Una baldosa floja, en la esquina
de Paraguay y Güemes, tembló debajo de mi pie y el agua acumulada debajo
proveniente del infaltable manguereo de la señora de camisón azul
matelaseado y ruleros, casi salpica mi
pantalón. Maldije a la señora y me paré sobre el cordón esperando cruzar. El
sol apenas caía en la tarde de julio y había salido a comprar algo dulce para
saciar algo parecido a un antojo. Era sábado y el tráfico de vértigo de los
días de semana había sido reemplazado por una calle tibia y silente. Un único auto estaba detenido en
el semáforo.
Escuché el sonido inconfundible
del llanto y miré en rededor mío. Las cortinas bajas de los comercios estaban
mudas. El kiosco estaba demasiado lejos. Miré al auto detenido. Lo manejaba un
hombre de unos cuarenta años. Sus manos estaban apoyadas en el volante, al que
atenazaban fuertemente. Las lágrimas hacían brillar sus mejillas y sus labios
temblaban al compás de su pecho.
Me acerqué. Cuando me paré a su
lado me hizo un gesto con su mano, abierta: “No tengo nada”, entendí. Yo estaba
vestido (creo) de manera digna y atribuí a su estado el hecho de que me haya
confundido con un mendigo. No quiero nada, le dije. Solo quería saber si
necesitaba alguna ayuda.
El hombre me miró entre avergonzado
y triste. No, gracias, me dijo.
El semáforo estaba en verde y el
hombre no se había percatado de ello.
Si, me dijo. Necesito ayuda,
necesito hablar con alguien. ¿Quiere dar una vuelta?
Di la vuelta y subí al coche.
No me quiere más, me dijo. Si,
aunque parezca mentira, no me quiere más. Me miró, por primera vez a los ojos. Tenía
unos ojos que de tan claros parecían vacíos.
Nos conocemos desde chicos ¿sabe…,sabés?
Fuimos juntos al colegio, vivimos todo juntos. El uno para el otro. Nos casamos
muy jóvenes, hace ya tanto tiempo que, si lo digo, no lo creo: ¡Veinte años! Tenemos
dos hijos hermosos. Los dos trabajamos en buenos, muy buenos, trabajos. Ella es
ingeniera en sistemas. Y yo soy el CEO, como se dice ahora, de una
multinacional. ¡Casi nada, ¿no?! ,monologó.
Lo miré en silencio y esbocé una
sonrisa.
Siguió. ¿Ves este auto?
Lo había visto,
claro. Alemán.
Bueno, ¡ imagináte mi casa!
Ya no lloraba pero de su mandíbula
apretada se escapaba la tensión.
Todo eso no me sirve de nada si
ella no me ama. De nada.
¿Te puedo preguntar algo?, le
dije.
Si
¿Tomamos un café?
Por primera vez rió y, como
siempre me pasaba, preferí a este hombre sonriente que al otro, al del llanto.
Condujo hasta un café frente a
Plaza Francia. Nos sentamos en la mesa de la ventana. El pidió un té, yo un
café en pocillo.
¿Cómo sabés que no te ama?
Porque me lo dijo, sentenció. Me
habló de rutina, de desgaste, de aburrimiento. Me dijo que aun éramos jóvenes,
que podíamos seguir siendo amigos y todas esas cosas que nunca pensé escuchar.
¿Y qué sentiste en ese momento?
Que no podía pasarme esto a mí.
Que somos, éramos, la pareja perfecta. Ella para mí. Yo para ella.
¿Nunca te diste cuenta de nada
parecido a lo que ella te dijo?
Revolvió el té sin haberle puesto
azúcar.
Nnno, vaciló. No, afirmó.
¿Te duele haberla perdido o te
molesta no haber sido vos el que tome la decisión?
Nos quedamos callados unos
minutos, mirando las veredas naranjas de la plaza, las palomas y poco más.
