Fuimos a vivir a la casona de la calle Junín a principios de
los ochenta , cuando a papá le dieron el ascenso en el banco.
La casona, en realidad, era una casa, amplia y con parque
que quedaba a pocas cuadras del centro transformada en un bastión verde que no
se dejaba doblegar por las torres grises que la rodeaban. Había pertenecido a
un amigo de un tío por parte de mamá y eso había hecho que le llegase la
novedad de su venta a papá pocos meses antes de su traslado. Yo creo que el término
“Casona” debió haber sido acuñado por mi abuela Flora, la mamá de papá. Ella
adoraba bautizar cosas, animales e incluso personas, con nombres o apodos que
–según ella misma- eran “originalísimos”. Así fue como surgió el nombre de
“Carbón” para el labrador negro que llegó a casa un año después. Llamó “Sutíl”
a la gata de mi prima quien, a escondidas , la llamaba “Titi”. Y ella fue la
primera en llamar “yegua” a mi abuela Beatriz, aunque esto, claro, siempre a
espaldas de mamá.
La casona estaba construida en mitad de la cuadra y tenía
dos parques : uno delantero pequeño, que rodeaba al porche y la trotadora y uno mas grande en el
fondo, gobernado por un añoso nogal del cual colgaba una hamaca.
La casa tenía dos
plantas . En el primer piso estaban las habitaciones, un baño y otra habitación
que enseguida ocupo papá con sus libros y su escritorio.
En la planta baja había una enorme sala con una chimenea de
maderas y piedra. Se veía hacia afuera, hacia la calle, a través de los pequeños vidrios cuadrados con un fino
bisel que tenían las ventanas. “Estas ventanas no se hacen más” dijo Flora.
El resto de las dependencias eran
iguales de espaciosas y cómodas. Recuerdo habernos reído al ver el baño: “es
como nuestro departamentito de Zarate, dijo Papá”.
Al fondo del pasillo una
puerta llevaba al sótano.
Los primeros años en la Capital
resultaron de una obligada y penosa adaptación: Adaptarme a un nuevo colegio,
casi terminando la secundaria, fue tan duro como triste. Me parecía extrañar
todo. Mis compañeros, a los que conocía desde el jardín de infantes, mi
colegio, el barrio. Extrañe cosas que me parecían odiosas cuando las tenía a mi
alcance, como el incomodo pupitre de madera con el que me golpeaba cada mañana
al sentarme.
A mamá tampoco le fue fácil. Había
acompañado a papá en toda su carrera en el banco. Se había acomodado a todo:
había sido esposa abnegada y mamá a tiempo completo. Había postergado sus sueños en pos de
concretar su sueño mayor: construir una familia. Los últimos años había
comenzado a coser –había hecho unos cursos de modista y se había transformado
en una de las mejores- pero la mudanza la dejó sin clientela y casi sin ganas
de comenzar nuevamente.
A Papá, en cambio, todo le resultó más fácil: ocupaba sus días en
largas jornadas en el banco y volvía por la tarde, a eso de las siete. Al
llegar desajustaba su corbata, se sacaba los zapatos, se servía un whisky y se
sentaba en su sillón.
No soy muy bueno para las fechas,
pero creo que fue a fines de los ochenta. Me fui dando cuenta de a poco. Y
tarde. Yo no podría decir cuál fue la causa. El huevo y la gallina. Tampoco sé si la situación de papá en el banco fue la
causa y a partir allí todo se desmoronó como cuando caen las piezas acomodadas en fila
del dominó. ¡Como no recordar el año!: 1986. Fue el mundial en México.
¿Cómo olvidarlo? ¿Cómo olvidar que mientras en la calle todo era ruido, festejo
y alegría, en mi casa encontré a mi padre llorando tras la puerta de su
habitación oficina? “¡Este Maradona! ¡Qué genio ¿no?! Papá quiso disfrazar sus lágrimas de tristeza
y vestirlas con el albiceleste de las calles, pero no. No pudo. Bajamos, nos
sentamos en el porche y miramos la interminable caravana, durante un rato largo
, hasta que sus lagrimas se secaron y las bocinas dejaron de escucharse.
