domingo, 7 de julio de 2019

Temblar sin saber lo que es temblar.








Se acercó, me saludó y me pidió un número. Le respondí el saludo y le dije que se siente, que enseguida lo atendería. Me sonrío y retrocedió unos pasos, hasta la primera fila de asientos y se sentó. Unos minutos después lo llamé. El hombre miró a ambos lados y me volvió a mirar. Sí, Señor, usted, pase por favor.
Me extendió su mano y se presentó.
Tome asiento, por favor. ¿En qué puedo ayudarlo?
Vestía muy prolijamente, una campera verde de paño, pantalones beige y zapatos lustrados. Un pañuelo de seda al tono en el cuello. Su pelo era blanco, de canas también prolijamente peinadas. Tendría unos setenta años.
Quisiera que me ayude con este trámite. Es un tema que hace tiempo estoy reclamando.
Miré en los sistemas. El expediente al que aludía tenía diez años y ya estaba terminado hace nueve. Se lo dije.
Pero…no entiendo.
Volví a fijarme. Era así. No había ningún otro trámite en curso.
Durante unos minutos estuvimos hablando del tema. Por momentos lo noté tenso y pensé se enojaría.
Pero, pero…es que ¿sabe qué pasa? , me preguntó. Me parece que me estoy olvidando las cosas. Su semblante cambió.
Todos nos olvidamos las cosas, intenté conformarlo. Es esta vida loca que nos vuelve locos.
No, no. Yo lo sé. Estoy seguro, Insistió. Y agregó. Este mes me fui dos veces a Misiones.
¿Cómo que se fue dos veces a Misiones?
Me explicó que allí tiene un comercio al que va cada tres meses, pero que este mes fue dos veces. Dos veces en un mes. Y que no se dio cuenta. Sólo lo hizo al recibir el saludo del encargado de la estación de servicio del pueblo, donde solía cargar nafta al llegar.
¡Otra vez por acá, Don! ¡Qué extraño tan seguido! ¿Pasó algo?
Sus ojos brillaban, enrojecidos.
¿Fue al médico?, pregunté.
No, no, me respondió en voz trémula y suave. Tengo miedo.
Entiendo, le dije.
Los restantes minutos se desvanecieron entre intentos vanos de convencerlo para que vaya al médico y su temerosa terquedad.
Me estoy olvidando de quien soy. Hizo una pausa.
Me voy a tirar de las cataratas, dijo y me sonrió.
Preferí interpretarlo como un chiste, le di la mano, le devolví la sonrisa y miré como se iba, erguido.








Volviendo a casa intenté recordar eventos de mi pasado, puntuales. Y me di cuenta que desde hacía mucho tiempo no aprendía algo interesante, por ejemplo. Me di cuenta que no recordaba quien me había enseñado a decir gracias, ni cuándo.
¿Quién me enseño a pedir perdón? ¿Lo hice? ¿Cuándo aprendí a abrir la puerta y ceder el paso? ¿Cuál fue la tarde exacta en que eso pasó?
¿De qué manera aprendí a dar la mano fuerte y firme?
¿Cuándo fue que entendí lo que era amar? ¿Lo aprendí, finalmente? ¿Eso que creo amor es realmente amor?
¿Cuándo se estrujó mi corazón por vez primera? ¿Cuál mi primer lagrima?
No recuerdo ninguna de las  primeras caricias que seguramente recibí.
La voz de mi padre ya no es ni recuerdo. Como todas las voces.
Tampoco recuerdo cual fue el primer libro que leí.
El olor al perfume de aquel primer beso –que muchos años creí recordar- también se escondió en mi memoria.
Mi memoria es una caja llena de recuerdos desordenados en la que nunca encuentro el que deseo.
Estoy sentado en un galpón en un taburete alto. El sol de la tarde pasa a través de la ventana ,me da de frente y me encandila. Mi madre cocina y el  vapor hace temblar la tapa de una cacerola de loza color verde.
¿Quién me enseño a escribir? ¿Cuándo? ¿Cuál fue la primera palabra que leí sin ayuda?
Cierro los ojos y quiero recordar el primer llanto de mi hija, en vano.
Siento el traqueteo del avión sobre la pista, la vez que volé por primera vez. No recuerdo al avión. Ni el año. Ni la ropa que llevaba. Pero si la tela brillante y dura de los cinturones de seguridad.
Nado en una pileta de agua tibia y clara. Mi cuerpo es joven. Hay alguien sentado con los pies en el agua. No sé quién es.








