martes, 16 de diciembre de 2014

El juego de porcelana de la abuela Julia

El buscó un momento de su vida en que no la hubiese amado y le costó encontrarlo. Quizás, allá lejos, cuando  tenía cuatro o cinco años. Aunque su memoria no llegara tan lejos, el solo hecho de  tener que rememorar tanto hacia atrás en su vida hablaba a las claras de lo que ella había representado para él.
Recordaba salir corriendo del colegio ni bien escuchaba la campana , aun no había timbres, todo un dato de lo apergaminado de sus recuerdos. Arrojaba el portafolio sobre el viejo sillón y casi no saludaba a su madre. Se paraba detrás de las cortinas con flores y esperaba. La veía doblar la esquina, su corazón galopaba. Sus cabellos dorados flotaban tras sus mejillas. El guardapolvos blanco la vestía de ángel. Eran ¿Cuánto? ¿Quince, veinte segundos? Y se escapaba de su visión. Y ya no quedaba más que esperar al otro día. Y vuelta a empezar.
La rubia en cuestión no vivía en otro barrio, ni siquiera en otra cuadra. No. Era su vecina, medianera mediante. La de la casa de al lado. Sus madres eran amigas.
Tampoco recuerda el día que escuchó por primera vez su voz, aunque si recuerda que fue jugando a las escondidas, allá por los nueve años. Ambos tenían la misma edad. Solo la ahora prehistórica modalidad de que las nenas jugasen entre ellas sus juegos y, por otro lado, los nenes los suyos, impidió que fuese antes.
Recuerda la tarde, casi completamente. El árbol de la vereda de ella brillaba entre verdes y rosas. Cada hoja era como un espejo. Cada flor, su cara. Se asomó y esperó. Había apurado el último trago de Toddy (en su casa nunca hubo para Nesquick) y corrió a la vereda. Se sentó en el pequeño escalón de la puerta de su casa.
Diez minutos después salieron. Ella y su hermana más pequeña. Se acercaron a él, dando pequeños saltos.”Hola” le dijo. La pequeña saltaba y cantaba una canción que él no conocía. Creyó tardar una eternidad antes de poder responderle con otro “Hola”
Ella se sentó junto a él, en el, ahora, infinitamente pequeño escalón. La proximidad de su cuerpo lo turbó y buscó cualquier excusa para pararse. Jugaron hasta que la tarde se hizo noche y escucharon la voz de su mamá: “¡Chicaaaaaaaaas!
Sus infancias transcurrieron entre juegos, alguna mirada inocente y manos que se rozaban con motivos tontos pero inolvidables.
Él  la vio transformarse en mujer. Delgada, alta, hermosa. Jamás pudo decirle cuanto la amaba. Arrastraba frustraciones eternas que durante la noche se volvían sueños. En ellos él le decía que desde pequeños la amaba y ella le recriminaba porque no se lo había dicho antes y se besaban y abrazaban y se juraban nunca jamás separarse.
Pero él jamás se animo a ello. Y un día ella apareció  de la mano con un noviecito. Y el sintió como su corazón trepidaba, caía y se quebraba. Corrió a su cuarto y lloró como nunca lo  había hecho antes. No cenó esa noche y muchas otras. Adelgazó hasta no parecer él y dejó de ser un estudiante modelo para ser un modelo desastroso de llevarse materias a diciembre y marzo.
Pasaron meses antes de que él se levantara de su cama, se parase frente al espejo y dijese: No puedo seguir así. Se me está yendo la vida. La amo. Pero ella no a mí.
Después de todo, si es nuestro destino encontrarnos, nos encontraremos.
A las pocas semanas conoció a la que sería su esposa en un baile del día de la primavera, en un hotel de la costa. Noviaron como se noviaba entonces: extensos ocho años. Y se casaron. El se mudó  a unas pocas cuadras, se recibió de Ingeniero y comenzó a trabajar. Tuvieron tres chicos, un varón y dos nenas. Cuando la primera nació pensó en ponerle el nombre de ella, pero se arrepintió.
Debe ser el destino, no yo. Ni ella.



Se enteró que ella también  se  había casado. Con un gil de cuarta. El calificativo era ciento por ciento de su autoría. Él sabia que cualquiera que osara estar con ella sería un tarambana, un papa frita o un gil de cuarta. Todos calificativos de antaño pero que mantenían su actualidad despectiva.
Creyó ser feliz. Sin embargo, la noche que sonó el celular de su esposa mientras ella se duchaba y el vio la pantalla, supo que algunas cosas no eran –ni serian- como él las imaginaba. Se separaron de buena manera. Y él vivió un deja vú.
Sufrió separarse de sus hijos. Adelgazó. Casi lo echan del trabajo. Se fue a vivir a un departamentucho a la vuelta de lo de su mamá.
Volvieron a pasar varios meses hasta que él pudiese volver a incorporarse, plantarse derecho frente al espejo y decir –decirse- : “¡Vamos, Che, Vamos!”


