domingo, 24 de mayo de 2015

El nido




Me la devolvieron en una bolsa. Una bolsa negra, de nylon, de esas grandes de consorcio. No pude verla, no me animé. Tuvo que ir mi cuñada, pobre, porque la mamá, Paz, mi esposa, estaba en el hospital, sedada. Sólo unos meses después vi unas fotos. Me arrepiento, no debí hacerlo. Pero la intriga o no sé qué, hizo que las viese. Me las mostró el comisario en persona una tarde , en la comisaria, a mi pedido. Las dejó en un sobre de papel color madera, grande, y me dejó solo, no sin antes apoyar su mano en mi hombro, en silencio.
La habían desfigurado, su cara era una masa informe. Los peritos dicen que muy posiblemente con una maza, para dificultar su reconocimiento –suponen- o por simple y pura violencia. Estaba desnuda, completamente. La habían violado, primero y matado, después. Debió sufrir, sin dudas. Y luego, para que entre en la bolsa, la descuartizaron, en partes, como a un pollo.


Coronel Miguenz es  un pueblo chico de unos diez mil habitantes, ubicado a unos quinientos kilómetros de la capital. La actividad es netamente agrícola y es conocido en todo el país por sus frutales. Tiene la estructura típica de pueblo del interior , la calle principal, perpendicular a la ruta, las cinco  cuadras del centro,  la plaza y, en torno a ella: la municipalidad pequeña y coqueta, la iglesia, el banco, la comisaria, algunos comercios.
Un pueblo tranquilo, con gente de andar  despacio y saludo infaltable. Un pueblo nunca antes mencionado en ninguna crónica.
 Hasta la tarde del 20 de mayo de 1994, el día en el que apareció el cuerpo sin vida de Lucia Valverde, la hija de Juan y Paz.
La familia Valverde era una de las pioneras del pueblo. Los bisabuelos de Juan habían venidos de España a trabajar y eso es lo que hicieron. Ellos y sus descendientes. Eligieron los frutales y, no sin esfuerzo, se fueron haciendo conocidos por ellos. Los padres de Juan fueron los que comenzaron con la fábrica de dulces y de esa manera agregaron valor a su producción. Ya en la generación de Juan se comenzó con la exportación hasta llegar a este presente venturoso. Sin duda los Valverde eran una de las más acomodadas e influyentes familias del pueblo.
Juan y Paz tuvieron una hija, Lucia. Nació en un febrero de calor de  infierno y sequia en 1977. La primogénita y luego única hija (Paz tuvo una enfermedad infecciosa que le impidió tener más hijos) de los Valverde acaparó atenciones y cariños. Su padre comenzó desde pequeña a llevarla consigo a la planta y a los campos. Era usual verla en los hombros de su padre, sonriente, con sus trenzas doradas moviéndose de un lado para el otro. A los quince años, Lucia le pidió a su padre permiso para trabajar en la planta de dulces, y así lo hizo, con una condición: lo haría en igualdad de condiciones que cualquier empleado. Y así fue como se la vio a Lucia recoger las naranjas desde escaleras. Pelar duraznos. Lavar las enormes cacerolas de cobre en la que se hacían los dulces. Y, más tarde, verla con el delantal en el salón de ventas. Y , ya casi con diecisiete, en la oficina de papa Juan, ayudándolo.
Eran inseparables. Al igual que con su madre, aunque con ella se la veía menos, ya que Paz siempre había respetado la añeja separación de actividades de todo matrimonio: Juan en la empresa, ella en la casa.
Cuando Lucia comenzó a salir  -las salidas en el pueblo consistían en ir, primero a reuniones y luego a bailes en el club o en “Petro” , el único boliche del pueblo.
Era normal verlo a Juan sacar su camioneta e ir a llevar y luego a buscar a Lucia allí adonde fuese.
Salvo la noche del 19 de mayo del 1994. Esa noche habían arreglado ir a bailar al club y después irían a dormir a la casa de Mercedes , su intima amiga, hija de los Zuccardi, la familia dueña del único grupo de silos del pueblo.
Juan aprovechó a tener una noche intima con Paz, con una cena con velas y besos a medianoche.


