sábado, 10 de octubre de 2015

Phillipe Pascal





Phillipe Pascal se sentó en el pupitre de madera y apoyó la mochila a su lado. El pupitre era el mismo en el que solía sentarse cada tarde, pero, sin embargo, siempre había en él algo nuevo. Esta vez era un corazón pintado en  color verde y con una sola letra dentro, la letra a. Pensó unos minutos el porqué de una sola letra , pensó en alguien despechado que no quiso poner la letra del otro , incluso pensó en un ególatra que pusiera su propia inicial dentro del corazón. Descartó esta última opción porque la letra, la a, estaba en el costado izquierdo del corazón. Un ególatra hubiese puesto su letra en el medio, sin dudas.
Podría haber seguido pensando en el corazón con una sola letra pero el profesor ingresó a la sala, apoyó sus libros y saludó en voz baja, como siempre.
Phillipe tenía nombre y apellido franceses, ya que su padre era un diplomático de aquel país, pero había nacido en Buenos Aires y allí había vivido toda su vida con su madre, luego de que sus padres se separasen, varios años atrás.
Tenía veinte años y cursaba los años iniciales de la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires.
Phillipe apoyaba su lapicera y la golpeaba suavemente sobre el pupitre y se tentó varias veces con completar el corazón con cualquier letra. Pero no lo hizo.
El profesor escribió sobre el pizarrón también verde: “El amor”
¿Se acuerdan?, dijo. ¿Se acuerdan cuando en la primaria la maestra les decía: Alumnos, saquen una hoja, redacción tema libre o, peor aún, tema: “La Primavera”…o  “La Vaca”? Bueno, esto es igual o casi. Tienen varios años más. Leyeron muchos libros. Aprendieron. Algunos de ustedes se habrán enamorado. Seguramente habrá aquí despechadas, dolidos, eternas  y eternos melancólicos...en fin. Tema: “El Amor”, chicos. Tienen un mes. Dentro de un mes me entregan lo que quieran. Puede ser un poema, una novela, un ensayo o un simple bosquejo. Vamos a ver que sale de todo esto. Semana a semana me podrán consultar al respecto ¿sí?
Phillipe se miró con sus compañeros. Nadie entendía nada. ¿Qué se evaluaría’? ¿El estilo? ¿la técnica?¿Cómo encararlo? ¿Qué hacer? Muchas preguntas.
El profesor parecía disfrutar del desconcierto, agarró sus cosas y, veinte minutos antes del final de hora dijo: Nos vemos la semana que viene.

Se fue a su casa caminando. Prefirió la lentitud de la caminata. Tenía que pensar.
A los pocos pasos ya tenía  algo en claro: Se impondría no ser autobiográfico. A sus veinte no era un dechado de experiencia, pero si tenía algunas. Alguna noviecita, algún dolor, algún beso inolvidable.
Pero… ¿Cómo no serlo? Concluyó  que, - mientras cruzaba la calle mirando para el lado equivocado y casi es atropellado por un ciclista que lo insultó de arriba abajo -  para no ser autobiográfico debía tomar, verdad de Perogrullo,  experiencias de otros. Tomarlas de bibliografía le producía un desgano terrible. Se imaginaba tardes y tardes  buscando aquí y allá para terminar en una monografía de secundaria. Siguió caminando. Eran las cinco de la tarde de un septiembre aun frío. El sol pasó a través de un árbol alto, un pino, y le pegó de lleno en la cara. Como si en ese rayo estuviese la respuesta, de pronto lo supo: Haría un gran reportaje. Iría por aquí y por allá preguntando a aquel que se le cruzase algo respecto al amor, lo recopilaría en notas, lo filtraría y haría algo así como un compendio con todo ello. Sonrió.




En el edificio en el que vivía, siempre estaba en la puerta el encargado. (Odiaba que le digan “portero”) Se llamaba Ernesto y tendría unos cincuenta años. Siempre silbaba un tango, el mismo, “La pulpera de Santa Lucia”.
Hola, Ernesto ¿Cómo va? , Bien, pibe.
Phillipe siguió caminando hacia el ascensor pero cuando ya estaba por entrar volvió sobre sus pasos y le dijo: Ernesto ¿Qué es al amor para vos?
El encargado apoyó en el sexto escalón de la escalera la franela y el aerosol. Sonrió y le dijo: El amor es lo más grande que hay, pibe. No existe nada si no hay amor. La vida no tiene sentido. Podés no tener el amor, pero nunca,  nunca, debes dejar de buscarlo. O de esperarlo.
Phillipe trató de recordar cada palabra. Gracias, Ernesto. Corrió y anotó cada una de ellas en un cuaderno nuevo con la torre Eiffel en la tapa y, entre paréntesis, escribió: Ernesto, portero.











