Andar siempre en auto de aquí para
allá, a las corridas, tiene una desventaja que, como la mayoría de las cosas,
descubrimos tarde, cuando el tren pasó. En este caso mi descubrimiento consistía
en el cúmulo de cosas que nos perdemos de ver cuando la velocidad lo impide y que,
caminando, podemos disfrutar.
La joven pintaba en el gastado pizarrón
del supermercado las ofertas del día
mojando el pincel también gastado en un envase en desuso de pintura.
Llamativamente para mi, su letra era hermosa. Redondeaba las puntas, al
finalizar una letra o un número y su trazo era firme, nunca interrumpido por la
falta de ese líquido que vaya a saber uno en qué consistía.
La vidriera de una tapicería mostraba
una cortina de baño plástica con un motivo de Los Beatles que me pareció de
espanto.
El kiosco de diarios, con su
naranja venido a menos y con el mismo kiosquero
de toda la vida, dejaba ver los titulares de algunos diarios que él acababa de acomodar sobre un anaquel de
hierro, prendiéndolos con broches de
madera, el uno con el otro. A través de
los años yo había desarrollado la teoría de que el diariero debía colocar en
primer lugar, arriba, aquel diario con
cuyas ideas comulgaba y así sucesivamente hasta que el quinto -no entraban más allí-
debía ser aquél con el que él nada
tuviese que ver. Me ocupé durante un tiempo de fundamentar aquella teoría. El
orden era: La Nación, La Prensa -luego
venido a menos y más tarde desaparecido- , Clarín, La Capital y Crítica. Con
los años Crítica fue reemplazado por Pagina12, lo que confirmó mi teoría: Pepe,
el diariero, era de derechas. Disfruté un tiempo, durante mi adolescencia,
haciendo embroncar a Pepe con comentarios que sabia le molestarían. ¿Vio que
barbaridad lo que dijo tal (su dirigente preferido)? ¿Qué opinas, Pepe, de esta
enormidad? Y así.
Algunas casas estaban iguales,
como si los casi cuarenta años que habían pasado de la ultima vez en la que había
estado en mi barrio, el barrio en el que había nacido, hubiesen pasado a unas
cuadras de allí, en otro lugar.
Preferí no pasar por la casa en
la que había nacido. Me había descubierto desde hacía un tiempo como un tipo
muy sensible – mi opinión- o un boludo que llora por cualquier cosa –la opinión
del resto del mundo-, de manera que evité esa cuadra , doblé en la esquina del
colegio y seguí para la avenida. Iba a pagar unos impuestos a un banco cercano
y aproveché el tiempo que me quedaba mientras reparaban mi auto en lo de un mecánico
que me habían recomendado y que terminó siendo un compañero de jardín de
infantes. De más está decir que ni él ni yo nos reconocimos - el tiempo se había
encargado de nosotros- y que sólo tras algunas
preguntas mías (¿siempre viviste acá?), algún comentario también mío, -el mecánico
o era hosco o estaba concentrado en su trabajo, lo que no me detenía- (Yo vivía allá a la vuelta , al lado de la
vieja Raquel) hizo que pudiésemos reconocernos. Atar cabos sigue siendo fácil si
uno quiere atarlos.
Antes de entrar al banco, lo vi.
Era Juan, el bobo. Estaba parado derecho, sin apoyarse en el árbol que estaba
muy cerca suyo. Las canas pintaban ambos lados de su cabeza, pero mantenía su
cabellera intacta, peinada a la gomina, como siempre. Comía una de esas
golosinas de maíz inflado, las mismas que solíamos comer, despacio, pero sin
pausa. Su sonrisa de dientes blancos
solo se ocultaba para cerrarse en un delicado masticar. Me quede a unos metros.
No me había visto y, aun viéndome, dudaba que Juan, el bobo, me reconociese. Seguí
mirándolo. Su pantalón de jean estaba evidentemente viejo pero aun mas
evidentemente impecable, sin una sola mancha y planchado con la raya como se
usaba antaño. Tenía una camisa celeste, también impecable, que había remangado
prolijamente hasta arriba del codo. Sus zapatos eran negros, con cordones, y de
más está decir que reflejaban el sol como un espejo.
Cruzamos miradas. Juan, el bobo,
me miró. En su cara se dibujó la
sorpresa. Dejó de comer y, mientras agitaba su mano, gritó mi nombre.
Desde primer grado comenzamos a ir a jugar al fútbol al patio de los curas. El patio de los curas era el
patio del colegio religioso al que no podíamos ir a estudiar - en mi cuadra
todos íbamos al colegio público salvo Anita, la hija del gerente del banco Nación
que sí iba al colegio de las monjas –
pero en el que nos dejaban ir a jugar.