Me llamaron a las siete, más o menos. Un grupo de chicos habían agarrado a Mercedes y a Lucia  a la salida del baile. Las habían violado y golpeado. A Mercedes la habían dejado tirada –quizás pensando que estaba muerta- a la vera del camino rural que sale a la ruta por detrás de la laguna. Nada se sabía de Lucia. Lo del “grupo de chicos” se supo por la misma Mercedes, quien lo dijo antes de ser trasladada al hospital. Nombró a uno de ellos. No dijo nada más.
La persona nombrada por Mercedes, un tal Nacho, el hijo del escribano del pueblo, recién apareció dos días después. Con su abogado, de un importante  estudio de la capital, detrás.    
Lucia apareció cuatro días después, detrás de un pastizal, muy cerca de donde dejaron a Mercedes, dentro de una bolsa de consorcio negra, grande.

El caso tomo repercusión nacional por varias cosas: lo salvaje del hecho y lo importante de los involucrados. Que la hija de una de las familias más tradicionales del pueblo aparezca violada , muerta y descuartizada no era un hecho que podía dejar de alterar el cansino transcurrir del pueblo. Y así fue: durante meses no se habló de otra cosa.
Vinieron investigadores policiales de la capital, se trasladaron las muestras obtenidas –un trapo que había sido para limpiar el auto del tal Nacho, las bolsas idénticas a las utilizadas para colocar a Lucia, que se encontraron el garaje de la casa de Fernán, un amigo de Nacho, también presente aquella noche, la piel encontrada debajo de las uñas de Mercedes y Lucia…- a los mejores laboratorios de la capital a instancias de los abogados de la Familia Valverde.
Paz, la mamá de Lucia, fue internada la misma noche de los hechos y solo pudo salir de la clínica dos largos meses después. Sus amigas, que no la habían podido visitar porque ella lo había dispuesto así - dicen que estaba irreconocible, con varios kilos menos y la vista perdida.
Juan estuvo todo el tiempo, a riesgo de descuidar sus negocios, junto a la policía y sus abogados.
Tito Lanzani, íntimo amigo de Juan, recuerda la tarde del entierro de Lucia como el momento más triste de su vida. ¿Saben lo que es ver a una mamá que mira sin ver, que ni llorar podía? ¿Saben lo que es ver a un papá, a mi amigo de toda la vida, recostarse junto al cajón, en el piso, en el pasto, y acurrucarse todo, como en posición fetal y empezar a llorar…y no parar…y no parar? ¿Saben lo que es eso? Contaba meses después a un reportero que se había hospedado en el pueblo para escribir una crónica de lo sucedido.


Con Paz estuvimos unos meses intentando salir adelante, pero no pudimos. Nos sentábamos uno frente al otro y no sabíamos de que hablar. Vivíamos, no en un nido vacío, vivíamos en un nido destrozado. Decidimos que lo mejor sería que vuelva con sus padres y su hermana a la Capital, allí estaría alejada del pueblo, de la casa , de la habitación de Lucia…
Yo recién pude volver a trabajar varios meses después. Menos mal que el flaco Suárez se ocupó de todo. Que si no…



A los cuatro meses, más o menos, llegaron los resultados de las pericias. No había duda alguna: Nacho, Fernán y otro amigo al que apodaban “el Corto” –que terminó siendo  Sebastián Ramírez , hijo del dueño de la ferretería, Héctor, amigo del colegio de Juan…Estaban implicados allí por donde se mirase. Poco tardaron en declarar y quebrarse, muchos dicen que a instancias de sus abogados.
El juicio se hizo en el club, dada la demanda de lugares para la gente y el periodismo que venía cubriendo el caso.
Era conocido el reclamo popular que pendulaba entre el castigo a los asesinos y el perdón a los hijos de personas tan conocidas por todos, pero se imponía uno: cadena perpetua a los tres.
La tarde del 15 de noviembre se conocería la sentencia.

La tarde de la sentencia estaba más nervioso que de costumbre. Antes de salir para el club, pasé por la habitación de Lucia. Así lo venía haciendo cada mañana y cada noche, antes de acostarme. Pasaba por su habitación, abría los pesados postigos y corría las cortinas, por la mañana, y a la inversa, por la noche. Acomodaba el acolchado de su cama y colocaba un perfume que a ella le gustaba, disparándolo al aire. El oso de peluche que le había regalado la abuela Irma y que ella abrazaba antes de dormir cada noche, estaba sentado allí, junto a un almohadón. Yo me inclinaba y le daba un beso en su cabeza.