Lo del banco fue un huracán.
Cuando supimos que su secretaria lo había denunciado por acoso, la primera
reacción, luego del estupor, fue la negación. Tanto Mamá como Papá reaccionaron
en un bloque, negando todo. Pero las semanas y los meses fueron resquebrajando
ese bloque. Y las novedades que llegaban del juzgado terminaron por hacerlo
añicos.
Las cenas, el único momento del día
en el que podíamos estar los tres juntos, eran habitadas por el silencio y
muchas noches sentí la insoportable
necesidad de que el televisor nos
rescatase de él. La angustia de necesitar la evasión.
A fines de ese año a Papá le dijeron que tendrían que ver como seguía
lo del juicio, que la Junta Directiva estaba evaluando, quizás, un traslado.”Es
para protegerte”, dice que le dijeron.
Fue más o menos por esa época que
comenzó a bajar al sótano. Bajaba y estaba unas horas allí. Al bajar se
escuchaba que pasaba el cerrojo tras de si.
Mamá me miraba y rápidamente bajaba la vista.
El director de mi colegio me citó
en su despacho. Quería felicitarme por mi desempeño y ofrecerme dirigir la
revista que comenzaría a salir en unos meses , de tiraje mensual. Estaría
inspirada en las revistas de las Universidades Estadounidenses e Inglesas, con
publicaciones variadas , todas ellas referidas a la actividad escolar y de la
ciudad. Me citó para la semana siguiente con un grupo de estudiantes que
formaríamos el staff.
En ese grupo estaba ella.
Nos fuimos conociendo con el
correr de las semanas. Aunque nos veíamos solo por la revista, ya que íbamos a
cursos distintos, enseguida congeniamos. Teníamos algo en común: ambos habíamos
venido del interior. No tardé demasiado en enamorarme , me resultó casi
inevitable hacerlo. Como todo aquel que se enamora, yo no le veía defectos . Desde su pelo, pasando por su cuerpo, su voz y hasta su perfume, me
resultaban únicos, inmejorables.
Camino a casa , después de
haberla acompañado a la suya, me prometia ser menos demostrativo . Tenía
miedo de quedar en evidencia cuando ella solo demostraba ser –según sus propias
palabras – “…mejores amigos”.
Al otro día, invariablemente,
fracasaba.
En la ciudad habíamos comenzado a
cerrar con llave la puerta de entrada a la casa, cosa que en el pueblo jamás hacíamos,
por eso me llamó la atención encontrarla abierta.
“Mamá”, “Papá”, grité. Eran las
seis de la tarde y papá ya debería haber llegado. Miré sobre la mesita del
espejo en búsqueda de una nota pero solo encontré las llaves del auto. Recorrí
la casa. Todo estaba en perfecto orden.
Entré a la cocina y , mientras ponía
la pava para prepararme un té, escuché una puerta. Era la puerta del sótano.
Papá y mamá subían sonrientes.
La tarde noche en la que debíamos
decidir cual seria la foto de la portada de la revista, yo estaba esperandola
apoyado en el farol de la puerta de la escuela, cuando la vi. Venía de la mano
de un compañero dos años mayor, el pelirrojo. Hice como que no los veía. El la
besó media cuadra antes de llegar a la escuela, se despidieron y ella llegó
sola.
“Hola”, me dijo. “Hola”, le
contesté.
Al llegar a casa abrí la puerta
de entrada casi sin hacer ruido. Otra vez no había nadie. Papá estaba sentado
en su sillón, con su whisky y mamá cocinaba. Bajé al sótano.