Sólo unos minutos despues habló y me dijo: Me hizo bien hablar con vos
¿sabés? Y ¿sabés algo? Nunca había compartido una charla con alguien que no sé
ni cómo se llama…
Felipe, le dije.
Martín, me dijo.
Intercambiamos celulares y
quedamos en que ¿Quién sabe? Volver a vernos.
Me llevó hasta la misma esquina
donde nos encontramos y antes de despedirnos, le hice una pregunta: ¿Te diste
cuenta que no me preguntaste cómo estaba yo, cómo me sentía?
Me miró, se encogió de hombros y,
casi sonrojado, me dijo: perdonáme, no me di cuenta.
Quedáte tranquilo, no pasa nada,
le dije. Pero ponéte a pensar si ella no habrá pasado muchas tardes y muchas
noches esperando que vos le preguntes como estaba, cómo se sentía.
Le di la mano y bajé del coche.
Al llegar al cordón de la vereda, sentí la bocina, giré y escuché cuando me
preguntaba: ¿Cómo estas, Felipe?
Triste, le contesté.
A la semana recibí su llamado. Se
identificó como “Martín, el llorón de Plaza Francia”. Quedamos en encontrarnos
en el mismo café, a eso de las siete.
El vapor salía de las bocas de
las personas en la, quizás, primera
tarde realmente fría del invierno. Había llovido hacia unas pocas horas y el
ruido de los neumáticos en los charcos ocupaba la tarde. Al acercarme al café advertí
que en la vereda debajo de un moderno toldo ocupaban las mesas gente que
prefería helarse y fumar a sentarse en el acogedor salón sin poder hacerlo.
Detrás de un vidrio empañado vi a Martín, en el mismo momento en el que el
levantaba su mano y me saludaba.
Al llegar a la mesa, se levantó y
me abrazó. Se lo notaba de mucho mejor humor.
Se lo dije.
No sé porqué estoy mejor. Nada
parece haber cambiado. Estamos haciendo como si nada hubiese pasado, como si
estuviésemos actuando…sin embargo estoy mejor… ¿será que estoy aceptándolo?
No me dejó contestar. Antes de
que diga nada, me dijo: Pero no vengo a hablar de mí, hoy. Hoy vengo a
disculparme con vos y a preguntarte por qué estás triste.
La camarera se acercó y nos
entregó una carta.
Yo ya sé lo que voy a tomar,dije. Traéme
un whisky doble, con dos hielos. Me preguntó cual prefería. Johnny Walker, etiqueta
negra.
Martín se rió a carcajadas. ¡Mi bebida preferida! ¡Que sean
dos!
Esa tarde helada de julio fue la
primera de muchas tardes de whisky.
Estoy triste porque hace mucho
que no me enamoro, ¿sabés? Y yo voy, y siempre fui, buscando vivir el estado
ideal: el de estar enamorado. No hay nada igual. Vivís el placer de lo
inmediato. Sólo te importa verla. Tocarla. Besarla. Escucharla. Verla dormir.
Caminar. Escuchar la música que te gusta
a vos, que es la misma que a ella…Porque cuando estas enamorado, pero
enamorado en serio, parece que ya no hubiese más pentágramas que aquellos en
los que se escriben las notas que les gustan a ambos. Y sólo existen los libros
en los que están escritas las palabras que a los dos les gusta leer. Y le leés
el poema que a ella le gusta. Y mientras escuchas tú voz al leerlo, te das cuenta
que es el poema más hermoso jamás escrito.
Estar enamorado, suspiré, es eso.
Y ya no me voy a poder enamorar más,
Felipe. Creo que no.
Tomé el vaso y dejé que se
deslice suavemente el líquido ya frío en mi lengua, incliné mi cabeza hacia
atrás y lo retuve unos segundos, con los ojos cerrados, antes de tragarlo.
No voy a poder enamorarme otra
vez. No, señor.