Otra vez creyó en el destino y en que por algo pasaría lo que le estaba pasando.

Ella tuvo dos nenas. Hermosas como ella. Su esposo resultó un tarambanas que la engañó hasta el cansancio , le gritó cuantas veces quiso y hasta le pegó sonoras cachetadas. Más de una vez. Hasta que un día tuvo la desgraciada (para él) idea de pegarle delante de una de las nenas. Ese resultó su límite.
Meses después ella le contaría a una amiga que no puede entender porque debió esperar a que eso pase...,porqué no se fue antes. Pero se fue. Con las nenas a la casa de su mamá. Tenía cuarenta y siete años. El papa fritas pegador intentó volver pero la madre lo sacó a las corridas, palo de amasar mediante.




No sé si es atribuible al destino que la madre de él se pescase una gripe machaza y que él fuese esa noche  a su casa a cuidarla. Tampoco sé si es el destino el que hizo que esa noche (la misma) ella recibiese una llamada de una amiga que le dijo que la reunión  de amigas del colegio que venían programando desde hace meses, se suspendía.
Sigo sin saber si fue el destino el que hizo que a la madre de ella se le ocurriese tomar el té con sus amigas y pedirle a su hija el juego de porcelana. “si, hijita, lo quiero hoy sin falta porque mañana vienen las chicas. Si, el de porcelana de la abuela Julia, el de las virolitas doradas… ¿Ya te olvidaste hijita?”
Menos que menos sé si fue el destino el que hizo que ella eligiese la caja de cartón en la que había venido la aspiradora, y acomodase allí, cuidadosamente, el juego de porcelana de la Abuela Julia.









¿Habrá sido , finalmente, el destino el que hizo que mientras ella bajaba del auto, su brazo derecho golpee contra el árbol que hacía tiempo había brillado de verdes y de rosas y que se desfonde la caja de cartón en la que había venido la aspiradora, y las tazas y los platitos del juego de porcelana de la Abuela Julia caigan a la vereda y se rompan en mil pedazos, y que justo cuando ella era un mar de lagrimas tratando de encontrar alguno sano, él llegue a visitar a su madre enferma de una gripe machaza ,y  que él la mire y sus ojos se crucen, y él baje a ayudarla, y hablen, y el saque su pañuelo impecable y le enjugue las lágrimas y se rían de sus desdichas , y queden en verse al otro día, y  que se hayan dado cuenta que eran el uno para el otro, y  se amen, y sean felices,  y ya no se separen nunca más?

sábado, 6 de diciembre de 2014

Lento ,silencioso y carmín.

Estaba seguro de estar soñando.  Por el silencio.
En los sueños las imágenes son excluyentes y los sonidos,  ausencia.
Todos recordamos,  cuando podemos recordar lo soñado,  imágenes. Nunca sonidos ni olores.
La sonrisa en la cara de la persona amada, sus dientes blancos, fulgor.
La lágrima que desciende lenta en la mejilla en la tarde del adiós.
Los pasos mudos de quien se aleja para no volver.
 La sabana carmín que deja ver sinuosidades.
Todo en el más absoluto de los silencios.
Como si los protagonistas de nuestros sueños supiesen que su creador,  su espectador estrella, descansa y sueña, y por allí van, cuidadosos,  intentando no despertarle.
Ya son muchas las noches en las que  sueño con tu vuelta. Con tu abrazo, tu beso. Y mi mano acaricia tu pelo, baja hasta tu hombro, te digo algo al oído.
No escucho. Todo es en silencio.
El más desnudo de los silencios.

lunes, 13 de octubre de 2014

Filial




Cayendo. De espaldas. Con los ojos cerrados y en silencio.
En el más desconcertante de los silencios.
No sé si caigo rápido. O lento.
Pero caigo.
Espero el golpe que no llega.
Mis brazos se abren. Mis ojos no.
Nunca esperé estar en un lugar así.
Supuse que tu abrazo (el nuestro)  habría de ser  
Eterno
Como nuestro amor, 
Filial.

Que hoy no quieras verme me deshace.
Me divide en pequeñas partes que nunca había visto
De mí. Soy otro.
Y mientras sigo en esta caída, me pregunto
Si habré algún día de parar, de detenerme, de volver a ser.
Espero el golpe, me preparo.
Creo romperme en mil pedazos 
De mí, cristal
Y entonces sólo tendré que juntar mis restos
Entre musgos y sufrires
Uno a uno. 
Y pararme. Y volver a reír.

Quizás.








