sábado, 25 de abril de 2015

Huida




Armo las valijas.
Sin despedirme,huyo.
Conduzco sin parar
Cómo afiebrado.
Voy a aquel lugar
En donde pueda olvidar
El aroma de aquel árbol
En el que tu espalda se apoyaba
El lugar en donde no haya música 
Que hayamos bailado
Ni se repita el  color de la vereda transitada
Contigo
Ni (mucho menos) el rumor del mar
Inolvidado.


Al fin, llego.
Es una casa austera y prolija
Apoyo las valijas, me baño. 
En las sabanas limpias y blancas
Hay descanso. 
Cierro los ojos y sueño. 
Sueño con veredas y con árboles, 
Sueño con aromas y músicas. 
Sueño con tu espalda
Y sueño con el rumor de un mar
Inolvidado. 

sábado, 18 de abril de 2015

Plaza Francia




Una baldosa floja, en la esquina de Paraguay y Güemes, tembló debajo de mi pie y el agua acumulada debajo proveniente del infaltable manguereo de la señora de camisón azul matelaseado  y ruleros, casi salpica mi pantalón. Maldije a la señora y me paré sobre el cordón esperando cruzar. El sol apenas caía en la tarde de julio y había salido a comprar algo dulce para saciar algo parecido a un antojo. Era sábado y el tráfico de vértigo de los días de semana había sido reemplazado por una calle tibia  y silente. Un único auto estaba detenido en el semáforo.
Escuché el sonido inconfundible del llanto y miré en rededor mío. Las cortinas bajas de los comercios estaban mudas. El kiosco estaba demasiado lejos. Miré al auto detenido. Lo manejaba un hombre de unos cuarenta años. Sus manos estaban apoyadas en el volante, al que atenazaban fuertemente. Las lágrimas hacían brillar sus mejillas y sus labios temblaban al compás de su pecho.
Me acerqué. Cuando me paré a su lado me hizo un gesto con su mano, abierta: “No tengo nada”, entendí. Yo estaba vestido (creo) de manera digna y atribuí a su estado el hecho de que me haya confundido con un mendigo. No quiero nada, le dije. Solo quería saber si necesitaba alguna ayuda.
El hombre me miró entre avergonzado y triste. No, gracias, me dijo.
El semáforo estaba en verde y el hombre no se había percatado de ello.
Si, me dijo. Necesito ayuda, necesito hablar con alguien. ¿Quiere dar una vuelta?
Di la vuelta y subí al coche.
No me quiere más, me dijo. Si, aunque parezca mentira, no me quiere más. Me miró, por primera vez a los ojos. Tenía unos ojos que de tan claros parecían vacíos.
Nos conocemos desde chicos ¿sabe…,sabés? Fuimos juntos al colegio, vivimos todo juntos. El uno para el otro. Nos casamos muy jóvenes, hace ya tanto tiempo que, si lo digo, no lo creo: ¡Veinte años! Tenemos dos hijos hermosos. Los dos trabajamos en buenos, muy buenos, trabajos. Ella es ingeniera en sistemas. Y yo soy el CEO, como se dice ahora, de una multinacional. ¡Casi nada, ¿no?! ,monologó.
Lo miré en silencio y esbocé una sonrisa.
Siguió. ¿Ves este auto?
Lo había visto, claro. Alemán.
Bueno, ¡ imagináte  mi casa!
Ya no lloraba pero de su mandíbula apretada se escapaba la tensión.
Todo eso no me sirve de nada si ella no me ama. De nada.
¿Te puedo preguntar algo?, le dije.
Si
¿Tomamos un café?
Por primera vez rió y, como siempre me pasaba, preferí a este hombre sonriente que al otro, al del llanto.
Condujo hasta un café frente a Plaza Francia. Nos sentamos en la mesa de la ventana. El pidió un té, yo un café en pocillo.
¿Cómo sabés que no te ama?
Porque me lo dijo, sentenció. Me habló de rutina, de desgaste, de aburrimiento. Me dijo que aun éramos jóvenes, que podíamos seguir siendo amigos y todas esas cosas que nunca pensé escuchar.
¿Y qué sentiste en ese momento?
Que no podía pasarme esto a mí. Que somos, éramos, la pareja perfecta. Ella para mí. Yo para ella.
¿Nunca te diste cuenta de nada parecido a lo que ella te dijo?
Revolvió el té sin haberle puesto azúcar.
Nnno, vaciló. No, afirmó.
¿Te duele haberla perdido o te molesta no haber sido vos el que tome la decisión?
Nos quedamos callados unos minutos, mirando las veredas naranjas de la plaza, las palomas y poco más.
Sólo unos minutos despues habló y me dijo: Me hizo bien hablar con vos ¿sabés? Y ¿sabés algo? Nunca había compartido una charla con alguien que no sé ni cómo se llama…
Felipe, le dije.
Martín, me dijo.
Intercambiamos celulares y quedamos en que ¿Quién sabe? Volver a vernos.
Me llevó hasta la misma esquina donde nos encontramos y antes de despedirnos, le hice una pregunta: ¿Te diste cuenta que no me preguntaste cómo estaba yo, cómo me sentía?
Me miró, se encogió de hombros y, casi sonrojado, me dijo: perdonáme, no me di cuenta.
Quedáte tranquilo, no pasa nada, le dije. Pero ponéte a pensar si ella no habrá pasado muchas tardes y muchas noches esperando que vos le preguntes como estaba, cómo se sentía.
Le di la mano y bajé del coche. Al llegar al cordón de la vereda, sentí la bocina, giré y escuché cuando me preguntaba: ¿Cómo estas, Felipe?
Triste, le contesté.






