ser niño. 
Voy a jugar a creer. 
Voy a escribirle una carta. 
Y ya sé lo que le voy a pedir.






















sábado, 11 de noviembre de 2017

Barajar






Cuando me anunciaron el traslado a las oficinas centrales hice lo contrario a lo que siempre dije que iba a hacer: me puse nervioso, me enojé y terminé resistiendo el cambio. Resistiendo es una manera de decir, ya que la orden bajó concisa y directa: “A partir del primero del mes entrante Usted comenzará a prestar funciones en ….”. El traslado ni siquiera significaba un ascenso, era, simplemente, una reorganización decidida por la Junta directiva.
Siempre me jacté de racional y denosté a aquellos que se oponían al cambio casi deportivamente, porqué si, sin analizar nada. Pensaba que todo cambio puede ser positivo si uno puede diseccionar, cuidadosamente, cada plano y tratar de obtener una ventaja en cada uno de ellos. Pensé: “Bueno, ahora, en las oficinas centrales, voy a estar más cerca de todas aquellas cosas que , trabajando en la Planta de las afueras, sólo podía ver muy de vez en cuando: hermosos lugares en los que tomar un café o un trago, museos, teatros, paseos …”. También pensé: “Voy a tardar una buena cantidad de tiempo menos para llegar al centro…y sumando esos minutos me voy a dar cuenta de cuánto tiempo perdía trasladándome a la Planta cada día…mejor ni sacar la cuenta mensual o anual…” Yo no media el tiempo en minutos. Para llegar a la planta yo tardaba “ Shine on you crazy diamond II”,” Money” ,” The great gig in the skay” y” Us and them”. Ahora apenas llegaba a escuchar la mitad de “Money”.
Pensé eso, pensé que conocería gente nueva, que mis posibilidades de ascenso eran mayores y muchas cosas más, sin embargo, todo el raciocinio dió lugar a dos semanas de ansiedad y miedo, baluartes de la resistencia.


Me asignaron una oficina en el cuarto piso, con vista al río. Mi escritorio era amplio y parecía no haber sido usado mucho. La computadora era nueva y en el primer cajón encontré útiles perfectamente ordenados.
En la oficina éramos seis, contándome. Tres mujeres y tres varones. Estábamos ordenados uno detrás del otro, en dos filas de tres, con un pasillo al medio. Me recibieron amablemente y fueron presentándonos uno a uno.
El almuerzo era en el decimo piso y cada piso tenía un horario diferente. El nuestro era el de las 14 horas. Me llamó la atención que no necesariamente se sentaban por oficina, sino que cada uno se sentaba con quien quería, sin que nadie se ofendiese o sintiese apartado por ello. En el cuarto piso éramos alrededor de cincuenta personas que apenas ocupábamos la tercera parte del enorme salón comedor.
El tercer día me senté con él. Era el más callado de la oficina y enseguida supe que era también muy nuevo aquí. Apenas había llegado tres semanas antes que yo.
Enseguida compartimos gustos e historias y, se puede decir, comenzamos una amistad.



Al volver de mis vacaciones me llamó la atención ver su escritorio vacío. Pregunté si alguien sabía algo y se miraron extrañados. Cómo… ¿vos no sabés nada?
Me dijeron que todo el mundo pensó que, dada nuestra amistad, yo había sido el primero en enterarme.
“No, no sé nada”
Me contaron lo que le había pasado. “Y eso no es nada”, me dijo la rubia del primer escritorio: “Después de lo que le pasó, se tomó una semana y después supimos que renunció, así, sin más”
¿Renunció?, dije, sin entender demasiado.
“Si, lo mismo pensamos nosotros”, terminó la rubia. Y cada uno fue a sentarse a su escritorio.
Estuve toda la mañana pensando en ello. ¿Por qué no me había llamado? ¿Por qué no me había contado nada ni de lo ocurrido, ni de su decisión?
Le hice varios llamados y no obtuve ninguna contestación.
Me di cuenta que nunca nos habíamos visitado y apenas habíamos compartido información sobre nuestras casas y barrios pero sin ningún dato especifico.
Al volver del almuerzo fui hasta la oficina de personal y pedí su dirección con el pretexto de que tenía que devolverle algo que me había prestado. Me la dieron.

El fin de semana busqué cual era el camino que me llevase a su casa – vivía en un barrio al otro lado de la ciudad- y luego de desayunar salí en su búsqueda, un tanto nervioso: ¿le recriminaría por qué no me dijo nada o  haría como si nada hubiese pasado? Esta segunda opción me pareció algo estúpida y preferí dejar de pensar e improvisar.
Una hora después llegué. Era una hermosa casa de techos de tejas, con un camino que conducía desde el frente, en el que había un paredón bajo y una puerta de madera también baja, hasta la puerta ancha y blanca de la entrada. El camino estaba bordeado de cuidadas flores de color lila. No había timbre por lo que aplaudí un par de veces. Nadie salió. Intente nuevamente, esta vez cuatro o cinco veces. Noté que en la segunda ventana se movió una cortina. Nadie abrió.
Esperé unos minutos y, cuando ya estaba girando para volver a mi auto, escuché que la puerta se abría. Salió , dió un paso y me saludó con la mano, sonriente.
Siguió caminando hasta abrir la pequeña puerta del frente y se acercó a abrazarme. Me invitó a pasar. Su casa era pequeña pero muy acogedora. Estaba decorada con muy buen gusto y todos los objetos –yo solía fijarme en esas cosas- estaban perfectamente limpios sin ningún vestigio de polvo. La lámpara de bronce, los libros, la libreta de tapas de cuero. Todo estaba perfectamente pulcro y brillante.
Me contó lo sucedido. Lo hizo despacio y con vos firme, sin quebrarse en ningún momento. Lo escuché en silencio , asintiendo con mi cabeza , cada tanto.
Le pregunté por qué había renunciado y que pensaba hacer . Me contestó que no sabia que iba a hacer de ahora en más.
Le pregunte si tenía ahorros. Me dijo “no muchos”.
Nos despedimos y  prometió llamarme para juntarnos nuevamente.


Las tres semanas siguientes esperé, en vano, su llamado. Lo llamé sabiendo lo que pasaría: no me atendió.
Volví a ir a su casa ,un sábado de clima soleado y cálido.
Lo encontré sentado en un sillón de madera en el frente de su casa , debajo del techo de una especie de galería , entre dormido, con la cara al sol.
Pareció alegrarse cuando aplaudí para que me viese.
Tomamos un té, allí, en la galería, para lo que acercó un sillón idéntico al suyo que estaba unos pasos más atrás, en el que me senté.
¿Viste que cómodos que son?, me dijo. Comodísimos, le contesté.
Una media hora después, cuando el sol había girado y el viento soplaba suave, pero con una brisa fresca, decidimos entrar.
Mientras hablábamos  noté que la lámpara de bronce no estaba y en su lugar había un florero de cristal.
¿La lámpara? , pregunté. La vendí, me dijo.


Las semanas volvían a pasar, idénticas, en silencio. Él nunca me llamaba y debía ser yo el que me acercaba. En algún momento esto me molestó, pero inmediatamente me recriminaba mi egoísmo. ¿Cómo podía yo no ponerme en su lugar? ¿Cómo podía ser tan egoísta de no entenderlo?
Seguí yendo, siempre los sábados. En su casa cada vez faltaban más cosas: Una de sus dos heladera, el auto, un televisor, el mueble de roble con vidrios en el que guardaba un hermoso juego de copas... Fue vendiendo todo, como goteando su vida. Poco a poco. Sin ponerse nervioso. Sonriente. “Lo vendí” contestaba ante cada una de mis preguntas. Poco después deje de hacerlo. Ya sabía lo que había pasado.





Un sábado aplaudí varias veces pero nunca salió. El césped, antes impecable , estaba apenas crecido.
Estaba por irme cuando vi el sobre encima del sillón. Era amarillo y estaba pegado con una cinta para que el viento no lo arranque. Abrí la puerta y me acerqué. Despegué el sobre y saqué un papel, también amarillo. En prolija letra manuscrita se leía: “Voy a estar bien, quedáte tranquilo. LLeváte el sillón”.


Durante las semanas que siguieron pensé mil cosas: ¿Y si su “voy a estar bien” era una mentira que ocultaba una decisión trágica, simplemente para que nadie lo busque? ¿Qué pasaría con la casa? ¿Adónde habrá ido? ¿Por qué se habrá ido?







La rubia del escritorio del primer escritorio terminó siendo mi esposa, con la que tuvimos dos hijos. Me ascendieron a Jefe de Unidad y ahora tengo una oficina para mí solo, con secretaria, en el piso octavo, debajo de la Gerencia.
Por momentos creo ser feliz.
No soy una persona hermética ni mucho menos. Me gusta compartir las cosas. Sin embargo , guardo un secreto que no comparto con nadie , ni siquiera con ella: Suelo pensar en él.






Cuando la Gerencia me premió con un viaje a la Sede Central, en Suecia, con todo pago ,en los mejores hoteles , con motivo de mis treinta años en la empresa, sentí una extraña mezcla de orgullo, alegría y tristeza. El trabajo de mi esposa le impedía acompañarme y yo no tenía ganas de ir solo.
 Ella me hizo una sola pregunta, que yo interpreté como una orden: ¿Estás loco? ¿Te vas a perder ese viaje?






Estocolmo es de una perfección apabullante. El orden nórdico , su pulcritud, sus calles exactas, sus edificios , sus puentes. Esa combinación de antiguo y moderno. Entendí por qué aquello de “La Venecia del Norte”. Recorri sus canales , sus museos, sus restoranes con mezclas de sabores impensados. Sufrí su idioma casi chino. Pasé los primeros de mis diez días, en recorridas infatigables acompañado siempre por personal de la empresa a mi disposición. Habiendo entrado en confianza, al octavo día, le dije  a mi guía en mi buen inglés: “No doy más. Solo quiero descansar”. Me dijo que entendía perfectamente lo que le decía y que anularía las actividades del día siguiente. Antes de irse me dijo: No deje de ir al restorán del Bosque. Me dijo que se llamaba –y me dió un nombre en sueco- pero que quería decir bosque y que estaba en las afueras de la ciudad. Me recomendó un plato – köttbullar, un especie de albóndigas- y me dió las indicaciones para llegar.

Lasse – así se llamaba mi ayudante en este viaje- había cargado en el gps del auto la ruta hasta el restorán y alguna que otra actividad, por si me había arrepentido. Me dijo que había una reserva a mi nombre para las 20 horas.
Salí temprano , luego de merendar en el hotel , porque quería recorrer tranquilamente el camino. Estacioné el auto en un centro comercial a diez cuadras del restorán y decidí ir caminando . La temperatura de Estocolmo no es la más amigable , pero estaba bien abrigado. Subí por una especie de calle angosta , casi un sendero, con vista a un canal , de un lado y casas de ensueño del otro.




Vi el sillón, casi como una ráfaga. Volví mi mirada hacia atrás. El sillón estaba pintado del mismo color, blanco, y tenía el mismo almohadón que el que adornaba mi balcón, en Buenos Aires: una tela de gobelino con flores en tonos ocres. Me quedé mirándolo sin saber qué hacer.
La casa era de un blanco inmaculado con grandes ventanales que dejaban ver el interior, sin cortinas.
En lo que parecía una cocina, estaba él.
Me vio casi en el mismo momento en el que yo iba a comenzar a aplaudir. Sonrió.
Salió caminando lentamente, secándose sus manos, con una sonrisa de oreja a oreja.
Nos abrazamos un tiempo más largo que cualquiera de mis anteriores abrazos .
Hablamos sin parar. Me presentó a su esposa. Me contó que no habían tenido hijos. Que le había ido muy bien allí.
En un momento en el que se hizo un silencio, él me miró y me dijo: No pude mas, ¿sabés? Después de aquello, no pude más. Todo se acabó. Tuve que terminar todo y empezar de nuevo, tuve que dar vuelta la hoja, barajar y dar de nuevo... ¿me entendés, no?