Engordando el cordero, siempre.

jueves, 11 de septiembre de 2014

Aguas Vivas

Las ropas se adherían a la piel como solo recordaba a las aguas vivas de Monte Hermoso,  en un verano de hace mucho. Los aires acondicionados se desangraban, chorreando agua por mangueras que manchaban sacos y vestidos.  Los bebés en cochecitos parecían manzanas y el chofer del colectivo, que frenó  en la esquina por la que ahora cruzaba, lucía una camisa que había sido celeste pero que ahora era azul.
Una mañana de enero en Buenos Aires.
Intenté correr, porque llegaba tarde al trabajo, pero el calor me aplastó contra el asfalto.
Al entrar en el banco en el que trabajaba, el mundo volvió a ser mundo, la vida volvió a ser vida. El infierno había quedado afuera.
Me apuré a fichar. Diez minutos tarde. Chau presentismo. Y la puta que lo parió al piquete.
Me sequé con toallas de papel  y me miré en el espejo. Bastante bien. Salí.
Saludé a Carmen, la secretaria del gerente, que sacaba fotocopias, y entré en la oficina. Quedaba detrás de la línea de cajas, al final del salón,  y nos ocupábamos, mis tres compañeros y yo de abastecer a las doce cajas de todo lo que les hiciese falta. Dinero, retirábamos los plazos fijos,  controlábamos los cheques. En fin. Rutina.
A eso de las dos escuchamos el grito.
Salimos corriendo a ver qué pasaba. Ni bien traspuse la puerta me encontré con el flaquito que me apuntaba. Me quedé duro.
Dale  forro, caminá, escuché que me decía. Sentí el caño que me golpeaba el hombro. 
Para allá, gil, para allá.
Por el costadito de mi ojo asustado vi que me señalaba el centro del salón.  Allí estaban todos. Mis compañeros y el público, tirados en el piso. Carmen lloraba y abrazaba a la morochita de la caja cuatro que estaba blanca como un papel. Me senté en el piso.  Vi al policía con la ceja partida, sangrante, y las manos atadas con cinta de empaque.
En la otra punta como a cinco metros de donde hizo estaba,  vi al jefe.  Era un morocho alto y morrudo con gorra de los Chicago Bulls,  gastada y sucia. Vestía un Jean también gastado, también sucio, y zapatillas de básquet Adidas. En su mano derecha tenía una pistola enorme y con el brazo izquierdo abrazaba a una rubia que no conocí y supuse del público. La rubia también lloraba.
Chicago le hablaba al flaquito que me había apuntado a mí:
¿Están todos?
Si...creo que sí.
Empezá a llenar los bolsos… ¡dale, que esperás!
Cuando el flaquito iba a salir para las cajas, me di cuenta que no estábamos todos allí. No. Se escuchó el rechinar de la puerta de mi oficina.  Todos miramos para esa esquina, en el rincón del salón.  “En el culo del mundo”,  como siempre bromeábamos.
Era el petiso Filipini. El petiso caminaba despacio.  Miró al flaquito y a Chicago.  Encaró al flaquito.

Ey, ey, ¿qué carajo haces?, gritó Chicago.

El petiso Filipini hizo como si no hubiese escuchado ni visto nada. Siguió caminando.

Pelotudo… ¡te dije que hacés!

A estas alturas todos en el banco sabíamos que no estábamos tratando con profesionales. Nos mirábamos entre todos y pensábamos si eso sería una ventaja o, justamente, deberíamos temer a estos loquitos armados y, casi con seguridad,  drogados.

Crucé una mirada rápida con el petiso. Era una mirada diferente a la de siempre.

El flaquito no entendía nada. Cuando el petiso Filipini se le acercó a un metro,  miró nerviosamente a  Chicago.  Fue su error.  El petiso Filipini le pegó un golpe seco en la garganta que dejó al flaquito sin aire.  Cuando se agachó,  recibió un rodillazo en la frente que lo puso knock out. El Petiso agarró el arma del flaquito y le apuntó a Chicago.

¿Qué haces hijo de puta, querés que mate a todos? ¿Te volviste loco?

El petiso Filipini se paró de costado con el brazo extendido que seguía apuntando a Chicago y dijo: 


Tu bala me hiere,  mi bala te mata.

Si lo hubiese dicho un actor de Hollywood y yo estuviese en mi living, seguro hubiese pensado: ¡Que bolazo! Pero estábamos en el Banco, una mañana de enero, en Buenos Aires. Y el que lo decía era el petiso Filipini.

Y siguió:
No sabes cuánto espere este momento, sorete. ¿Vos saliste en el diario alguna vez? No, ¿no es cierto? Yo tampoco... ¡Esta es nuestra oportunidad! 
Chicago no entendía una mierda.
Tenemos varias opciones, siguió el petiso.
Primera: Yo disparo. Fijáte algo: estás parado de frente.  Me estas ofreciendo todo tu cuerpo. Te puedo apuntar al corazón, a las bolas, a la cabeza, adonde se me cante. Te limpio, Chicago.  Y salimos en el diario. Ya me veo: “Héroe salva a inocentes en Banco..."

