sábado, 28 de junio de 2014

la lentitud del pergamino

 A la hora de siempre,  en el mismo lugar,  como cada sábado, me siento,  huelo el café que pasa para otra mesa, pido el mio.
Abro el diario con la ilusión de que al menos una línea perdure en mi.
Mientras espero el café,  los veo. El hijo cincuentón y su madre de piel de pergamino. Entran del brazo, como siempre, el corre su silla y espera a que ella pueda,  finalmente,  sentarse.
El café llega y mientras desarrollo la modesta ceremonia de endulzarlo  , sigo mirándolos. Él le habla y ella lo mira,  sin contestarle, pero con un dulce en su mirada.
Un largo rato están asi. Me pregunto cuanto más cómodo hubiese sido para ese hijo sentarla frente a una ventana, como tantos.
El pide la cuenta, se para,  ayuda a que ella haga lo mismo, con esa lentitud en la que vive, le coloca la bufanda, una, dos vueltas, acomoda sus cabellos, le extiende el brazo para que ella lo tome, salen caminando despacio.
Debo estar entrando en esa edad en la que uno se emociona por estas pequeñeces,  extrañando ser el que era, y volver a preocuparme por las cosas verdaderamente importantes, como cambiar el auto o ver a que lugar podré irme a pasar unos días este verano.

jueves, 26 de junio de 2014

La piel que muda





Lo voy a contar ahora por dos razones: la primera es que ya pasaron diez años lo que me hace suponer que los motivos que hicieron que mantenga este secreto han, seguramente, desaparecido. La segunda es que no creo poder sentir ni culpa ni remordimiento por contar lo que ahora cuento. (Hace diez años, si. Seguramente me hubiese sentido una basura. Hoy ya no.)
Recuerdo la fecha muy bien: 6 de mayo de 2000. La tengo grabada a fuego. Nunca fui muy bueno para las fechas, más bien un desastre. Olvido cumpleaños y aniversarios y ni hablar de batallas y revoluciones, en la secundaria ya lejana.
Pero estoy seguro de recordar para siempre el día en el que me dieron los resultados de los análisis de Virginia. El médico me dijo, con su lengua bisturí: “Estimo  que tres meses, Ozil. A lo sumo cuatro. Está muy avanzado. Lo siento”


Me llamo Ozil. Según mi viejo, era el nombre de un jugadorazo turco que jugó en la década del setenta en España. Nosotros de turco no tenemos nada. Leonetti es mi apellido. Ozil Leonetti. Toda la vida: o-zeta-i-ele, con i latina, sin hache.

Caminé despacio por la vereda de la plaza que está frente a la clínica. Pensé que me iba a largar a  llorar en cualquier momento. Sin embargo, ni una lagrima, solo el ladrillo en el pecho. Hacia frío, pero no me importaba. El pochoclero me ofreció pochoclo de una cuchara, con una sonrisa. Le agradecí y seguí. ¿Cómo se lo diría? ¿Que sería de ella? ¿Y de mí? Veintisiete años. ¡Veintisiete años! ¿Cómo mierda?
Había pedido permiso en la oficina para ir a buscar los resultados. Miré el reloj. Apuré el paso.
Me senté en mi escritorio, guardé en el cajón los resultados y miré la pantalla negra.
No sé cuanto pasó antes de que Tato se me acerque. ¿Diez minutos? ¿Una hora?
¿Y?, me pregunta. No pude hablar. Debo haber sido muy expresivo. Me abrazó. Poco a poco se acercaron todos mis compañeros. Hasta Fermín, el chiquitín mudo, se acercó y me dio un beso.
Mi supervisor se acercó y me dijo que me podía retirar cuando quisiese. Se lo agradecí, pero yo quería quedarme toda la vida allí. Me tomé un café que me preparó Sarita, amargo, agarre mis cosas y me fui. Llegué a casa a eso de las cinco. Estuve más de una hora dando vueltas vaya uno a saber por dónde.
Virginia me recibió con esa sonrisa que me podía. La abracé, fuerte, y le di un beso. ¿Dieron mal, no? La miré sin decir diciendo. Me sonrió, se paró más derecha aun de lo que siempre solía, y me dijo: ¿Vamos a comer a algún lugar lindo?
No llegue a contestarle, sonó el timbre. Abrí la puerta y vi a Fermín. El chiquitín mudo. Fermín media poco más de un metro sesenta, de ahí lo de chiquitín, pero no era mudo, simplemente no hablaba. Tenía unos sesenta años, el cabello corto y un bigote finito.
Hola, me dijo. ¿Puedo pasar?
Sí, claro. Fermín siempre vestía de traje color gris claro, camisa blanca, corbata azul y zapatos negros. Llevaba, además, y siempre, un paraguas.    