El secretario del juez pidió silencio para poder leer la sentencia, carraspeó y miró a su alrededor, sobre todo a las cámaras del más importante canal capitalino. Se había comprado un traje para la ocasión.



Cuando leyó: “…la pena de ocho años, mas accesorias y costas…” sentí un calor por mi cuerpo semejante a un rayo que me penetra y me quema. Escuché el murmullo en la sala y vi, como en cámara lenta, como algunos se tomaban la cabeza, vi como mi abogado me miraba con cara compungida, como los familiares de los tres que habían matado a mi hija celebraban…Me paré esquivando condolencias y micrófonos, salí a la vereda y corrí a mi auto. Conduje hasta donde me habían dicho que la habían encontrado. Me senté con mis manos sobre el volante y me quedé en un silencio solo interrumpido por los grillos y algún lejano croar, sin saber qué hacer, sin siquiera llorar.



Trasladaron a los condenados a un penal que quedaba en otra provincia. Se comentaba en voz baja que habían comprado comodidades que evitarían el conocido trato carcelario que se les da a los violadores.
Poco a poco el pueblo volvió a la normalidad. Una normalidad que nunca fue tal para Juan. Poco más de un año después decidió abrir oficinas comerciales en la capital y trasladarse allí a vivir. Confió el manejo de la planta a su mano derecha, el flaco Suarez, ascendido a merecido gerente y mantuvo su casa sin vender, contratando a una persona que se ocuparía del cuidado de la casa y, sobre todo de abrir las ventanas por la mañana y cerrarlas por la noche en la habitación de Lucia.
Ya en la Capital , Juan comenzó a realizar actividades nuevas: Comenzó a pescar : eligió un muelle del rio al que no iba casi nadie y que Juan eligió justamente por ello. Por ello y por otra razón fundamental: allí no había señal de celular, lo que constituía una garantía de paz y silencio difícil de encontrar en otro sitio.
Esas tardes le sirvieron para despejar su mente, para encontrar algo de calma, para poder pensar en sus negocios –a estas alturas su única ocupación- y para intentar olvidar.

Los primeros años lo intenté, pero no pude. No pude olvidar nada. No pude olvidar el sonido del silencio en las mesas de todos los días  con Paz. No pude olvidar la risa de Lucia. No pude olvidar la mirada desafiante de Nacho y sus amigos el día de la sentencia. No pude, lo intente pero no pude.
Y entonces pensé que quizás lo que  debía hacer era otra cosa.


En el invierno del dos mil dos se cumplió la pena y Nacho, Fernán y el Corto salieron del penal.
Fernán decidió salir del país y se fue a lo de unos tíos, en Italia. El Corto se fue a Tucumán, también a lo de unos parientes. Pero Nacho no, Nacho volvió al pueblo.
Hubo una fiesta de bienvenida. Alquilaron al salón más caro de la ciudad y festejaron hasta el amanecer.


El salón queda del otro lado de la laguna y tiene hasta muelle propio. Dejé el auto a poco más de un kilometro, bajé y caminé a través de los pastizales. Hacia frío y un rocío me ensució enseguida los pantalones. Desde detrás de un pino, estuve viendo toda la noche como comían, como bailaban, como llevaban a Nacho en andas, mientras refulgían los flashes.