En la ruta camino a mi casa el sol cae tras los arboles envuelto en naranja y frío.
Me pregunto si no será hora de dejar de preocuparnos por nuestros recuerdos y resignarnos a que vayan y vengan cuando quieran, que nos acompañen si es que quieren y si no dejarlos ir y disfrutar su olvido sin penas, viviendo este presente fugaz que devora futuros y se va, veloz, a esconderse en ese pasado esquivo que tanto nos preocupa.
Me pregunto si no será liberador olvidar, para siempre, definitivamente. 
Y vivir cada sonrisa recibida con la sensación de estar aprendiendo lo que es una sonrisa.
Y sentir la piel de la persona que amamos y descubrir el amor. Y temblar como es deseable temblar. Y temblar por primera vez sin saber que antes hubo otras.
Y conocer el dolor y creer en aprender. Creer sin entender que para aprender hay que recordar. Y olvidar nuevamente. Una y otra vez.
Siendo feliz cada vez.













domingo, 12 de mayo de 2019

Mi Jesús, mi Barrabás.







Soy mi propio Dios, mi Jesús.
Soy mi propio Diablo, mi Barrabás. (*)
Me equivoco y me perdono.
Me persigo y me escapo.
De mi,siempre de mi.

Soy el que me odia y me ama.
Soy el que me toca el hombro
Y me dice:
¿Vas a ser feliz alguna vez?
¿Vas a serlo, finalmente?

Tengo una vida siendo Pilatos
dejando escurrir los días
 entre mis manos
que se ensucian  de pasado.

Soy mi Jesús, mi Barrabás.
Soy el que me toca el hombro
Y me dice:
¿Vas a dejar de pecar?
¿Vas a ser feliz alguna vez?
¿Vas a serlo , finalmente?



























(*) claro que podría haber puesto "Satanás" en lugar de "Barrabás", pero éste ultimo representa el desperdicio, la elección equivocada, el error imperdonable de poder haber sido y haber tomado un atajo.

sábado, 11 de mayo de 2019

Daiquirí






(En los ratos  libres que nos queda cada día, jugamos un juego con dos entrañables amigos: tenemos que desarrollar un relato corto (¡cortísimo!) utilizando lo que la RAE en su pagina oficial denomina "palabra del día". Así lo venimos haciendo desde hace un tiempo solo con aquellas palabras desconocidas, extrañas y hasta graciosas , de a uno por día. Hace poco decidimos que haríamos un solo relato semanal usando las cinco palabras destacadas por la RAE.
Este es el primero de ellos -nada asegura que haya mas- con las palabras en negrita y cursiva que en este caso son: "pazguato", "sobre", "pacienzudo", "cayo" y "sinfín")