                           
                                                                  
Colgó el saco y el paraguas y me miró.
Pasá, pasá…Sentáte.
Nos sentamos en la cocina. Me incomodaba un poco estar allí, con Fermín, sin saber que decirle, hasta que, por suerte, habló:

Soy Dios.

Virginia acababa de entrar a la cocina y lo escuchó. Fermín la miró. Sentáte, Virginia, Sentáte, le dijo. Le estaba diciendo a Ozil que yo soy Dios.
Nos miramos con Virginia seguros de que, en otra ocasión, nos hubiéramos muerto de risa.
Yo sé que es difícil, lo sé. No es la primera vez que me pasa, de manera que voy a repetir lo ya hecho. Sobre la mesada estaba la pava, brillante, impecable, de acero inoxidable. Muy suavemente se elevó, se acercó y se colocó casi sobre el hombro de Fermín. Mis ojos estaban casi tan grandes como los de Virginia. La pava voló hasta la pileta, se levantó la tapa, el agua comenzó a salir de la canilla, se volvió a tapar, se colocó sobre la cocina y el fuego se encendió. Una a una, se fueron acomodando las  tazas, los platos y las cucharas.
¿Té? ¿Café? preguntó Fermín.
Café, dijimos al unísono. Virginia dijo:”el café está en…”
 En la segunda puerta, segundo estante, detrás del colador, dijo Fermín, sin darse vuelta.
Soy Dios, chicos. ¿Van entendiendo? Pensá en algo, Virginia, dijo.
Virginia cerró los ojos.
Un patio de baldosas rojas. Sobre la pared de pintura descascarada se apoyan macetas pintadas de blanco, con malvones, también blancos. Estas jugando con una muñeca rubia. Tu papá te mira.
Por la mejilla de Virginia comenzaron a derramarse lágrimas, primero tímidas, después a raudales.
¿Sigo?, preguntó Fermín.
Me miró. Si, lo sé, me dijo. Se lo que lo extrañas al viejo. ¡Qué tipazo, Vicente! Cuando te fue a buscar a colegio, la vez que lo llamó la directora…esa vez que esperabas un reto, pero él te dio la mano, manota, volviendo a tu casa, la de la calle Ecuador, y te dijo: No lo hagas mas, Ozil, ¿sí? Nunca más. El respeto ante todo. Y vos levantaste la cabeza y apretaste la mano y supiste, de repente, lo que querías ser cuando seas grande: Ser un tipo como él… ¡cómo no extrañarlo!