Seguí yendo a pescar. Hice de ello una rutina inalterable, cada sábado por la mañana, llegaba a la entrada del predio y saludaba a la cuidadora, Esther y  a su esposo Raúl, con los que luego me hice amigos e, incluso, varias veces  cené en su casa, allí en el río.
Llegaba a casa, limpiaba los peces y los guardaba en el congelador. Luego un baño y a seguir con las actividades.
Mantuve esa rutina por tres años.
Y solo la modifiqué en el fin de semana del 20 de mayo de dos mil cinco. Esa tarde de viernes se cumplía otro aniversario de lo de Lucia. Debería cumplirse la rutina : mi madre , ya octogenaria, me llamaría , antes de acostarse a dormir,para ver como la había pasado. Yo la atendería, le diría que estaba bien, que se quede tranquila. Me acostaría, tratando de pensar en nada y por la mañana de sábado iría a pescar.
Sólo que esta vez hice unas pequeñas modificaciones. 
Le dije a mi abogado, Juan Cruz, que se había convertido en un buen amigo y que vivía en la misma torre de departamentos que yo, en la calle Maipú 1350, dos pisos más arriba, que la cabeza se me partía del dolor, que iría a acostarme y   que, por favor, atienda a mi madre en el casi seguro llamado telefónico que me haría esa noche y que le diga que estaba muy descompuesto, que el sábado la llamaría.
Pasé por la farmacia y compré los medicamentos de rigor. Elegí la farmacia de la avenida, la que tiene cámaras en la vereda. Fui  a mi departamento y me detuve uno segundos más de lo normal frente a las cámaras de la entrada, buscando unas llaves que ya tenía en mis manos.
Subí y acomodé en el bolso de mano las dos o tres cosas que necesitaría. Saqué los pescados (los que había guardado enteros) del congelador y los puse en la heladera.
Bajé por la escalera y salí a pie por la entrada de la calle Paraguay, la que no tiene cámaras. Caminé tres cuadras y subí a la camioneta de la fábrica que había dejado allí la tarde anterior. Conduje hasta el pueblo mientras enhebraba pensamientos. Recordé los horarios que solía hacer Nacho a la salida de su trabajo, las calles por las que solía caminar. Lo se perfectamente: vine tres veces al pueblo solo para verlo.
Los viernes, después del trabajo, iba a un bar  de la calle Sarmiento y después iba para su casa.
Se sobresaltó cuando  dije su nombre y le mostré la pistola. En la calle no había nadie, como yo sabía que pasaría. Subió al auto pálido pero sonriente, como seguro de que yo no haría nada que lo dañase.
Del bolso saqué unos guantes del tipo que usan los cirujanos y unos precintos de plástico. Me coloqué los guantes y  até sus muñecas. La cara de Nacho se transfiguró cuando, dentro del bolso, vio la maza.
Pegué su boca con una gruesa cinta adhesiva y conduje despacio hasta el camino rural y luego hasta el pastizal. Nacho lloraba cuando bajo del auto. De la parte trasera de la camioneta saque un bidón y una bolsa .Aprovechó para  correr y escapar pero le pegué un tiro en su pierna. Cojeaba, desesperado. Le señalé el pino. Le dije que se siente. Me puse de cuclillas y lo mire. ¿Qué pensaría? ¿Habrán sido sus pensamientos parecidos a los de mi Lucia?


Nunca había golpeado un cráneo con una maza. Es un ruido más suave del esperado. No sé cuantos golpes habrá soportado antes de morir. Ni me importó. Vi su cara desfigurada y seguí golpeando mientras su sangre me ensuciaba y ensuciaba todo allí: la maza, mis guantes, su ropa, mi ropa, el pino. El sabor de su sangre en mi boca me hizo escupir y soltar la masa. Me paré de un salto.
Volví a ponerme de cuclillas y le hable despacio: ¿Qué necesidad, hijo de puta, que necesidad?
Me paré y  coloqué  la pistola (que había comprado a un malandrín en el puerto de Rosario, después de dejarme la barba y ponerme lentes de aumento que nunca necesité) en una bolsa junto a un ladrillo.  
Caminé hasta la laguna, iluminado por una luna llena enorme, busqué un lugar con juncos, y  sumergí la bolsa con  la pistola, los guantes y el ladrillo y  llené un bidón de agua helada.










Me subí a la camioneta, me puse la ropa limpia  que había traído en el bolso, guardé la ropa sucia en otra bolsa y llené una  fuente de acero con el agua helada . Puse la fuente debajo de los pedales, me descalcé y coloqué mis pies dentro. Sólo el frío haría que no me duerma. Conduje hasta la capital, evitando las cámaras de los peajes.
Estacioné la camioneta en el mismo lugar, entré a mi departamento por la entrada de la calle Paraguay  preparé el bolso de pesca , me dí una ducha caliente y fui a la cochera. Al salir pasé  despacio frente a las cámaras, con el vidrio bajo. Al llegar al río, saludé a Esther con la mano. Llegué al muelle, saqué la colchoneta de acampar y me eché a dormir. No me preocupé por la pesca, ya había sacado los pescados del congelador. Al despertarme , un par de horas después, me alejé unos metros , hice un pozo y enterré la bolsa con la ropa sucia de la noche anterior.