El sol caía sobre el canal, mostrándose embaldosado de reflejos, la casa era tomada por los naranjas del crepusculo, una música extrañamente placida sonaba en la sala. 

Lo miré, él parado frente a mí y yo sentado en uno de los dos sillones mas cómodos que jamás había conocido y, sin saber que decir, sólo me limite a sonreír.



















sábado, 28 de octubre de 2017

Corriendo a ningún lugar.






El golpe me sobresaltó. Fue en la puerta de mi departamento del segundo piso. Una voz desconocida gritó: ¡Abran!¡Bomberos!
No había humo en el living del departamento, donde yo estaba entre dormido en mi viejo sillón de pana , pero si olor.
¡Abran! Repitió la voz. Y agregó:¡O derribamos la puerta!
Me coloqué las pantuflas , giré la llave y abrí la puerta. Dos jóvenes bomberos ingresaron a mi departamento. En el pasillo quedaron el encargado del edificio y dos vecinas , una de mi piso y otra del tercero, todos con caras circunspectas casi de enojo.
Al abrir la puerta de la cocina , un denso humo negro inundó el resto del departamento. Corrí a cerrar la puerta que daba a las habitaciones.
Resultó una falsa alarma: el humo provenía del horno de la cocina, donde se había achicharrado un pollo que allí se cocinaba.
Despedí agradecido a los bomberos y me disculpé con mis vecinas y el encargado.
“Estoy tomando un medicamento y me dormí”,mentí. “No volverá a pasar”.
Los problemas , en principio, son dos: No estoy tomando ningún medicamento y –en primerísimo lugar- no recuerdo haber puesto un pollo a cocinar.







Cumpli setenta y ocho años en el pasado agosto. Me jacto de mi estado físico –camino cinco kilómetros por dia, llueve o truene- y mis exámenes médicos son , al decir de mi medico, “los de un joven de treinta”.
Vivo solo. Mi hijo se mudó a Toronto al recibir un ascenso, hace ya diez años. Alli se casó y tuvo una hija, Charlotte. El día del suceso del pollo quemado, me había llamado por la mañana para arreglar su viaje de fin de año , para la Navidad.
Me dieron el turno con mi medico para el día martes de la semana entrante, haciendo una excepción dada mi amistad con él.
Antes de entrar al consultorio , pasé por la casa de dulces y compré sus preferidos : unos con una especie de praliné y algo mas que no recuerdo.
Le comenté lo ocurrido. Me miró y me preguntó si era la primera vez. Le contesté : “por supuesto”.
Me tranquilizó con que podía ser un suceso aislado…pero que , para prevenir, tomase algunas capsulas que me prescribió.
- “Hay algo mas, me dijo, quiero que te compres un cuaderno pequeño, o una libreta y comiences a escribir un diario. Puede parecerte estúpido, pero es muy útil”.
- ¿Útil? , pensé. Pero no se lo dije. “perfecto”, contesté.
- “Quiero verte el mes que viene”.
- “Seguro”.



Camino a casa me detuve en la librería que quedaba dentro del centro de compras. Elegí una pequeña libreta con tapas de color ocre. Tenia cien hojas rayadas de un papel muy delicado y delgado, lo que la hacia pequeña.



Comencé a anotar cosas sin ninguna importancia como : “Desde mi ventana veo un hermoso y gran alerce“ o cosas por el estilo. Nunca había escrito ni un diario ni nada que se le parezca y siempre que me encontraba frente a la libreta mi mente parecía ponerse en blanco y nada se me ocurría. “No importa que anotes” me dijo el medico. “Lo que sea”.








Me despertó el frío. Por mi frente se deslizaban gotas de sudor. Abrí los ojos. Seguramente era el miedo . O el terror. Estaba en una habitación desconocida. No estaba atado, pero seguramente alguien me había llevado allí . Estaba sentado en un sillón.
“¿Hay alguien aquí’?”, grité. Nadie me contestó. “¿Hay alguien aquí?”, grité mas fuerte. Me acerqué a la puerta. Estaba cerrada. Fui hacia la  ventana y corrí el cortinado. La nieve cubría casi todo y lo único que se veía era un árbol hermoso.
¿Quién me habría llevado allí? ¿Para que? . Mi mente corría a ningún lugar.
Miré el teléfono . Tenía tono. Pero no recordé un numero al cual llamar.
El departamento estaba amueblado de manera convencional y estaba ordenado. Busqué algo que me pudiese dar una pista acerca de mis captores.En la mesa de la cocina solo encontré una pequeña libreta de tapas color ocre, pero nada importante había allí.
Mi corazón latía rápido.
“Tengo que tranquilizarme”, pensé.

 “Tengo que encontrar la manera de escapar de aquí”.


























sábado, 21 de octubre de 2017

Ironía







No debería hacerlo, lo sé.
Me resisto, en vano.
Cuando me doy cuenta que está pasando,
Lo niego. Pretendo ignorarlo. 
Pienso en otra cosa,
En cualquier otra cosa.
Nado en contra del tiempo.
El tiempo que me horada.
Ese agua lenta que me envuelve.
Que hace insoportable  tu ausencia
Y que sumerge en un olvido profundo
Aquello que añoro, tu presencia



Ya no te pienso
Ya casi no te extraño.
En mi mejilla seca de ayeres húmedos
Sólo hay un rictus, un fingir.
Por un segundo, miro hacia atrás.
Rápidamente, me reto.
Me castigo, me flagelo.
No estás mas.
Sólo queda adelante.
El futuro eterno, completo de presentes fugaces,
prontos pretéritos.

Sólo quiero una vida en la que estés.



























La ironía de la fácil rima entre "ausencia" y "presencia" . 
Mientras haya perdón, habrá esperanzas. 
I.R, te amo.

sábado, 14 de octubre de 2017

Tamiz









Lo adjudico a dos razones principales: mi nula confianza en los pronósticos meteorológicos y al hecho de que estaba, en ese momento, entre edificios muy altos. Como quiera que sea, no advertí la tormenta, con su cielo morado y su casi segura lluvia. No lo hice hasta escuchar al trueno. Fue el sonido más fuerte que escuché en mucho tiempo y, al parecer, no fui el único que se asustó. La joven que caminaba unos pasos delante de mí gritó. El perro gris, callejero, acostumbrado a mil y un ruido, lanzó un quejido-llanto y salió corriendo. Yo me estremecí y miré hacia arriba. Las alarmas se habían disparado y hacían aun más cinematográfico el momento. Una tormenta, pensé, nada más. Calculé las cuadras que restaban para llegar al hotel en que tendría la reunión y apuré el paso.
Al llegar a la esquina, una cortina de agua –literalmente, una cortina- me empapó. Corrí unos metros y entré al bar.
El bar no me era desconocido: solía ir muy a menudo, entre reuniones o antes o después de ellas. El barman era excelente y siempre había una buena excusa para ir allí. Me ubiqué en la segunda banqueta de la barra y pedí un negroni. Aunque me gustaba experimentar y confiaba en el gusto de Francis, el barman, para recomendarme tragos nuevos, solía inclinarme siempre por algún clásico. La tormenta arreciaba y, pensé, este no sería el único trago que bebería.
A través del ventanal que daba a la calle, parecía que ya era de noche pese a eran las tres de la tarde. La reunión era a las cuatro. Llego bien, me dije.

- Esto no para mas, escuché.
A mi lado había un hombre de unos cuarenta y cinco años, de traje gris, sin corbata, y zapatos en punta. Estaba acodado y, por como llevaba su trago, estaba allí antes que yo.
¿Le parece?, pregunté… ¿Será para tanto?
- Nací en el campo, me dijo. Sé de tormentas. Y esta es brava. Tenemos para rato.
Preferí no creerle y sonreí. Francis apoyó el Negroni sobre una servilleta y lo empujó hasta mí.
- Me llamo Miguel, me dijo, y extendió su mano.
Julián, le dije y la estreché.
Me hizo algunas preguntas de rigor a las que contesté brevemente como dejando en claro que lo único que pretendía era tomar mi trago, esperar a que paré la lluvia e ir a mi reunión.






Noté que una persona que salió de la cocina comenzaba a colocar unas tablas en la puerta como defensa ante la lluvia que era aun más fuerte que cuando comenzó, hacia ya una media hora. Al abrir la puerta se pudo ver un auto de color rojo que se había quedado con su motor humeante en medio de la calle, cortando el transito. Los que iban detrás hacían sonar sus bocinas. El agua llegaba hasta la parte baja de las puertas, por lo que nadie se bajó de sus autos.


- Te dije –me tuteó- esto no para más.
Tomé mi celular para avisar de un posible retraso pero no había señal. Pregunté si esto era normal en el bar,  que se encontraba en el subsuelo de un torre de muchos pisos, pero Francis me contestó que no, que al parecer el viento había afectado a una antena cercana. Tampoco había teléfono fijo. ¿Será la misma antena?, preguntó Francis, pero, sin esperar mi respuesta comenzó a lavar unas copas.
- A ella le encantaban los días de lluvia, dijo Miguel, mirando su copa.
Miré a través de la ventana: la lluvia continuaba incesante, furiosa. Algunas ráfagas azotaban el vidrio, haciéndolo temblar. Consideré el hecho de estar allí un tiempo mayor al pensado y le pregunté: ¿Ella?
- Si, Ella. Eugenia. Le encantaban los días de lluvia. Y no por el cliché de: ¡Que romántico! No. Simplemente le gustaban. Me decía que la lluvia la tranquilizaba. El sonido de las gotas. La imagen del agua cayendo de los techos. En fin. Le gustaba.
¿Gustaba? ¿Por qué en pasado?
- Bueno, perdón, tenés razón, sonrió: le gusta. Le debe seguir gustando, creo.
Lo miré sin hablarle pero preguntándole.
- Con Eugenia trabajábamos en la misma empresa. Yo era un pinche de “Informática”. Ella era la estrella de “Comercio Exterior”. Un año entero estuve mirándola de reojo en el ascensor o cuando nos cruzábamos, al entrar o al salir. Nunca me animé –ni me animaría- a decirle algo.
¿Por qué? , lo interrumpí. ¿Por qué no te animarías?
- ¿Estás bromeando, no? Ella era, perdón, es, una diosa. Y yo soy un nerd, un piscuí, diría mi abuelo en el campo. ¿Cómo voy a pensar que ella me prestaría atención a mí?
Asentí en silencio mientras terminaba mi Negroni y pensaba que pedir luego.
- Sin embargo, en la fiesta de fin de año…de hace seis años…me llevé una sorpresa. Yo estaba sentado en una mesa, solo. Los demás integrantes de la mesa estaban bailando. No la vi llegar. Se paró a mi lado y me dijo: ¿No me vas a invitar nada?
A esta altura, mientras la lluvia continuaba, el relato de Miguel me había interesado bastante. O, mejor dicho: mucho.
- Me sobresalté y la miré: llevaba un vestido negro tan sencillo como impactante. Casi sin alhajas. Un collar delgado, un anillo  muy sobrio. Olía a un perfume inolvidable. Su pelo estaba recogido y dejaba ver un su cuello, su nuca. Pensé: es perfecta.
Tartamudee. Si, si, contesté. ¿Qué querés tomar? Le pregunté. Su respuesta me desconcertó, como todo en ella. “Whisky, Doble. Sin hielo”
Fui hasta la barra y pedí dos. No quería pasar vergüenza con mi bebida habitual: jugo de naranjas con vodka. Volví a la mesa y apoyé los vasos. Le dije que su vestido era hermoso. Me contestó con una pregunta: ¿Sabés para que me lo puse?
No, le dije.
Para venir a esta fiesta y verte.