La cuchara sirvió las exactas cucharadas de café y de azúcar. Vos, Ozil, una. Virginia, vos dos.
Al principio, chicos, tenía su encanto. La gente te respeta, sentís el agradecimiento y te reconforta poder ayudar. Mas luego, algunas cosas no anduvieron del todo bien. La gente comenzó a agolparse allí donde yo viviese. Sin respetar horarios ni a aquellos con los que yo vivía. Hasta que una tarde, en El Cairo, allá por el trescientos cincuenta después de mí, me cansé. Ya no tenía ganas de ser Dios. De estar siempre a disposición. De no poder tener una vida. Mi vida.
Yo se que suena raro. Ustedes dirán: Dios, ¿no está obligado a estar siempre , a ayudar siempre?
Y la verdad que no, chicos. No. Cuando estaba muy cansado y les decía a aquellos que venían de cientos, de miles de kilómetros a verme, que ese día no podía, no lo entendían. En Praga el padre de un enfermo de fiebre amarilla me amenazó con un cuchillo. En Pakistán un grupo de fanáticos me quiso apedrear.
Me obligaron, créanme. Ya van cientos de años que estoy así. Vagando. Yendo de acá para allá. Enamorándome y desenamorándome. Sufriendo.
Una vez, a orillas del Ródano, una joven me besó. Una joven a la que nunca tendría, a la que nunca olvidaré, ¿entienden?
Generalmente surgen situaciones en las que ya no puedo ocultarme. Como esta, con ustedes, ¿saben? No me aguanto. ¿Y qué pasa entonces? Pasa que debo dejar todo y partir. Allí adonde no me conozcan. A aprender un nuevo idioma (se tantos que ya comienzo a olvidarme algunos), a conocer nuevas gentes. A tratar de pasar desapercibido, como Fermín. A propósito: ¿A quién se le ocurrió lo de: Fermín, el chiquitín mudo? Si ,ya se, a Tato. ¡Qué gracioso!

Bebimos un poco de café, que, pese a haber estado más de media hora sin ser tomado, mientras Fermín hablaba, estaba a la temperatura perfecta. En un plato había unas galletas que no recordamos haber comprado.
Dame la mano, le dijo Fermín a Virginia.
Supe después que Virginia sintió un calor que casi la quema. Su piel amarillenta comenzó a mudar al color de los que aun deberemos esperar para morir, su pelo adquirió brillo y su espalda se irguió. Soltó un gemido.
Yo miré todo aquello y hoy, diez años después, recuerdo cada instante.
Mientras la mano de Fermín tomaba la de Virginia, el hablaba, casi en un susurro, como extraviado. Me recuerdo corriendo en las colinas,dijo, a las afueras de Roma. Escondiéndome en Cincinnati. Volviendo a escapar en un tren abarrotado de esclavos en las minas de diamantes de Kimberley.  Siendo uno más en Treblinka, esperando el final. Adorado en Tulum. Perseguido en Constantinopla y nadando en el Éufrates, soñando con que todo terminaba. Pero todo continuaba. Hay una aldea en Nepal a la que , alguna vez, me gustaria regresar.
Y vuelta a vivir. Y vuelta a escapar.

Le soltó, en un estertor, la mano a Virginia y se quedó callado, respirando profunda y suavemente. Un vaso se llenó de agua y se acercó a su mano derecha. Lo bebió con fruición.
Virginia se quedó callada unos minutos. Se paró y se la escuchó subir las escaleras. Volvió con un abanico que era de su abuela. Yo siempre supe que ese objeto era, quizás, el objeto más preciado por Virginia entre todos los que pudiese tener. Se arrodilló a los pies de Fermín ,  colocó el abanico en sus piernas,  apoyó su cabeza en su regazo y lloró como nunca antes lo había hecho, como nunca más lo haría.
Fermín acarició su cabeza y le dijo: Estás curada, Virginia.


Una de cal y una de arena, me dijo. La semana que viene se muere tu abuelo. Despedite.


Nos volvimos a mirar con Virginia. Lo miramos.

Podría pedirles que no se lo digan a nadie, claro .Ya lo intenté en otras ocasiones. ¡Pero es tan difícil mantener un secreto!  Prefiero liberarlos de esa carga.

Caminó hacia el pasillo donde estaba su saco y comenzó a colocárselo: Me miró y dijo: ¿Dónde estaré la semana que viene? ¿Qué idioma hablaré?  ¿Qué aspecto tendré?
Me acarició la mejilla, tomó el paraguas, se acomodó el saco y salió.