Martín me miró. Me había
escuchado en silencio, ensimismado en mi relato. Ni siquiera había tomado su
whisky. Tomó su vaso y repitió la ceremonia de dejarlo estacionarse en la parte
de atrás de la lengua, allí donde los sabores estallan.
¿Por qué pensás que no te vas a
enamorar más, Felipe?
Porque amé a la mujer perfecta, Martín.
Por eso. Y con cada una de las mujeres que estuve, después de ella, me
resultaba imposible no compararlas. Ya no había un solo pentágrama ¿entendés? Tampoco un único libro. Por momentos te creés que estás bien,
te querés convencer de ello, pero no. Cada relación se parecía a un trabajo en
el que, cada día, cada hora, cada minuto, debíamos limar asperezas, ignorar diferencias, suplir
ausencias.
Así una y otra vez. Hasta que
dejé de intentarlo.
De los dos hielos ya solo quedaba
una pequeña parte de uno de ellos.
Forcé una sonrisa.
Seguí. Lo único que me
tranquiliza es haberlo intentado todo. Todo. Le dije de mi amor sin par. ¡Y eso
que no me destaco por mi expresividad! Se lo dije cada vez que pude, creéme. Le dije
que lo que sentíamos el uno por el otro, era algo que no íbamos a volver a
encontrar. Le juré que su piel era única. Que sus labios habían sido hechos con
un molde ya roto. Que su voz era dorada…Que...
Martín me interrumpió: ¡Para un poco,
Felipe, pará! Decime una cosa: ¿Si se querían tanto: porque no están juntos?
Le hice un gesto a la camarera:
la cuenta.
Porque se murió, Martín. Hace
tres años, cáncer.
Agosto es mi viernes del año. Pensar
que falta tan poco para la primavera y enseguida el verano me produce una
sensación de llegada, de brazos levantados…Amo el sol y, aunque no sufro
especialmente el frío, esta tarde de agosto en la que camino hacia el café es
una tarde que entumece las manos, congela los pies y envuelve de ropas a la
gente, haciéndola lenta y sufriente. Me imagino a nuestros lejanísimos antepasados,
encorvados, transportando leña hacia las ¿casas? ¿chozas? y no difiere mucho de
estos jóvenes encorvados por el peso de sus exageradas mochilas , tapadas sus
bocas, dejando ver solo sus ojos entre bufandas y gorros, huyendo del frío ,
como hace mil años.
Entro al café, saludo a la camarera,
que ya nos reconoce como habitúes y me dice: Martín ya llegó, fue al baño pero está
en la mesa…y me la señala.
La misma de siempre, pensé.
Me di cuenta que disfrutaba de
las habitualidades. Me gusta poder ir a un lugar y pedir: “lo de siempre”. Que
me conozcan. Saludar. Preguntar: ¿Cómo estás? Que me pregunten.
Me saqué la campera y la colgué
en el respaldo de la silla vacía; Martín había dejado su celular y su
billetera, en una muestra de confianza que también disfruté.
Apenas unos segundos después, me
toca el hombro, se agacha y me saluda con un beso. Felipe, Querido. Martín,
¿Cómo va?
Él comenzó la charla diciéndome:
Me quedé mal el otro día, che. ¡Qué garrón!
Pero, ¿sabés que pensé, también?
Pensé en lo que vos me dijiste aquel primer día en que nos encontramos ¿te acordás?
Que era joven, que no podía quedarme, que había tiempo para algo nuevo y
maravilloso ¿Te acordás?, repitió.
Bueno, lo mismo sirve para vos,
Felipe. Sos un tipazo, no necesito decírtelo. Tuviste un amor increíble. Y ese
amor terminó, es verdad. Como parece que el mío. Pero sos, somos jóvenes. Y no nos
podemos quedar. Vos me enseñaste el otro día lo maravilloso de estar enamorado.
Esa sensación de volar. Vos sos mucho mejor que yo para explicarlo…Entonces… ¡Vamos
carajo!