El pueblo se conmocionó con el asesinato de Nacho. Los investigadores no pasaron por alto la coincidencia del lugar de la muerte. Investigaron al padre de Lucia pero, claro, pronto debieron ir por otra pista: Las cámaras de seguridad de la farmacia lo mostraban en la Capital comprando remedios; otras cámaras , las de su departamento lo mostraban al entrar, buscando sus llaves y al salir a pescar por la mañana.   El testimonio de la cuidadora del predio donde solía pescar fue claro: el Sr Juan viene a pescar todos los sábados. Dijo que nunca faltaba, ni aun cuando el tiempo no fuese el mejor. Y que aquel sábado, lo recordaba perfectamente, él la había saludado con la mano al entrar. El informe de la compañía telefónica fue concluyente en que el viernes, antes de la medianoche, el celular de Juan se activó en la dirección de la calle Maipú al 1350. Incluso, resaltan los investigadores, el Sr Juan Valverde les mostró los peces que había pescado ese sábado…



Ya estoy viejo y enfermo. Paz murió hace cinco años sin que nos hayamos siquiera despedido. En mi cama , esperando la muerte, antes de dormirme me visitan siempre los mismos , los únicos recuerdos: la risa de Lucia, su mano acariciando mi cabeza,el osito de peluche en su cama, el ruido de la maza , el sabor de la sangre en mi boca.










Tendré que ocultarme o que huir.

domingo, 3 de mayo de 2015

¡Esto es vida!






Lo reconozco: soy un  desastre. Mejor dicho, siempre lo fui. Aunque no creo ser ni pesimista ni, mucho menos, mufa. Por suerte (esto es una convención: no creo en la suerte) los hechos que luego se suceden en la realidad, suelen desmentirme. Pero si, es verdad, soy un tipo que suele pensar –¿como decirlo?- cosas malas.
Vengo, desde pequeño, pensando, siempre despierto, (nunca necesite dormirme para soñar) , cosas negativas , para así decirlo: recuerdo que ,cuando muy niño, dormía en la habitación contigua a mis padres y , escuchándolos discutir, una idea perseveraba en mi: mis padres se separarán. Esta idea, la de estar con uno de ellos (¿con cuál?) suponía sacrificar estar con el otro y ello, a mis pocos años, me resultaba intolerable.
Más adelante, por ejemplo, ante una excursión en un barco de turismo que hacia cortos paseos frente a la costa, me era imposible no pensar en el hundimiento del barco con todos nosotros dentro. Imaginaba cada detalle: mi padre intentando salvarme junto a mis hermanos, no pudiendo decidir a cual abandonar…Que yo esté hoy pensando en ello habla a las claras de lo infundado del mote de mufa: las cosas no terminaban pasando como yo las ¿Soñaba? ¿Ensoñaba? ¿Presentía?
También recuerdo que, muchas veces, las imágenes eran tan claras que hasta producían una respuesta física en mi: saltitos, algún grito de : ”¡No!”, imposible de refrenar o la mas disimulable reacción que cualquier mortal suele tener cuando tiene frío, “Un chucho”, simplemente decía, cuando la persona con la que circunstancialmente estaba lo advertía.
Es por ello que cuando el Tano me dijo: “Estoy jodido, Juli” , me sorprendí menos de lo esperado. Otra falsa alarma, pensé.