P.s.: En un diario, el año pasado, leí que una joven holandesa había sido milagrosamente curada de las heridas sufridas en un incendio, en una pequeña localidad cercana a Amsterdam llamada Hilversum. La crónica refiere la misteriosa desaparición de una persona que creían un enfermero.



P.s.II: Cuando Virginia lloró aquella tarde, pensé que nunca volvería a llorar de esa manera. Me equivoqué. La tarde en que nació nuestro hijo, teniéndolo en su pecho, a minutos de nacer, volvió a hacerlo. No hubo dudas en cuanto al nombre que llevaría el pequeño.



Esto no es una postdata, es solamente, la apostilla de pensar que , quizás, saliendo de la clínica, después del nacimiento del bebé, Ozil se sienta en su auto, lo enciende, coloca la media que se le salió al bebé, sonríe, mira a Virginia , prende la radio y escucha este tema.




Para L. Mientras hay amor, hay esperanza.

martes, 10 de junio de 2014

Transcurro

Voy a levantarme. Incluso antes de que suene la alarma. Me duele acá. Tendré que acostumbrarme. Voy a buscar, rápidamente, que ropa ponerme. Esto no. Esto. Y esto otro. Tengo dos relojes, elijo uno. Voy a mirarme en el espejo .Soy casi el de siempre. Me sonrío. Paso mi mano derecha por la frente. Lo que parece una arruga, es una arruga. Sigo cantando la misma canción que anoche, sin cantarla, en silencio. Creep. Afuera, solo la aun noche y el gallo eterno. El perfume que me gustaba anoche, me sigue gustando. Mucho. Cierro los ojos ya sin sueño y me huelo. Puedo estar en mil lugares. Y en ninguno. Con vos. Solo. Alegre. Triste. Abro los ojos y miro el reloj. Tranquilo. El auto me es fiel, una vez a la llave y nada más. Pongo más música. Otra. Baby, you turn me on. En la ruta una niebla pertinaz disfraza de  miedo el camino. Pongo voz grave y creo cantar bien. Una joven espera el colectivo y de su boca sale vapor. El reloj de mi trabajo me desconoce, terco. En la felicidad de no pensarte, transcurro. Cuando salgo, la camarera me sonríe. No sé si hay paz en su sonrisa , pero creo ver paz en ella. Subo al auto, me restrego los ojos. Los lentes de sol calman mi mirar. En el lugar en el que los libros viven, tomo un café. Pienso. Todo el día pienso. Tantas cosas. Intercalo tonterías con alguna que otra brillantez. Voy al baño. Una de las luces no funciona pero alcanzo a leer uno de los versos más hermosos, escrito con birome en una puerta. Vuelvo a mi mesa. El café despide volutas que se pierden en una fotografía que cuelga de la pared.
Coloco el pocillo en mi boca y dejo que el líquido caliente se deslice  en mi boca. Como con el perfume, me transporto. A tantas tardes, tantas charlas. Tanto amor. Llego a mi casa. El ausente ladrido. Las hojas del otoño en mis 
suelas. Pienso en ir a caminar. Me arrepiento y me tumbo en mi sofá. En la televisión danzan corruptos , infieles e infelices. Mientras el sueño me vence pienso en cuanta gente confundida navega en mis mares. Cuanta gente que se cree feliz. Cuanta que sabe que nunca lo será. Cuantos arrepentidos. De haber perdido. El amor. Preparo mi cena. Sirvo una copa con sabores. Que recorren mi lengua. Y despiertan mi soñar. Estoy con vos. Temblando en mis brazos. Y te leo mintiendo amor. Cuando abro los ojos y no estás pienso en el camino que elegiste. Tan quieto. Tan correcto. Y, mientras me compadezco de tu error, tomo el libro. Leo los versos tan sentidos. Miro el reloj. Y apago la luz.Y me sumerjo en mi noche. Y nado.  