A la semana recibí su llamado. Se identificó como “Martín, el llorón de Plaza Francia”. Quedamos en encontrarnos en el mismo café, a eso de las siete.
El vapor salía de las bocas de las personas en la, quizás,  primera tarde realmente fría del invierno. Había llovido hacia unas pocas horas y el ruido de los neumáticos en los charcos ocupaba la tarde. Al acercarme al café advertí que en la vereda debajo de un moderno toldo ocupaban las mesas gente que prefería helarse y fumar a sentarse en el acogedor salón sin poder hacerlo. Detrás de un vidrio empañado vi a Martín, en el mismo momento en el que el levantaba su mano y me saludaba.
Al llegar a la mesa, se levantó y me abrazó. Se lo notaba de mucho mejor humor.
Se lo dije.
No sé porqué estoy mejor. Nada parece haber cambiado. Estamos haciendo como si nada hubiese pasado, como si estuviésemos actuando…sin embargo estoy mejor… ¿será que estoy aceptándolo?
No me dejó contestar. Antes de que diga nada, me dijo: Pero no vengo a hablar de mí, hoy. Hoy vengo a disculparme con vos y a preguntarte por qué estás triste.
La camarera se acercó y nos entregó una carta.
Yo ya sé lo que voy a tomar,dije. Traéme un whisky doble, con dos hielos. Me preguntó cual prefería. Johnny Walker, etiqueta negra.
Martín se rió a  carcajadas. ¡Mi bebida preferida! ¡Que sean dos!
Esa tarde helada de julio fue la primera de muchas tardes de whisky.
Estoy triste porque hace mucho que no me enamoro, ¿sabés? Y yo voy, y siempre fui, buscando vivir el estado ideal: el de estar enamorado. No hay nada igual. Vivís el placer de lo inmediato. Sólo te importa verla. Tocarla. Besarla. Escucharla. Verla dormir. Caminar. Escuchar la música que te gusta  a vos, que es la misma que a ella…Porque cuando estas enamorado, pero enamorado en serio, parece que ya no hubiese más pentágramas que aquellos en los que se escriben las notas que les gustan a ambos. Y sólo existen los libros en los que están escritas las palabras que a los dos les gusta leer. Y le leés el poema que a ella le gusta. Y mientras escuchas tú voz al leerlo, te das cuenta que es el poema más hermoso jamás escrito.
Estar enamorado, suspiré, es eso.
Y ya no me voy a poder enamorar más, Felipe. Creo que no.
Tomé el vaso y dejé que se deslice suavemente el líquido ya frío en mi lengua, incliné mi cabeza hacia atrás y lo retuve unos segundos, con los ojos cerrados, antes de tragarlo.
No voy a poder enamorarme otra vez. No, señor.
Martín me miró. Me había escuchado en silencio, ensimismado en mi relato. Ni siquiera había tomado su whisky. Tomó su vaso y repitió la ceremonia de dejarlo estacionarse en la parte de atrás de la lengua, allí donde los sabores estallan.
¿Por qué pensás que no te vas a enamorar más, Felipe?
Porque amé a la mujer perfecta, Martín. Por eso. Y con cada una de las mujeres que estuve, después de ella, me resultaba imposible no compararlas. Ya no había un solo  pentágrama ¿entendés? Tampoco un único  libro. Por momentos te creés que estás bien, te querés convencer de ello, pero no. Cada relación se parecía a un trabajo en el que, cada día, cada hora, cada minuto,  debíamos  limar asperezas, ignorar diferencias, suplir ausencias.
Así una y otra vez. Hasta que dejé de intentarlo.
De los dos hielos ya solo quedaba una pequeña parte de uno de ellos.
Forcé una sonrisa.
Seguí. Lo único que me tranquiliza es haberlo intentado todo. Todo. Le dije de mi amor sin par. ¡Y eso que no me destaco por mi expresividad!  Se lo dije cada vez que pude, creéme. Le dije que lo que sentíamos el uno por el otro, era algo que no íbamos a volver a encontrar. Le juré que su piel era única. Que sus labios habían sido hechos con un molde ya roto. Que su voz era dorada…Que...
Martín  me interrumpió: ¡Para un poco, Felipe, pará! Decime una cosa: ¿Si se querían tanto: porque no están juntos?
Le hice un gesto a la camarera: la cuenta.
Porque se murió, Martín. Hace tres años, cáncer.