En la semana todo se complicó : entre el tiempo que debía destinar a las otras materias y un resfrío inoportuno, se pasaron los días sin que pueda seguir con su plan.
Sonó el timbre. Se acercó a la puerta y a través de la mirilla vio a su abuelo. Le abrió y escuchó: ¿Qué te pasa, nene? ¡Estas hecho un desastre!
Mientras escuchaba a su abuelo decirle eso, se miró al espejo. Estaba hecho un desastre. Su abuelo era un cabrón que no tenía filtros para dar su opinión. Decía lo que pensaba, siempre. Ello lo llevó a estar peleado con medio mundo. Familiares, amigos, vecinos y hasta desconocidos, eran sus víctimas predilectas. El abuelo le despachaba su veneno sin piedad.
Le sirvió un café, apenas cortado.
Abuelo… ¿te puedo hacer una pregunta? El abuelo frunció el ceño como diciendo ¿Con que me saldrá este? Pero contestó: Si, nene. 
¿Qué es al amor, abuelo?
El viejo tomó la taza pequeña, con flores y virola dorada, tomó un sorbo, sonrió y dijo:
El amor es juventud. El amor es piel tersa, ojos vivaces, risa estridente, hormonas. El amor es para los jóvenes, Phillipe. Cuando sos grande el amor se transforma en compañía. Y eso no es amor.
Definitivamente, el amor no es para viejos.
Phillipe miró a su abuelo, se levantó y corrió a buscar su cuaderno.








El sábado llegó haciendo la primavera realidad. Un sol tibio, los arboles turgentes, las flores, impúdicas, desnudando colores.
No sabía a quién consultaría, de manera que caminó hasta la avenida y entró en el café, no el grande de la esquina, sino el mas chiquito, pegado al antes cine ahora Iglesia. Pidió un café doble.
No la había visto al entrar, pero al sentarse y comenzar a recorrer el pequeño local con su mirada, la vio. Una tía que no era tía pero a la que le decía tía, estaba sentada, sola, en la mesa del rincón. Apartó la vista, rápidamente: no tenía ganas de hacer sociales familiares y, por otra parte, hacía años que no la veía.
¿Cinco? ¿Diez? segundos después de haber pensado ello, sintió el olor al perfume inconfundible de la tía, una dulzona fragancia a jazmines, y casi al unísono escuchó: ¿Sos vos, Phillipe? ¡Miamor! ( la tía nunca separaba las palabras cuando exclamaba) ,le hizo un gesto al mozo dándole a entender que se cambiaba de mesa. Nada de preguntar ¿Esperás a alguien, Phillipe? Ella era así. Le decíamos Titi, sin acentos. Nunca supe su nombre.
Después de acribillarlo a preguntas y en medio de un alto que la tía hizo para respirar, le preguntó: Tía… ¿Qué es el amor?
Había descubierto, casi sin querer, la forma de hacer callar a Titi.
Titi cerró los ojos durante un segundo, suspiró, y volvió a abrirlos.
Yo sé lo que es el amor, Phillipe. Se lo que se siente al tenerlo y sé lo que se siente al perderlo. Sin embargo, la parte más triste y amarga del amor es cuando dos personas que se amaron dejan de hacerlo y…aun no lo saben. Inician allí un tiempo de las vidas de cada uno que será, irremediablemente, tiempo perdido. Se inicia un tiempo de discusiones, de estar por estar. Un tiempo con más lagrimas que sonrisas. Un tiempo de mandíbulas apretadas y noches de espalda contra espalda. Pero hay que vivirlo, querido. Al amor hay que vivirlo. No sé si te interesará, pero me gustaría darte un consejo. Lo que es previsible, aburre. Lo aburrido, no dura, se hace rutina, te mata. Entonces, Phillipe, enamórate de aquel que te resulte imprevisible.