Francis me había traído un etiqueta azul (que había pedido antes de que Miguel me cuente lo de los Whiskys dobles). Tomé el vaso y lo acerqué al suyo: ¡Grande!
Chocó su vaso (recién en ese momento noté su contenido)
Miró su vaso y dijo:
- Sí... Con ella aprendí a tomar. Un vicio. Aqua Vitae .Agua de vida. ¿Probaste este?
¡Recomendación de Francis! ¡Cuando termines ese te invito uno!







Ni bien terminó de decir eso, la luz se cortó. Se encendieron las luces de seguridad.
No se preocupen dijo, Francis, en voz alta, a todos los ¿parroquianos? : La casa cuenta con generador propio.
Me sorprendió la formalidad de Francis, pero enseguida me di cuenta que uno cuando es habitué de la barra establece una relación distinta a la que tiene el barman con la gente del salón. La barra tiene una proximidad, una intimidad mayor, que no se tiene en ninguna de las mesas.







Volví a mirar a Miguel. El estaba esperando que le devuelva la mirada, expectante.
- Comenzamos a salir. ¡Te imaginas el revuelo! La chica estrella, la diosa con el Don Nadie. La gente es cruel. Aunque, vamos a ser sinceros, algo de verdad había.
No voy a tirarme abajo, Julián, No, para nada. Soy un buen tipo. Inteligente. Culto. Tengo gustos ¿Cómo decirte? ¿Refinados? Si, refinados. Coincidimos mucho, ¿sabés? Nos gustaba la misma música. Los mismos libros. Si había algún autor que yo no conocía, ella me lo hacía conocer. Y viceversa. Yo le cocinaba –mi infancia en el campo me daba una ventaja irrecuperable- pero ella era mi degustadora por excelencia. Podíamos pasar horas juntos. Días. Hablando.
Lo miré.
Bueno, no siempre hablando, rió. Ella es fantástica, me guiñó un ojo. Me enseño todo lo que sé. Todo. Hasta que la conocí yo era un tipo normal. Con todo lo malo que la palabra normal tiene. Con ella aprendí a disfrutar. Me desinhibí. Estar con ella, en la intimidad, se transformó en algo único. Ella me decía algo que, al principio me costaba creer: Que nunca había disfrutado con nadie como conmigo. Pero me lo decía siempre y terminé creyéndole.



¡Están evacuando los edificios!, gritó una mujer de la mesa del rincón del fondo, que tenía una pequeña radio portátil. ¡Dicen que nunca llovió tanto en tan poco tiempo!
Agregaron un tablón a la defensa de la puerta, aunque lo que preocupaba era la altura del agua: ya superaba el metro y pronto alcanzaría la altura del ventanal.







La calle estaba totalmente a oscuras, sin iluminación.  Miré el reloj; las seis de la tarde. ¡Las seis! Corrí hasta el vidrio. El cielo estaba tan negro como nunca lo había visto. La calle era un río. Los autos estaban atascados, sin ocupantes. En la esquina se veía el reflejo de una luz de lo que pensé seria la policía o los bomberos. No se escuchaba la sirena. El ruido atronador de la lluvia lo tapaba todo.
- Te lo dije, dijo Miguel
¿Cómo salimos de acá, Francis? , pregunté.
Francis se encogió de hombros.







- Pero nada dura para siempre, continuó Miguel. A ella la trasladaron a Londres. ¡Londres! Le otorgaron una Gerencia a nivel mundial. Se codearía con las personalidades que quisiese y en su cuenta tendría un sueldo en dólares y con varios ceros. Muchos ceros.

Mientras Miguel hablaba no pude dejar de ver como el agua iba filtrándose entre las tablas , bajaba los dos escalones hasta el salón y se esparcía, lenta.


- Pero es sabido  que la distancia es asesina en las relaciones: el que queda no conoce nada del lugar adonde va el otro. Ni las calles, ni las comidas, ni los amigos. Comencé a celarla. Injustificadamente –esto lo digo ahora, claro. Nos vimos una vez en el año siguiente a su mudanza. Cuando la vi ya nada era lo mismo. No me preguntes que pasó, no lo sé. Pero ya nada lo era. Decidimos terminar. De esto hace ya tres años.



¿Aguantará el vidrio, Francis?
Francis volvió a encoger sus hombros.
La mujer de la radio portátil se había subido a su mesa - el agua ya hacia flotar las sillas- y adoptado una posición  fetal , no sé si por el frío  o por el miedo. O por ambas cosas.







- Vos te vas a reír, me dijo Miguel, pero si yo pasase por un tamiz nuestra relación y ese tamiz solo atrapase las cosas indispensables, las cosas inolvidables, aquellas cosas que más quiero  de ella, te diría que lo que más extraño de ella, lo único que atraparía el tamiz,  no son las sábanas, ni la alcurnia. Mucho menos su dinero. Lo que más extraño de ella es la posibilidad de hablar sin fin, de hablar sin más.
¿Vos me entendés, no?






No llegué a contestarle: el vidrio hizo un estruendo enorme al romperse y el agua terminó de inundarlo todo sin darnos tiempo a nada.






















Hablar, sin más.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Nunca le dije Olga a Olga





Nunca le dije Olga a Olga. Ni una vez. Jamás. Mamá. Mami. Má, cuando era más chico.
Cuando era mas chico significa mucho tiempo.
Esos eran los tiempos en los que Olga me vestía con pantalones cortos, saco y corbata. Lo sé por las fotos. No digo que siempre me vestía así, claro. Seguramente esas fotos son de algún evento importante. Algun casamiento, algún cumpleaños. Los acontecimientos en mi infancia no pasaban de allí. 
Olga me vestía bien para ir a casa de los demás.
Es inextricable mi memoria. Por más que me esfuerce, por más que lo intente no logro recordar la voz de Olga joven. Joven como  cuando me vestía a mí con cortos. Ella tendría menos de treinta años. Olga era una rubia letal. Pelo rubio y corto, eternamente corto. Siempre pensé que las minas de pelo corto llevan pantalones. Y Olga los llevó siempre. Ojos celestes. Erguida. De mano veloz.
Olga utilizó conmigo , el mayor de  tres hermanos, una disciplina feroz: Un pantalón roto, un lio en el colegio, una contestación inadecuada: sopapo. Nada de un sutil coscorrón ni un suave cachetazo. No. Sopapo. Fuerte, sonoro.
Mi hermana la sufrió menos y con el menor Olga ya era una   leona  herbívora, de reto infinito.
En mi memoria somnolienta siempre está Olga. Olga vistiéndonos. Olga haciéndonos de comer. Olga cuidándonos. Siempre Olga.
Cuando enero nos aplastaba con su calor vergonzante, Olga nos llevaba en colectivo , a nosotros y a algún amiguito vecino, a la playa. La veo parada en el colectivo y nosotros sentados. Con un bolso gigante , la heladera de telgopor y la sombrilla. Seria. Olga no era de dilapidar sonrisas. Bajábamos del colectivo como tropel y la dejábamos atrás. Pisabamos la arena y dejábamos un tendal de ojotas, ropa, gorritas y pelotas. Que se arregle Olga.
No había plata para reposeras o, mejor dicho, no existían las reposeras (al menos no como ahora que son como apéndices de los playeros). Nos acomodábamos en una lona y Olga nos iba pasando los sangüches. Comíamos a regañadientes: lo único que queríamos era volver al agua. A eso de las seis, nos volvíamos. Olga tenía que preparar la cena.
Olga y Papá solían discutir. Ahora que soy grande y estoy cansado de discutir con todo mundo, esto parece normal. Pero cuando yo tenía unos diez años y los escuchaba discutir , a mi me parecía que el mundo se terminaría si no estuviese con alguno de ellos. Si, lo sé: soy un estúpido. En un mundo en el que el setenta por ciento de los matrimonios se separa, esto es: el setenta por ciento de los niños aprenden de manera natural que sus padres ya no se aman. Que uno vive allá y el otro acá. Que ahora mamá está con este otro señor y papá con esta señorita. Si, si. Lo sé. Pero en los sesenta, cuando los Beatles rompían todo y en Cuba había misiles , esto no era tan así. Y para mi cada discusión era el final de todo. 
Prometo conversarlo con  mi psicólogo. Cuando tenga psicólogo.

En mi adolescencia, Olga nos llevaba al club. Nadabamos. Yo nadaba mal, mi hermana bien. Había un profe que miraba a Olga con muchas ganas. Y más de una vez me pareció que Olga le devolvía la mirada. De grande se lo pregunté: me rajó una puteada. Olga era una excelsa puteadora. Igual eso lo tengo claro: si alguna vez Olga tuvo un renuncie alguien, ella nunca me lo diría. Antes muerta. Y yo se lo agradezco.

Olga jamás criticó a mis novias. Nunca. Siempre tuvo palabras amables, aún con aquellas con las que yo sufría. Yo entendí su distancia como respeto. Se encariño con una y me retó cuando rompimos: ¿donde vas a encontrar una chica así?, disparó. Ni idea, le contesté. Olga me tomó la mano y sonrió, dejando claro algo: siempre voy a estar de tu lado. 

La imagen de Olga superhéroe comenzó a cambiar cuando papá se enfermó. Cuando el médico nos llamó para darnos el diagnóstico , Olga no quiso entrar : Andá vos, hijo.
“Lo de tu papá no tiene cura”, me dijo el medico. Giró el monitor y me mostró el diagnóstico en una página de un hospital de EEUU. ¿Cuánto puede vivir? Dos años, me dijo.
A partir de allí comencé a vivir el suplicio de engañar a quienes más quería. Sabía –el médico me lo había dicho- que vendrían mejorías, pero también sabía que serían pasajeras. La Olga que todo lo podía, flaqueaba. Suavicé el diagnostico. Dejé abierta una ventana. La que el médico me cerró.  No sé si hice bien y , quizás, nunca lo sabré. Preferí que Olga tenga esperanzas. Me pareció que  de esa manera estaría más… ¿positiva? Y que eso ayudaría a papá.
Papá vivió el doble de lo que me había dicho aquel medico. Con Olga siempre a su lado. Con su humor de mierda, es cierto. Pero a su lado. Acompañándolo, sosteniéndolo.  En realidad, uno nunca sabe quien sostiene a quien. ¿El que se va al que se queda? ¿Al revés? En esas situaciones en lo que todo se cae, a veces lo único que resta es arriar velas. Y salir.



Al morir papá conocí a otra Olga. Papá era un unificador. Nos juntaba a comer, nos llamaba. ¿Nos faltaba algo?: Papá. ¿Algún problema? Papá.
Olga no tenía esa vocación. Me enojé con ella, no la entendí. Y tuvieron que pasar muchos años para que  pueda hacerlo. Muchos. Muchos más de lo que hubiese deseado.


Nunca vi a Olga leer un libro, pero era cultísima. Sabía de todo, hablaba bien, tenia una letra hermosa. Sus cosas estaban ordenadas, su ropa limpia, su casa reluciente. Veía televisión y se informaba. Le gustaban los chismes. Usaba perfumes caros: Olía siempre bien. Cuando la vida la fue dejando casi sin pelos, rezongaba por el color de la tintura , por el corto, por el largo. Odiaba que yo nunca me de cuenta de su nuevo color de pelo. Me miraba con su ceja levantada.