Agosto es mi viernes del año. Pensar que falta tan poco para la primavera y enseguida el verano me produce una sensación de llegada, de brazos levantados…Amo el sol y, aunque no sufro especialmente el frío, esta tarde de agosto en la que camino hacia el café es una tarde que entumece las manos, congela los pies y envuelve de ropas a la gente, haciéndola lenta y sufriente. Me imagino a nuestros lejanísimos antepasados, encorvados, transportando leña hacia las ¿casas? ¿chozas? y no difiere mucho de estos jóvenes encorvados por el peso de sus exageradas mochilas , tapadas sus bocas, dejando ver solo sus ojos entre bufandas y gorros, huyendo del frío , como hace mil años.
Entro al café, saludo a la camarera, que ya nos reconoce como habitúes y me dice: Martín  ya llegó, fue al baño pero está en la mesa…y me la señala.
La misma de siempre, pensé.
Me di cuenta que disfrutaba de las habitualidades. Me gusta poder ir a un lugar y pedir: “lo de siempre”. Que me conozcan. Saludar. Preguntar: ¿Cómo estás? Que me pregunten.
Me saqué la campera y la colgué en el respaldo de la silla vacía; Martín  había dejado su celular y su billetera, en una muestra de confianza que también disfruté.
Apenas unos segundos después, me toca el hombro, se agacha y me saluda con un beso. Felipe, Querido. Martín, ¿Cómo va?
Él comenzó la charla diciéndome: Me quedé mal el otro día, che. ¡Qué garrón!
Pero, ¿sabés que pensé, también? Pensé en lo que vos me dijiste aquel primer día en que nos encontramos ¿te acordás? Que era joven, que no podía quedarme, que había tiempo para algo nuevo y maravilloso ¿Te acordás?, repitió.
Bueno, lo mismo sirve para vos, Felipe. Sos un tipazo, no necesito decírtelo. Tuviste un amor increíble. Y ese amor terminó, es verdad. Como parece que el mío. Pero sos, somos  jóvenes. Y no nos podemos quedar. Vos me enseñaste el otro día lo maravilloso de estar enamorado. Esa sensación de volar. Vos sos mucho mejor que yo para explicarlo…Entonces… ¡Vamos carajo!
La camarera nos trajo los whiskys sin que se los pidamos.
¡Una genia , Lila!, dice Martín . Lo miré, extrañado.
Cuando se va, me dice: Se llama Lila. Lindo nombre, ¿no?
Me reí. Era un hermoso nombre que me memoraba al color y no a la flor.
¿Y no está nada mal, eh? , siguió. Sentí su guiño de ojo como un codeo cómplice.
Para nada, contesté.
(Sentí como un frío  en la piel, pero no era frío. Se oía un tema que escuchaba con ella, un viejo tema de los ochenta. Me miré el brazo. ¡Tenés piel de gallina ,nene, abrigáte!. ¡Ya va, abuela!
Me causó gracia que Lila lo tararease, detrás de la barra, mientras acomodaba unas tazas creyendo que nadie la veía).