Ya me había pasado varias veces.  Somos un grupo inseparable de cinco amigos que venimos juntos, no de la secundaria, ni de la primaria, ni siquiera del Jardín de infantes, no. Los cinco venimos juntos desde la misma cuadra, salvo –justamente- el Tano, que vivía a la vuelta, pero en la misma manzana. Esto quiere decir que no hubo momento en nuestras vidas en los que recordemos no conocernos.
Marcelo, Ale, Víctor, el Tano y yo, Julián. Nuestras familias nos conocen y sienten como propios a cada uno de nosotros y mantuvimos códigos inquebrantables durante todos estos años que, creo, fueron los que hicieron fuerte nuestra amistad. (Víctor estuvo enamorado de la hermana de Ale , Viviana, toda su vida, pero no solo no le dijo nada nunca  a ella. Tampoco se lo dijo a Ale, por miedo a que lo tomé mal y se enoje. Tuvo que tomar la iniciativa Viviana, un verano saliendo de la playa, para que todo se sepa. Así y todo, Víctor estuvo como un mes pasando parte de enfermo porque no sabía cómo encararlo a Ale. Hoy tienen tres hijos divinos y viven casa de por medio con Ale.)
¿A qué viene esto? A que no una sino muchas veces pensé: ¿Quién de nosotros será el primero? ¿Cómo? ¿Cuándo? Y ahí mi cabeza se disparaba en accidentes, enfermedades, asesinatos y otras tragedias. A veces con un nombre, otras con otro.
Estoy jodido, me dijo el Tano.
Me contó que tenía lo mismo que había tenido el padre. “La papa, Julián”, me dijo. “La papa”, repitió.
Recuerdo haberlo abrazado, mientras lloraba en mi hombro. Hice un esfuerzo por no acompañarlo en el llanto, pensando que eso lo tranquilizaría y le dije: Dejate de joder, Tano ¿¡sabés como avanzaron las cosas!? Algo se le va a ocurrir a los médicos, quedáte tranqui, Tanito. Lo acaricié en la mejilla mojada. Me sonrió. No Julián, no. Ya averigüe todo, esto no es de ahora.
Lo frené en seco: Esto es un tema para que lo hablemos todos. Busqué el celular y llamé a los otros tres, alejándome unos pasos, haciéndome el que buscaba mejor señal, y quedé en una hora, donde siempre.
Entramos al café con la cara que las circunstancias imponían.
Walter, el mozo, lo advirtió y evitó el chiste de bienvenida.
El Tano nos contó que hacía más de un año que se sentía mal. Que  los médicos le dijeron primero una cosa y luego otra…y otra. Hasta que hace seis meses se lo dijeron. Ya no había tiempo para disfraces.  Tenés esto. Hay que hacer esto y lo otro.
El Tano tomó la taza, bebió un sorbo y nos miró. Ese es el tema, chicos: No voy a hacer un carajo.
Nos miramos sin entender.
Si, no voy a hacer un carajo. NO voy a hacerme rayos, ni quimio, ni una mierda. Yo vi lo que le pasó a mi viejo. No quiero eso para mí. Tengo una ventaja: Mis padres murieron. No tengo hermanos. Y este Tanito lindo está bien solterito.
Nos volvimos a mirar. Era la estricta verdad. Los padres del Tano habían venido muy jóvenes de Italia y no tenían a ningún familiar (al menos que el Tano conozca) aquí. El Tano estaba solo. O mejor, dicho, no, no estaba solo: Nos tenía a nosotros.
De más está decir que intentamos de todas maneras convencerlo de hacerle caso a  los médicos, que las drogas no son lo que eran, que esto , que lo otro. En vano. El Tano era más terco que una mula.
Nos contó que los médicos le daban, a todo trapo, seis meses.
Víctor suspiró cerca del llanto.
¿Y que querés que hagamos, Tanito? , preguntó Ale.
Nada. Nada de nada. No puedo pedir nada más que lo que ustedes hicieron por mi toda mi vida. Fueron los hermanos que no tuve. Sus padres me orientaron y cuidaron como  si fuesen los míos. Pasé tardes enteras en las casas de ustedes cuándo mis viejos estaban en la mala. ¿Se acuerdan? Estudiamos juntos, salimos con chicas, viajamos –no mucho- pero viajamos… ¿Qué mas puedo pedir, muchachos? No quiero que hagan nada diferente. Y pareció que subrayaba la palabra diferente..
Y hablando de no hacer nada diferente , -miró la hora- son las ocho y media , hora de irnos a casita.
Nos fuimos, cada uno para cada lado, como siempre, aunque a mí me pareció que queríamos quedarnos a solas, sin el Tano, para hablarlo entre los cuatro. Sin embargo, nos fuimos a casa. Yo con un nudo en la garganta y la tristeza de tener la respuesta a la pregunta que tantas veces me había hecho: ¿Quién de nosotros será el primero?