La camarera nos trajo los whiskys
sin que se los pidamos.
¡Una genia , Lila!, dice Martín .
Lo miré, extrañado.
Cuando se va, me dice: Se llama
Lila. Lindo nombre, ¿no?
Me reí. Era un hermoso nombre que
me memoraba al color y no a la flor.
¿Y no está nada mal, eh? ,
siguió. Sentí su guiño de ojo como un codeo cómplice.
Para nada, contesté.
(Sentí como un frío en la piel,
pero no era frío. Se oía un tema que escuchaba con ella, un viejo tema de los
ochenta. Me miré el brazo. ¡Tenés piel de gallina ,nene, abrigáte!. ¡Ya va,
abuela!
Me causó gracia que Lila lo tararease,
detrás de la barra, mientras acomodaba unas tazas creyendo que nadie la veía).
Seguro, Martín, seguro, dije
tomando el vaso y elevándolo preponiéndole un brindis.
¡Por nosotros!, Martín.
¡Por nosotros!, Feli.
¿Te diste cuenta de una cosa,
Martín? Hay cosas que pasan en este mundo hermoso en el que vivimos que son
para todos por igual…
Me miró sin entender demasiado.
Mientras venia para acá, venia
viendo como la gente sufre el frío. No importa de qué clase seas, ni de qué
color sea tu pelo o tu piel. Tampoco la edad, ni la profesión, y mucho menos la
religión.
Todos tenemos frío, Martín. Podrás
tener calefaccionada tu mansión y tu auto…pero, al salir a la calle, de a pie,
como cualquier mortal, todos tenemos frío. Todos. El frío iguala.
Y lo mismo pasa con el amor. Al
amor no le interesa que vos andes en un lujoso alemán y yo en colectivo.
Tampoco que tú casa tenga el playroom más grande que mi departamento. No. El
amor te da brillo y te entristece sin
importarle nada. Vos hoy estás viviendo la tristeza de saber que la mujer que
tanto amas ya no te ama. Y yo siento una tristeza igual ¿entendés? , por haber
perdido a la persona que más amé. El amor iguala, Martín. Como el frío.
Seguimos hablando un rato mas, en
la calidez del adentro, mirando por la ventana el frío del afuera, el vapor que
salía de una alcantarilla, el taxi detenido, el semáforo titilando en amarillo.
Cuando Lila se acercó con la pequeña torta con
una vela encendida, casi no le presté atención: va a otra mesa, pensé. Pero se
detuvo a mi lado. Debió ver mi cara de confusión y sonrió. A sus espaldas apareció
Martín , mientras decía : “Que lo cumplamos feliz, que lo cumplamos feliz…” .Debo
haber mantenido mi cara de confusión, pese a que intenté sonreír.
Hoy hace un año de lo nuestro,
tontito. Guiñó un ojo mientras subrayaba “nuestro” y ambos miramos a la pareja de viejitos con cara de
espantados de la mesa contigua. Admiraba
su humor. Yo cargaba con una estúpida timidez que me impedía esas cosas.
Nos reímos un rato largo, con
Lila riéndose, también, cómplice, detrás de la caja registradora.
Efectivamente hacia ya un año que
nos encontrábamos en aquel pequeño café de Plaza Francia, en esa extraña
relación. Tan extraña como fuerte.
¿No te parece mentira?, me dijo,
¡un año! ¡52 semanas! Todos los jueves asistencia perfecta. ¡Choque esos cinco!
Recordamos que habíamos cambiado
de día algunos compromisos para poder estar allí. Él el gimnasio, yo un curso
de mitología romana.
Una semana recordé haber ido con una gripe infernal
que me ataba a la cama, pero fui. Ese jueves cambié el escocés por un tecito
con limón y miel.
Otro jueves, para poder ir al café, Martín avisó que iba a llegar tarde al cumpleaños de su hermano.