Mucho tiempo después supimos que era una estrategia de los curas para convencernos
de que estudiemos catequesis, lo que muchos hicimos con tal de poder seguir jugando
en la canchita del patio.
El patio era enorme o eso nos parecía en aquel entonces. Completamente
embaldosado con pequeños rectángulos de color bordo de aspereza letal para nuestras
rodillas. Estaba rodeado de una galería también de baldosas pero estas eran
negras y amarillas y estaban colocadas en damero. A diferencia de las del patio,
brillaban como un vidrio, a fuerza del enorme escobillón que una pobre empleada
empujaba a toda hora con aserrín empapado en querosén.
La pared que separaba la galería del patio era de piedras grises, con
juntas blancas y formaban arcos similares a los que los romanos habían utilizado
en algunos acueductos que yo había visto en libros.
Los partidos solían ser entre equipos formados, a veces por barrios, a
veces por “cuadras”. Yo vivía en la cuadra de la calle Bolívar. Y nuestro clásico
era con los de la calle Perú. Para que los partidos salgan buenos debían armarse
equipos de ocho contra ocho. Mas, éramos multitud, menos, nos moríamos
corriendo.
Siempre, pero siempre, siempre estaba mirando los partidos Juan, el
bobo.
Yo creo que debe ser unos años mayor que yo. En aquél momento usaba unos pantalones cortos con zapatos y medias
tres cuartos.
Juan no tenía rasgos de ninguna enfermedad. No hablaba mal y caminaba
perfectamente. Solo era tonto. Y eso lo hacia el blanco preferido de nuestra
crueldad.
Jamás lo dejamos jugar. Ni aun en aquellas oportunidades en las que nos
faltaba un jugador. Él se paraba detrás del
arco que daba a la preceptoría y miraba. Cuando la pelota se iba afuera, el corría
y nos la pasaba. Si se demoraba , se escuchaba: ¡Pero dale, bobo! ¡Apuráte,
gil! Y otras cosas por el estilo.
Juan nos pasaba la pelota, nos miraba y sonreía.
Juan siempre sonreía.
Cuando gritó mi nombre lo primero
a lo que atiné fue a mirar para otro lado. Enseguida lo tuve a mi lado. Me miró
y me dijo: ¡Soy Juan! Y me abrazó.
La tarde en la que fuimos todos a la playa en bicicleta, el padre
Antonio nos pidió si Juan podía venir con nosotros. Nos miramos entre todos. No
fue necesario ninguna reunión: el solo pensar en la represalia de padre Antonio
nos hizo decir unánimemente: Si.
Éramos veinte. Llegamos al mediodía de un sábado de primavera a la
playa que tenia la escollera de piedras. Allí se juntaba mucha gente y eso hacía
que hubiese un carro de pochoclos, otro de sanguches y gaseosas y…chicas.
Nos sentamos cerca del grupo del colegio de monjas que quedaba en
nuestro barrio. Entre ellas estaba
Anita. En aquel momento yo pensé que estaba enamorado de ella. Al poco tiempo de
llegar comenzamos a jugar al futbol siempre pretendiendo ser observados por las
chicas.
Hasta que Andrés me toca el hombro y me dice: Mirá. Y me señala.
Juan, el bobo, estaba sentado en medio de las chicas, junto a Anita, y
tomaba una gaseosa que le habían invitado.
Que los chicos lo llamen, lo lleven a la orilla y lo metan en el agua helada
fue una sola cosa.
Las chicas miraban. Los chicos hacia bolas de arena y le arrojaban a Juan.
Juan tomaba todo como un juego. Y reía.
El sopapo de Anita en mi mejilla hizo que todos dejasen de hacer lo que
estaban haciendo. Inútil fue decirle a Anita que yo no lo había llevado al agua, que yo no le había tirado
arena. Inútil fue decirle que me sentía una basura viendo aquello.
Lo único cierto fue mi horrible pasividad, mi quieta crueldad. Y el
cachetazo de Anita.
Hablamos un rato largo, allí, en
la puerta del banco. Juan me invitó unas de aquellas golosinas que me parecieron
deliciosas. Me contó que vivía con una tía, Eugenia, como siempre. Me dio su dirección
y me invitó a pasar una tarde y tomar unos mates. Nos despedimos con un abrazo
y un beso.
El abrazo que me dio Juan aquella
tarde me hizo pensar algunas cosas. La primera. ¿Cuánto hacia que no me daban
un abrazo como el que me dio Juan aquella tarde? No un abrazo de compromiso
como estamos cansados de ver y recibir. El abrazo de Juan era un abrazo fuerte.
