viernes, 25 de marzo de 2016

Palmadas en mi espalda





Andar siempre en auto de aquí para allá, a las corridas, tiene una desventaja que, como la mayoría de las cosas, descubrimos tarde, cuando el tren pasó. En este caso mi descubrimiento consistía en el cúmulo de cosas que nos perdemos de ver cuando la velocidad lo impide y que, caminando, podemos disfrutar.

La joven pintaba en el gastado pizarrón del supermercado las ofertas del día  mojando el pincel también gastado en un envase en desuso de pintura. Llamativamente para mi, su letra era hermosa. Redondeaba las puntas, al finalizar una letra o un número y su trazo era firme, nunca interrumpido por la falta de ese líquido que vaya a saber uno en qué consistía.
La vidriera de una tapicería mostraba una cortina de baño plástica con un motivo de Los Beatles que me pareció de espanto.
El kiosco de diarios, con su naranja venido a menos y  con el mismo kiosquero de toda la vida, dejaba ver los titulares de algunos diarios  que él acababa de acomodar sobre un anaquel de hierro, prendiéndolos  con broches de madera, el  uno con el otro. A través de los años yo había desarrollado la teoría de que el diariero debía colocar en primer lugar, arriba,  aquel diario con cuyas ideas comulgaba y así sucesivamente hasta que el quinto -no entraban más allí- debía ser aquél  con el que él nada tuviese que ver. Me ocupé durante un tiempo de fundamentar aquella teoría. El orden era: La Nación, La Prensa  -luego venido a menos y más tarde desaparecido- , Clarín, La Capital y Crítica. Con los años Crítica fue reemplazado por Pagina12, lo que confirmó mi teoría: Pepe, el diariero, era de derechas. Disfruté un tiempo, durante mi adolescencia, haciendo embroncar a Pepe con comentarios que sabia le molestarían. ¿Vio que barbaridad lo que dijo tal (su dirigente preferido)? ¿Qué opinas, Pepe, de esta enormidad? Y así.
Algunas casas estaban iguales, como si los casi cuarenta años que habían pasado de la ultima vez en la que había estado en mi barrio, el barrio en el que había nacido, hubiesen pasado a unas cuadras de allí, en otro lugar.
Preferí no pasar por la casa en la que había nacido. Me había descubierto desde hacía un tiempo como un tipo muy sensible – mi opinión- o un boludo que llora por cualquier cosa –la opinión del resto del mundo-, de manera que evité esa cuadra , doblé en la esquina del colegio y seguí para la avenida. Iba a pagar unos impuestos a un banco cercano y aproveché el tiempo que me quedaba mientras reparaban mi auto en lo de un mecánico que me habían recomendado y que terminó siendo un compañero de jardín de infantes. De más está decir que ni él ni yo nos reconocimos - el tiempo se había encargado de nosotros-  y que sólo tras algunas preguntas mías (¿siempre viviste acá?), algún comentario también mío, -el mecánico o era hosco o estaba concentrado en su trabajo, lo que no me detenía-  (Yo vivía allá a la vuelta , al lado de la vieja Raquel) hizo que pudiésemos reconocernos. Atar cabos sigue siendo fácil si uno quiere atarlos.


Antes de entrar al banco, lo vi. Era Juan, el bobo. Estaba parado derecho, sin apoyarse en el árbol que estaba muy cerca suyo. Las canas pintaban ambos lados de su cabeza, pero mantenía su cabellera intacta, peinada a la gomina, como siempre. Comía una de esas golosinas de maíz inflado, las mismas que solíamos comer, despacio, pero sin pausa.  Su sonrisa de dientes blancos solo se ocultaba para cerrarse en un delicado masticar. Me quede a unos metros. No me había visto y, aun viéndome, dudaba que Juan, el bobo, me reconociese. Seguí mirándolo. Su pantalón de jean estaba evidentemente viejo pero aun mas evidentemente impecable, sin una sola mancha y planchado con la raya como se usaba antaño. Tenía una camisa celeste, también impecable, que había remangado prolijamente hasta arriba del codo. Sus zapatos eran negros, con cordones, y de más está decir que reflejaban el sol como un espejo.
Cruzamos miradas. Juan, el bobo, me miró.  En su cara se dibujó la sorpresa. Dejó de comer y, mientras agitaba su mano, gritó mi nombre.