Pese a que el aire acondicionado seguía funcionando bien, noté que Chicago transpiraba.

¡Y seguro me llaman de la televisión! ¡Genial! 

La voz del petiso Filipini era casi gutural. No era la voz de siempre.

Siguió: La segunda es que nos hagamos un favor mutuo: yo me acerco,  cuento hasta tres ,  disparamos los dos y nos escapamos de esta vida de mierda...porque vos no me digas que te gusta esta vida, ¿no? Seguro vivís en una casa que de casa no tiene nada, una choza, comes para el culo, ni estudiar pudiste. Te gastas todo en falopa.
¿Y yo? Me la paso en esa oficina de allá al fondo,  laburando como un burro, soportando al boludo del gordo ese...El petiso Filipini señaló al gerente que temblaba entre la camarera del café de enfrente y un viejito que había ido a cobrar la jubilación.
Con lo que gano llego cagando a fin de mes. Mi señora se fue con el vecino del piso de arriba y como no tengo un mango ni para mudarme los tengo que escuchar garchar todas las noches. ¿Podés creer que conmigo se hacía la fifi? No, hoy no porque esto...  no, hoy tampoco porque lo otro...putita.

Chicago tenía el brazo tembloroso. Me juego que habrá pensado: este está más loco que yo.

Igual,  Chicago, te digo algo: descartemos esta opción. ¿Sabés porque?  Porque yo soy de hacer trampa y, si te digo de contar hasta tres, seguro que te disparo a las dos. Y chau despedida de esta vida.  Si, Hacéme caso, no les bola a esta segunda opción.

En la vereda había dejado de pasar gente, por lo que no era difícil darse cuenta de que la policía estaría al tanto del robo y había cortado el tránsito.

El petiso Filipini,  lejos de callar esto, le dijo a Chicago: no se si habrás notado que no pasa gente por la vereda... ¿no te llama la atención?  Seguro esta la policía cortando la calle. De esta salís todo agujereado,  Chicago. Fija.

Sonó un teléfono. Era el teléfono de Filipini. Una, dos, tres veces.

Es la bruja, dijo. Lo sé por su ringtone. Sonaban los Locos Adams.
El petiso sacó el teléfono de su bolsillo.  Hola, si, no,  no creo. Porque no creo, te digo. Estoy complicado.  Como que ¿que estoy haciendo? Están robando el banco y yo estoy con un revolver en la mano. Cagáte de risa, dale. Ah, ¿no me crees? Pará.
El petiso lo miró a Chicago y le dijo: ¿podés creer que la boluda no me cree?

Tomó el teléfono, lo levantó y se sacó una foto con Chicago de fondo. Bajó el teléfono, controlando todo  por el rabillo del ojo, y apretó , con la mano libre - la otra apuntaba al entrecejo de Chicago- dos o tres veces y se quedó mirando el teléfono.
Se la mande por guasá,  le dijo a Chicago.  El colmo, dijo y  sonrió..

Sonaron Los Locos Adams , otra vez.

Ahhhhhhh ¿ahora me crees? Bueno,  chau, después te llamo.

El petiso Filipini se mordió el labio inferior,  y siguió:

Claro que aún hay otra posibilidad, la tercera.

El brazo del petiso Filipini permanecía imperturbable,  pero el de Chicago temblaba cada vez más. La rubia tenía el maquillaje todo corrido. El flaquito seguía todo despatarrado durmiendo el sueño de su vida.

La tercera posibilidad es esta, prestá atención: la voz de Filipini se suavizó y su mirada cambió: yo me acerco, despacio, como ahora...

El petiso Filipini empezó a caminar, bajó la pistola, despacio hacia su pierna.
Y te digo que te rindas. Que aproveches esta situación. Vas a ir en cana, claro...¿cuánto?  Al año estas afuera. Y usas ese año para pensar. Pensar si vale la pena perder la oportunidad de ser feliz. Pensar si la vida que querés es esta. Podés,  si sos piola, hasta empezar a estudiar algo.
El petiso seguía acercándose, ya estaba a menos de dos metros del grandote Chicago.
Y podes arrancar de nuevo. Dejando toda esta porquería en tu pasado. Yo se que parece difícil . Pero ¿Hay alternativas? ¿Es esta vida una alternativa?

Chicago comenzó a bajar su brazo tembloroso y lo dejó a su lado, como El Petiso.

El Petiso Filipini se agachó y dejó el arma en el piso, se paró, bien derechito y miró a Chicago.

El ruido del aire acondicionado era lo único que se escuchaba, como un zumbido.

Chicago se agachó y dejó la pistola en el piso y se paró.
El petiso se acercó y apoyó su mano en el hombro de Chicago, que empezó a llorar como un nene.


Mientras la policía entraba, acompañada de una lenta oleada de calor, y la gente se  abrazaba, el Petiso Filipini dejó a Chicago junto a unos policías, que lo esposaron. Otros policías venían con otros dos esposados: Campanas, pensé.