Cuando mi matrimonio transformó mi castillo en naipes, Olga me recibió en su casa. 
En su piso todos sus placards estaban llenos de ropa que nunca usaría. Jamás vació uno para que yo acomode mi ropa. En esos días comencé a conocerla, a comprenderla. Olga, como nosotros, como casi todos, vivía una vida que no quería. Ella no quería estar sola. Lo odiaba. Pero no quería estar con nadie. Ella era así. Se victimizaba de soledad, pero disfrutaba de ella. Su humor se había transformado en estiletes, en espadas de filo mortal.
Fueron unos pocos meses juntos. La vida nos había puesto en lugares diferentes: yo le cocinaba, lavaba los platos, hacía mi cama. 
Cuando tuve que irme, extrañe dejarla . Y sé que ella también. Pero nunca se lo dije, ni ella a mi, cultores de un orgullo imbécil que luego abandonaríamos.  


Un acv la había dejado sin filtros : Olga era ,al fin, ella. Y yo volví a amarla. 
Posiblemente ella nunca sepa cuanto me gustaba que me tome del brazo porque su paso se había transformado en tembloroso. Preferí no decírselo. Tenía miedo que nunca más lo haga.



Olga se cayó y se quebró la cadera. Después de unos días de internación de mala muerte , atestada de visitas que iban a ver a esa vieja tan cascarrabias como adorable, la operaron y murió.
La ultima vez que la vi estaba rozagante. La operación iba a salir bien y ella iba a volver a su casa.
Diez minutos después de haber llegado a visitarla me echó. A lo Olga. Me dijo: Quiero ver la novela , hijo. Andá a tu casa ...¿Que carajo te vas a quedar haciendo acá?







Murió con la velocidad de la vida. De esta vida que nos deja sin respiración. Que nos hace llorar. Que nos desangra. Esa velocidad que nos lleva a seguir, a preocuparnos de banalidades, mientras la persona que me vestía con mis mejores ropas, estaba aun allí, tan tibia como lejana.      




Nunca le dije Olga a Olga, aunque me hubiera gustado tener la oportunidad de decirle, aunque sea una vez, Olga, mamá, te quiero, no te vayas, quedáte un rato mas.





















Esto no es un relato, no es nada. Es una necesidad imperiosa,un impulso,una pulsión (Sigmund, ¡Vade retro!)  
Hablar de Olga , pensarla, se me hace inevitable por estos días. Escribir algo, como esto, es ,apenas, un buceo en mi memoria a la que descubrí no tan inextricable: simplemente está atiborrada de Olga. 











sábado, 19 de agosto de 2017

Aún





Es un zumbido,apenas. Estiro mi mano y lo apago. Afuera es aun noche.Me visto a un ritmo conocido y veloz. El auto está frío como todo lo está en abril. Sólo luego de unos minutos la calefacción me entibia, amable.
Llego puntual, como siempre. El policía me saluda con un gesto conocido. Dice mi nombre.Apoyo mis cosas sobre el escritorio. Está limpio y ordenado, como lo dejé ayer. Enciendo la computadora y espero. Mientras, en la taza de mil mañanas, coloco una, dos , tres cucharadas de café. El café es instantáneo pero es el único. Si quiero un café mejor debo esperar a que abra el bar de la esquina y para ello aun falta una hora. Para ese entonces el trabajo habrá comenzado. Bato, apenas , el café con un sobrecito de edulcorante que me dejaron el día anterior. Para disimular el sabor, lo mezclo con leche. La leche es leche en polvo, por lo que , si debiese puntuar a mi café de la mañana –en una escala de cero a diez- le daría un dos.
El único motivo por el cual sigo preparando mi café de dos puntos cada mañana es por el primer sorbo: ese primer sorbo, caliente y apenas dulce, lo justifica todo. Es lo que necesito a esa hora de la mañana cuando por la ventana del primer piso apenas se ve algún rayo de sol.

Hablamos de un partido de futbol sin importancia y de otras cosas que tampoco la tienen.Cuando en la taza veo la mitad del café, me paro y la tiro en la pileta. Enjuago la taza y bajo las escaleras.

A las ocho comienzan a llegar.


El ruido fue , para mi, como el de un tablón que cae el piso. Breve y seco. Pero no, fue un disparo.
La gente grita. En realidad , algunos habían gritado antes, pero en mi cabeza, lo escuché casi al unisono. Los gritos y el disparo. El señor que se estaba intentando suicidar (aun no había muerto) estaba siendo observado por casi todos los presentes. Es llamativo el impacto que produce la muerte de un desconocido. Sus efectos son mínimos y pasan casi desapercibidos. Algunos se manifiestan muy nerviosos pero minutos después los veo reír. Una mujer filma con su teléfono celular  al aun vivo y lo envía a un medio de noticias en la pretensión infame de obtener un rédito político. 
Otros hablan a su alrededor y dicen cosas como : ¡Pero que barbaridad! o ¡ Vaya a saber que pasaba por la cabeza del pobre hombre!
La muerte es solo importante cuando es nuestra. Un amigo , un vecino, un pariente , nuestra familia, claro,algún amor que persiste... algunos llegan a llorar artistas, pero no mucho mas. 
La muerte de otros nos rodea, nos inunda, día a día, la vemos como natural y , cómo en este caso, no nos quita ni el hambre.










El hombre se sienta frente a mi. Está enojado. Cree tener razón , pero no la tiene. Le explico cuales son los pasos a seguir. No le importa. El hombre piensa en si mismo, en sus problemas. Piensa en que no tendrá dinero esta semana y quizás , en todo el mes. Lo entiendo . Trato de ser –aún- mas amable. Pero el hombre esta enojado. Se para. Me dice: mañana vengo y te pego un tiro.
No le di importancia hasta la mañana siguiente cuando lo vi entrar con la misma cara de enojado. El policía estaba advertido , lo sigue.
El hombre se para frente a mi y me dice:
Vengo a disculparme con usted. Me atendió muy bien y fue muy respetuoso. Discúlpeme, repitió.
Giró y se fue.





Es tarde y estoy cansado. Estoy haciendo horas extras . Maldigo al dinero y a la necesidad de tenerlo. Pienso  en cuanto mejor debe ser la vida de aquellos que no tengas tantas cosas por pagar. Cosas que
antes no existían y que ahora lucen indispensables. Alarmas que nos monitorean. Servicios de televisión.Y mas televisión por Internet. Y mas Internet, muy muy rápida... Y Obras Sociales que nos cobran nuestra cura  del futuro enfermándonos en el presente. Teléfonos celulares sin los cuales seriamos parias. Seguros del auto. Y de la casa .  Gimnasios a los cuales vamos a sufrir. Ropa que no necesitamos pero que compramos, de todos modos. 
Sonrío. La gente no tiene la culpa. Llamo a una persona.
Es un hombre, de unos cuarenta años. Tiene cuatro hijos. Su madre los abandonó. Viene a solicitar un crédito.
Intento hacerlo , pero el sistema lo rechaza. Mi supervisora me dice que “no está contemplado en la normativa” y me agrega que "los créditos son solo para madres”. Le explico. Le digo que este padre es mejor que muchas madres. Cuando me iba a decir otra vez que “..la normativa”, me doy vuelta y la dejo hablando sola. A ella y a  su puta normativa.
Me siento frente al hombre. Le explico. Le digo que la única forma es reclamarle a su ex mujer judicialmente. Me interrumpe. “No. Eso significaría tener que volver a verla. Y ni mis hijos ni yo queremos verla nunca mas. ¿Sabés que? , me preguntó. El mismo contestó:  Por suerte tengo un trabajo, no necesitamos mas"
Me dijo todo esto sin enojarse ni por un segundo.Lo dijo calmo y seguro. Antes de parase e irse, me sonrió y me dijo : Gracias.

Mientras se iba , yo fui sintiendo como tras de si iba dejando todo el salón vacío de dignidad, como si toda la tuviese para él y no la pudiese compartir con nadie.




Subí al auto y me di cuenta que ya había atardecido . Me percaté que no había visto al sol en todo el día y me pregunté si ello seria normal.
Hay cosas peores, pensé , miré por espejo y arranqué. 







miércoles, 26 de julio de 2017

Derrota




No puedo.
No es que no quiero.
No puedo.
¿Es tan difícil de entender?
Me esfuerzo, lo intento. Trato de poner mi mente,
¿Cómo decirlo? ¿En blanco?
Pero mi mente está en negro.
Navega oscuridades. Todo el día.
Paradójicamente, la noche es un remanso.
Ya no sueño, es verdad. 
Pero, al menos, me libera de pensar.
He tenido suerte: no me visitan pesadillas.
Pero con el amanecer aparece otra vez.
Junto a la luz y a los ruidos (¿Habrá alguna vez algún día silencioso?)
Aparece nuevamente. Y me sigue, sin cesar.
Por donde quiera que vaya , me sigue.
He llegado a pedirle clemencia.
Me arrodillé ,
Le pedí ,
Le supliqué, 
Le rogué,
Que me deje de una buena vez.
Que se vaya.
Pero no. Insiste. Persiste.
Y así estoy. Malviviendo.
Acostumbrándome, poco a poco.
Cuesta, cuesta mucho… Pero… ¿tengo alternativas?
Con ella fue más fácil. 
Sólo tuve que esperar.
Y, un día, tan ruidoso como cualquiera,
Simplemente
No estuvo más.
Pero esta vez es distinto, lo sé  (Siempre lo supe)
Esta vez sé que no voy a poder.
Esta vez sé que nunca voy a poder
soportar su ausencia.
Mi futuro es derrota.



























Alguna vez, en algún lugar, algún perdón.

miércoles, 19 de julio de 2017

Impecable










El impecable Sr. Martínez. 