Seguro, Martín, seguro, dije tomando el vaso y elevándolo preponiéndole un brindis.
¡Por nosotros!, Martín.
¡Por nosotros!, Feli.

¿Te diste cuenta de una cosa, Martín? Hay cosas que pasan en este mundo hermoso en el que vivimos que son para todos por igual…
Me miró sin entender demasiado.
Mientras venia para acá, venia viendo como la gente sufre el frío. No importa de qué clase seas, ni de qué color sea tu pelo o tu piel. Tampoco la edad, ni la profesión, y mucho menos la religión.
Todos tenemos frío, Martín. Podrás tener calefaccionada tu mansión y tu auto…pero, al salir a la calle, de a pie, como cualquier mortal, todos tenemos frío. Todos. El frío iguala.
Y lo mismo pasa con el amor. Al amor no le interesa que vos andes en un lujoso alemán y yo en colectivo. Tampoco que tú casa tenga el playroom más grande que mi departamento. No. El amor te da brillo y  te entristece sin importarle nada. Vos hoy estás viviendo la tristeza de saber que la mujer que tanto amas ya no te ama. Y yo siento una tristeza igual ¿entendés? , por haber perdido a la persona que más amé. El amor iguala, Martín. Como el frío.
Seguimos hablando un rato mas, en la calidez del adentro, mirando por la ventana el frío del afuera, el vapor que salía de una alcantarilla, el taxi detenido, el semáforo titilando en amarillo.



 Cuando Lila se acercó con la pequeña torta con una vela encendida, casi no le presté atención: va a otra mesa, pensé. Pero se detuvo a mi lado. Debió ver mi cara de confusión y sonrió. A sus espaldas apareció Martín , mientras decía : “Que lo cumplamos  feliz, que lo cumplamos  feliz…” .Debo haber mantenido mi cara de confusión, pese a que intenté sonreír.
Hoy hace un año de lo nuestro, tontito. Guiñó un ojo mientras subrayaba “nuestro” y ambos miramos  a la pareja de viejitos con cara de espantados  de la mesa contigua. Admiraba su humor. Yo cargaba con una estúpida timidez que me impedía esas cosas.
Nos reímos un rato largo, con Lila riéndose, también, cómplice, detrás de la caja registradora.
Efectivamente hacia ya un año que nos encontrábamos en aquel pequeño café de Plaza Francia, en esa extraña relación. Tan extraña como fuerte.
¿No te parece mentira?, me dijo, ¡un año! ¡52 semanas! Todos los jueves asistencia perfecta. ¡Choque esos cinco!
Recordamos que habíamos cambiado de día algunos compromisos para poder estar allí. Él el gimnasio, yo un curso de mitología romana.
 Una semana recordé haber ido con una gripe infernal que me ataba a la cama, pero fui. Ese jueves cambié el escocés por un tecito con limón y miel.
Otro jueves, para poder ir al café, Martín avisó que iba a llegar tarde al cumpleaños de su hermano.
En esta extraña relación que construimos ninguno de los dos conoce a sus respectivos amigos ni a su familia, no concurrimos a ningún lugar que no sea el café, ni proyectamos reunión alguna. Sólo nos encontramos en el mismo lugar , todos los jueves, a las siete. Los dos sabemos que es raro, pero los dos también sabemos que nos gusta así, en una paradójica relación sin compromisos en la que ninguno de los dos faltó nunca a uno de ellos.