Fue en ese momento cuando el teléfono del petiso sonó y  el flash del periodista lo eternizó, en la foto del diario del día siguiente.  

Fue justo en ese momento que el petiso atiende y dice:


¡Cachito!¡Locura! ¿Compraste la carne? ¡Capo! ¡Yo llevo un vinito! ¡Chauchis!  





















En esas noches de ausencia intolerable, agua viva.















lunes, 1 de septiembre de 2014

Plutón





Los  papeles de paginas  de diarios cubrían las vidrieras de “El Imperial” de punta a punta. Llegaban a verse aun, los restos descascarados de las viejas letras, en dorado, las que aun no habían sido removidas por los pintores. En mis veinte años de habitué de “El Imperial” era la primera vez que asistía a una refacción de ese tipo. En realidad, refacción no es la palabra adecuada. El Gallego había dado la orden de no tirar ni una moldura –mucho menos una pared- del bar. Las tareas debían limitarse a reparar las paredes, pintarlas y  realizar un cambio total de las instalaciones de gas, agua y electricidad. Esto último respondía a una intimación de la municipalidad que el Gallego no pudo desoír.
Cuando nos enteramos que “El Imperial “cerraría, nos hicimos dos preguntas: por cuánto tiempo cerraría  y  adonde iríamos mientras tanto. El Gallego se encargó de responder a ambas. “El Imperial “cerraría por, al menos (con las obras nunca se sabe) dos meses y, mientras tanto, no deberíamos ir a ningún lugar: si estábamos de acuerdo, El Gallego mantendría funcionando mínimamente una heladera y la máquina de hacer café para que podamos seguir yendo mientras la obra avanzaba. Nos miramos. Medio segundo después teníamos la respuesta: si.



Como siempre, llegué primero. Golpee la puerta de vidrio, mientras intentaba espiar por una hendija que había quedado entre dos hojas de “La Nación”. Walter me abrió. Verlo a Walter, el mozo, vestido de elegante jogging me descolocó. Para mi Walter no podía estar vestido de ninguna otra manera que no fuese su chaqueta blanca con cuello Mao, con “El Imperial “bordado en su bolsillo del cual siempre asomaba una birome. Pantalones negros, zapatos, también negros, siempre relucientes.
Di dos pasos y me impresioné: Sin las mesas ni las sillas (apenas la nuestra, unos metros mas allá)  “El Imperial “era enorme. Cada paso que daba retumbaba en un eco de miedo y yo me preguntaba si estaríamos haciendo bien en venir allí, en estas circunstancias. Corrí la silla, me saqué la campera y pensé si no deberíamos dejar que ese lugar tan importante para nosotros, se rehaga, despacio, paso a paso, sin que nosotros lo molestásemos. Me pregunté si no deberíamos dejar descansar a “El Imperial”.
El sonido del vapor de la cafetera me sobresaltó y el golpe fuerte en el vidrio, que en el salón vacio retumbó como una bomba, aun más. Era Raúl. Le miré la cara mientras entraba y me di cuenta que a Raúl le pasaba algo parecido a lo que a mí.
¡A la mierda! , dijo, ¡Qué quilombo!
Tenía razón. Los artefactos de iluminación, unas invalorables arañas de principios de siglo pasado, estaban sobre unas mesas, en un rincón. El piso estaba lleno del polvo natural en ese tipo de obra. Sin embargo, el Gallego había cuidado que nuestra mesa y el piso que la circundaba, estuviesen relucientes como una isla brillante en medio del piso opaco.
Unos minutos después llegaron Carlos, Fito y el flaco. Todos con ojos grandotes de sorpresa.
Walter había encendido una radio que llenase el espacio del murmullo ausente del público. Se escuchaba “Los mareados”.
¿Te pasa algo, Fito? , preguntó Raúl.
Nada, una boludez, contesto Fito.
Dale, larga, larga, insistió Raúl.
Se notaba que Fito no tenía muchas ganas de hablar, pero el entendió que Raúl insistiría y, además, que íbamos allí a eso, a hablar…
Es Paco, dijo.
¿Paco?
Si, Paco, el carnicero, dijo. Cerró. Para siempre. C’est fini. Se acabó.
Nos miramos y agradecimos que Fito no supiese muchos más idiomas.
¿Y?, preguntó Carlos…está lleno de negocios que cierran.
Los ojos de Fito se entrecerraron. No entendés, ¿no? Paco era mi carnicero. MI carnicero. Yo le podía mandar un mensajito y Paco me guardaba lo que yo quería: un bife ancho, bien ancho. Chinchulines. Asado banderita. Lo que quisiese…
Pero no es solo eso: yo con Paco hablaba. ¡Y eso que Paco era de poco hablar! Hablábamos de futbol, de nuestro Boquita. De política. Del barrio...de todo.
Si me faltaba guitarra, ni tenía que pedírselo: Paco apoyaba su cuchilla gigante, me miraba y me decía: ¡Y si no queda otra!
Pero ¿saben que es lo que más me duele? Que Paco amaba a su carnicería. Le gustaba bromear con las viejitas del barrio. Le gustaba protestar. Amaba señalar a un lomo inmaculado y decir: Me quedó esa porquería.
Fito estaba emocionado. Casi puchereó. Por suerte llegó Walter con el pedido.
¿Vieron muchachos? ¿Que lio, no? ¡Mi Dios!
El Flaco , miró a Walter,rompió el sobrecito de azúcar y dijo: No, Walter, no. Dios no existe.
Nos quedamos esperando el chiste que nunca llegó.
Porque ustedes no serán tan boludos de creer que Dios existe ¿no?
A ver, preguntó: A los que creen que Dios existe, les pregunto: ¿Dios es malo?
Cruzamos miradas con Carlos y Raúl. No, dijimos.
¿Ah, no? ¡Mira vos! Entonces explícame como mierda si Dios existe, es bueno y es Todopoderoso, existe el ébola, que mata miles de negritos. Contáme como carajo puede ser que, si Dios existe, venga un tsunami mientras miles de personas están en la playita lo mas chufi y te limpie diez lucas de tipos de un saque, eh…
Contáme como puede ser que en Haiti ¡Haiti! Venga un terremoto y mueran cien mil de un sopetón.
Fito estaba embalado.
Pero no es de ahora, no te vayas a creer. Te dije lo del ébola, porque soy un tipo informado, pero remontense en el tiempo. No un poquito, remóntense al principio de los tiempos…
A estas alturas nos preguntábamos si Walter no la habría pifiado con el gancia de Fito…
Imagínatelo a Dios, tu Dios, el día de la creación. El tipo, todo barbudito,con una sabanita blanca, piensa y dice : “Voy a crear el Universo”. Arrancamos mal: Para que catzo es necesario crear un universo. Lleno de planetitas pedorros que ni oxigeno tienen. ¡Fijáte que ahora ni Plutón es un planeta! Yo no había terminado de estudiarme los planetas y me vengo a enterar que uno ya no existe…¿No era más fácil crear un planeta, la tierra , y chau Pinela! ¿Para qué más? Ahí ya te das cuenta que es todo un verso.
Si hubiese habido un Dios hubiese creado un planeta como la gente y no esta cagada. Me rio cuando dicen: La naturaleza, (que es como decir Dios) es sabia. ¡Minga! ¡Sabia las pelotas!. Inundaciones, volcanes, olas de calor, de frio, nevadas de puta madre, vientos que te deshacen la casa…¡Dejáte de joder!