Daiquirí





Durante más de seis meses separó el dinero que le pagaban puntualmente el primer lunes de cada mes en la ferretería en la que trabajaba, al sur de Boston. En realidad el lugar era lo que los americanos llamaban Store, pero para él, un inmigrante latino con diez años de residencia ilegal, era una ferretería, una enorme ferretería.
Aunque el salario no era nada del otro mundo, se las arregló para poder colocar en la lata de sopa del primer estante de la alacena, trescientos dólares a principio de cada  mes.
El avión que los llevaría de vuelta a la isla les cobraba “quinientos dólares por cabeza” -así, en su precario spanglish, les había dicho el piloto el día en que arreglaron el vuelo, casi un año atrás- y era solo de ida. El resto de lo ahorrado sería para su familia. Volver de la isla al continente era otro tema bien diferente, que debía ser arreglado con poca anticipación al día elegido.
El aparato era un viejo Piper, de chapas con pintura  descascarada amarillo y blanco,  y sin número de identificación alguna, propiedad de un ex piloto de la primera guerra, ajado por la vida y al que el respeto a las leyes no constituía prioridad alguna.
Archie, así se llamaba, se dedicaba a cruzar gente a la isla, evadiendo
 los radares, volando casi rozando las olas y aterrizando en una pista
 clandestina que los días de lluvia se transformaba en un pantano, para luego volver rápidamente a la Florida. Su lugar de salida era otra pista también clandestina, en este caso un viejo aeródromo abandonado, al sur de Tarpon Springs.
Corría el año 1965 y la Revolución estaba en su punto más alto en la isla. Él, como muchos otros, había tenido que  huir unos años antes, dejando todo atrás: familia, amigos, casa y recuerdos. En los casi diez años pudo hacer algún que otro amigo y poco más. Siempre se había jactado de ser  pacienzudo que es como en su casa natal le llamaban a aquellas personas calmas y con paciencia infinita, pero estar sin su mujer y sobre todo, sin su hijo al que tuvo que dejar con apenas seis meses, habían terminado por vencerlo.
Había, además un motivo más que lo llevaba de vuelta a la isla: durante todos estos años fuera de ella se había convertido en un eximio lector arrastrado por las olas de recuerdos que le traían los libros escritos por ese escritor maravilloso que, paradójicamente, vivía un destino inverso al suyo. Ese escritor había ido a Cuba, se había enamorado de ella y se había convertido, quizás sin querer y luego sabría que muy a su pesar, en una cara de la revolución. Sus principales novelas y cuentos habían sido escritos allí, en la Finca Vigía o en el Hotel Ambos Mundos, en la habitación 511, en la que se recluía cuando necesitaba encontrarse con su soledad. El tiempo que no había estado allí, lo vivió en un ambiente similar, a pocas millas de distancia, cruzando apenas ese mar caliente lleno de los peces espada que amaba pescar en su yate “Pilar”, en su casa de Cayo Hueso.
 Había leído en un sinfín de oportunidades “El viejo y el mar” y cada vez que lo hacía volvía a Cuba sin volver y le parecía tocar a su hijo y besar a su mujer, en una congoja parecida al sufrimiento y que hacia inexplicable su lectura. Sabía que volver a la isla y hacerlo con boleto de ida, era una decisión equivocada, con pocas posibilidades de que las cosas terminen saliendo bien, sin embargo hacerlo no representó una opción: ya no soportaba estar fuera de allí.

La madrugada del vuelo seguía siendo noche cuando entraron al aeródromo. Habían viajado tres días en una vieja camioneta de uno de los cuatro pasajeros del avión, todos ellos cubanos, todos hombres, todos volviendo al lugar en el cual nunca habían dejado de pensar. Uno de ellos dejaba en Boston a su esposa y volvía para ver a su padre enfermo de muerte, por última vez. Desoyó consejos de amigos y de su propia madre , quien le imploró que no volviese, pero él se subiría a ese avión aunque fuese lo último que hiciese ya que consideraba que su vida no sería vida sin un último abrazo a su padre.
El viejo Piper arrancó sin quejas y se acomodaron rápidamente en la estrecha cabina. Archie les dijo: “Tienen suerte: anuncian buen clima. Si quieren dormir, les aviso cuando estemos prontos a llegar”.
Javier, el más joven de los cuatro, miró a todos con cara de sorprendido – cara de pazguato, diría una abuela – no obstante ello, a poco de despegar se durmió plácidamente.
EL viaje duró poco más de una hora, volando muy cerca de un mar turquesa por momentos teñido de plata por el sol. Cinco minutos antes de llegar, Archie dijo:” Muchachos, llegaron a casa”. La costa se recortaba en el horizonte y encima de ella, la sierra. Aterrizaron en un palmar inmenso, sin instrumentos, y agradecieron la pericia de Archie, quien posó al Piper en dos o tres suaves rebotes sobre la tierra blanda.
Habían acordado  que cada uno se arreglaría por su cuenta y por separado para llegar a La Habana, por lo que se dieron un gran abrazo y se perdieron entre las plantas, sin más.
Él , por su parte, había intercambiado cartas durante meses con su hermano mayor, usando un lenguaje de claves improvisado, y habían planeado encontrarse a unos diez kilómetros de allí, en un paraje costero llamado Tarimene.
Llegó, poco después del mediodía, y ello lo benefició ya que solo había tres personas en el bar: el cantinero; un viejo de piel del color del carbón, arrugado por la vida y por el sol, que fumaba un puro de fabricación casera , con su envoltorio verde y la brasa casi quemándole los labios ; y su hermano. El plan era ni siquiera saludarse, esperar unos minutos y salir por separado. El viejo Buick celeste estaba estacionado en una calle lateral y él ya lo había visto al llegar, lo que lo había tranquilizado.
Su hermano lo puso al día, le transmitió la tristeza de vivir como vivían, y le explicó que se quedaría en  casa de un tío paterno, en las afueras de La Habana, mientras decidía que hacer.
Dos días después recibió la visita de su mujer, a la que sintió como una extraña, y de su hijo , a  quien abrazó durante  quince minutos sin poder parar ni de reírse ni de llorar, empapándolo en lágrimas y en besos, pero sin poder dejar de advertir que solo él sentía lo que sentía y que el niño no podía devolverle lo que le daba. No los culpó y sintió un extraño sentimiento de tranquilidad y sosiego.
A la semana de llegar decidió visitar la Finca Vigía. Lo haría como turista aprovechando las pocas ropas que había traído y que lo diferenciaban de un cubano. Su tío completó el disfraz, prestándole una vieja cámara de fotos Pentax sin rollo.
En la finca vio su escritorio y su silla, sus trofeos de caza y sus fotos, vio como en una pared colgaba una capa de un famoso torero, de su paso por España. En una vitrina se exhibía abierto un viejo cuaderno con alguna página manuscrita de lo que después seria “París es una fiesta”. En otro anaquel, una revista reflejaba las elogiosas críticas de “Por quién doblan las campanas” anticipándose al Nobel. Una primera edición de “Adiós a las armas “ y “El jardín del edén” relucían sus lomos de cuero lustroso junto a un espejo oval.
Todo en la residencia evocaba al escritor y a su obra y se preguntó si aquellas personas que no habían leído sus libros podrían sentir lo mismo que él sentía.