En esos seis meses el Tano se vino abajo como por un tobogán. Víctor recibió un llamado del médico pidiéndole, por favor, que lo convenzamos al Tano de iniciar el tratamiento, y así lo hicimos, pero nos encontramos con un Tano firme que nos dijo: ¿Qué hablamos en el café, muchachos?
Adelgazó, comenzó con una tos persistente y molesta y el color de su piel lo decía todo. Una tarde no vino al café. Lo llamamos a Ale y le dijimos: ¿No lo pasás a buscar al Tano de pasada? No pasaron ni quince minutos y Ale nos dice que salgamos para la casa del Tano.
En su debilidad, se había pegado un porrazo saliendo de la ducha y no había podido levantarse. Ale lo encontró, tirado, muerto de frio y avergonzado. Desde ese día, cada uno de nosotros tiene una llave de la casa del Tano y, con cualquier excusa, nos damos una vuelta durante el día , en un riguroso y descontracturado desorden. A veces Marcelo pasaba a mitad de mañana a tomar mates (Al Tano en la empresa le habían dado vacaciones pagas por tiempo indeterminado hasta que se reponga...), otras veces pasaba yo después de comer, otras Víctor tras la cena, siempre con alguna excusa que el Tano, en su bondad, nunca pretendió desmontar.






Al cuarto mes, en el café, el Tano nos sorprendió con un pedido: Chicos, nos dijo, ¿saben qué? Hace mucho que no nado y me quiero dar un gusto.
Le teníamos prohibido expresiones del tipo: “Quiero darme tal gusto antes que…” , de manera que el Tano dejo todo allí.
¿Nadar? ¿Dónde?, dijo Víctor.
¿Dónde?  ¿Dónde va  a ser, Víctor? ¡En la playa, en el mar!





El pronóstico había dicho que el sábado estaría lindo y –al menos esta vez- acertó: Una brisa casi inexistente, el cielo despejado y unos veinte grados de máxima, pintaban el día ideal.
El Tano había elegido una playa del Sur, a la que solíamos ir cuando éramos niños bien niños. En la adolescencia, por aquello de las modas, habíamos elegido ir a un balneario del Norte, aunque creo que todos nosotros siempre preferimos , esta, la del Sur.
Era una playa amplia con médanos cubiertos de garras de león, con sus flores lilas. Un viejo muelle  de madera que alguna vez fue blanco, era la única seña de humanidad en aquella playa en aquel octubre.


Nos sentamos en el médano, con el sol de la mañana en nuestras frentes, suave y tibio. Víctor había llevado el equipo de mate y empezó con la ceremonia mientras el Tano se sacó la remera y nos sorprendió con su delgadez. Nadie dijo ni mu.
El Tano infló su pecho, cerró los ojos, mirando al mar y dijo:”Esto es vida”, sonriéndonos.
Trabajosamente comenzó a bajar el médano, hacia el mar. ¿Querés que te acompañe, Tanito? , dijo Ale. No, Papi, gracias.
Nos quedamos sentados en hilera, mirando como el Tano enfilaba hacia el mar, despacio, sin ganas siquiera de tomar un mate.
Al llegar al agua, el Tano se mojó un pie como tanteando la temperatura. Estaría a unos cien metros de nosotros. Se dio vuelta y me pareció verlo sonreír, como tantas veces. Comenzó a caminar, con las pequeñas olas golpeándolo suavemente. Unos pasos más allá, el Tano se zambulló debajo de una ola no tan pequeña. Su cabeza salió unos metros más adelante.
Comenzó con un braceo lento pero persistente. El Tano era un buen nadador.
Creo que nos dimos cuenta casi a la vez. Víctor dejó caer una lagrimas como entendiendo y, cuando Ale intentó salir corriendo, lo frenó, sentándolo con sus manos enormes y lo abrazó. Marcelo puchereaba con el mate frío en las manos. Yo lamenté no tener más uñas que mis diez.
¿Quién iba a imaginar que el Tano haría aquello? ¿Quién imaginaria que la vez que fuimos a la escribanía no era para firmar un poder sino la escritura de su casa que puso a nuestro nombre?
¿Quién iba a suponer que el Tano pagaría cada una de sus deudas y que pagase algunos meses por adelantado de otras? ¿Cómo siquiera pensar que el Tano, sin más, hubiese decidido dejar de ser, y esfumarse ante nuestra vista, en aquel mar, aquella tarde de octubre?
Lo miramos nadar hasta que el verde del mar desapareció entre nuestras lagrimas. 