Carlos escuchaba, callado.
Cuando Fito termino con su filípica agnóstica, Raúl le preguntó: ¿Y a vos que te pasa, Carlitos?
Que me va a pasar, lo de siempre.
Carlos arrastraba una sufriente relación que no acababa de terminar.
Muchas fueron las tardes en las que lo escuchamos contarnos su sufrir. Amaba a esa mujer.
Esta parecía que iba a ser una más de aquellas tardes. Pero cuando Carlos parecía que iba a comenzar a hablar, lo interrumpí:
Carlos, Carlitos. ¿Te puedo decir algo? Te queremos. Mucho. Y porque te queremos mucho es que te digo que queremos verte bien. Queremos verte arrancar, ponerte en funcionamiento. Sos joven, Papá. Tenés que disfrutar, ¿sabes? Ahora, ¡Ya! Basta con esa mina. Ya fue.
Carlos me miraba y asentía.
Sabemos que la amas. Pero a veces eso no es suficiente. No todas las minas están preparadas para el amor, ¿entendés? Después terminan con cualquier gil, infelices, preparándose purés de alprazolam.
Y en esos casos es que sirve esta pregunta que te voy a hacer, prestá atención:
¿Hiciste todo, pero TODO, TODO por ella ?
Carlos asintió con la cabeza.
No, Carlitos. Cuando crees haberlo hecho todo, cuando crees que ya nada podes intentar, aun queda algo por hacer…
¿Qué?, pregunto Carlitos

Hice un silencio , adrede, y dije: Irte.

Carlos me miró y entendió. Me colocó la mano en la rodilla y me golpeó un par de veces, suave ,cariñosamente.
Revolvió el café despacio y comenzó a tomarlo, mientras de fondo se escuchaba, fatal:
“Hoy vas a entrar en mi pasado, en el pasado de mi vida…”
















lunes, 18 de agosto de 2014

La cajita




Podría ser la fragancia del enorme laurel que habitaba los fondos de la casa. O, quizás, el piar de los pájaros por las mañanas. También el ruido de los autos en las calles de granza. Todas ellas y muchas cosas más pueden traer a mi memoria los veranos en Santa Marta. No recuerdo ninguno de mi infancia sin ir a la casona. 
Mi padre la había construido con paredes de piedra y chimeneas que parecían castillos. 