domingo, 1 de junio de 2014

Marga




Nos sentamos siempre en la misma ubicación. Cuando digo la misma ubicación no me refiero al nada original circulo que formábamos, me refiero al orden en el que rodeábamos a Carlos. Éramos seis. Seis mas Carlos, claro. A su derecha, Marga, la única mujer del grupo. Luego Martín, Pipo, Lucas, Fito y yo. Así no sentamos el primer día, ya hace de ello cuatro años, y así seguimos haciéndolo cada jueves, cuando nos juntamos con el grupo de alcohólicos anónimos en la parroquia de Santa Ana. Llegamos puntuales a las ocho, nos saludamos, charlamos un rato, en la vereda, y esperamos a que llegue Carlos, que siempre llega unos minutos más tarde porque a las ocho sale de su trabajo.
Carlos tiene  unos cincuenta años y es un alcohólico en recuperación. “Nunca nos recuperamos”, nos dijo el primer día, a manera de lema, “Siempre estamos en recuperación”.
La sala que nos cede la parroquia es pequeña pero acogedora. Está revestida en madera, con  unos grandes ventanales que dan a la calle, con cortinas de color bordó, y el techo, también de madera, dejaba ver unos pesados tirantes de madera tallada a mano. El piso en damero  completa lo que es un hermoso lugar. Las monjitas nos dejan preparado unos termos de café , cuyo sabor , único,  siempre me hizo acordar al que tomaba de chico en la cancha con mi viejo.
Antes de sentarnos nos paramos en el medio del círculo que forman las sillas y nos abrazamos, todos, los siete, como se abrazan los jugadores de rugby al formar un scrum. “A no aflojar, casi grita Carlos. A no aflojar”.
Hace unas semanas atras,ni bien nos sentamos, Marga se largó  a llorar. Llorar no es extraño en aquella sala. Fito, un gigante de casi dos metros y voz de trueno, se deshace en llantos cada vez que puede. Martín. Pipo. Todos. Y yo ni hablar. Soy de lágrima barata.
La miramos. Antes de entrar Carlos había encendido la música que sonaba suavemente, pero que ahora parecía muy alta. Martin se paró y la bajó, apenas.
No aguanto más chicos, nos dijo con lágrimas que quedaban en sus parpados sin caer como a un dique a punto de ser desbordado. Su mentón temblaba y se arrugaba. Ya pasé los cuarenta años. Dos hijos que me ignoran. Un ex marido que me abandonó por una minita más joven y más linda que yo. Pipo meneaba la cabeza de lado a lado como desmintiéndola.
Tengo un laburo de mierda, continuó Marga, ya con el maquillaje transformado en una triste mascara. Y un jefe que lo único que quiere es voltearme. ¡Gordo forro! Gritó y golpeó el puño en el pupitre. ¿Me quieren decir Qué soy? Un fracaso total, eso soy. Sus piernas, aun hermosas, temblaban bajo un vestido color café.
Carlos se acercó a Marga con un pocillo de café en su mano y lo apoyó en el pupitre de Marga, quien levantó la mirada. Él tenía un pañuelo en su mano, el que pasó suavemente por sus mejillas. Marga, Marga, le dijo. Sos una hermosa mujer que está en su plenitud, ¿sabés? Tus hijos no te prestan menos atención que cualquier adolescente a cualquier padre. Y tu marido…tu marido es un pelotudo que no sabe lo que se pierde, al que más temprano que tarde la minita con la que está le va a devolver con su misma moneda…o peor.
¡Peor! Aulló Fito. Lo va a dejar en pelotas al gil ese. Sin un mango. Y luego va a querer volver, Marga. Y ahí vamos a estar nosotros, tus amigos, para pegarle tantas patadas en el orto como nunca se imaginó.
Se hizo un silencio. Fito era así. Impulsivo.
Carlos le dijo que quizás, si esa situación se diese, eso no sería lo que Marga querría hacer. Todos la miramos.
Tiene razón Carlos, chicos. Yo nunca dejaría que ustedes le peguen…
Yo misma le voy a pegar tanto, pero tanto, tanto…
Hablamos un rato más con Marga más tranquila, mientras tomábamos el café de rigor. Llamó la atención que Pipo no dijese palabra. Siempre era el centro de la reunión, con sus chistes y su locuacidad extrema. Sin embargo, aquel jueves, ni abrió la boca.
Nos despedimos en la vereda con un abrazo y un “fuerza” en el oído.


