sábado, 31 de diciembre de 2016

El montecito








Volví a “Los Álamos” en el verano del 2007.
Hacía seis meses que me había separado y me pareció una buena idea volver allí. A diferencia de todas las anteriores, esta vez iría solo.
De la ultima, cuando cumplí mis quince, ya hacia treinta años. Había ido allí desde mi nacimiento, ininterrumpidamente, todos los veranos. Luego, sin ese entonces saber porque, dejamos de hacerlo.

“Los Álamos”  es la estancia de mi abuelo materno. Es una enorme propiedad cercana a Lobos, a la que llegábamos en tren, lo que de por si constituía toda una aventura. 
En la vieja estación solía esperarnos un auto manejado por Ramón, la mano derecha de mi abuelo, quien nos llevaba a todos a la estancia. El auto no era un auto cualquiera: era un viejo Mercury 46 , color bordó con los laterales de madera tan brillantes como un espejo. Ramón cargaba las valijas en su inmenso baúl, mientras nosotros nos sentábamos en los asientos traseros y comenzábamos a saltar en ellos hasta que Ramón se sentaba al volante.
A su lado se sentaba mamá.









Yo era el mayor de tres hermanos: mis hermanas  Olinda y Clara y yo, Albano.
Mamá se llamaba Victoria, como su mamá -mi abuela-, que había fallecido antes de que yo naciera. Olinda debió llamarse Victoria, como era tradición, pero mamá se negó terminantemente  lo que hizo que mi abuelo Hipólito estuviese meses sin hablarle. Por suerte, fueron meses de invierno…y al verano posterior a la pelea pudimos venir a “Los Álamos” como siempre.

A las pocas cuadras de la estación se acababa el asfalto –que en realidad era cemento- y comenzaba la tierra. En ese momento mis hermanas y yo nos colocábamos en cuclillas sobre el asiento, mirando hacia atrás, maravillados con la inmensa polvareda que levantaba el Mercury.
No muchos minutos después, pasábamos la tranquera blanca y el paisaje cambiaba. Una doble fila de palmeras enmarcaba el camino que era de granza roja y de bordes prolijamente cuidados. Mil metros después (lo de  “mil metros” me lo dijo Ramón una tarde) aparecía una pequeña rotonda con una fuente y la casa.

Ramón hacía sonar la estruendosa bocina del Mercury y enseguida salían dos mujeres que se encargaban de todo allí. Vestían vestidos color negro con una especie de delantales blancos con puntillas. (Vi mujeres vestidas así en las películas americanas en las que había imponentes estancias atendidas por esclavos y esclavas…nada más distante de ello: Mi abuelo trataba a sus empleados como si fuesen de la familia y el único objetivo del uniforme era que ellas no estropeasen su propia ropa realizando las tareas. (Nunca me voy a olvidar del sopapo que le pegó mi abuelo a mi primo Martín cuando una vez trató a Fermina, una de las mujeres, de manera irrespetuosa)


La casa era amplia y cómoda, pero no lujosa. Había sido construida en una sola planta con dos grandes salones a cada lado de la entrada principal, un par de salones más pequeños – uno de ellos era utilizado como biblioteca- y luego un largo pasillo. A la derecha estaban las habitaciones y a la izquierda, la inmensa cocina y todas las dependencias para el personal. 
Sobre uno de los costados había una galería con pisos extremadamente brillantes y olientes a querosene. Sobre él, unos pesados sillones de madera de algarrobo y almohadones con una tela de girasoles en gobelino. Este era mi lugar preferido de la casa. Desde allí, sin sufrir el rigor del sol, podía verse la pampa entera, sus árboles, los animales, el sol del atardecer, la luna. También desde allí se veía el montecito. Así le decía Ramón a un conjunto de arboles que distaba un par de  kilómetros de allí. Junto al pequeño monte había un molino con su bebedero por lo que era muy común encontrar animales a su alrededor.
Teníamos prohibido ir allí.


Papá venia los fines de semana. Llegaba los viernes por la noche y se iba los domingos después de almorzar. El no venía en tren , sino en auto, por lo que los horarios podían variar y siempre lo hacía solo. No era necesario que Ramón vaya a buscarlo.
Papá no se llevaba bien con el abuelo Hipólito. Muchos años después me enteraría que siempre mi abuelo consideró que mi padre no era buen partido para su hija. El hecho de que nuestras estadías en “Los Álamos” no fuesen voluntarias , sino que eran obligadas, ya que nuestra casa en la ciudad era alquilada para que mis padres pudiesen obtener una diferencia por ello, era la confirmación que mi abuelo necesitaba.
Los primeros años yo era muy pequeño y no lo advertía, pero con el tiempo fui dándome cuenta de la tirantez en la relación entre ellos. Ambos se odiaban y solo justificaba esa relación un nombre: Victoria, mi madre.