Desde primer grado comenzamos a ir a jugar al fútbol al patio  de los curas. El patio de los curas era el patio del colegio religioso al que no podíamos ir a estudiar - en mi cuadra todos íbamos al colegio público salvo Anita, la hija del gerente del banco Nación que sí iba al colegio de las monjas  – pero en el que  nos dejaban ir a jugar. Mucho tiempo después supimos que era una estrategia de los curas para convencernos de que estudiemos catequesis, lo que muchos hicimos con tal de poder seguir jugando en la canchita del patio.
El patio era enorme o eso nos parecía en aquel entonces. Completamente embaldosado con pequeños rectángulos de color bordo de aspereza letal para nuestras rodillas. Estaba rodeado de una galería también de baldosas pero estas eran negras y amarillas y estaban colocadas en damero. A diferencia de las del patio, brillaban como un vidrio, a fuerza del enorme escobillón que una pobre empleada empujaba a toda hora con aserrín empapado en querosén.
La pared que separaba la galería del patio era de piedras grises, con juntas blancas y formaban arcos similares a los que los romanos habían utilizado en algunos acueductos que yo había visto en libros.
Los partidos solían ser entre equipos formados, a veces por barrios, a veces por “cuadras”. Yo vivía en la cuadra de la calle Bolívar. Y nuestro clásico era con los de la calle Perú. Para que los partidos salgan buenos debían armarse equipos de ocho contra ocho. Mas, éramos multitud, menos, nos moríamos corriendo.
Siempre, pero siempre, siempre estaba mirando los partidos Juan, el bobo.
Yo creo que debe ser unos años mayor que yo. En aquél momento usaba  unos pantalones cortos con zapatos y medias tres cuartos.
Juan no tenía rasgos de ninguna enfermedad. No hablaba mal y caminaba perfectamente. Solo era tonto. Y eso lo hacia el blanco preferido de nuestra crueldad.
Jamás lo dejamos jugar. Ni aun en aquellas oportunidades en las que nos faltaba un jugador. Él  se paraba detrás del arco que daba a la preceptoría y miraba. Cuando la pelota se iba afuera, el corría y nos la pasaba. Si se demoraba , se escuchaba: ¡Pero dale, bobo! ¡Apuráte, gil! Y otras cosas por el estilo.
Juan nos pasaba la pelota, nos miraba y sonreía.
Juan siempre sonreía.




Cuando gritó mi nombre lo primero a lo que atiné fue a mirar para otro lado. Enseguida lo tuve a mi lado. Me miró y me dijo: ¡Soy Juan! Y me abrazó.




La tarde en la que fuimos todos a la playa en bicicleta, el padre Antonio nos pidió si Juan podía venir con nosotros. Nos miramos entre todos. No fue necesario ninguna reunión: el solo pensar en la represalia de padre Antonio nos hizo decir unánimemente: Si.
Éramos veinte. Llegamos al mediodía de un sábado de primavera a la playa que tenia la escollera de piedras. Allí se juntaba mucha gente y eso hacía que hubiese un carro de pochoclos, otro de sanguches y gaseosas y…chicas.
Nos sentamos cerca del grupo del colegio de monjas que quedaba en nuestro barrio.  Entre ellas estaba Anita. En aquel momento yo pensé que estaba enamorado de ella. Al poco tiempo de llegar comenzamos a jugar al futbol siempre pretendiendo ser observados por las chicas.
Hasta que Andrés me toca el hombro y me dice: Mirá. Y me señala.
Juan, el bobo, estaba sentado en medio de las chicas, junto a Anita, y tomaba una gaseosa que le habían invitado.
Que los chicos lo llamen, lo lleven a la orilla y lo metan en el agua helada  fue una sola cosa.
Las chicas miraban. Los chicos hacia  bolas de arena y le arrojaban a Juan.
Juan tomaba todo como un juego. Y reía.
El sopapo de Anita en mi mejilla hizo que todos dejasen de hacer lo que estaban haciendo. Inútil fue decirle a Anita que yo no  lo había llevado al agua, que yo no le había tirado arena. Inútil fue decirle que me sentía una basura viendo aquello.
Lo único cierto fue mi horrible pasividad, mi quieta crueldad. Y el cachetazo de Anita.