La tía no lo dejó pagar y el, con una excusa, se paró y se fue. Dio la vuelta a la esquina, apoyó su cuaderno sobre el paredón bajito de una casa con frente de piedra y macetas con malvones y escribió.







Ya habían pasado dos semanas del plazo de un mes que el profesor les había dado y, aunque consideraba haber avanzado, aun no tenía más que algunas anotaciones perdidas en su cuaderno. Le pareció evidente que no tendría el tiempo de esperar a que las cosas se le presenten. Debería buscarlas.
Le comentó a su madre el problema que tenia. Su madre le dijo. ¿Sabés que me parece, mi amor? Me parece que estas enfocando el tema exclusivamente desde la óptica de la pareja…y el amor es mucho más que eso… ¿entendés? Está el amor de los padres a los hijos y viceversa. Está el amor entre amigos…que se yo… Me parece que tenés que tener claro que hay muchas clases de amor.
La madre de Phillipe le abrió los ojos, lo que resultó esclarecedor y preocupante a la vez. Ahora le faltaba mucho más.
¿Por qué no la vas a visitar a Elisa? Ella sabe algo de amor.



La casa de Elisa, la amiga de su mamá a la que se le había muerto su hijo en un accidente hacia ya quince años, quedaba en el barrio hermoso que bordea al río. Arbolado, con calles anchas y casi vacías de autos, con veredas cubiertas de pasto impecablemente cortado y casas que parecían pintadas, con sus maderas  relucientes y  canteros con flores recién colocadas.
Phillipe abrió la pequeña puerta y camino unos pasos por una senda de piedras. Elisa lo esperaba.
La excusa era llevarle unos libros que su madre le había prestado un tiempo atrás.
Pasá, Phillipe… ¿Querés tomar algo?
Elisa sirvió un perfecto english tea, solo que con media hora de atraso. Eran las cinco y media.
Hablaron de varios temas antes de que él se atreviese a preguntarle: Elisa ¿Qué es el amor?
Elisa se acomodó en el sillón tapizado con flores ocres y lo miró.
El fue sincero. Le explicó de su trabajo en la facultad. Incluso le sinceró el hecho de que haya sido su madre la de la idea de verla.
Elisa sonrió. ¡Me imaginé! ¡Ya la voy a agarrar a tu madre!
Elisa recorrió caminos conocidos cuando le contó sobre como conoció a su marido, qué les pasó, porqué se separaron etc. Hasta que llegó a hablar de Martín.
Yo no supe lo que era el amor hasta la mañana en la que me dijeron que mi hijo había muerto ¿sabés? El hecho de no haber podido despedirme de él, de no haber podido cuidarlo, un poco más. La culpa. La sensación de vacío de lo irreversible. El día a día, que parece vida a vida. Eterno transcurrir con un dolor en el pecho, sin ganas de nada. Bah, si. Con ganas de morirme.
Elisa bebió un sorbo de su té y rompió, delicadamente, un scon. Tomó un pequeño trozo, lo colocó en su boca y lo dejo allí, sin masticarlo, como quien deja un trozo de chocolate sobre la lengua.
Tuve muchas ganas de morirme, durante meses. Nunca llegué a intentar nada, ni siquiera a pensarlo. Eran solo ganas de morirme, de no estar más.
Una vez estuve toda una tarde hablando con él. Fue allí. Giró su cabeza y señalo la amplia mesa del living. Nos reímos mucho, esa tarde. Hasta que llegó tu madre. Fui a abrirle la puerta y le dije, muy contenta: ¿A que no sabes con quien estoy?
Cuando entramos al living, Martín ya no estaba. Pero no pensé que nunca había estado, sino que en ese momento no estaba. Que había estado, claro. Recuerdo haber discutido con tu madre, pobre.
Fueron muchas las tardes, las noches y las mañanas en las que creí verlo. Hermoso, joven, sonrientes, como siempre.
Sin embargo, en mis recuerdos, Martín nunca me habló. Y eso hizo que me dé cuenta. Fue allí, recién allí, que me di cuenta lo que es el amor, Phillipe. El amor es aquello que sentís y que no podes olvidar. Ni queriéndolo. Ni haciendo fuerzas.
El amor es aquello que está. Que no se va. Que dura para siempre.
Y a partir de allí me dedico a hacer lo único que puedo hacer, lo inevitable: recordarlo.
¿Te aburro, no?
Elisa lo había hecho llorar. Phillipe lloraba pausada, tranquilamente, con pequeñas lágrimas que caían, lentas, morosas.  Sin angustia, sólo conmovido por lo que esa mujer le decía.
Para nada, Elisa, contestó, para nada.
Una cosa más, antes de irte: En esta historia que te acabo de contar se interpuso la muerte, Phillipe, y contra eso…pero, si te sirve de algo te digo: Si recordás con amor a alguien y pasa un tiempo y lo seguís haciendo… ¿No será momento de preguntarte ¿porqué? ¿No será momento de correr hacia ese amor, mientras haya tiempo para hacerlo?
Asintió con la cabeza, hablaron un rato mas, se  saludaron y se fue, caminando por la senda de piedras, pensando en cómo haría para pasar a su cuaderno todo aquello.