Víctor guardó el mate, nos paramos y, sin siquiera haberlo discutido, nos fuimos a su casa.

Ale tomó su llave y entró. La casa estaba impecable ,impregnada de una fragancia a jazmines que provenía del florero sobre la mesita del teléfono.
En la mesa había cuatro cartas con los nombres de cada uno y otra que decía: Chicos.    
Marcelo la abrió. El Tano nos agradecía todos aquellos años. Nos decía que si volviese a vivir, desearía tenernos a nosotros como amigos, como única condición. Nos contaba de la casa. Y de su decisión. Nos liberaba de culpas. Y terminaba con un consejo:
“Si alguien, la policía, o quien fuese, les pregunta si saben algo de mí, ustedes les dicen :¿El Tano? Ni idea, creo que viajó.
Nos pareció escucharlo reír tras la puerta de la cocina.

Leímos, cada uno, en silencio, nuestra carta. Lloramos un buen rato. 
Y a eso de las ocho y media nos fuimos a casa.












viernes, 1 de mayo de 2015

Un viaje de diez metros





Hace algún tiempo atrás, con una amiga intercambiamos opiniones acerca de películas. Mas que opiniones eran recomendaciones. Le nombré  algunas , pero ella no fue reciproca con las recomendaciones. Mi amiga tiene una cualidad que a estas alturas , quizás , sea una virtud: es muy parca. En aquella ocasión , recuerdo, me dijo: estoy viendo una película, ahora mismo: es buena.



Meses después , luego de cenar, estoy con mis hijos y digo: ¿Vemos una película? Es un sábado lluvioso y apenas frío que nos tiene reunidos en el cuidado de nuestro pequeño perro, recién operado. Después de decir esto, comienza la rutina rito. Revolver entre películas compradas pero nunca vistas. Ponernos de acuerdo. Impongo una condición: Que nos guste a los tres.
Cuando veo sobre la mesa del televisor el sobre con la película, me acordé de aquella calificación de  mi amiga: Buena. y pensé :¿Porque no? Vamos a verla.


He aquí una breve reseña de "Un viaje de diez metros".







Una familia india que debe escapar de su país por motivos políticos, arrastrando la muerte de la madre matriarca en su huida. El dolor del desarraigo en Inglaterra. La mudanza a Francia en búsqueda de quien sabe que. Un accidente fortuito que mucho tiene de destino. El encuentro con un pequeño pueblo de montaña lindante con Suiza. El empeño de un padre patriarca en establecer un restaurante con comidas indias justo en frente de un exitoso, renombrado y premiado restaurante francés. La resistencia del poblado a aceptar a los "extraños". Y otra vez la violencia , como si no hubiese lugar indiferente a ella.
En medio de todas estas historias , el amor. El amor de una madre. El amor de una joven pareja.
















El amor de un padre que acaricia la mejilla de su hijo. El amor de una pareja no tan joven.
Todo ello enmarcado en imágenes  de un pueblo soñado, con el sol que se pone en las montañas y deja ver prados verdes y nieves blancas. Primeros planos en cámara bien lenta de una comida que se cocina, a contraluz. Y primeros planos de miradas que dicen. 
Nada difícil de encontrar en el sueco Lasse Hallström  (¿A quién ama Gilbert Grape?, "Siempre a tu lado").
El elenco es impecable, con desconocidos (¡al menos para mí!), salvo quien encarna a la exigente dueña del restaurante francés´, la inigualable Helen Mirren


El resto es verla.












Habiendo cumplido con la reseña y, sobre todo, con lo breve de ella, diría que mi escueta amiga se quedo corta : la película no es buena. Es muy, muy buena.