Estuvo en la isla cerca de dos meses. Fue visitado por su esposa y su hijo en dos o tres oportunidades. Visito la Finca ,todos los días, casi sin ausencias, el hotel y el bar donde el escritor solía sentarse por las tardes a beber su propia preparación de daiquirí. Justificó ante el guía de la Finca sus repetidas visitas, mintiendo acerca de un plan de estudios.
Notó, en carne viva, que ya no pertenecía allí. Dudo acerca de cuál sería el lugar en donde finalmente pudiese sentirse ser.


Cuatro meses después se despidió de su hermano en el mismo bar de Tarimene y poco después volvería a recorrer aquel palmar, la misma pista de tierra blanda, esperando por el avión que lo saque de allí, que lo devuelva a cualquier lugar en donde ser feliz.




















"Siempre hay tiempo. Hasta que se acaba."  (4ta obviedad de Rouke, inolvidando) 

jueves, 11 de abril de 2019

Césped.





Camino. Por la noche,camino.
El ritmo es el de mi respirar.
Una suave y tibia brisa me acompaña.
A mi lado,un sueño pasa ,veloz
Y se pierde en una ‎esquina. 
Sigo. Por la noche,sigo.
El silencio solo admite mis pasos.
Casi no hay luz,ni luna.
Otro sueño pasa a mi lado,
Y se pierde en la esquina. En otra.
Me detengo.
Ya no quiero vivir persiguiendolos.
 -me digo en un susurro-
Ya no puedo vivir persiguiendolos.
- repito en un susurro-
Camino. Nuevamente,camino.
Sobre un techo veo,ahora si, la luna.
Amarilla.
Su luz ilumina una ventana de pintura brillante.
Y azul.
Huelo el aroma del césped recién cortado.
Mi padre me mira.
Llego a la esquina donde los sueños 
se perdieron.
Miro la calle.
Es muy parecida a aquella por la que vine.
Casi igual a aquella por la que iré.












Discriminando momentos de vértigo 
Como quien ordena anaqueles
Para un mañana que nunca llegará. 
Un orden abstracto,inútil,vano.




