Di varias vueltas a la manzana
hurgando por un lugar, girando la cabeza de izquierda a derecha, soportando bocinazos,
buscando lo imposible. Miré mi reloj: las doce. Entre la salida de los chicos del colegio y la
locura de los bancos, mi búsqueda tenia las mismas posibilidades que ganarme la
lotería. Resignado, aceleré, anduve tres cuadras y dejé el auto en una esquina,
asegurándome que no estuviese el cordón pintado de amarillo. Desde hacía un
tiempo a esta parte, parecía haber incursionado por la ciudad un grupo comando,
armado de gruesos pinceles y latas de abominable color amarillo pintando cuanto
cordón se les ocurriese. Ya no quedaban lugares para estacionar. Cerré el auto y me dirigí a la oficina en donde dejaría el sobre con los papeles que
me habían solicitado. Había finalizado julio y unos aromos tempraneros
mostraban sus flores. ¡Amarillo! ¡Otra vez! Pensé, pero esta vez sonreí: me
gustaban los aromos. Doblé en la esquina que me haría pasar por la plaza camino
a la oficina.
Crucé la calle y noté que habían renovado
las veredas. Unas baldosas que intercalaban gris claro y gris oscuro, habían sido
colocadas de manera perfecta, enmarcadas en dos líneas de cemento que
resaltaban lo inmaculado de esa recta que llegaba de esquina a esquina.
No era
lo único que habían renovado: los canteros relucían de petunias y el césped había
sido resembrado. Una hilera de bancos también nuevos bordeaban la vereda,
tentadores. Me sobraban unos minutos. Decidí sentarme en uno de ellos, mirando
hacia el centro de la plaza, de espaldas a la avenida.
La fuente mostraba unos chorros
potentes que reemplazaban a los anteriores, escuálidos. A pocos metros la calesita
giraba, mientras sonaba “Mi barba tiene tres pelos”.
Apoyé el sobre a mi lado y seguí
mirando: una madre revisaba su celular mientras su hija se hamacaba. Dos jóvenes
jugaban a enamorarse. Un viejito sacaba pedacitos de pan de una bolsa y los
tiraba a las palomas.
En otro banco un señor miraba.
Fijé mi vista en él. Estaba sentado erguido, con las manos en las
rodillas. Peinado hacia atrás. Vestía una camisa a finas rayas color azul, un
pantalón de gabardina perfectamente planchado, y unos mocasines color suela,
con una hebilla dorada, brillante. Desde donde estaba no podía verle la cara.
Me paré, sin saber porqué, y me acerqué. Giró su cabeza y lo vi. Era él.
Mi padre había fallecido quince años antes, pero estaba allí, en la plaza,
sentado, mirándome. Me sonrió y levantó su mano. Al acercarme palmeó el costado vacío del banco. Me senté y escuché un:”Hola, hijo”. Mi reloj se había detenido
en las doce y diez. Los pájaros hicieron un ruidoso silencio. Los chorros de la
fuente estaban estáticos, de hielo. La niña del columpio se detuvo en su balanceo,
en la parte superior de su recorrido, con la boca abierta dibujando una risotada y los jóvenes eternizaban su beso.
Miré a mi padre. “Hola, pá”. Mi
cabeza imaginaba preguntas que me parecían
estúpidas: ¿Cómo estás? ¿Dónde estuviste
todo este tiempo? ¿Qué haces acá?...
Estoy bien, hijo, muy bien, se
anticipó. ¿Y vos?
Comencé a contarle lo que había sido
mi vida después de su muerte, pero me interrumpió y me dijo: Ya lo sé. Sabía
todo lo que me había pasado. Con detalles. Había estado en cada una de mis
tardes. Me relató su dolor al verme sufrir, unos años atrás y su alegría de
verme resurgir. Se enorgulleció de mi decencia y me retó por mi estúpida arrogancia
y mi orgullo inconducente. No te culpes, yo soy igual…bueno era…y largó una
carcajada, la misma, la de ayer, la de siempre.
Pasó su mano por mi espalda y me abrazó. Estoy esta tarde aquí para pedirte perdón,
hijo. Perdón por no haberte abrazado mas, por no besarte, por no decirte todo lo que te quiero, lo que te quise. Quiero
que sepas que no sé porque no lo hice y, sobre todo, que sufrí por ello. Vaya a
saber por qué carajo (me sorprendió que dijese una mala palabra), lo miré: Si, ¡carajo!
no podía demostrar lo que sentía... Mis mandíbulas se habían entumecido y ya
estaba por hacer lo que siempre hago en estas ocasiones : llorar. Sin embargo,
comencé a hablar. ¿Vos te pensás que no lo sé, Papá? Siempre supe lo que me querías.
Claro que no me hubiese venido mal un abrazo, un beso en la frente, un "te
quiero", de vez en cuando, le recriminé mientras le sonreía, mirándolo a los
ojos.
Ya que estamos –continué- yo también
te quiero decir algo: Quiero que me perdones por no haberme despedido aquella
tarde. Quiero que me perdones por haber huido, pensando que si me iba nada iba
a pasar, nada iba a pasarte. Y cuando te volví a ver ya no eras. Perdóname,
Papi.
Ya es hora de que dejes de
culparte por ello ¿no te parece? , me dijo mientras acariciaba mi pierna.
Nos quedamos en silencio un tiempo
que no pude evaluar pero que me pareció infinito.
¿Estoy soñando, Papá?
No, hijo, claro que no.
¿Nos vamos a volver a ver? ¿Querés que venga,
todas las tardes?
No. Ya nos dijimos lo que nos queríamos
decir y -lo que es mas importante- nos escuchamos. Ahora, andá, andá, que vas a llegar tarde.
Agarré el sobre y me paré. Él se
paró a mi lado y me dio el mejor abrazo que jamás recibí. Tomó mi cara y me
besó con fuerza. Comencé a caminar, mientras mi reloj arrancaba, la niña del
columpio volvía a hamacarse, los pájaros retornaban con su canto y los chorros
de la fuente volvían a golpear con su murmullo.
Cuando me di vuelta ya no estaba. Apenas el viejito de las palomas y los jóvenes en su beso eterno.