Era una noche helada de junio. Abrió la puerta y sintió el abrigo de la calefacción. Pensó en que ya los primeros hombres sintieron necesidad de protegerse contra el frío y se sintió entrando a una caverna, a una  lujosa caverna. Acababa de entrar a un exclusivo restaurante de un exclusivo barrio repleto de gente exclusiva. Dejó que ingrese primero la señorita que lo acompañaba. Ella era rubia, hermosa y vestía de manera refinada. Tendría unos treinta años. El acababa de cumplir cincuenta y cinco años, pero su delgadez, su cutis cuidado, su traje italiano, su cabellera intacta y –sobre todo- su sonrisa , desmentían al calendario. La mejor palabra que definía su estado era una que le había dicho una amiga, meses antes: “¡Estás impecable!
Dos mujeres, jóvenes y amables, los recibieron y tomaron sus abrigos. Detrás de ellas, el maître ensayó su mejor sonrisa con quien seguramente era su mejor cliente. Enrique Martínez era el hombre más acaudalado del país. Algo que jamás le importó al propio Enrique Martínez. Se consideraba un rebelde. Había dejado su doble apellido fuera de su documento por voluntad propia. Detestaba a esa auto considerada raza superior, compuesta mayormente por hijos de aquellos que verdaderamente amasaron sus fortunas. La mayoría había sido educada en los mejores colegios y universidades, generalmente  fuera del país. Usaban los mejores autos, jugaban deportes de a caballo y recorrían solo lugares como este.
Enrique Martínez no se consideraba uno de ellos. Pese a su origen aristocrático, tanto en sus empresas como en su casa los empleados lo llamaban por su nombre y lo adoraban. Sus hijos habían concurrido a colegios públicos -lo que le costó el reto y el enojo de su padre- y vivía una vida alejada de esas reuniones. Esa noche era una de las pocas excepciones: debía reunirse con dos parejas. Los maridos eran socios de una empresa canadiense de comunicaciones y terminarían de sellar un acuerdo importante.
Toda la noche Enrique Martínez se sintió mirado e incomodo. Casi no escuchaba lo que le decían. Estaba harto. Su matrimonio había finalizado hacia años y hacía ya tiempo que concurría a estas reuniones con “amigas”. Nunca pudo hacerse a la idea de que alguna de ellas sintiese algo sincero por él. Intentó tratarlo en terapia. Darse cuenta de cuál persona estaba junto a él solo por un sentimiento, sin ningún interés en su dinero. Jamás lo logró e, inclusive, estaba consciente de estar desarrollando una especie de neurosis. Detrás de cada sonrisa, de cada caricia , de cada beso, Enrique Martínez creía advertir el interés por su dinero.
Se excusó y se dirigió al baño.
Al volver se detuvo junto a una mesa de seis personas. Todas ellas mujeres, seguramente amigas, de unos cuarenta y pocos años. “Buenas Noches”, les dijo.
Todas sabían perfectamente quien era él y solo atinaron a contestar el saludo, casi al unísono.
“Quisiera pedirles un favor, si son tan amables” Algunas  asintieron tímidamente con la cabeza. Y allí Enrique Martínez comenzó a hablar sin saber porque ni porque a ellas.
Ustedes saben que esta ciudad es tan grande  como un océano ¿no? Pues yo quiero arrojar unas botellas en él. Quiero que todas ustedes sean mis botellas. Quiero que dentro de cada una de ustedes vaya un mensaje. El mensaje es para una mujer de su edad. Su pelo es color castaño y debe seguir teniendo un muy buen cuerpo. Digo debe porque hace mucho tiempo que no la veo. Más de veinte años. Es la mujer a las que más amé. Y cada día que pasa me confirma algo más: ella es la única mujer a la que verdaderamente ame.
Las mujeres habían dejado de comer y lo miraban fijamente, en silencio.
No hubo otra mujer por la que yo sintiera lo que sentí por ella. Esa sensación de estar desperdiciando todo el tiempo en el que no estuviéramos juntos. Ese temor a perderla, casi convertido en una limitación para mi sentir. Tuve celos injustificados. Cometí errores. Era muy joven ¿saben? Y  me fui al exterior. Y nunca más volví a verla. Jamás. Seguramente ha formado una familia, claro. Casi con seguridad a estudiado. Como comprenderán, podría haberla buscado, recursos no me faltan. Sin embargo, preferí dejar que la vida, ese azar, nos libere de buscarnos. Y nos permita encontrarnos. Me olvidaba: tiene un nombre particular, se llama Miranda.
La rubia que lo acompañaba se había acercado y lo escuchaba. Con gesto enojado le señalo la mesa en la que estaban sentados. Enrique Martínez le devolvió otro gesto: Ya voy.
Es por eso, señoritas, que les quería pedir este favor. Que ustedes sean -como les decía- mis botellas en este océano. Y que si alguna vez escuchan el nombre de Miranda, dicho por ella o por alguna persona, le digan que la amo. Con todo mi corazón. Que me perdone por no haberla buscado antes y que me perdone por no olvidarla. Díganle también que no quiero entorpecer su vida. Que me gustaría volver a verla  para saber si es posible volver a sentir lo que alguna vez sentí. O si es otra utopía. La estúpida utopía de querer volver a un pasado que se fue.Solo eso.








 

Sintió el frío del champagne sobre su cara. La rubia enojadísima le había volcado toda la copa y había salido rápidamente. Las mujeres de la mesa no sabían cómo reaccionar.
Enrique Martínez pasó su lengua por sus labios,sonrió, y dijo: “Champagne, Epernay,1982. Lo prefiero en copa”.

El maître se acercó con cara de compungido y una toalla en la mano. Enrique Martínez se secó, tomó su abrigo ,saludó una a una a las mujeres de la mesa y comenzó a salir del restaurant, sin despedirse de  los canadienses, al frío, al océano.









Miranda




Llegó temprano y puntual, dos constantes en su vida. Saludó al portero que abrió la puerta de su auto y dio una última indicación a su chofer. Ingresó al moderno edificio de oficinas, cuartel general de sus empresas, que se encontraba bordeando el río en el barrio más caro de la capital. Había tres cuerpos de ascensores, pero él ingresaba por uno privado, apenas unos metros mas allá, detrás de una pared vidriada. Los empleados de seguridad sonreían a su paso y él les devolvía la sonrisa, en una actitud de calidez que él valoraba y respetaba.
Entró a su oficina en el último piso y olió la fragancia a vainillas que había hecho colocar en diferentes rincones del lugar. La había traído en pequeñas botellitas compradas a una amiga de la infancia que se había dedicado a producirlas. Pese al consejo en contrario de la gente especializada en seguridad, él había insistido y podían verse arder pequeñas velas a toda hora que calentaban unos hornillos también hechos por su amiga. Enrique Martínez inspiró profundo y abrió la puerta de su oficina.
Su secretaria ya había preparado todo: Pilar trabajaba con él desde su ingreso a la Gerencia General, luego del retiro de su padre, quince años atrás. Conocía todos sus gustos, sus secretos, sus caprichos. Tres periódicos. Un café negro y doble, edulcorante, dos tostadas con queso blanco y un vaso grande de agua mineral de su marca preferida.
Los treinta minutos posteriores a su llegada a la oficina eran, quizás, los momentos que mas disfrutaba del día: se sentaba mirando al río, rompía el sobrecito de edulcorante, colocaba la mitad en la taza, revolvía pacientemente, bebía un sorbo, y tomaba el primero de los diarios, en estricto papel. Enrique Martínez odiaba la electrónica. No era un necio: conocía perfectamente el valor de los avances tecnológicos, pero no dejaba que estos invadan sus placeres. Mientras leía, con su mano derecha tomaba un extremo de la hoja de papel y la ponía entres sus dedos, como acariciándola, a la espera de darla vuelta.
Pilar ingresó con el florero con tres lilium color naranja, como todos los días.
Al pasar a su lado apoyó su agenda sobre el escritorio, abierta en el día de hoy con una nota autoadhesiva de color amarillo pegada sobre la página del lado derecho.
Media hora después, Enrique Martínez se disponía a empezar su día de trabajo: giró su silla, y miró su agenda. Fijó su vista en la nota amarilla. Un nombre y un número telefónico. Astrid, 1145282185. Llamó por el interno a Pilar y le preguntó por la nota. Pilar le contestó: “Perdone, Señor Enrique –Pilar, pese a su insistencia, jamás lo tuteaba - ayer llamó el gerente del restaurant “Otelo” y me dejó esos datos, me dijo que Usted entendería”. Enrique Martínez no entendía a que se referiría Jesús, el gerente del mejor restaurant de la ciudad, del cual él era habitué. Pensó unos minutos, pero una llamada lo interrumpió y olvidó a la nota amarilla.
Repitió su inalterable rutina. Ocho horas de incansable ir y venir, de una punta a la otra de su oficina, hablando con importantes personas de todos los ámbitos: empresarios, políticos, religiosos. Interrumpía, apenas, unos quince minutos para almorzar un frugal almuerzo basado en frutas. En época invernal, cuando las frutas escaseaban en el país, Enrique Martínez se hacía traer especialmente cajones de las más diversas variedades de ellas: mangos, cerezas, papayas, granadas…y las hacia guardar en una cámara frigorífica especialmente preparada en el tercer piso.
Antes de cerrar su agenda volvió a ver la nota. La tomó  y volvió a llamar a Pilar, por el interno:”Pilar: ¿este es el número  del restaurant o de esta tal Astrid…?”,
“No,
Señor, ese es el de esa Señorita Astrid…el teléfono del restaurante está en el reverso…”
Enrique Martínez giró el papel y llamó a Jesús. El siguiente seria uno de los diálogos que jamás olvidaría.
“Buenas noches, Señor Martínez, ¡que honor! ¿Me llama por el recado que le dejé?
“Sí, claro”
“¿Recuerda usted cuando hace unos seis meses vino a cenar con una señorita y compartieron mesa con unos canadienses…la noche en la que la señorita  le tiró el champagne? Recién en ese momento Enrique Martínez recordó la noche.”Bueno, esa noche, Usted estuvo hablando con un grupo de amigas… ¿se acuerda? “,”Si, Jesús, si”, “Una de esas señoritas  vino hace unos días atrás y pidió hablar conmigo, me refirió lo ocurrido esa noche y me dijo: "Yo conozco a Miranda. Dele por favor mis datos al Señor Martínez...Y eso hice ayer, Señor
Enrique Martínez veía la nota amarilla, leía Astrid y leía un numero pero pensaba en una sola cosa, pensaba en Miranda.
Luego de unos segundos de silencio, Enrique Martínez solo atinó  a decir: “Gracias, Jesús, muchas gracias”
Inmediatamente abrió su agenda y transcribió la nota en ella: Había desarrollado una tendencia a creer que todo lo que le importaba realmente, podía –de alguna manera- perderse. De manera que Enrique Martínez tenia duplicado de casi todo. Backups de todos sus archivos incluso de manera remota. Si un reloj le gustaba mucho, inmediatamente se compraba uno idéntico. En su cochera había dos Jaguar XK coupé, color  blanco. Lo mismo se repetía con cada uno de los objetos con los que él desarrollaba un interés especial.
Las mujeres eran la excepción: Enrique Martínez había amado a solo dos en su vida, las dos eran muy diferentes y ya no tenía a ninguna. Miranda era una de ellas.
Tomó el teléfono y llamó. Miró su muñeca, advirtió la hora y pensó en cortar, no quería comprometer a esa desconocida que le había dejado la nota, pero una voz femenina saludándolo se adelantó:” ¿Si?”
“Buenas noches, soy Enrique Martínez”. Un breve silencio y un “Ah, ¡Hola!”, en tono simpático, lo animaron. “Me llamo Astrid y yo estaba aquella noche, en el restaurant...Soy amiga de la infancia de Miranda…y siempre supe de Usted…”, dijo, dubitativa.
”Mucho gusto”, respondió Martínez con toda la cortesía de la que era capaz. Hizo un silencio esperando que la mujer prosiguiese.
“Miranda me contó todo de ustedes. Se de su amor. Y también se de sus llantos y de su sufrimiento, cuando Usted la dejó”
“Yo no la dej…”, intentó decir Martínez, pero la mujer lo interrumpió:”Si la dejó, se fue a Europa y la hizo sufrir. Mucho. Y nunca más la llamó. ¿Sabe cuánto esperó su llamado, una carta…algo…? ¿sabe? Años. Fueron varios años los que queríamos convencerla para que salga y ella, nada. “No tengo ganas, chicas, vayan”” ¿Sabe cuántas tardes lloró por Usted?
La pregunta de la mujer no escondía su enojo.
Enrique Martínez le dijo que lo que le estaba contando era demasiado importante para él como para hablarlo por teléfono, y le propuso verse cuando ella lo dispusiese y hablarlo personalmente. La mujer aceptó, quedaron para almorzar dos días después y escuchó, antes de despedirse lo siguiente: “¡Miré que si Miranda se entera que hablé con Usted, me mata!” Su tono era entre risueño y nervioso.
“Quédese tranquila”, fueron las últimas palabras de Enrique Martínez antes de cortar.
"Una última cosa, Sr Martínez", dijo Astrid. "Pregúnteme una cosa: pregúnteme por qué demoré seis meses en llamarlo..."
"Por que , Astrid?¿Porque  te demoraste seis meses en llamarme?
"Porque sentía que traicionaba a mi amiga, Enrique. Me sentí una basura después de dejar el recado en el restaurant. Lloré mucho, toda la noche. Pero, ¿Sabés algo? En algún momento de la noche pensé que si yo estuviese en el lugar de Miranda, a mi me gustaría que mi amiga hiciese lo que yo estaba haciendo. Provocando un encuentro entre personas que , quizas, jamas debieron haberse desencontrado" 