viernes, 8 de febrero de 2019

Un gato gris que nos mira







- Sos mi esperanza ¿Sabés?
Se lo dije así, de la nada, sin que guarde relación con algo de lo que veníamos  hablando ,  pero se lo dije.
Estábamos sentados mirando el fuego crepitar, mientras los leños iban transformándose lentamente en brasas, una noche de verano como tantas. En la mano derecha de cada uno había un vaso a medio tomar: a mí me gustaba el whisky; a él, la cerveza. Lo apoyábamos en los anchos apoyabrazos de madera pintada de verde  de los viejos sillones de su casa. Adoraba esos sillones. Eran sólidos y cómodos y, además, antiguos. Tenían todo lo que un sillón debe tener.
Me miró y me dijo:
- ¿Que decís? ¿Te puso romántico el whisky?
Ambos reímos. Él había enviudado hacia años, en circunstancias lo suficientemente trágicas como para que se hable poco de ello. Desde ese momento se había recluido en su vida. Iba a trabajar y volvía a su casa. Cuidaba a sus hijos, ya adultos, y a su madre, quien lo requería como quien quiere lavar las culpas de los errores cometidos. Durante años vivió escondido, agazapado, como con miedo a aquello que pudiera venir.
Nos hicimos amigos casi sin buscarlo, pero sin poder oponernos. Fue inevitable rendirnos ante nuestras coincidencias.
- No, le dije. Nada de romanticismo. Es la verdad. ¿Vos no te das cuenta, no?
Me miró más extrañado aún.
- Darme cuenta... ¿de qué?
- De lo que cambiaste. De lo que tu vida cambió. ¿No es obvio? ¿No es maravillosamente obvio?
Un leño grande cayó desde lo alta de la pila y provocó unas chispas que nos sobresaltaron. La luna era naranja y cercana.
- Es verdad, tenés razón. Ni yo lo puedo creer. Créeme.
Después de muchos años de soledad, él había conocido, casi sin quererlo, seguramente sin buscarlo, a una adorable mujer. Trabajaba en una empresa que proveía a la suya de insumos y se conocieron en una festividad de fin de año. Compartieron una mesa grupal e intercambiaron teléfonos. Se sorprendió recibiendo un mensaje días después. De esto ya hacía seis meses. Su cambio fue tan vertiginoso como notorio. Cambió su semblante, su sonrisa afloró, comenzó a interesarse en renovar su vestuario y ya no sentía esa necesidad imperiosa de recluirse en su casa.



Me acerqué a la parrilla y coloqué con cuidado la carne. Los brasas habían tomado el rojo necesario.
Pensé un poco en mí.
Fue necesario verlo tan feliz para darme cuenta de mis días grises. Yo también había construido un fuerte de gruesas paredes en torno mío. Las paredes no estaban compuestas de ladrillos, sino de palabras, de ideas, de sensatas -creía- convicciones: "Ya no la amo", " ¿Extrañarla? ¿Quién? ¿Yo?", " No, hoy no salgo, me quedo en casa, estoy bien" ,"¿Así que tenés alguien para presentarme? ¿Y quién te dijo que yo quiero que me presenten a nadie ?"
Me di cuenta que, de alguna manera, yo  era él. Yo era , ahora, el mismo que  él  había sido hasta hace unos meses. Y me di cuenta que también estaba agazapado, como con miedo, como quien espera sin esperar.
Me acerqué a mi sillón y volví a sentarme. Él había llenado mi vaso. Acercó el suyo y los chocamos.
En el aire  ya paseaba el aroma de unas hojas de laurel que había puesto a quemar.
Un gato gris nos miraba desde la pared blanca del fondo.






- ¿Entendés porque sos mi esperanza, no?













jueves, 10 de enero de 2019

Una pintura suave y brillante.