La escalera era angosta y
empinada y la luz se encendía tirando de una pequeña cadena. Lo hice. El lugar
era enorme. Enmudecí y, casi, grité. No por ver allí, en el sótano, una réplica
exacta de la planta baja de mi casa: La sala, la cocina, el largo pasillo, la
mesita del espejo, el paraguas colgando del perchero…No. Casi grito porque en
el sillón estaba mi papá, el de abajo. A su lado, mi madre, la de abajo, reía. Giraron su cabeza al verme
y me dijeron que me acerque. Me dieron un beso cada uno. Olí el perfume de
papá. (Hacía tiempo que no recordaba hacerlo) Me dijo: “¡Sentáte, hijo! ¡Mamá
iba a preparar unos mates! Desde que vinimos del pueblo que no tomábamos mate.
Nos gustaba, pero nunca nos hacíamos del tiempo.
Casi no podía hablarles.
Mamá preparó lasagnas , su plato
estrella, y papá descorchó una botella de vino dulce italiano que vaya a saber
quien le había regalado. Mientras comimos y reíamos, yo no podía dejar de
pensar en que estarían haciendo mamá y papá, los de arriba.
El juicio de papá siguió. Nos fuimos
enterando de cosas. La mujer lo acusaba de violación. El silencio en casa paso
a ser palpable, denso, insoportable como esas jaleas pegajosas que comen los
chicos y que yo tanto odiaba.
Me enteré (la escuché mientras se
lo decía a la chica de cuarto año, mientras todos tomábamos un café en un alto
que hicimos mientras ya cerrábamos la edición “Julio” de la revista ) que se había
peleado con el pelirrojo.
Volví a casa exultante. Casi ni
miré a Mamá y a Papá , los de arriba, y bajé al sótano.
Mamá, la de abajo, le decía algo
al oído a papá, el de abajo, quien estaba acostado en el sillón con su cabeza
apoyada sobre sus piernas. Le acomodaba el pelo mientras le hablaba. Cenamos,
otra vez lasagnas y tomamos el vino dulce italiano.
En mi habitación, la de abajo,
estuve un largo rato haciendo una lista con los “Diez temas que quiero escuchar
con ella”. (x) Me dormí tarde. Esa noche no subí.
Cerré la puerta de entrada y
escuché el ruido. Mamá había tirado un plato al piso y lloraba. Papá la quería consolar,
ella lo insultaba.
Yo nunca había oído, jamás, a mi
madre insultar a nadie.
Había llegado una notificación del
juzgado, Papá debía presentarse a conocer el resultado de unas pericias.
Bajé al sótano, nos reímos un rato,
cenamos y me fui a acostar. Al otro día tenía un examen.
A la salida del examen de matemáticas,
la vi. Me estaba esperando. Me dijo que desde hace varios días me quería decir algo,
que yo era el único en el que podía confiar. Me dijo que se había peleado con
el pelirrojo, pero me dijo algo más: estaba embarazada.
Volví a casa casi corriendo, con
la cabeza ocupada por el dolor y la confusión. Giré en la esquina y vi la
ambulancia. Subían a mamá. En la cámara lenta en la que suelen suceder estas
cosas, la vecina me decía que estaba bien, que la habían sedado. ¿sedado?,
pensé. “Es mejor que no entres”, me dijo.
Los policías me detuvieron en la
puerta. “Es el hijo”, dijo, a mis espaldas, otro.
Entré. Papá se había colgado de
la viga que estaba sobre la chimenea. Había recuperado la prolijidad que los últimos
meses había perdido. Estaba afeitado y perfumado. En su saco encontraron la notificación
del juzgado.
Las pericias eran indubitables ,
su culpabilidad, evidente.
En la sala había un mundo de
gente, tomando medidas, anotando cosas, sacando fotos, de aquí para allá.
Había tanta gente que nadie se
dio cuenta cuando fui, despacio, hacia el sótano.
Antes de bajar por última vez los escalones miré al pasillo,
la puerta con vidrios biselados y, a través de ellos, el nogal aun con nueces.
(x) “Los diez temas que quiero escuchar con ella”