- Sos mi
esperanza ¿Sabés?
Se lo dije así,
de la nada, sin que guarde relación con algo de lo que veníamos hablando , pero se lo dije.
Estábamos
sentados mirando el fuego crepitar, mientras los leños iban transformándose lentamente
en brasas, una noche de verano como tantas. En la mano derecha de cada uno
había un vaso a medio tomar: a mí me gustaba el whisky; a él, la cerveza. Lo
apoyábamos en los anchos apoyabrazos de madera pintada de verde de los viejos sillones de su
casa. Adoraba esos sillones. Eran sólidos y cómodos y, además, antiguos. Tenían
todo lo que un sillón debe tener.
Me miró y me
dijo:
- ¿Que decís?
¿Te puso romántico el whisky?
Ambos reímos. Él
había enviudado hacia años, en circunstancias lo suficientemente trágicas como para
que se hable poco de ello. Desde ese momento se había recluido en su vida. Iba
a trabajar y volvía a su casa. Cuidaba a sus hijos, ya adultos, y a su madre,
quien lo requería como quien quiere lavar las culpas de los errores cometidos.
Durante años vivió escondido, agazapado, como con miedo a aquello que pudiera
venir.
Nos hicimos
amigos casi sin buscarlo, pero sin poder oponernos. Fue inevitable rendirnos
ante nuestras coincidencias.
- No, le dije.
Nada de romanticismo. Es la verdad. ¿Vos no te das cuenta, no?
Me miró más
extrañado aún.
- Darme
cuenta... ¿de qué?
- De lo que
cambiaste. De lo que tu vida cambió. ¿No es obvio? ¿No es maravillosamente
obvio?
Un leño grande
cayó desde lo alta de la pila y provocó unas chispas que nos sobresaltaron. La
luna era naranja y cercana.
- Es verdad,
tenés razón. Ni yo lo puedo creer. Créeme.
Después de
muchos años de soledad, él había conocido, casi sin quererlo, seguramente sin
buscarlo, a una adorable mujer. Trabajaba en una empresa que proveía a la suya
de insumos y se conocieron en una festividad de fin de año. Compartieron una
mesa grupal e intercambiaron teléfonos. Se sorprendió recibiendo un mensaje
días después. De esto ya hacía seis meses. Su cambio fue tan vertiginoso como
notorio. Cambió su semblante, su sonrisa afloró, comenzó a interesarse en
renovar su vestuario y ya no sentía esa necesidad imperiosa de recluirse en su
casa.
Me acerqué a la
parrilla y coloqué con cuidado la carne. Los brasas habían tomado el rojo
necesario.
Pensé un poco en mí.
Fue necesario verlo tan feliz para darme cuenta de mis días grises. Yo también había construido un fuerte de gruesas paredes en torno mío. Las paredes no estaban compuestas de ladrillos, sino de palabras, de ideas, de sensatas -creía- convicciones: "Ya no la amo", " ¿Extrañarla? ¿Quién? ¿Yo?", " No, hoy no salgo, me quedo en casa, estoy bien" ,"¿Así que tenés alguien para presentarme? ¿Y quién te dijo que yo quiero que me presenten a nadie ?"
Pensé un poco en mí.
Fue necesario verlo tan feliz para darme cuenta de mis días grises. Yo también había construido un fuerte de gruesas paredes en torno mío. Las paredes no estaban compuestas de ladrillos, sino de palabras, de ideas, de sensatas -creía- convicciones: "Ya no la amo", " ¿Extrañarla? ¿Quién? ¿Yo?", " No, hoy no salgo, me quedo en casa, estoy bien" ,"¿Así que tenés alguien para presentarme? ¿Y quién te dijo que yo quiero que me presenten a nadie ?"
Me di cuenta
que, de alguna manera, yo era él. Yo era , ahora, el mismo que él había sido hasta hace unos meses. Y me di cuenta que también estaba agazapado, como con
miedo, como quien espera sin esperar.
Me acerqué a mi
sillón y volví a sentarme. Él había llenado mi vaso. Acercó el suyo y los
chocamos.
En el aire ya paseaba el aroma de unas hojas de laurel
que había puesto a quemar.
Un gato gris nos miraba desde la pared blanca del fondo.
Un gato gris nos miraba desde la pared blanca del fondo.
- ¿Entendés
porque sos mi esperanza, no?