En el segundo año, allá por mayo, sucedió algo que modificaría todo. Aunque eso lo sabríamos un tiempo después.
Martín  me dice: ¿sabés una cosa? Ayer me llegó un mail de alguien que, por su dirección, desconocía. Pero resultó ser el Rulo Arambarri, un compañero de colegio con el que éramos inseparables, en la secundaria. Me dice que habían hecho un trabajo de hormigas colectando direcciones, teléfonos, facebooks etc,  de los compañeros de la Santísima Trinidad, promoción 1993, y que estaban organizando una cena , con baile y todos los chiches para fin de mes y que contaban con mi presencia.
Hablamos un poco de aquello, se mostró contento y seguimos nuestra charla entre vasos con hielos.
En la fiesta Martín  se encontró con los casi treinta compañeros con los que cursó la secundaria. Panzones, panzonas, muchas canas , algunos que –como el propio Martín- “parecían dormir en formol”, (así lo dijo el propio Rulo Arambarri al verlo), una abrumadora mayoría de profesionales exitosos, algún taxista, dos cocineros –uno de ellos revelación de un conocido canal capitalino- y ella.
Ella es Julieta. Al parecer -esto me lo contó el propio Martín el jueves posterior a la fiesta - habían estado a punto de ser novios al final de cuarto año, pero la inoportuna separación de los padres de ella postergó los planes y luego nunca más hubo oportunidad.
Ese jueves, el jueves que Martín  me lo contaba, al pedir la cuenta a Lila, me paré, agarré mi abrigo y mientras me lo ponía  le pregunté: ¿Y? ¿Como está?
Él me miró, me mostró su mejor sonrisa, se mordió su labio inferior y me dijo:
Se parte.










Hace ya cuatro años casi, -aun faltan dos meses- de aquel primer encuentro. Seguimos sin conocer a nuestras familias, ni a nuestros amigos, seguimos también, sin faltar un solo jueves.
Eso sí , algunas cosas cambiaron: Martín  se terminó separando, por suerte en buenas relaciones, y entendió aquellas palabras de nuestros primeros encuentros. Hoy vive enamorado de Julieta,  y ella está esperando el que según su médico, será un varón. No pasa un jueves sin que recuerde mis palabras de hace ya tanto. (Tampoco conozco a Julieta,  salvo por unas fotos que el atesora en su celular).


La ultima vez que nos vimos , le dije: Vos me llevás ventaja....
Porque él si conoce a Lila.
Un día me cansé de verla tamborilear sus dedos con los mismos temas que me gustan a mí.
La llamé y le pregunté si le gustaba leer. Me dijo que si, que le encantaba.
 Casi temiendo la respuesta, le dije: ¿Te puedo preguntar qué autor te gusta?
Cuando me nombró al poeta ciego, lo supe.
Cada tanto nos  reímos recordando que si no fuese por el llanto de Martín  aquella tarde, y su invitación a subir al auto y mi proposición a tomar algo y si su  auto no se hubiese detenido en  aquel café...
 ¿Destino? ¿Casualidad?
Hoy, cuando la abrazo, y ella apoya su cabeza en mi pecho, y le leo, y me mira,  siento el sufrir tan lejano, y me recuerdo tan triste y abatido que no me reconozco ,y hoy me veo tan alegre, tan feliz, tan lejano de aquel  que hace no mucho fui , que  casi lloro, en silencio.



Es jueves. Miro el reloj, las seis y media. El café queda cerca, llego bien.



















Todavía. Aún. Sorprendentemente. O no.