Fueron veranos de juegos y de sueños. Tardes enteras recostado en los médanos esperando al sol irse. Mirando su amarillo, su naranja, los bordes difusos, casi de fuego, de fuego lejano. Y luego, nada. Y más tarde la noche. Volvíamos a la casona cantando canciones y tirando piedras a los tachos. El humo de la fogata que encendía mi padre , presagiando asado, nos recibía , indefectible.
Mi madre acariciaba mi cabeza y me hacía preguntas de rigor: ¿La pasaste bien? ¿No hiciste ningún lío, no?
Mi madre me hablaba en singular, aunque siempre estaba con mi mejor amigo, Agustín. Él vivía a dos cuadras de la casona pero, desde fines de diciembre , en que llegábamos, hasta los primeros días de marzo, en que nos íbamos ante el inicio de las clases, nos hacíamos inseparables.
Recorríamos el poblado de punta a punta, casi siempre caminando, otras, las menos, en bicicleta. Nos conocía todo el mundo, incluso los turistas. Preferíamos caminar por una razón sencilla: no teníamos nada que hacer, de manera que nunca había apuro ninguno en llegar a parte alguna.
Corría mil novecientos setenta y cinco, y yo tenía cinco años. Mi nombre es Julián.



Los veranos en la casona eran famosos en la zona. Mis padres solían realizar fiestas para las cuales venían amigos de la ciudad y se invitaba a vecinos del lugar. El parque era adornado por mi madre y por Fran, la señora que iba a todos lados con nosotros. Colocaban guirnaldas de papel, luces de colores parecidas a las kermeses, algunas velas. El césped, siempre inmaculado oficiaba de alfombra. Se comía y se bebía hasta casi el día. Nosotros, los chicos, jugábamos por allí, hasta quedarnos dormidos en alguna silla.
Ya la última quincena de todos los febreros, me empezaba a sentir mal. Algún dolor de panza. Siempre tos. A veces fiebre.  El médico, en el verano del setenta y siete, fue claro con mamá: ¿Sabe que pasa Sra.? Su hijo no se quiere ir.
Y me pasaba el año entero deseando volver. Programando actividades, escribiéndonos cartas con Agustín.



El verano en el que todo sucedió, yo tenía ocho años. Llegamos unos días antes de las fiestas, los tres. En el viaje, mientras ellos creían que dormía, los escuché discutir. Mamá le preguntaba por un nombre de mujer. Y lloraba. Papá negaba, sin dejar de mirar la ruta. Poco antes de llegar, ella lo insultó. Su maquillaje corrido era una máscara. EL cachetazo la tiró contra la ventanilla.
Ese fue el primero de una serie larga de llantos , de insultos y golpes. Incluso durante la fiesta de enero, luego de Reyes. Yo estaba en el ropero escondido y los vi: Mamá y Richard, el amigo de papá. Me quedé mirándolos por la rendija del ropero un rato largo. Lo vi entrar a Papá y cerré los ojos.


En ese mismo ropero me encontró la abuela, abrazado a mi cajita de madera.
Los cuerpos de Papá y Mamá estaban sobre la cama, bañados en sangre. Los habían destrozado con un cuchillo, según los investigadores, de hoja pequeña, muy filoso.


Varios meses duró la pesquisa. Nunca encontraron al culpable. Richard estaba con su mujer en plena fiesta, brindando, cuando todo sucedió.




La abuela me llevó a vivir con ella a Buenos Aires. El abuelo había muerto hacía tiempo, y fue por eso que formamos una pareja inseparable. Clara, así se llamaba, me acompañaba a todos lados. Al colegio, al club, en donde aprendí a nadar, a los primeros bailes. No sabía manejar, entonces íbamos en taxi y encontraba siempre un café en el que esperarme. Cuando fui creciendo, la abuela comenzó a dejarme salir solo, pero siempre, al llegar, la encontraba en la cocina, mateando, esperándome. Conoció a mis novias y fue compinche de todas pero amiga de ninguna. Guardabosques, le decía yo , a manera de dulce recriminación.
Finalmente me casé con Sol y me fui de su casa. Forme una familia hermosa, con dos niños increíbles, que son los amores de Clara. Medio en broma, medio en serio, le recuerdo mi exclusividad. Y reímos. 