Hablamos un rato largo, allí, en la puerta del banco. Juan me invitó unas de aquellas golosinas que me parecieron deliciosas. Me contó que vivía con una tía, Eugenia, como siempre. Me dio su dirección y me invitó a pasar una tarde y tomar unos mates. Nos despedimos con un abrazo y un beso.
El abrazo que me dio Juan aquella tarde me hizo pensar algunas cosas. La primera. ¿Cuánto hacia que no me daban un abrazo como el que me dio Juan aquella tarde? No un abrazo de compromiso como estamos cansados de ver y recibir. El abrazo de Juan era un abrazo fuerte. Juan me apretó contra su cuerpo y me dio tres o cuatro palmadas en la espalda. En su abrazo no había ninguna “vergüenza” (¿Puede sentirse vergüenza al abrazar?,me pregunto. Si, se puede, me contesto)
La otra cosa en la que pensé es en la memoria de Juan. Yo también lo había reconocido, claro. Sin embargo, si por mi fuese, todo hubiese quedado allí. Jamás hubiese saludado a Juan, el bobo.
Sin embargo el sí. No solo me saludó: se alegró de verme. Corrió hacia mí, me dio un beso, me invitó sus golosinas, rió conmigo. Me invitó a su casa.
Algo había hecho que Juan limpiase de su memoria aquellos momentos que yo recordaba. Como quien cierne la harina y despeja las impurezas.
Fue imposible para mí no recordar, mientras volvía a buscar a mi auto, las tardes en las que maltratábamos a Juan. Recordarme de esa manera , tan diferente a como quería ser, tan diferente a como creía ser, pero que sin embargo había sido, hizo que me detenga  en la esquina en donde aun funcionaba el almacén, sentarme en el pequeño paredón y llorar para adentro, en silencio, como lloran los culpables.




Toqué el timbre de la casa. Era un timbre redondo, marrón. Lo bordeaba un chapón de bronce lustrado en mil tardes. Mientras me abrían la puerta jugué a pensar cuantos años tendría.
Eugenia me abrió la puerta y nos saludamos. Me dijó: ¡Que alegría verte! Pasá, Juancito ya viene, fue hasta la esquina , le pedí que me compre unos scons.
Todo en la casa, incluida su dueña parecía sacado de un cuento. Los muebles de madera color caoba, brillaban. Los pisos relucían. El tapizado en gobelino de los sillones parecía que iba a ser estrenado por mí. Había un olor a madera y naranjas que me arrastraba a mi pasado.
Eugenia ya había preparado el té en una tetera también brillante. Las tazas tenían un bisel dorado y flores. Enseguida llegó Juan con los scons. Hablamos de tantos años, de tantas cosas.
Miré mi reloj. Juan había juntado la vajilla y dijo: ya vengo. Gracias, Juancito. Le dijo la tía. En voz baja me explicó que Juan iba a lavar las cosas, como siempre hacia.
No sé cómo ni por qué, pero le pregunté a Eugenia que le había pasado a Juan, porqué era …así. La sola pregunta me hizo sentir una basura y estuve a punto de correr hacia la puerta, pero la tía hizo un gesto con la mano, con sus palmas hacia abajo...
Me dijo: "Ahora te lo puedo contar, porque sos grande ¿sabés? Cuando  comenzó a hacerlo, sentía como  mi cuerpo se hundía en el sillón. Me explicó lo que el padre le había hecho, tantas veces. Me contó lo que había hecho la madre de Juan, su hermana, previo juramentarse, sentadas tomadas de la mano :¿me lo vas a cuidar a Juancito?
Me dijo que un tiro fue suficiente para terminar con ese sorete. Ella usó esa palabra : sorete. Y que también bastó un tiro para ella.
Mientras el sonido de la vajilla debajo del agua seguía llegando y mi llorar sin culpas, como lloran los que ignoran, me hacia suspirar, la tía me contó que lo habían visto muchos médicos cuando era niño. Pero que nada pudieron hacer. Y que ella no había hecho más que cumplir su promesa. Cuidar a Juancito.
Eugenia me contó que muchos hombres la cortejaron (la palabra está a tono con el ambiente) pero que ella prefirió vivir su vida con Juan. Lo crió, lo educó en tardes de lectura y de sonrisas, porque Juan nunca pudo ir a la escuela, y lo acompañó hasta esta tarde en la que estamos tomando el más increíble té que jamás tomé.
Fueron muchas más las tardes en las que fui a la casa de Juan.
Muchas las tardes en las que envidié esa sonrisa, ese escudo formidable que hizo que Juan siguiese vivo en este mundo, en esta jungla.
Esa sonrisa que los que no somos bobos solemos perder entre sueños incumplidos y pretensiones imposibles de cumplir.