El jueves siguiente, mientras estacionaba el auto, noté que Pipo no había llegado aun, algo extraño, porque siempre era el primero. Apagué el estéreo y bajé.
Fito venía de jugar un partido de tenis y tenía el pelo aun mojado de una ducha que, según él, había sido “hermosa”.
Marga se había pintado con un suave tono sus mejillas y se había peinado diferente a otras veces. Le quedaba muy bien y marcaba que ella estaba bien aquella tarde. Cuando Marga se arreglaba, Marga estaba bien.
Esperamos a que llegue Carlos y entramos. Mientras lo hacíamos preguntó: ¿Alguien sabe algo de Pipo? Todos le dijimos que no y el agregó: ¡Qué raro!
Nos sentamos, dejamos nuestras cosas y nos volvimos a parar para el abrazo.
Marga comentó que había sido una buena semana para ella. Un hijo la había invitado  a tomar un café para pedirle consejo sobre cómo manejar una relación con una chica que lo traía a corazón partido, lo que a Marga le gustó mucho (no lo relativo al sufrimiento de su hijo, claro, sino al hecho de sentirse tenida en cuenta por él)
Lucas, el más callado del grupo, le dijo: Viste, Marguita, viste… Los chicos son así, parece que no te dan bola, pero cuando las papas queman, allí estamos nosotros, bah, ustedes – Lucas tenia treinta y seis años y no tenía hijos- para ayudarlos. Marga agradeció con una sonrisa. 

Siempre me pareció que cuando alguien hablaba de algo bueno que le había pasado, parecía que el tiempo pasaba más rápido y que esa persona hablaba menos. En cambio, cuando alguien se sentía mal, y lloraba o se quedaba callado, el tiempo se hacía espeso y lento. Varias veces me había propuesto tomar el tiempo para confirmar este parecer, pero  siempre me olvidaba.
Enseguida comenzó a hablar Martín, previo pedirle permiso a Marga para hacerlo.
Me mandé una cagada, chicos, dijo. El lunes me llamó el “Chino”, mi amigo, y me dijo de ir a tomar un café. Me comentó de un problema que tiene en el trabajo, bastante jodido. Y en determinado momento pide una cerveza. “Con dos vasos “, le dice al mozo. Me quedé duro, pobre, no es culpa del “Chino”, el no sabe nada de lo mío. Nunca le conté y, menos que menos, sabe que vengo acá.
Cuando el mozo llegó, el “Chino” sirvió los dos vasos. Y vi las burbujas que subían por el vaso y la espuma, blanca, inmaculada, coronando el vaso. La boca se me inundó de saliva. Y me sentí temblar. Me debo haber quedado callado mucho tiempo, porqué el “Chino” me preguntó: ¿te pasa algo Martín? Le dije que no, pero él me insistió: Estas transpirando, loco… ¿Seguro que no te pasa nada? No, quedáte tranquilo, Chinito. Debo estar incubando algo.
Me disculpé y me fui. Martín se calló.
Miramos a Carlos quien preguntó: ¿Y cuál es la c…-Carlos casi repite “cagada”, pero se frenó a último momento, en que te equivocaste, Martín? ¡Estuviste muy bien!
No, Carlos, no. ¿Sabés cual es la cagada ? Que yo debí decirle al “Chino”, debí contarle. Este tema tiene que dejar de darme vergüenza, ¿Entendés? ¿Entienden? Si el “Chino” hubiese sabido ni loco pide la cerveza…
En eso tenés razón, Martincito, dijo Fito. No entendimos el diminutivo porque ambos tenian casi la misma edad. Tenés que abrirte más. Tenés que contárselo, al menos, a tus íntimos. Y no te tiene que dar vergüenza. Los que venimos acá  - y tantos otros en tantos lugares- somos los valientes que luchamos, capo.
Martín sonrió y dijo, Gracias Chicos. Lo voy a hacer.
Tomamos el café, salvo Carlos que se preparó un té de frutos rojos que le deparó algunas cargadas, y nos fuimos a casa.