Hace ya un mes que falleció Clara. Recuerdo, como una instantánea, cuando me llamaron al trabajo para decirme que la habían internado. Corrí por las calles, la clínica quedaba a cinco cuadras. Llegué agitado y escuché mientras el médico me daba las peores noticias. “Despedite, Julián”
Caminé por el pasillo de paredes celestes. En mi mente pensaba cosas pero no lograba hilvanar un pensamiento que diese lugar a ninguna palabra. Mis pies parecían cada vez más lentos y pesados.  Abrí la puerta. La abuela estaba sentada en la cama, con su mejor sonrisa. Me pidió, con voz de susurro, que me acerque. Me tomó la mano. Me incliné y la besé mientras olia el mismo perfume de jazmines de toda la vida. Cuidáte, Julián, mi amor. 
Si, abu, claro. 
Vas a estar bien, mentí. 
Balanceó su cabeza en un no, mientras sonreía.
Movió su mano y me pidió que me acerque aun más. 
Yo se lo de la cajita de madera, me dijo. Es nuestro secreto. Fijó sus ojos en mí, en su última mirada.
Apretó mi mano y cerró los ojos. Me costó desprenderme de esa mano tibia tan lejana a la frialdad que uno supone.



La llevamos a un cementerio de las afueras. Ubiqué un lugar cercano a un roble joven y hermoso. A unos metros hay un banco de madera en el que algunas tardes leo.

Hoy vine temprano. Traje unas flores –unos crisantemos, como a ella le gustaban- y la cajita. Voy a hacer un pozo y la voy a dejar junto a ella. La tierra es blanda, retiro el césped con cuidado, para volver a tapar el pozo. Antes de enterrar la cajita la abro y la miro por última vez: Unas figuritas, el pañuelo azul con el escudo bordado, una llave, un lápiz de carpintero y el cuchillo pequeño de hoja filosa.

martes, 5 de agosto de 2014

Babel




BABEL




En el 2006 debí dejar de verla. No pude terminarla. Habiendo pasado ya un tiempo , me recuerdo viviendo una situación que moría y que me tenia casi muerto, y debe ser por ello que esta película me sensibilizó tanto. El hecho es que no pude terminar de ver "Babel" en aquel lejano entonces , y  solo pude hacerlo ahora, casi involuntariamente , mientras hacia zapping , pasando de un canal malo a otro peor.

Esta vez ¿destino? la encontré en el exacto punto en el que , hace ocho años la había dejado: La niñera
mexicana se pierde en el desierto y debe salir a buscar ayuda. La encuentra una patrulla y , luego de largos primeros planos de cámara al hombro que reflejan la desesperación de la mujer, el plano se corta y un policía (otro) aparece diciendo: "Fue un milagro que hayamos encontrado con vida a los niños". Fiuuuuu.



Me acomodo en el sillón cómodo por enésima vez y sigo  mirando. Y escuchando. La música de Santaolalla ,de violines descarnados, muestra a Cate Blanchett
 (¿hay algo que haga mal esta Señora?) baleada por unos niños marroquíes que jugaban con un rifle disparándole a los colectivos.


Luego de mucho sufrir , su esposo, Brad Pitt (¿hay algo que haga bien este Sr?) logra hacer que llegue un helicóptero y la traslade a un hospital.
Puchereo con la escena en la que Pitt quiere agradecer al aldeano que lo había ayudado durante la espera y le entrega dinero . El viento de las aspas de helicóptero, los violines y las manos del marroquí negándose a aceptar el dinero, confluyen en la dignidad del que se niega y la impotencia del que quiere agradecer y no sabe cómo. Puchereo mas aun , cuando Pitt habla por teléfono con su hijo desde un pasillo del hospital.      





El rifle con el que hirieron a Blanchett le había sido regalado al padre de los chicos por un cazador japonés.
Los datos del rifle llevan a la policía japonesa a la caz(s)a del cazador. Un joven teniente llega al lujoso departamento. Lo atiende una joven. Ella es ,ademas de joven,hermosa  y sorda.





Tiempo atrás , su madre se había suicidado y ella la había encontrado. Las circunstancias del suicidio real se confunden con el suicidio potencial. Su madre se pegó un tiro, sin embargo, ella le dice al teniente que se había arrojado por el balcón.
Al llegar su padre, la joven está en el balcón. Otra vez me acomodo en el sillón. Otra vez los violines y la cámara lenta de Iñarritu que dice todo. El padre se acerca. Un primerísimo plano de la mano de la joven muestra como la acerca a la de su padre y la toma. Puta madre, ¡ Que bueno es que te tomen la mano cuando necesitas que te tomen la mano!


Me sirvo un amable bourbón; en el vaso , un hielo se tiñe de ocre. Encuentro tan lejano aquel 2006. Si la vida son momentos ,y no años, me parece lógico encontrar tantos momentos aciagos. Y , también,como luces, brillantes, efímeras, nunca suficientes, pero siempre presentes, están esos momentos de alegrías , de sonrisas, momentos dulces, que nos dan ganas de seguir intentando.

Quizás esta demasiado tardía reseña no sirva para que vean "Babel". O quizás ya la vieron. En todo caso, aquí está, para aquel que quiera sufrir un rato.







"A mis hijos, las luces más brillantes en la más oscura noche".