Eugenia murió en abril, durmiendo, luego de una neumonía que la tuvo a maltraer. Estábamos el doctor, Juancito y yo. Nos abrazamos, como aquella tarde, frente al banco. Esta vez con fuertes palmadas en su espalda, mientras en la radio sonaba, suave, un tema que creí conocer.
Vendimos la casa de la tía Eugenia.
Juan vive en casa, en el departamentito del fondo.

















sábado, 19 de marzo de 2016

Felinos ,segunda parte.

La modestísima primera parte de "Felinos" terminó con un para nada enigmático :"no se si continuará".

Continuó.




La panza de "Dos" traía a "Tres" y a "Cuatro". De más está decir que mi reacción fue inmediata y de pretendida rigidez: "Ni lo sueñes", le espeté a mi hija. "Está bien, Pá". 
Ese está bien significó que debíamos cuidar y atender a la mama recién parturienta y hacer que esta amamante correctamente a sus hijos. 
Los mentados "Tres" y " Cuatro" , en adelante 3 y 4, eran dos hembras , una negra y la otra blanca.
La negra , 4, consiguió dueña. Una amiga de mi hija se encargaría de ella, luego de ...los cuarenta y cinco días de amamantamiento porque "¿Cómo se la vamos a sacar a la mamá, tan chiquita?
Así fue como fui viendo como esas especie de roedores casi lampiñas se transformaban en , finalmente 3 y 4, gatas.

Un mediodía subimos a 4 al auto y la llevamos con la nueva dueña.


Luego se sucedieron algunos hechos , velozmente: llevamos al veterinario a 1 y la castramos. Castrar es un decir: debimos practicarle una cirugía de nombre rarísimo porque , pese a darle sus comprimidos religiosamente , la muy p...estaba nuevamente embarazada. El solo pensar en 5 y 6 hizo que el costo de la operación me pareciese una bicoca *. 
El Doctor , un amigo, me dice: "Me vas a tener que ayudar, Gus" y allí fui yo, con guantes y pinzas a ver como destripaban a la que a esas alturas ya era "mi gata". 

Dos semanas después fue el turno de 2. Lo costoso de la operación de 1 hizo que a 2 la tuviésemos que llevar al  centro local de castraciones, ubicado en un barrio alejado , de calles destrozadas , repletas de basura , con niños pequeños de pies descalzos y panzas prominentes. 
Ver ese panorama a diez minutos de mi casa sigue provocando en mi , como cuando era joven y aun creía que las cosas podían cambiar para mejor, un dolor en el pecho. Hoy , afortunadamente, ver ese tipo de cosas siguen provocando en mi  el mismo dolor y , aunque ya me resigno a  que las cosas posiblemente no cambien conmigo aquí, en este planeta, guardo la esperanza de que alguna vez estas calles tengan niños yendo a la escuela en ropas dignas y con el buche lleno.
La castración de 2 fue un éxito.

El  cajón de verduras que servia para que se acurruquen y duerman les quedó evidentemente chico.

Fue allí cuando me decidí: Había llegado el momento de poner los puntos sobre las ies, de aclarar los tantos, llegó el momento en el que debía dejar en claro quien era el Jefe de la casa, el que llevaba los pantalones, fue así como un mediodía de sábado , me puse firme, elegí las palabras y sin titubear le dije a mi hija, sin dejar lugar a que diga nada:

La cucha se las hago yo.Y sanseacabó.**


















* bicoca y **sanseacabó son términos casi en desuso. La gente cool llama a estos términos "vintage". 
El primero de ellos significa "cosa barata", el segundo da idea de "¡y se terminó!"