El jueves amaneció con una lluvia suave pero persistente. Una discusión en el  trabajo con un proveedor me puso de malhumor y casi no voy a la reunión, pero me arrepentí a último momento.

No ver a nadie en la vereda me pareció normal, porque en ese momento la lluvia era intensa, pero no ver a Pipo en el pasillo de entrada me llamó la atención. Escuché que Lucas decía: ¿Alguien le mandó un mensajito, algo?
Todos se miraron y nadie dijo nada, o mejor dicho, todos hicieron que “no” con la cabeza.
Cuando llegó Carlos lo hablamos con él y se comprometió a contactarlo y a avisarnos a cada uno.
Comenzó hablando Martín quien comentó que estaba contento porque se había sacado un peso de encima: se lo había contado, no solo al "Chino" sino a su grupo de íntimos. El “Chino” se enojó, buenamente, con él por no habérselo contado antes y se deshizo en disculpas por lo de la cerveza. ¿Qué culpa tenés, Chinito, ¡Por favor!?
Justo cuando iba a pasar la palabra a otro, alguien golpeó la puerta: era Teresa, una de las monjas. Se acercó a Carlos y le dio un sobre  de papel madera a Carlos. Lo había traído recién un mensajero.
Carlos lo miró y leyó algo escrito en un extremo: Para Carlos y el grupo de los Jueves. De: Pipo.
Adentro había un DVD en un sobre blanco, con nada escrito.
A espaldas de Carlos había un televisor y un reproductor que las monjas utilizaban para ver películas. Se paró, lo colocó y dijo: acomódense, vamos a ver que nos mandó Pipo. Apretó play.
Era un video casero. Se veía a Pipo, sin volumen, acomodando la cámara frente  a su sillón y luego sentándose en él, tomando el control y subiendo el volumen.
¡Hola, Chicos! , fue lo primero que escuchamos. Si están escuchando esto es porque hoy es jueves y deben ser cerca de las siete y media.
Miré la hora: 19:35.
Pensé todo meticulosamente, así que debe ser así. Quiero decirles varias cosas:
Que ustedes son algunas de las personas que más quiero en el mundo. Durante los últimos cuatro años –parece mentira, ¡Como pasa el tiempo!- fueron como mi familia. Compartimos alegrías y tristezas, nos dimos fuerzas. Nos levantamos el ánimo mutuamente y nos reímos como locos…les tengo que dar las gracias a todos. A Carlos… ¡sos un ídolo Carlitos! A todos.
Pero les tengo que decir que me di cuenta que ya no puedo seguir. Que voy a dejar el grupo. No le encuentro sentido y, lo que es peor, me siento un tonto aburriéndolos con la misma cantinela cada jueves.
No soporto mi mediocridad. Toda la vida viví creyendo que yo era mucho más de lo que en realidad era. Me sobreestimé ¿saben? Puedo ser muchas de las cosas que la gente cree que soy. Pero siento que soy mucho menos de lo que a mí me hubiese gustado ser.
Me hubiese gustado triunfar. En lo que a mí me gusta. Pero para eso tendría que haberme animado. Y siempre fui un cagón. Por una cosa o por otra, siempre encontré un motivo “valido”  para postergar mi decisión. Me mentí. Les mentí. A todos.
Trabajé en cosas que me disgustaban, solo por dinero. Nunca me atreví a vivir las penurias que fuese en pos de lograr lo que a mi realmente me gustaba.Soy un alto ejecutivo que gana un dineral por mes...¿y?
Ustedes saben que me gusta pintar. Y que lo hago bien. Sin embargo siempre lo hice en un amateurismo berreta que me llevó a regalar mis cuadritos para ser colgados en quinchos. Nunca me animé, chicos, seamos sinceros. Fui, repito, un cagón. Pipo se paró y se sirvió un whisky. Nos miramos espantados.
En mi vida privada siempre sobré las situaciones: quise a las que no me quisieron  e ignoré a las que me amaron con locura. Tuve hijos a los que les dediqué mucho menos tiempo del que se merecían y hoy son gigantones a los que aburro terriblemente.
Vivi una vida para el "afuera". Una vida de mentiritas. Relegando mis verdaderos sentimientos. Mostrándome con relaciones que me daban comodidad, pero sufriendo por amores que juzgaba inconvenientes...¡inconvenientes! ¡Un gil! ¿Hay algo mas "inconveniente" que el arrepentirse de lo perdido , de no haberlo intentado todo, de haber dejado pasar el tren?
Y la vida que va pasando, y me fui cansando. Cansado de esperar. Cansado de esperarme.
Y dije basta.
Les aviso algo: No es necesario que salgan corriendo como locos. Si ahora son cerca de las ocho, ya debo llevar muerto una hora…o más. Me voy a tomar un coctel de pastillas, soy tan cagón que no me animo a pegarme un tiro. Y me voy a dormir, en este sillón. Dejé un juego de llaves al portero (ya tenía uno, pero por las dudas).
Por mis cosas, no se preocupen. Se escuchó un pequeño aullido,contenido: era Marga. La miré y también vi a Lucas tapándose la boca y a  Martin pucherear. Carlos se había parado y se agarraba la cabeza.
Ya ordené todo, siguió un Pipo increíblemente muerto y hablando. Hice una escritura para mis chicos con los departamentos y las transferencias de los autos. Dejo una carta en la mesita del living, esta, dijo, y la levantó con la mano. Que me gustaría que abras, vos, Carlos. Allí explico algunas pavadas.
Me imagino que están todos llorando como marranos, sonrió. A propósito: ¿Alguien sabe que carajo es un marrano?
Su acidez lo acompañó hasta el final, pensé.
No se culpen, chicos. Es un tema mío.