Se vieron en el exclusivo restaurant del Yatch Club, al cual solo accedían los miembros. Enrique Martínez contaba con una mesa con vista a la marina que siempre estaba a su disposición. Sus amigos le habían referido que aun los fines de semana en los que el restaurant explotaba de gente, su mesa estaba vacía y que, ante la pregunta a cualquiera de los camareros, estos contestaban:”No, esa es la mesa del Señor Enrique”
Enrique Martínez llegó primero y pidió una medida de su bourbon preferido, mientras esperaba a su invitada. El camarero sirvió un vaso, colocó dos hielos en él y dejó la botella en la mesa, otro de los privilegios de los que disfrutaba.
Apenas diez minutos después, llegó. Era una hermosa mujer, esbelta, refinada, con un hermoso caminar. Enrique Martínez se incorporó y corrió su silla, en un acto de innata caballerosidad, que pareció sorprender a la mujer:” ¡Gracias!”, dijo.
Martínez prefirió elegir él, oficiando de anfitrión, lo que volvió a sorprender a la mujer.
“Ahora voy entendiendo a Miranda”, dijo, y soltó una risotada.
Hablaron durante casi dos horas. Astrid explicó en detalle aquellos años en los que ellos eran casi niños y el amor los había desbordado. Le explicó de su sufrimiento, de su extrañar. Él intentó justificarse, y en un momento de absoluta sinceridad le dijo a esta casi desconocida lo que no le había dicho a casi nadie: “Solo amé así dos veces en mi vida”
Las palabras de Enrique Martínez habían sido lo suficientemente poderosas como para aplacar cualquier esbozo de enojo de la mujer.
Ella explicó lo que había sido de la vida de Miranda. Su estudio –era una reputada socióloga-, su familia – se había casado y tenía tres hijos- …en fin, su transcurrir hasta hoy.
“Y ella, ¿Cómo está? “, preguntó Martínez.
“Bien” contesto Astrid.
“¿Bien?” Preguntó Martínez, como resignificando la palabra “Bien”
Y la Señorita le contestó con un puñal:” ¿Quién está bien después de diez años de matrimonio? Y sonrió, nerviosa.
Enrique Martínez no pudo contener la risa.”Es usted muy sincera”, le dijo. “Perdón…sos muy sincera”
Comieron y bebieron, tranquilamente, mientras sonaba el concierto de piano nro. 21 de Mozart.
Antes de despedirse, Martínez le preguntó:” ¿Por qué estás aquí, Astrid?
Y ella le contestó, sin dudar:”Porque me parece que uno no puede irse de esta vida sin saldar algunas cuentas. Aunque estas cuentas den mal… ¿me entiende?”
“Perfectamente”, contestó Martínez.



Enrique Martínez sabia el teléfono, la dirección, la composición de su grupo familiar y – si lo deseaba- el grupo sanguíneo de la persona en la que más había pensado en su vida. ¿Qué haría con ello, ahora? ¿Irrumpiría en su vida? ¿Llamaría y –como si el tiempo no hubiese pasado- diría: “Hola, Moon, ¿Cómo estás? (Él estaba seguro de llamarla como nadie lo había hecho nunca. Moon era sólo de ellos).
No, claro que no.
 Camino a su casa, Enrique Martínez pensó que lo que le había pasado en el día de hoy era demasiado para un solo día, y que debía reflexionar al respecto.


Miranda estaba casada con un juez federal. Trabaja en la Universidad dictando clases y en una empresa en la que se desempeñaba como consultora. Vivían junto a sus hijos, en un lujoso country  de la zona norte,   “Los Cipreses”.
En “Los Cipreses” vivían varios conocidos, entre ellos, el vasco Izurubehetia, un intimo amigo.
Había llegado el momento de visitar al vasco.
Eligió un sábado. Pensó que un sábado era un buen día para encontrar a la gente… a “toda” la gente en el country. Su chofer ya había subido al auto unas canastas con regalos de todo tipo que Pilar había comprado para la familia del vasco.
Atravesaron la barrera de ingreso sin tener siquiera que bajar la ventanilla. Estacionaron frente a unas escalinatas que llevaban a la puerta principal, en la que estaba el vasco acompañado de “Malbec”, un imponente rottweiler  que estaba sentado a su lado con su  lengua que vibraba, jadeante.
Con el vasco compartían la pasión por el bourbon, de manera que la tarde transcurrió suavizada por el paladar chocolate del licor.
Como al pasar, Enrique Martínez preguntó: “Che, vasquito, acá no vive el juez Tempone?
“Si , Quique (Enrique Martínez odiaba el diminutivo, pero esta tarde le pareció fútil la cuestión)...Vive acá nomas, a dos cuadras… ¿lo conoces?”
“No, vasquito (Enrique Martínez sabia que el  vasco odiaba que le digan vasquito), de mentas, nada más” ¿Puede ser que tenga en venta la casa?
“Ni idea”, dijo el vasco
¿Vamos a verla? Me puede llegar a interesar…
Caminaron despacio, entre eucaliptos de aroma soñado, calles perfectas con niños jugando plácidamente y casas impecables.
“Esa es la casa”, dijo el vasco y señalo una casa inmensa, de estilo mediterráneo, bordeada de jardines perfectamente cuidados, una  línea de canteros repletos de flores de color violeta, delimitaba el lado derecho. En el otro extremo, el derecho, dos autos estaban estacionados en la vereda y uno de ellos con el baúl abierto.
Sintió que se detenía su corazón cuando la vio. Y se sintió un niño, hurgándola, espiándola. Vestía de jeans celestes y sweater amarillo suave, su pelo brillaba y su figura era tal cual la recordaba.
Nerviosamente tomó su celular y giró sobre sus pasos, haciéndole un gesto al vasco para volver a su casa, dando la espalda a Miranda y mintiendo una conversación:”Hola, Si, ¿Cómo estás? Si, si, más o menos  media hora, chau”
Se excusó con el vasco  y huyó.


Dos semanas después, Enrique Martínez recibió una llamada. Era Astrid. En su voz no había enojo, pero si tensión.
“Hola, Enrique. ¿Te acordás lo que nos dijiste aquella noche del restaurant. Nos dijiste si queríamos ser tus botellas...¿Te acordás?, repitió.
“Si, Astrid, claro que me acuerdo”
“Yo ya lo fui. Ya fui la botella que querías. ¿No vas a hacer nada?
Enrique Martínez hizo un silencio involuntario. Odiaba quedarse sin palabras. Segundos después respondió:”Tengo miedo, Astrid. Mucho miedo. Tengo miedo de que me ignore. Miedo a que no sienta lo mismo que yo sentí todo este tiempo por ella. Tengo miedo a inmiscuirme en su vida. Tiene marido. Tiene hijos. ¿Qué puedo hacer yo allí? ¿No te parece que en  nuestro encuentro sólo podemos perder?
Astrid se calló un momento. Enrique Martínez no dejó que conteste: “¿Y sabes de qué tengo miedo también? De no sentir lo mismo por ella, hoy, habiéndola tocado, habiéndola besado, que hace ya treinta y tantos años… ¿Podes entenderme un poco vos a mi? Respiró profundo y dejó, ahora sí,  que la mujer conteste.
“Yo lo que creo es que estás pensando demasiado, Enrique. Y en el amor no habría que pensar tanto ¿no? Habría que correr tras lo amado sin importarnos tanto lo que pase después. Podremos caernos, ¡claro que sí!, pero peor sería no haber corrido.”
La mujer le había robado las palabras que Enrique Martínez había repetido desde adolescente: “Nunca voy a pensar nada que tenga que ver con el amor. Voy a hacer lo que mi corazón me dicte. Y, aun equivocándome, aun llorando lagrimas de sangre, con el tiempo voy a estar tranquilo de haber hecho lo que sentía”
“Me dejas helado, le dijo Martínez a la mujer. Nunca hubiese esperado que una amiga de Miranda me diga estas cosas. Que me aliente a buscarla, que me aliente a encontrarla. Gracias, Astrid. Muchas gracias…Eso sí, sigo con miedo, soltó una risita nerviosa. ¿Cómo encontrarla? ¿Donde?
“Tenés suerte, Enrique. Yo fui tu botella una vez. Y lo voy a ser otra. ¿Sabes que el marido de Miranda viaja mucho, no? Si ,–la mujer se contestó a sí misma- ,viaja mucho …Y estas fiestas los chicos  se van con la abuela a la costa.
Si, Miranda va a estar sola.
Enrique Martínez hizo un silencio expectante.
“¿Y sabes donde lo pasa? ¡En el Club House de “Los Cipreses”!
Las fiestas de fin de año del country “Los Cipreses” eran famosas. Combinaban fastuosidad con discreción. Jamás trascendió a los medios fotografía alguna de ellas. Como en toda reunión de ese tipo, podían verse desde políticos de primera línea, pasando por artistas, médicos reconocidos, jueces, consagrados deportistas…todo ello enmarcado en un Club House impactante, estilo inglés, con techos de pizarra y paredes de ladrillos con juntas blancas, inmaculadas. Las terrazas  daban al parque  y al campo de golf del country, en ellas, sombrillas a gajos verdes y blanco cubrían a mesas y sillas de madera perfectamente pintadas.
  Solían adornar los arboles con pequeñas lucecitas, pero no de colores sino de vidrio transparente que les daba una apariencia de árbol lleno de estrellas.
“Espero aproveches esta botella, Enrique, ¡es la ultima! Un beso “
Luego de que la mujer cortó, Enrique se quedó varios segundos con su smartphone en su oreja, su mano izquierda apoyada en el ventanal de su oficina, mirando a un remero en el río. Mirando nada.
Era un 20 de noviembre.

El mes y poco más que transcurrió antes del esperado fin de año fueron días de sorpresivo nerviosismo para Enrique Martínez. Se consideraba una persona controlada. Había modelado su impulsividad a través de los años, una tarea nada fácil, por cierto. Pero la vida de negocios le había enseñado a esconder sus impulsos. Mostrarse tal cual uno era no siempre era beneficioso. Esta sensación de estar fingiendo siempre molestó a Martínez, quien se empeño por no trasladarla a su vida privada, aunque varias veces se vio fracasar en el intento.