Desde el cambio de vagones en el tren que utilizaba diariamente para trasladarse al centro de la ciudad, él se encontraba incómodo. Los nuevos vagones eran lustrosos, de pintura suave y brillante, que él tocaba al subir pasando su mano  sobre ella para luego tomarse de la barra metálica, también cromada y brillante, y subir al vagón. Los asientos eran mullidos y se acomodaban perfectamente al cuerpo, otorgando una comodidad inédita para ese tipo de transporte. Había música y, desde ya, los nuevos vagones  estaban climatizados perfectamente, de manera que tanto en los helados inviernos como en los veranos de calor bochornoso, los viajes eran algo casi parecido al placer.
Sin embargo, él sentía una incomodidad que surgía de una ausencia: el traqueteo de los viejos vagones sobre las también viejas vías había desaparecido. Ese traqueteo era el que le daba el ritmo al viaje, al inevitable cabeceo, al hecho de entre dormirse entre sonidos que ya no estaban; paradójicamente, el silencio le molestaba.
Desde su niñez –ahora tenía cuarenta años- utilizaba el mismo tren para ir a la ciudad. Primero para ir a la ciudad, generalmente por diversión – recordaba ir al parque Central y acercarse al pequeño lago en el que los patos nadaban y se acercaban a la gente por comida, alguna ida al cine o  a una casa que vendía unos pasteles con membrillo chorreantes de almíbar,siempre con  su madre y sus hermanos-; luego ,cuando comenzó a ir a bailes o a la casa de alguna novia que no vivía en su barrio. Más tarde para ir al trabajo, bien temprano, a la fábrica en la cual trabajaba su padre y luego él, en el otro extremo de la ciudad.
La fábrica lo había despedido hacia casi un año, sin importarle demasiado su historia en la empresa , sus necesidades y la de sus compañeros, por lo que los viajes en el tren habían bajado a dos o tres veces por semana para presentarse en entrevistas de trabajo que siempre lo hacían volver cabizbajo y malhumorado.
Si algo no cambió al renovar los vagones fue la presencia de los niños. Una niña rubia ,de pelo desordenado y ojos de un celeste casi blanco, vestida con ropas que evidentemente habían utilizado sus hermanos varones ,aparecía casi siempre a la misma hora , sola. Ofrecía, alternativamente, pañuelos, golosinas, agujas y alfileres  o todo aquello que le diesen para vender. Él nunca aceptaba lo que le ofrecía pero siempre le daba algo de dinero.
Desde hacía unos meses los niños eran varios. A la niña rubia se le habían agregado dos o tres niños más. Se intercalaban en el ingreso al vagón y ofrecían más o menos lo mismo. Sus edades eran, también, las mismas: entre ocho y doce años, no más. Él pensó que la edad para pedir limosna o intentar vender algo haciendo valer la edad no podía ser mayor a esa: ninguna persona le daría dinero a un joven de quince o más años. En ese caso solo se limitaría a vender algo y ello estaba más controlado en el tren.
La primera semana les dio dinero a todos los niños. Subiendo al tren en la semana siguiente se dio cuenta que no podría seguir haciéndolo. El dinero de la indemnización era escaso y debía ajustar sus gastos al máximo. Ya había tenido discusiones con su esposa por ello. ¿Por qué comprás vino? ¿Es necesario? ¿Por qué esto? ¿Por qué el otro? Claro que ella no pensaba lo mismo cuando él le decía lo mismo acerca de las compras de cosméticos o cosas por el estilo: ¿Querés que vaya a trabajar hecha un desastre? ¿Eso querés? ¿Querés que me echen y nos quedemos sin ningún ingreso?
Las cosas no estaban nada bien . Cuando ella se levantaba por las mañanas para ir a trabajar y él no tenía nada para hacer , sentía que algo se revolvía en sus tripas. Comenzó a prestarle atención al detalle que ella le ponía a su arreglo personal y se preguntó si lo estaría engañando con un compañero de trabajo. Llegó incluso a esperarla a la salida de su trabajo, oculto detrás de una camioneta. Esa tarde ella fue a hacer unas compras para la cena y volvió a casa. Entre otras cosas, ella le compró un chocolate , que le dio después de la cena.Se sintió avergonzado.





Al subir al tren tomó una decisión: le daría dinero solo a la niña rubia. Le pareció odioso que tenga que ser él, quien supuestamente estaba ayudando a alguien, quien, a la vez, discrimine a quien ayudar y a quien no.
Es la puta vida, pensó.
Ese día supo que la niña se llamaba Zoe. Le pareció un nombre hermoso pero, a la vez, más acorde a otro país. Se lamentó de sus preconceptos estúpidos y de su creciente intolerancia a todo lo que no le resultase correcto. Relacionó esto a una vejez incipiente y se consoló pensando que uno es el producto de un cúmulo de cosas que fue aprendiendo en la vida y de las cuales no es culpable, sino víctima.



En las entrevistas a las que concurría solía encontrar la misma respuesta: lo llamaremos. Él sabía que ello significaba exactamente lo contrario, por lo que ya no se preocupaba en sonreír al empleado que lo entrevistaba. Su humor iba empeorando día a día y él sentía como su garganta se transformaba en un nudo o su pecho parecía vaciarse y quedar ausente de todo, hasta de sus propios latidos. Pensó en consultar al médico, pero un ex compañero de la fábrica – también despedido- al que se encontró en un bar después de una entrevista, le dijo que había sentido lo mismo y que había ido al médico. El doctor, después de hacerle los chequeos de rutina, le dijo: “Es angustia, Sr. Es tristeza, preocupación” y le recetó unos tranquilizantes que le dieron resultado unas semanas hasta que el nudo volvió aparecer.