Durante los días que le quedaba de plazo para entregar su trabajo, Phillipe fue completando su cuaderno. Preguntó a amigos, a parientes, a amigos de amigos y a parientes de parientes. A vecinos…Se encontró con uno que no veía desde que Phillipe tendría unos doce años. Seguía atendiendo el mismo almacén por el cual  pasó camino a la facultad. Lo vio sentado en la puerta y decidió bajar del colectivo, en un impulso. Hablaron un rato. Horacio, así se llamaba el almacenero, su viejo vecino, le contó que estaba solo, que su esposa había muerto y que sus hijos estaban en España. Bah, solo no, se corrigió Horacio. El siempre me acompaña. Le señaló a un perro mestizo de pelos color marrón claro y ojos miel que parecía escuchar todo lo que el hombre decía. Me acompaña a todos lados. Mirá. Horacio se paró y sin decir nada, caminó hasta la esquina, esperó unos segundos y volvió. El perro lo siguió un paso detrás, y volvió a acostarse a su lado cuando Horacio volvió junto a Phillipe. ¿Ves? Es así, siempre. A veces me enojo y pego un par de gritos y ¿Quién la liga? Hipólito. Phillipe recordó su pasado de boina blanca y sonrió.
Sin embargo, continúo Horacio, aun en el más feroz de mis berrinches, no pasan más de unos minutos y lo tengo otra vez a mi lado. Sin rencores. Sin facturas. Sin pedir nada, dandolo todo. Es un amor incondicional.
Phillipe pensó que no había sido necesario preguntarle nada a Horacio. Le dio un abrazo y se despidió. Corrió al colectivo hasta la esquina, se sentó en el tercer asiento, abrió el cuaderno y anotó: El amor es incondicional.















Cuando su cuaderno estaba más que lleno y Phillipe ya había agregado algunas hojas sueltas agarradas con clips, se le cruzó por la cabeza un nombre: Enrique.
Enrique era un amigo de su papá que había superado esa amistad con creces, había cruzado vallas: cuando sus padres se separaron y sin ninguna obligación, Enrique apoyó a la madre de Phillipe económicamente, en tiempos duros. El cheque de Phillipe estuvo puntual todos los meses y solo se interrumpió cuando la madre de Phillipe se rehízo, consiguió trabajo y le rogó que deje de enviarlos. Enrique Martínez era uno de los hombres más poderosos del país, dueño de empresas de todo tipo, poseedor de una cultura inacabable y con un carisma y don de gentes que lo convirtieron, desde siempre, en un botín para todo tipo de mujeres. Como si fuera poco, Enrique Martínez tenía una pinta que lo hacia la envidia de sus pares, los hombres.
Se decidió a ir a verlo. Fue hasta sus oficinas. El edificio entero era de él y su oficina quedaba en los últimos pisos a la usanza de los penthouse americanos.
La seguridad del edificio lo detuvo en la puerta. Una llamada bastó. "El Sr Enrique dijo que suba inmediatamente, Sr", le dijeron a Phillipe, mientras le colocaban una identificación en su muñeca que le abriría puertas.
El ascensor era enorme, revestido en maderas y con un gran espejo en un lateral. La puerta se abrió en el último piso y Phillipe no dejó de sorprenderse por el abrazo inmediato que recibió de Enrique. Siguió abrazándolo mientras lo conducía a su oficina. Hablaron unos minutos en los que Enrique quiso ponerse al tanto de su vida y la de su madre. Mandále saludos, Phillipe, decile que me llame cuando quiera y vamos a comer algo los tres. 
Si, Enrique, gracias.
Toda la oficina estaba rodeada de cristales que daban al río. El sol se estaba poniendo en él y hacia de la vista un espectáculo único, que ese hombre vería todas las tardes. Phillipe pensó lo triste que debe ser que lo extraordinario se transforme en común,en ordinario.Su silueta se recortaba sobre los cristales, mientras se servía un bourbon. Phillipe aprovechó para explicarle lo de su trabajo y terminó con: "A quien mejor que a vos, Enrique, para preguntarle por el amor ¿no?"
Enrique se quedó parado con el vaso en su mano, revolviendo lentamente los dos hielos que chocaban.
Phillipe…Se lo que pensás…Pensás que el dinero y alguna que otra virtud (su ego era infinito) pueden hacer que el amor se presenta en cantidades, ¿no? Y ¿sabés qué? Es verdad. Es solo que, como todo lo que se presenta en cantidades, a veces es difícil darse cuenta de que es lo mejor para vos, es difícil darte cuenta de ¿Cuál?, es difícil darte cuenta de ¿Cuándo? Y terminás no dándote cuenta de nada o, lo que es peor, dándote cuenta tarde…
Phillipe lo miraba, absorto. Y siguió escuchando a Enrique Martínez cuando le decía:

La Roma antigua fue la época del esplendor de los mármoles. Se conocían de mucho tiempo atrás, claro, pero fueron los romanos los que mejor los utilizaron. Cubrieron sus palacios, decoraron sus mausoleos, los hicieron brillantes, hermosos. Había mármoles perfectos. Sin una mínima hendidura, sin la más pequeña grieta. Perfectos. Y los había no tan perfectos.  A esos mármoles no tan perfectos los rellenaban en sus grietas con una cera especial que utilizaban para intentar disimular sus fallas. De allí viene el término sincero. El mármol perfecto era el mármol sine cera, sin cera, sincero.
Phillipe estaba en trance, escuchando como si fuese un oráculo.
Pero en el amor no debemos buscar el amor sincero, Phillipe. Todo lo contrario. Debemos intentar darnos cuenta de cuál es la mujer a la que amamos. Y que nos ama. Muy posiblemente –casi seguramente- no será perfecta. Como nosotros no lo somos. Y debemos hacer que sus fallas no sean importantes, debemos ser nosotros  quienes coloquemos la cera sobre ese mármol invaluable. Porque si algo tiene el amor es eso. El amor es invaluable. Y te das cuenta cuando lo perdés, porque no hay oro en el mundo que lo pueda comprar.
Yo no tengo problema en rodearme de las mujeres más hermosas, las más cultas, las más adineradas, Phillipe. Pero no hay día en mi vida en el que no recuerde a mi mármol. No hay día en el que no me arrepienta de no haberlo cuidado debidamente, no haberle tapado sus grietas…No hay día en el que no sienta dolor por haberla perdido.
Bebió un largo sorbo. Sonrió. Lo miró. Y le dijo: Si tuvieses la fortuna de encontrarla, cuídala. Hacé que sus enormes virtudes no sean afectadas por una estúpida grieta. Aprende a colocar cera sobre ellas. No la pierdas.
Uno de los cinco celulares que tenia sobre su escritorio, de mármol, vibró. Enrique Martínez se miró en un espejo y mostró su mejor sonrisa. Giró, tomó su saco, se lo colocó y sin dejar de sonreír le dijo a Phillipe: ¿cenamos?




 
El día de la entrega, Phillipe Pascal desayunó, acomodó sus cosas y fue a la facultad como cualquier mañana. Había acumulado un sinfín de notas sobre el amor además, claro, del cuaderno con la torre Eiffel en su tapa.
Sin embargo, su trabajo se limito a una sencilla carpeta contenedora, de color celeste con dos hojas en su interior.
En la segunda se leía:


es aquello que no se puede olvidar.
Que no se va,
que dura para siempre

El amor
Es lo que da sentido
al vivir.
Es lo que da sentido
a la espera.

El amor
Es juventud, es piel tersa
es ojos vivaces, risa estridente.
Es Hormona.


El amor es imprevisible
O no es nada.

El amor es mármol imperfecto
Es tu cera en mis grietas



En la primera hoja del trabajo presentado por Phillipe Pascal, la que hacia de tapa,  había un dibujo de un corazón con una sola letra.