Los primero días de diciembre lo llamó. Hacía tiempo que no se veían. Agustín, Tino,  era su amigo de toda la vida. Y la vida era, también, la que los había separado en los últimos años. Las ocupaciones  de Agustín lo habían llevado a Bélgica y –aunque lo intentaron- mantener un contacto virtual no era para ellos. Cultivaron durante años – se conocían desde los diez – el encuentro directo, la charla, el abrazo, el llanto de uno de ellos, mientras el otro lo consolaba, el consejo, el reto, la risa. Hacía dos años que no se veían.
“¿Quién te dijo? Casi le gritó Agustín, pretendiendo pasar por enojado…decime ¿Quién?”
“¿Quién me dijo que cosa?, preguntó Martínez a su amigo.
“¡Que llegué anoche, Quiquín!” Solo Agustín lo llamaba así. ¿Cuándo nos vemos?
Se encontraron la tarde siguiente en el café al que iban cada vez que podían. Era un viejo bar que la modernidad había transformado en un café. Ambos preferían el viejo bar, con sus parroquianos infaltables acodados en la barra, casi muebles. Los de la mesa de truco. El billar. EL cartel del aperitivo que alguna vez se prendía y se apagaba pero que hoy solo se apagaba.
Casi coincidieron en la hora de llegada, las siete. Un abrazo fortísimo los fundió unos minutos. Se pusieron rápidamente al tanto de las cosas “corrientes”. Ambos sabían lo que eran las cosas “corrientes”: las cosas que debían saber pero que a ninguno de los dos les importaban. Pasaron a las importantes. Enrique Martínez estuvo hablando media hora sin parar. Le contó del restaurant. De la nota de Astrid. De su encuentro.
“Miranda”, dijo Agustín.
“Miranda”, respondió Martínez.
Agustín conocía perfectamente su historia. Con lujos. Y con detalles. Había discutido con Martínez cuando él se fue a Europa. Recordaba sus palabras:”estás loco, Quiquín. No vas a aguantar un minuto sin ella. Son agua, Quiquín. Ambos son agua”
Agustín solía referir a una buena relación con esa metáfora. “El agua en el agua, se hacen una sola cosa. Se funde. Se hace más. Suma. Y ustedes son agua, Quiquín. No la dejes”
Pocas veces Enrique Martínez se arrepintió de algo tanto como de haber desoído a su amigo del alma, hacia tanto tiempo atrás.
Justamente por ello le resultaba tan importante su opinión. Hoy. Treinta y cinco años después.
Le expresó sus miedos, los mismos que le había transmitido a Astrid. “A esta altura , Tino, yo 
necesito a alguien que me cuide, que me respete, que este pendiente de mi, que me ame”
Agustín introdujo su dedo mayor en el vaso  con scotch y movió lo que quedaba de los dos hielos. Miró a su amigo y le dijo: “Quiquín: está bien todo lo que decís, todo eso es válido ¡cómo no! Pero, en realidad, amigo mío, tenés que saber que el amor, el verdadero, el que nunca se olvida, es absolutamente U-NI-LA-TE-RAL, uno quiere a alguien por quien morir de amor. Desesperadamente. Y solo habrás encontrado el AMOR –Tino resaltaba sus palabras, separaba las silabas,hablaba en mayúsculas- cuando otro amor unilateral, una persona a la que solo le importe amarte, se cruce con vos, al mismo tiempo, en una sincronía increíble, única.
 “Mirá como me quiere, como me cuida, como me atiende… ¡Minga! Quiquín ¡Minga! Todo eso puede ser importante, no digo que no, pero lo que importa, lo que realmente importa, lo que hace la diferencia es lo que NOSOTROS sentimos por el otro. Yo quiero morir de amor por quien amo. Quiero sentir el agujero en el pecho. Quiero reír. Quiero sentir el miedo inmovilizante de perderla. Y yo sé lo que sentís por Miranda. Desde chicos que lo sé. Yo te vi llorar, Quiquín. Muchas veces. Te vi sufrir. Y te acompañe en el difícil arte del olvido. Tino se escuchó -una vez mas- repitiendo lo que tantas veces leyó, a su poeta adorado. 
 Sé que viviste toda una vida sin dejar de pensar en ella.
Estamos jugados. Ya no somos chicos ¿Sabés? Entonces ¿Qué esperar?
Yo no dudaría un minuto. Iría a buscarla. Y le diría que, aunque tarde, ella debe saber de tu amor. Aunque ya no sea el tiempo del agua para los dos, ella debe saber que en tu corazón siempre habrá fuego. ¡Y que sea lo que Dios quiera!
Ella sabrá que hacer.



Esa misma noche Enrique Martínez hizo una llamada:” Vasquito: Hacéme un lugar en tu mesa. Fin de año lo paso con ustedes”

 El 31 de diciembre amaneció nublado y húmedo y Enrique Martínez pensó lo peor: hoy llueve. Sin embargo después del medio día el cielo se despejó y la tarde se hizo apacible, presagiando una noche perfecta.
Prefirió, rompiendo con años de puntualidad, llegar tarde. Buscaría como averiguar si ella ya estaba adentro.  Se acercó al club house y subió por una escalera lateral evitando la entrada principal. Llamó a su amigo y este le dijo que ya estaban en la mesa, la número dieciséis. Enrique Martínez vestía un traje italiano de color crema con zapatos al tono y una camisa en un suave violeta, sin corbata. Su cutis bronceado y brillante, su pelo de un perfecto entrecano. Enrique Martínez estaba impecable. Ingresó al salón y fue el centro de todas las miradas, aunque él deseaba solo una.
 Mientras respondía al saludo de un diputado, Martínez la vio. Estaba sentada, erguida, en una mesa, sola. Tenía el pelo recogido, lo que acentuaba la belleza de su cuello, su nuca incomparable. Su vestido era de un color claro que no distinguió. Podía ser rosa. Tal vez salmón. Cuando ella lo vio, sus labios se entreabrieron y dejaron ver sus dientes. Él se  acercó despacio a ella. Sin bajar la mirada. Sin pestañear. Al llegar a su lado, le sonrió y siguió hacia la puerta que conducía a la terraza. Por esas horas estaba totalmente despoblada, con los invitados preocupados por ubicarse en las mesas. 
Se apoyó en una hermosa baranda de madera tallada a mano, mirando hacia el interior del salón.
La vio salir segundos después. Ella se acercó y se detuvo casi sobre él. Tomo su mano por delante de su cuerpo, sin que nadie la viera. Lo condujo hacia el jardín, sin pronunciar palabra,sin soltarle la mano . A unos doscientos metros, en donde apenas se escuchaba el murmullo del salón, se detuvieron, bajo un viejo ciprés.
El la abrazó y sintió la fragancia de su perfume, el de siempre. Y sintió su temblar. Acarició su cuello y dejo que ella apoye su cabeza sobre su pecho.
Enrique Martínez no sabía que pasaría. Tampoco que harían mañana. Solo sentía. Y se sentía agua otra vez, después de tanto.  
De fondo, en el Club House, sonaba una música desconocida, pero , de manera mágica, apoyado en la baranda , un muchacho con una guitarra comenzó a cantar aquel tema, el que escuchaban la tarde del último beso.



Al apoyar sus labios sobre los de ella, se escuchó  a si mismo diciendo:”Miranda”.












 



Tan solo, tan triste.



Fueron seis  meses. Exactos. El 30 de junio, ella le dijo: “No puedo. No puedo”.
Se habían reencontrado en la celebración de fin de año que se hizo en el country en el que ella vivía.
Habían vuelto a sentir lo que hacía tanto no sentían. Se amaron con pasión adolescente. A hurtadillas. Él, Enrique Martínez, organizaba su día, su semana, su vida, para verla. Encontrarla a deshoras. En lugares alejados, escondiéndose de todos, dando nombres falsos, silenciando celulares, apurándose para amarse.
En cada encuentro se descubrían. El recorría su piel con sus manos, lentamente, adorándola,  desde sus pies, sus piernas, su brazo, terminando en el lóbulo de su oreja, de  suavidad conocida, y luego tomaba el pequeño aro dorado con una piedra azul entre sus dedos. Podía pasar horas enteras mientras ella,con sus ojos cerrados, dormía,y él , acostado a su lado, acariciaba sus cejas, con su dedo, recorría sus ojos, bordeandolos, despacio, sin despertarla.
En una ocasión, un fin de semana en la que el esposo de Miranda se ausentó a un congreso, dispusieron de un fin de semana completo. Enrique Martínez ordenó que prepararan su jet y volaron a Mendoza. Entre sus empresas se contaba un pequeño viñedo que él estaba remodelando. Había contratado a un californiano que se ocuparía de la producción . Sería una pequeña pero exquisita producción. En el centro del viñedo, una enorme y añosa casona oficiaba de Petit hotel. Pese a su tamaño, solo una parte estaba destinada a huéspedes por lo que en  algunas guías internacionales lo llamaban Hotel Boutique, término que  Martínez despreciaba.
Sus techos de piedra, paredes de viejos ladrillos y ventanales enormes hacían del lugar un paraíso. En su interior funcionaba un pequeñísimo restaurante, el cual tenía las reservas tomadas por dos años. Famosos, magnates, políticos se disputaban sus mesas.




Ese fin de semana, Enrique Martínez hizo enviar un regalo especial a las personas que tenias sus reservas. Un viaje para algunos, costosos perfumes, algunas joyas. Su secretaria Pilar se encargó de ello, ante la orden de su jefe: "Anulá todo, Pilar. Como sea. "
El viñedo era para ellos dos.
Su chofer, que había llegado unos días antes, los esperaba en el aeropuerto. Una liviana llovizna hizo que estuviese a los pies de la escalerilla con un amplio paraguas. “Hola, Carlos” “Hola, Miranda”. Ella se había preocupado de que eviten con ella el termino Señora. “Decime, Miranda, por favor”. La mano de Enrique Martínez tomaba a la de Miranda, entrecruzando sus dedos. Carlos nunca había visto que su patrón hiciese eso con ninguna mujer. También notó la forma en que se miraban, y sonrió. Ya Pilar se lo había comentado, unos días atrás: “Fijáte como se miran, Carlos.”
Abrió la pesada puerta de la casona una señora regordeta y baja, de mejillas rosadas y lentes de aro redondo, que parecía escapada de un libro de cuentos. Era Franca, la persona que Enrique Martínez tuvo siempre a su lado en cada casa a la que se trasladaba. Ella era informada por Pilar de la agenda de Martínez y partía unos días antes para tener todo listo para cuando él llegase. La temperatura de los ambientes, el agua mineral de su marca preferida, los vinos, algún chocolate, los relojes, su ropa. Todo aquello que Enrique Martínez podía necesitar estaba allí porque ella lo había dispuesto tal como él quería. Hacia treinta años que trabajaba a sus ordenes. Y, aunque el tipo de trabajo le había hecho postergar importantes cosas en su vida – varias parejas de Franca no soportaron su continuo ir y venir- ella era feliz. Adoraba a Enrique Martínez. Se dispensaban cariño mutuamente. Él solía abrazarla –como en esta ocasión, al entrar a la casona- y decirle alguna palabra cariñosa al oído. La paga que Franca recibía por su trabajo era superior a la de muchos gerentes de banco y el departamento en pleno centro de la capital en el que ella vivía (vivir es un decir :Franca vivía allí donde Martínez vivía) había sido un regalo de él , bastante tiempo atrás.


El salón era amplio, con pisos de brillosa y añeja madera. En una pared lateral, trepidaban unos leños, dentro de un hogar de piedras redondas. Las mesas estaban vestidas como si allí se fuese a brindar una recepción. Martínez la tomó por los hombros y la ayudó a sacarse el abrigo. El frío de mayo se veía tras un ventanal, más atrás los viñedos, en geométrico orden y, en el fondo, unas montañas terminaban de cerrar la imagen que Miranda tenía en sus ojos: Si hay un paraíso, es este, pensó.
En el que luego recordarían como el mejor fin de semana de sus vidas, Miranda y Martínez caminaron, comieron, rieron, se amaron, como nunca antes.
Él leía, por las noches, mientras ella apoyaba su cabeza en su pecho, hasta dormirse. 
Tiempo después ella le confiaría que nadie, nunca, le había leído de esa manera. Él le contestaría que nunca antes alguien había apoyado su cabeza en su pecho mientras él leía.
Franca miraba desde la ventana de su habitación y veía a su patrón caminar de la mano de aquella mujer y, mientras una sonrisa se dibujaba en su boca, pensaba: “Se lo merece. Vaya si se lo merece. ¿Puede  alguien esperar tanto a una persona? Franca había sido testigo silenciosa de la vida de Enrique Martínez y conocía perfectamente de su amor por esa mujer. "Si, se dijo a sí misma. Se puede". Y cerró la pesada cortina de tela.