En esta extraña relación que
construimos ninguno de los dos conoce a sus respectivos amigos ni a su familia,
no concurrimos a ningún lugar que no sea el café, ni proyectamos reunión alguna. Sólo nos encontramos
en el mismo lugar , todos los jueves, a las siete. Los dos sabemos que es raro,
pero los dos también sabemos que nos gusta así, en una paradójica relación sin
compromisos en la que ninguno de los dos faltó nunca a uno de ellos.
En el segundo año, allá por mayo,
sucedió algo que modificaría todo. Aunque eso lo sabríamos un tiempo después.
Martín me dice: ¿sabés una cosa?
Ayer me llegó un mail de alguien que, por su dirección, desconocía. Pero
resultó ser el Rulo Arambarri, un compañero de colegio con el que éramos inseparables,
en la secundaria. Me dice que habían hecho un trabajo de hormigas colectando direcciones,
teléfonos, facebooks etc, de los compañeros de la Santísima Trinidad, promoción
1993, y que estaban organizando una cena , con baile y todos los chiches para
fin de mes y que contaban con mi presencia.
Hablamos un poco de aquello, se
mostró contento y seguimos nuestra charla entre vasos con hielos.
En la fiesta Martín se encontró
con los casi treinta compañeros con los que cursó la secundaria. Panzones,
panzonas, muchas canas , algunos que –como el propio Martín- “parecían dormir
en formol”, (así lo dijo el propio Rulo Arambarri al verlo), una abrumadora
mayoría de profesionales exitosos, algún taxista, dos cocineros –uno de ellos
revelación de un conocido canal capitalino- y ella.
Ella es Julieta. Al parecer -esto
me lo contó el propio Martín el jueves posterior a la fiesta - habían estado a
punto de ser novios al final de cuarto año, pero la inoportuna separación de
los padres de ella postergó los planes y luego nunca más hubo oportunidad.
Ese jueves, el jueves que Martín me lo contaba, al pedir la cuenta a Lila, me paré, agarré mi abrigo y mientras
me lo ponía le pregunté: ¿Y? ¿Como está?
Él me miró, me mostró su mejor
sonrisa, se mordió su labio inferior y me dijo:
Se parte.
Hace ya cuatro años casi, -aun
faltan dos meses- de aquel primer encuentro. Seguimos sin conocer a nuestras
familias, ni a nuestros amigos, seguimos también, sin faltar un solo jueves.
Eso sí , algunas cosas cambiaron:
Martín se terminó separando, por suerte en buenas relaciones, y entendió
aquellas palabras de nuestros primeros encuentros. Hoy vive enamorado de
Julieta, y ella está esperando el que según su médico, será un varón. No pasa
un jueves sin que recuerde mis palabras de hace ya tanto. (Tampoco conozco a Julieta, salvo por unas fotos que el atesora en su celular).
La ultima vez que nos vimos , le dije: Vos me llevás ventaja....
Porque él si conoce a Lila.
Un día me cansé de verla tamborilear
sus dedos con los mismos temas que me gustan a mí.
La llamé y le pregunté si le
gustaba leer. Me dijo que si, que le encantaba.
Casi temiendo la respuesta, le dije: ¿Te puedo
preguntar qué autor te gusta?
Cuando me nombró al poeta ciego,
lo supe.
Cada tanto nos reímos recordando que si no fuese por el
llanto de Martín aquella tarde, y su invitación a subir al auto y mi
proposición a tomar algo y si su auto no se hubiese detenido en aquel café...
¿Destino? ¿Casualidad?
Hoy, cuando la abrazo, y ella
apoya su cabeza en mi pecho, y le leo, y me mira, siento el sufrir tan lejano, y me recuerdo tan triste y abatido que no me reconozco ,y hoy me veo tan alegre, tan feliz, tan lejano de aquel que hace no mucho fui , que casi lloro, en silencio.
Es jueves. Miro el reloj, las
seis y media. El café queda cerca, llego bien.
Todavía. Aún. Sorprendentemente. O no.