viernes, 8 de febrero de 2019

Un gato gris que nos mira







- Sos mi esperanza ¿Sabés?
Se lo dije así, de la nada, sin que guarde relación con algo de lo que veníamos  hablando ,  pero se lo dije.
Estábamos sentados mirando el fuego crepitar, mientras los leños iban transformándose lentamente en brasas, una noche de verano como tantas. En la mano derecha de cada uno había un vaso a medio tomar: a mí me gustaba el whisky; a él, la cerveza. Lo apoyábamos en los anchos apoyabrazos de madera pintada de verde  de los viejos sillones de su casa. Adoraba esos sillones. Eran sólidos y cómodos y, además, antiguos. Tenían todo lo que un sillón debe tener.
Me miró y me dijo:
- ¿Que decís? ¿Te puso romántico el whisky?
Ambos reímos. Él había enviudado hacia años, en circunstancias lo suficientemente trágicas como para que se hable poco de ello. Desde ese momento se había recluido en su vida. Iba a trabajar y volvía a su casa. Cuidaba a sus hijos, ya adultos, y a su madre, quien lo requería como quien quiere lavar las culpas de los errores cometidos. Durante años vivió escondido, agazapado, como con miedo a aquello que pudiera venir.
Nos hicimos amigos casi sin buscarlo, pero sin poder oponernos. Fue inevitable rendirnos ante nuestras coincidencias.
- No, le dije. Nada de romanticismo. Es la verdad. ¿Vos no te das cuenta, no?
Me miró más extrañado aún.
- Darme cuenta... ¿de qué?
- De lo que cambiaste. De lo que tu vida cambió. ¿No es obvio? ¿No es maravillosamente obvio?
Un leño grande cayó desde lo alta de la pila y provocó unas chispas que nos sobresaltaron. La luna era naranja y cercana.
- Es verdad, tenés razón. Ni yo lo puedo creer. Créeme.
Después de muchos años de soledad, él había conocido, casi sin quererlo, seguramente sin buscarlo, a una adorable mujer. Trabajaba en una empresa que proveía a la suya de insumos y se conocieron en una festividad de fin de año. Compartieron una mesa grupal e intercambiaron teléfonos. Se sorprendió recibiendo un mensaje días después. De esto ya hacía seis meses. Su cambio fue tan vertiginoso como notorio. Cambió su semblante, su sonrisa afloró, comenzó a interesarse en renovar su vestuario y ya no sentía esa necesidad imperiosa de recluirse en su casa.



Me acerqué a la parrilla y coloqué con cuidado la carne. Los brasas habían tomado el rojo necesario.
Pensé un poco en mí.
Fue necesario verlo tan feliz para darme cuenta de mis días grises. Yo también había construido un fuerte de gruesas paredes en torno mío. Las paredes no estaban compuestas de ladrillos, sino de palabras, de ideas, de sensatas -creía- convicciones: "Ya no la amo", " ¿Extrañarla? ¿Quién? ¿Yo?", " No, hoy no salgo, me quedo en casa, estoy bien" ,"¿Así que tenés alguien para presentarme? ¿Y quién te dijo que yo quiero que me presenten a nadie ?"
Me di cuenta que, de alguna manera, yo  era él. Yo era , ahora, el mismo que  él  había sido hasta hace unos meses. Y me di cuenta que también estaba agazapado, como con miedo, como quien espera sin esperar.
Me acerqué a mi sillón y volví a sentarme. Él había llenado mi vaso. Acercó el suyo y los chocamos.
En el aire  ya paseaba el aroma de unas hojas de laurel que había puesto a quemar.
Un gato gris nos miraba desde la pared blanca del fondo.






- ¿Entendés porque sos mi esperanza, no?