Juan me apretó contra su cuerpo y me dio tres o cuatro palmadas en la espalda.
En su abrazo no había ninguna “vergüenza” (¿Puede sentirse vergüenza al
abrazar?,me pregunto. Si, se puede, me contesto)
La otra cosa en la que pensé es
en la memoria de Juan. Yo también lo había reconocido, claro. Sin embargo, si
por mi fuese, todo hubiese quedado allí. Jamás hubiese saludado a Juan, el
bobo.
Sin embargo el sí. No solo me
saludó: se alegró de verme. Corrió hacia mí, me dio un beso, me
invitó sus golosinas, rió conmigo. Me invitó a su casa.
Algo había hecho que Juan
limpiase de su memoria aquellos momentos que yo recordaba. Como quien cierne la
harina y despeja las impurezas.
Fue imposible para mí no
recordar, mientras volvía a buscar a mi auto, las tardes en las que maltratábamos
a Juan. Recordarme de esa manera , tan diferente a como quería ser, tan
diferente a como creía ser, pero que sin embargo había sido, hizo que me
detenga en la esquina en donde aun
funcionaba el almacén, sentarme en el pequeño paredón y llorar para adentro, en
silencio, como lloran los culpables.
Toqué el timbre de la casa. Era
un timbre redondo, marrón. Lo bordeaba un chapón de bronce lustrado en mil
tardes. Mientras me abrían la puerta jugué a pensar cuantos años tendría.
Eugenia me abrió la puerta y nos
saludamos. Me dijó: ¡Que alegría verte! Pasá, Juancito ya viene, fue hasta la
esquina , le pedí que me compre unos scons.
Todo en la casa, incluida su
dueña parecía sacado de un cuento. Los muebles de madera color caoba,
brillaban. Los pisos relucían. El tapizado en gobelino de los sillones parecía que iba a ser
estrenado por mí. Había un olor a madera y naranjas que me arrastraba a mi
pasado.
Eugenia ya había preparado el té
en una tetera también brillante. Las tazas tenían un bisel dorado y flores.
Enseguida llegó Juan con los scons. Hablamos de tantos años, de tantas cosas.
Miré mi reloj. Juan había juntado
la vajilla y dijo: ya vengo. Gracias, Juancito. Le dijo la tía. En voz baja me
explicó que Juan iba a lavar las cosas, como siempre hacia.
No sé cómo ni por qué, pero le
pregunté a Eugenia que le había pasado a Juan, porqué era …así. La sola
pregunta me hizo sentir una basura y estuve a punto de correr hacia la puerta,
pero la tía hizo un gesto con la mano, con sus palmas hacia abajo...
Me dijo: "Ahora te lo puedo contar, porque sos grande ¿sabés? Cuando comenzó a hacerlo, sentía como mi cuerpo se hundía en el sillón. Me explicó lo que el padre
le había hecho, tantas veces. Me contó lo que había hecho la madre de Juan, su
hermana, previo juramentarse, sentadas tomadas de la mano :¿me lo vas a cuidar
a Juancito?
Me dijo que un tiro fue
suficiente para terminar con ese sorete. Ella
usó esa palabra : sorete. Y que también bastó un tiro para ella.
Mientras el sonido de la vajilla
debajo del agua seguía llegando y mi llorar sin culpas, como lloran los que
ignoran, me hacia suspirar, la tía me contó que lo habían visto muchos médicos cuando
era niño. Pero que nada pudieron hacer. Y que ella no había hecho más que cumplir
su promesa. Cuidar a Juancito.
Eugenia me contó que muchos
hombres la cortejaron (la palabra está a tono con el ambiente) pero que ella prefirió
vivir su vida con Juan. Lo crió, lo educó en tardes de lectura y de sonrisas,
porque Juan nunca pudo ir a la escuela, y lo acompañó hasta esta tarde en la
que estamos tomando el más increíble té que jamás tomé.
Fueron muchas más las tardes en
las que fui a la casa de Juan.
Muchas las tardes en las que
envidié esa sonrisa, ese escudo formidable que hizo que Juan siguiese vivo en
este mundo, en esta jungla.
Esa sonrisa que los que no somos
bobos solemos perder entre sueños incumplidos y pretensiones imposibles de
cumplir.
Eugenia murió en abril,
durmiendo, luego de una neumonía que la tuvo a maltraer. Estábamos el doctor,
Juancito y yo. Nos abrazamos, como aquella tarde, frente al banco. Esta vez con
fuertes palmadas en su espalda, mientras en la radio sonaba, suave, un tema que creí conocer.
Vendimos la casa de la tía
Eugenia.
Juan vive en casa, en el
departamentito del fondo.