domingo, 22 de julio de 2018

Lito






Cuando un matrimonio, una pareja se diluye uno se encuentra con que la mayoría de los objetos  son divisibles en partes iguales o parecidas. Es así como los álbumes de fotografías de separan en pedazos, algunas toallas y sábanas van para un lado y para el otro, lo que antes eran docenas de cuchillos y tenedores pasan a ser unas muy útiles medias docenas. Algunos cuadros y adornos, algunos libros, van para  acá , otros para allá.
Sin embargo otros objetos no son divisibles: en mi caso, el auto, los televisores y el lavarropas pasaron a ser ausentes notables. El colectivo y los libros fueron aliados inevitables para suplantar a los primeros hasta que pude reponerlos. El lavarropas no. De todas las tareas que hay en una casa y que un hombre –en estas épocas es inevitable que aclare: un varón de un matrimonio heterosexual- no suele hacer , hay unas que odio de manera especial: lavar la ropa y , aun mas, plancharla. De manera que busqué un reemplazante al artefacto evadido: el laverap.
A pocas cuadras del que en ese entonces era mi trabajo funcionaba uno. Era un pequeño local comandado por un pequeño hombrecito y ayudado por una mujer. La primera vez que fui, saludé, entregué mis bolsas con ropa y escuché al hombrecito decirme:
- “No la querrá apurado, ¿no?
No se había preocupado en saludarme y ya me estaba demostrando como serían las cosas.
- “No”, le dije. Y me fui.

Lito –supe su nombre meses después- tardaba el doble que otros laveraps. Pero dejaba la ropa impecablemente doblada y perfumada. Nunca tuve que  planchar mi ropa hasta que , un par de años después, cambié de trabajo y necesité planchar mis camisas. (Eso lo haría Mirta, la mejor planchadora de la región, lejos, pero esa es otra historia). Antes de retirar las bolsas, Lito las volvía a abrir –les hacia un nudo a las bolsas de polietileno que permitía desanudarlo sin romperlas- y echaba un par de disparos con el frasco de perfumina: la yapa, me decía)
Lito tendría sesenta largos, era canoso, bajito y usaba lentes. Su local se llamaba “Mechongué” en evidente alusión al terruño.
El Lito arisco y gruñón, lejano , del comienzo fue dando paso al cortés y cercano. Comenzó equivocando mi nombre, pero enseguida se esforzó en  prestar atención a su error y se enmendaba, rápidamente, disculpándose.

En tiempos difíciles , Lito siempre estuvo.
- ¿Tenés?
Antes de que llegase a contestar, sacaba un fichero en el cual, con perfecta letra enseñada por una educación que ya no existe, anotaba mi deuda mientras decía: “Me lo traés la próxima, Andá, andá”
Me pidió algunos  pequeñísimos favores  que cumplí con placer pero que él insistió en recompensar:
- “Este paquete es por tal cosa”
- “No, Lito, es mi trabajo , no me tenés que dar nada”
Me di cuenta que a personas como Lito no se les puede insistir. Me la ingenié distinto: dejaba pasar unos días, cosa que él no relacione los tantos, y le llevaba un budincito, un aceite de oliva, una botella de vino.
Su local tenía unas rejas que lo protegían de los robos, de manera que , al abrir la puerta de entrada , uno pasaba a un pequeño espacio de no más de un metro y medio de lado y era atendido, a través de una especie de ventanilla, por Lito.
Un día, Lito abrió la puerta, me hizo pasar, me dio un beso y me dijo:
- “Buscáte las bolsas “.
A partir de ese momento nunca más me quedé en el pequeño lugarcito de la entrada.
Otro día, recuerdo haberle pagado con un billete grande.
-“¿No tenés más chico?”
- “No, Lito, el cajero me dio esos” dije, señalándole el billete.
- “cerrá la puerta”, me dijo.
Cerré la puerta y vi como Lito abría su escondite secreto de dinero, sacaba el cambio y me daba mi vuelto.
Pequeñas cosas.


Hace cosa de un año vi a Lito dolorido. No pudo agacharse y me pidió que lo ayude. Fui a mi casa y no me quedé tranquilo. Llamé a Mirta. Me enteré que Lito venia sintiéndose mal desde hace meses y que, como buen testarudo,    nunca había consultado al médico. Lito vivía solo, solterón, y sus únicos familiares vivían en Mechongué.
Comenzó con los estudios que arrojaron la peor de las noticias. Comenzó con el tratamiento. A mi cabeza volvieron los recuerdos de mi padre enfermo de la misma mierda. Sus padecimientos, sus dolores, su final.
Lito pareció calcar la ruta. La enfermedad comenzó a hacer su trabajo de maldita infalibilidad.  Bajó de peso , mejoró, empeoró y volvió a mejorar.
Una tarde lo vi con un enorme moretón en uno de sus brazos. Lito se había pegado un porrazo bajando se su cama y había estado tirado allí hasta que los vecinos pudieron entrar a su departamento, sin poder levantarse.
Me contó esto como con vergüenza, impotente, pero siempre hablando de su recuperación, de “cuando esté bien”.


Mirta me llamó y me dijo que habían internado a Lito. Pregunté donde estaba y su habitación. De pasada compré unos bizcochos que sabía le gustaban. La habitación estaba en penumbras, la cama a su lado estaba vacía y no tenia visitas. Dormía. Me quedé mirándolo unos minutos, entreabrió sus ojos y se sorprendió al verme allí. Me preguntó :
- “¿ Porqué te molestaste?” . Abrí los bizcochos sin que nos vea la enfermera, lo ayudé a incorporarse. Sus brazos , de una delgadez que no puedo olvidar ni cerrando los ojos, tomaron el bizcocho y lo llevó a su boca. Mordió con ganas y me dijo:
- “Mmmmmmm”.  
Sonreí.
- “Tendríamos que despedirnos”, me dijo.
Lo miré, impávido.
- “ya no voy a volver al Lavadero, no estoy para esos trotes”, sonrió.
- “Ah,¡ me asustaste, Lito!”, le dije, tomándole la mano. “Bueno, voy a tener que conocer Mechongué”, dije.
- “Cuando me mejore le digo a Mirta que te avise y te venís a tomar unos mates”.

Me fui caminando por los pasillos de fluorescentes parpadeantes hasta el auto.
Lito murió durmiendo, ayer.
Posiblemente no conozca a muchas personas como él. Quién sabe.
Agradezco a mi ex, que se llevó el lavarropas.
Agradezco no haber comprado nunca uno.
Agradezco haber ido al hospital aquella tarde, haber compartido esos bizcochos.
Agradezco que Lito me haya engañado y a mí, dejarme engañar.
Una tarde de estas voy a tener que ir a Mechongué.