Volvieron a la capital un día antes de que el marido de Miranda hiciese lo propio. Habían ideado una complicada historia que justificase el fin de semana. Un encuentro de consultores se había se había organizado de imprevisto, en una de las empresas de…Enrique Martínez. Sus hijos habían quedado al cuidado de Astrid. El celular de Miranda era invariablemente atendido por Franca quien con su mejor voz repetía: Esta llamada a sido derivada… Buenos días, Señor ¿en qué puedo ayudarle?, La Sra. Miranda está en el taller referido a “Conductas a desarrollar en el ámbito laboral”, ¿quiere dejarle un mensaje? “


Sin embargo, el 30 de junio llegó. Ella evitó el encuentro, prefiriendo el teléfono:”No puedo. No puedo”. Lloraba. Le decía que nunca había sido tan feliz. Que jamás había sentido lo que ahora sentía. Que ella también había soñado por encontrarlo, alguna vez. Y que temblaba al sentirlo cerca.
Pero que no podía dejar su vida.
Enrique Martínez la escuchaba, en silencio.
No puedo terminar con mi familia, Enrique ¿me entendés? Los chicos sufrirían. Mi marido sufriría…No puedo. No puedo.
Enrique Martínez sintió un nudo en su garganta. Tragó saliva. Sintió sus ojos empañarse. Aunque hubiese esperado treinta años para vivir los mejores seis meses de su vida y todo ello se acabe así, en un tris, aunque muchas cosas pasaron por su  cabeza mientras su saliva le despejaba la voz, aunque ,usando a fondo su poder, se había enterado de algunos secretos del Señor Juez,  Enrique Martínez prefirió decir: Te entiendo, Moon. Esperó unos segundos y cortó.
















El día de su cumpleaños número setenta y  cinco, Enrique Martínez estaba exultante: acababa de sellar lo que él consideraba su mejor jugada: su retiro. Durante toda su vida  empresarial, Enrique Martínez había cultivado como un dogma el trabajo en equipo. Darle lugar a otros había sido el norte en su forma de conducir y, aunque muchas veces lo habían decepcionado, el perseveraba en ello porque estaba convencido que esta era la única manera de que una empresa se mantenga en el tiempo y superviva  a sus dueños. El ego de Enrique Martínez no tenia limites: se consideraba superior a todo aquel que lo rodease, técnica, humana y, sobre todo, culturalmente, pero esto no era un obstáculo para lograr su cometido de compartir liderazgo y actuar en equipo, por una sencilla razón: Se sabía vulnerable. Un ataque cardíaco casi silencioso -un fuerte dolor durante un crucero por el mediterráneo – fue diagnosticado por los médicos como muy afortunado: podría haber sido masivo. Se lo sometió a una complicada operación en el mejor hospital de los Estados Unidos que resultó exitosa, pero que lo marcó definitivamente.
Al volver a su casa, Franca (que por especial pedido de él no había sido parte del viaje)  le preguntó: ¿Cómo está, Enrique?
A lo que él contestó: Impecable, Franca, Impecable.
Y entonces, hoy, el día de su cumpleaños número setenta y cinco, se vió delegando en su mano derecha, un joven a quien había preparado durante diez años, la conducción de sus empresas, reservándose un puesto vital en el directorio, la presidencia honoraria, aunque solo para monitorear los primeros meses sin su conducción..
Tenía planeado concretar algunas cosas que tenía pendientes: aprendería  a tocar el piano y realizaría un curso intensivo para aprender a hablar chino mandarín, el cual, según su visión, sería  indispensable hablar si uno quería considerarse un verdadero empresario, aun retirado. “Nunca confíes en un intérprete”, le había dicho su padre.

En el medio de la fiesta que Pilar le había organizado, su celular vibró en su bolsillo. Miró la pantalla, leyó: “Astrid”. Se trasladó hacia un coqueto y tranquilo salón y cerró la puerta tras de sí. “Hola, Astrid” , “Hola Enrique, ¡Feliz Cumpleaños!”
Era la primera vez en veinte años que Astrid lo llamaba para su cumpleaños.
Lo que escuchó le heló la sangre. Miranda está muy mal, Enrique. Martínez la interrumpió: ¿Dónde estás? Astrid le contestó que en su casa. Martínez anotó la dirección, mientras por otro celular le pedía a  Carlos que prepare un auto. Le hizo un gesto con la mano a Pilar: al acercarse le dijo:”Me voy” “Pero…los invitados” Enrique Martínez la miró y ella no necesitó mas.
Bajó los cuarenta pisos desde el pent-house hasta las cocheras. El auto esperaba al pie del ascensor. Subió y le pasó el papelito con la dirección a Carlos.”Rápido”, dijo, seco.
Pasó por la casa de Astrid y fueron a un café cercano.
Al entrar le pidió al encargado que bajen la música y que pongan música clásica. El encargado dijo que eso no era posible. Martínez se dio vuelta  y miró a Carlos que venía unos pasos atrás. Carlos le dijo algo al oído al encargado, quien se sonrojó.
Unos segundos después sonaba la sinfonía nro. 25, su preferida.
Miranda estaba enferma. Desde hacía dos años. Comenzó por olvidarse la comida en el horno. Ya no jugaba a su juego preferido de cartas. Se excusaba con pequeñas mentiras pero Astrid y ella sabían la verdad: no recordaba los juegos jugados y ya comenzaba a olvidarse las reglas. Tenía largos periodos de extraordinaria lucidez, pero caía en profundo pozos en los que repetía preguntas, desconocía a vecinos, no atendía el teléfono y se enojaba sin razón. Miranda vivía sola desde que su matrimonio acabase, unos años atrás y sus hijos se casase, uno, y viajase, el otro, a perfeccionarse al exterior. Astrid pasaba todos los días por su casa, charlaban, se reían, muchas veces, pero, muchas veces también, era víctima de los enojos de su mejor amiga, su amiga de toda la vida.
Enrique Martínez movía con sus dedos los dos hielos dentro de su vaso con Gentleman Jack.
¿Por qué me contás esto, Astrid?
Te lo cuento por una sencilla razón, Enrique: Porque hace varios años atrás, Miranda me hizo prometerle algo: “Si algo me pasa, avisale a Enrique”
Y aquí estoy, cumpliendo la promesa.
Los ojos de Astrid se llenaron de lágrimas.
“Perdóname, Enrique, perdonala”, dijo , ya entre sollozos.
¿Perdonarte?, ¿ Por qué? ¿Perdonarla?, ¿ Por qué?
Porque debí convencerla, Enrique, debí convencerla. Cuando ella te llamó diciéndote que no podía seguir viéndote, discutimos fuertemente. Le dije que estaba loca. Le pregunté cuanto tiempo había pasado de su vida recordándote, y ahora que estaban juntos…Le grité: ¿Cuánto hace que no te sentías como estos meses, Miranda? Ella solo se tapó la cara con sus manos y luego empezó a llorar como nuca antes la había visto llorar. ¡Y mirá que nos conocemos desde chicas, Enrique! Me habló de sus hijos, de su esposo…lo mismo que me dijo que te había dicho a vos…Y yo le pregunté: “¿Y vos, Miranda?  ¿Y vos? ¿Cuando vas a pensar en vos?
Pero yo debí, insistir, Enrique, debí haberla convencido…
Enrique Martínez se paró, corrió una silla a su lado y la abrazó, sin decir palabra.
Astrid le contó que hacía seis meses la habían trasladado a un geriátrico de la zona norte, después de que se olvidase la llave de gas abierta.
Enrique Martínez se quedó callado unos minutos. La miró a Astrid y le dijo: Me voy a encargar de algunas cosas, Astrid. Va a correr todo por mi cuenta, pero voy a necesitar que aparezcas vos como la persona que las financia. Ya encontraremos la excusa. No quiero, a estas alturas, problemas familiares de ningún tipo.
-         ¿Te puedo hacer una pregunta, Astrid?, dijo Martínez mientras salían a la calle. Astrid asintió con la cabeza, y lo miró, aun con sus ojos rojos.

-         ¿Sabe Miranda que aquella vez fuiste vos la que me contactaste?
-         "Si, claro".
-         "Contáme".

-     Su primera reacción, típica en Miranda, fue enojarse. Estuvo casi un mes sin hablarme. Luego de encontrarte, se apareció una tarde en casa , sin aviso previo, me abrazó, me dio un beso y me dijo:¿Cómo voy a hacer para agradecerte?¿Cómo? Después de esa tarde, cada vez que nos veíamos, reía, se acercaba y me decía, bajito, al oído: "Gracias"




Trasladaron  a Miranda al mejor instituto del país, no muy lejos de la zona en el que estaba. Era un conjunto de pequeñas cabañas con toda la tecnología para estos casos. Cocinas eléctricas,  cámaras de monitoreo, sensores para cada situación que se pudiese presentar  y, sobre todo, un equipo humano que aportaba calidez, se acercaba a cada uno de los pacientes varias veces durante el día preguntando o, simplemente, compartiendo un momento. Un gran parque con senderos comunicaban las cabañas y llevaban al gimnasio, a la pileta, al salón de reuniones. Se daban clases de todo tipo: baile, idiomas, juegos, pintura…

Enrique Martínez llegó a las seis de la tarde, un lunes. Prefirió que Carlos lo deje en la puerta e ingresar caminando. Preguntó en la recepción lo que ya sabía: cabaña “Lila” .Las cabañas tenían nombres de flores. “Es aquella”, le señalo una joven de lentes.
Caminó despacio. Llevaba en sus manos un ramo de fresias. Golpeó la puerta, suavemente. Al abrir la puerta, volvió a ver a la mujer hermosa que siempre soñó. Su nerviosismo se esfumó al verla sonreír y escuchar:¡Enrique! Se abrazaron fuertemente durante un tiempo que le pareció infinito. Notó que Miranda no quería disolver aquel abrazo. La tomó de la cintura y con la otra mano buscó su mano y entrecruzó sus dedos. Estuvieron hablando largamente sobre su pasado, aquel lejano, lejanísimo de la adolescencia y el otro, más cercano, del reencuentro. Ella lo hacía con soltura y con agrado, y el disfrutó cada instante.
Al despedirse, Enrique Martínez apoyó sus labios sobre su mejilla y ella, corrió su cara en búsqueda de su boca. Cerró sus ojos y olió su perfume.
Quedó en pasar al otro día y notó la alegría en su cara.
De vuelta a su casa, Martínez le comentó a su chofer lo bien que la había encontrado y pensó si no se habrían equivocado sus médicos en el diagnostico.

Llegó  a la cabaña “Lila”, a la tarde siguiente y golpeó la puerta. Miranda abrió la puerta, lo abrazó fuertemente, sin querer soltarlo, y hablaron de los mismos temas, con –casi- las mismas palabras del día anterior. Largas tardes en las que, acostados en el amplio sillón de la sala, él le leía el mismo tramo de su libro preferido, mientras sonaba , claro, el mismo tema
Fueron dos años en los que Enrique Martínez concurrió a la cabaña “Lila”, a reproducir como ante un espejo la tarde anterior. Un espejo en el que Enrique Martínez se veía reflejado abrazado a la mujer que nunca dejaría de amar.


Miranda murió una tarde de septiembre.

Enrique Martínez miraba, desde lejos, sentado en un viejo banco de piedra, bajo un árbol que supo roble, como su familia y amigos la despedían. Vio como Astrid giró su cabeza, lo miró y agitó su mano. Un pájaro, brillante y negro, revoloteó y se detuvo junto a él , en el extremo del banco.

Fue entonces, mientras olía la imperiosa fragancia de los eucaliptos, y el sol se ponía tras las figuras recortadas de las personas que se alejaban, que Enrique Martínez  se sintió tan solo y tan triste como jamás se había sentido.



























Sin corregir demasiado (para no espantarme),con el solo fin de ordenar.