Los quiero.

Vimos como Pipo tomaba el control, se paraba, apuntaba a la tele  y todo se apagaba.
Nos paramos. Al scrum. ¡Fuerza! Gritó Carlos con más ganas que nunca.
Salimos lentamente, sin saber qué hacer. Carlos nos dijo que iba para el departamento de Pipo, que prefería ir solo, que iba a organizar todo y nos llamaba. Fito le dijo que ni lo piense, que él lo acompañaba. 

Marga me dijo: ¿caminamos? Y salimos despacito para la avenida. Ya no llovía. Fuimos en silencio un par de cuadras. Cuando Marga me tomó la mano sentí que me estaba leyendo la mente. Sentí que ella se había dado cuenta de cuanto yo necesitaba que alguien me tome de la mano. Y sentí, también, que ella necesitaba lo mismo. Pensé todo ello mientras caminábamos y  lo único que se escuchaba era el ruido de las cubiertas de los autos en el asfalto mojado y una lejana sirena. 













Según la R.A.E:

Marrano:
1. adj. despect. Se decía del converso que judaizaba ocultamente. U. t. c. s.
2. adj. ant. Se decía de la persona maldita o descomulgada. Era u. t. c. s.
3. m. y f. coloq. Persona sucia y desaseada. U. t. c. adj.
4. m. y f. coloq. Persona grosera, sin modales. U. t. c. adj.
5. m. y f. coloq. Persona que procede o se porta mal o bajamente. U. t. c. adj.
6. m. cerdo (‖ mamífero artiodáctilo).
7. f. cerda (‖ hembra del cerdo).



Salvo que los chanchos lloren  (aunque alguien alguna vez pudo referirse al "llanto" del chancho (marrano) previo a su sacrificio) , estimo que el judío discriminado que debía mantener oculta su religión, debió haber sido el "marrano" de mentas  que dio lugar al dicho.