La niña rubia se dio cuenta de lo que pasaba. Seguramente lo comentó con los otros niños a los que él había dejado de darles dinero. Una tarde, volviendo a su casa, ella se sentó a su lado durante algunos minutos, algo inusual ya que  solo se paraba frente a la persona a la que le ofrecía sus cosas, con su mejor cara para la ocasión. Le preguntó si tenía un perro, a lo que él contesto que no, que lo había tenido, pero que había muerto hacía ya unos años.
       -     ¿Cómo se llamaba?
       -      Carbón.
-                       -  ¿Carbón? , rio. ¡Qué nombre raro!
-                       -  Es que era todo, absolutamente todo, negro. Hasta sus uñas. Todo. Salvo sus ojos, claro.
-                       -¿Y de que murió?
A Carbón lo atropelló un auto mientras cruzaba a toda velocidad la calle persiguiendo un gato, pero él prefirió decirle:
       -      De viejito.
       -      ¡Pobre Carbón!, dijo , y se marchó.




Fue al llegar de una de tantas entrevistas. Al entrar a su casa, sobre la mesa de entrada, apoyada en el espejo, estaba la nota. Le dijo que estaba cansada, que no era feliz. Que lo había intentado una y otra vez, pero que no había podido. Le dijo que se quede tranquilo, que no había una tercera persona. Le pedía perdón por decírselo de esta manera pero que no se atrevía a hacerlo personalmente. Por último, le dijo que se iba a casa de su madre y le deseaba que fuese feliz.
Él se sentó en su viejo sillón y se quedó mirando el televisor apagado un tiempo largo. No pudo distinguir si el pecho vacío era producto de la carta o era el mismo pecho vacío de siempre. Tampoco pudo saber por qué no lloró. Descartó que fuese por falta de amor. La amaba. Pero también sabía que ya las cosas no eran como ellos habían soñado.
Se preguntó si el hecho de no poder llorar  sería otra consecuencia de todo lo que le pasaba, si habría que sumarlo al nudo en la garganta y al vacío en el pecho.




La niña rubia dejó de venir por varias semanas. En uno de sus viajes decidió preguntarle a otro de los niños.
-                            - A Zoe le pasó algo feo, dijo el niño de gorra de un equipo de básquetbol americano.
-                            - ¿Algo feo?
El niño no quería hablar.
Hizo algo de lo que  seguramente se arrepentiría, pero que le pareció indispensable hacer: le mostró un billete. Un billete más grande de aquellos que solían recibir en sus interminables recorridos por los trenes.
-                            - A Zoe la agarró el tío.
-                            -¿La agarró? ¿le pegó?
-                            -  No, dijo el niño.
No fue necesario que le diga nada más. Le dio el billete y vio cómo se fue caminando, hasta que abrió la puerta hacia el otro vagón y la cerró tras de sí.




La policía acudió, al parecer, por la denuncia de un vecino quien dijo que no era normal que las luces del porche estuvieran apagadas por las noches y además, ese olor…ese olor tan desagradable que uno no podía evitar oler al pasar por la vereda.
Derribaron la puerta y el olor les confirmó las sospechas del vecino. Su cuerpo colgaba de una viga de madera gruesa del techo , apenas a unos cinco centímetros del piso. Hinchado y deforme, solo estaba vestido con su ropa interior. Todo en la casa estaba de manera pulcra y  ordenada, como si él la hubiese preparado para la ocasión.
Sobre la misma mesa en la que su esposa le dejó la nota cuando se fue, él dejo una.
Constaba de unas pocas líneas:
Durante todo este tiempo le pedí a Dios que me ayude.
Perdí mi empleo y mi mujer. Perdí mi dignidad y mi felicidad.
Dios nunca acudió en mi ayuda.
Es por ello que yo me transformé en su Dios.
Yo fui el Dios que la liberó de su infierno.


El caso fue cerrado rápidamente por la policía. Sencillo fue saber lo de su despido de la fábrica en la que había trabajado toda su vida y la separación de su mujer. Sus ex compañeros dieron fe de su estado de ánimo nada bueno, cercano a la depresión. La carta sin sentido era coherente con todo ello.



Nadie reparó en el improvisado altar que había en el fondo, junto a un sauce de verde furioso; apenas algunas piedras de río, redondas y grandes apiladas, debajo del cual había algunos huesos de perro y el cuerpo de Zoe.














- ¿Sabés a quien vi ayer?
- no
- A Irene.
- ¿Y como la viste?
- Vieja, triste.
- Es que la felicidad tiene un precio, ¿sabés? La comodidad, en cambio, te arruga.