Llegar solo a la casa, después de mi separación y con cuarenta y cinco años me dio otra mirada sobre la estancia. Mi abuelo había fallecido varios años atrás y ahora se ocupaba de la estancia una empresa que dirigía mi madre, su heredera. El Mercury se mantenía en perfecto estado en un galpón detrás de la casa y era utilizado para dar una vuelta los domingos con el solo fin de que no se arruinase estando parado. El personal era el mismo: Ramón tenía setenta años pero parecía de muchos años menos, lo que me confirmaba que la vida en el campo era definitivamente más saludable que en la ciudad. Fermina y Matilde, las dos empleadas, habían sumado a una tercera, Iris, mucho más joven , que ayudaba a ambas con las tareas pesadas.
Me esperaban en la puerta, como siempre. Bajé de la camioneta alemana que reemplazaba al Mercury, y recibí el abrazo de ellas . El olor del perfume de Fermina me traslado muchos años atrás, cuando ella solía llevarme en brazos y acunarme, mientras mamá bañaba a mis hermanas antes de ir a dormir.
Iris y Matilde llevaron mis valijas al cuarto que había sido de mi abuelo Hipólito. Tomé este gesto como un agasajo. Luego averiguaría que  había sido mi madre la encargada del mismo.

Pasé los siguientes tres días descansando, escuchando recuerdos de boca de Fermina , leyendo algunos de los libros que permanecían en la biblioteca –intacta, sin rastro de polvo-  : una primera edición del  “Rosas” de Gálvez, una colección de revistas antiguas entre las que encontré algunas joyas invaluables , Proust… todos libros que me parecían aburridísimos en mi infancia y que , sin embargo, conformaron una especie de centinelas en mi formación, que impidieron a capa y espada que me perdiese entre lecturas pasajeras y diversiones livianas. Esa sección estaba en la pared de enfrente, en algunas cajas perfectamente forradas: revistas “El Grafico”, “Radiolandia” y las más viejas “Caras y Caretas” que seguramente leería mi abuela Victoria.
Sentado en la galería, en el atardecer del tercer día, vi , en el fondo la figura recortada del montecito. Y comencé a recordar:


Recordé la tarde de calor insoportable de enero del ochenta y uno. Mientras todos dormían la siesta escapándole al calor en el fresco de la casa, corrí hasta el galpón, agarré la bicicleta y me dirigí hacia el montecito. No había camino, de manera que iba a los tumbos entre las matas. Los arboles que a lo lejos parecían pequeños iban transformándose en gigantes. El sol me daba de lleno en la cabeza y se reflejaba en los cromados del manubrio. Pedalee lo más rápido que pude en busca de las sombras.
Apoyé la bicicleta sobre un pino caído y corrí al molino. El agua era cristalina y –pensé- si la beben los animales, debería poder beberla yo. La diarrea de días posteriores me desmentiría.
Escuché gritos y me sobresalté. Me acerqué despacio, en silencio. Desde detrás de un árbol pude ver como mamá estaba apoyada con sus dos manos en un árbol. Ramón estaba detrás suyo. Los miré varios minutos, hasta que los gritos de mamá me asustaron. El hecho de que estuviese con Ramón me tranquilizó. A mis cinco años, ese era un aspecto importante.
Volví en bicicleta rápidamente y me acosté. Mi descompostura hizo que todos estuviesen pendientes de mí, pero yo estaba tranquilo: Mamá estaba bien.



Recordé el fin de semana de ese mismo verano en el que papá no vino. Escuché a mama llorar mientras hablaba por teléfono. Hay palabras indelebles en mi mente: “¿Estás con esa, no? ¡No me mientas ,Hijo de puta!
Papá y Mamá se separaron después de mi cumpleaños número quince, en julio del 91.


Recordé el verano siguiente a aquel. Habiéndoles relatado a todos mi valiente incursión del verano anterior al montecito –salvo el detalle de mamá y Ramón- los convencí de repetir la epopeya. Fuimos caminando, mis hermanas y yo. Esta vez, una cantimplora con agua fresca y una bolsa con galletas, nos evitarían problemas ulteriores.
Nos quedamos mirando a las vacas beber en el molino un rato largo.
Cuando comenzamos a escuchar el tac-tac, pensé que era algunas de mis hermanas las que provocaban el golpe. Ellas pensaron lo mismo de mí. Nos miramos y comenzamos a caminar hacia el ruido. Era nuestro primo Martin, varios años más grande que nosotros, quien con una martillo y un destornillador que oficiaba de cincel, grababa un corazón. Dentro de él, dos letras :  M y M.
Antes de que termine, volvimos a la casa sin que nos vea.
Siempre me pareció el montecito un lugar al que uno iba a esconderse.

Recordé muchas tardes en la casa.
Las noches de grillos incansables. Las mañanas de piares incesantes.
El olor del pan horneado por Matilde.
Las sábanas blancas de las camas.
La tormenta del verano del 86.
El color bordó del Mercury.
Los libros expectantes.




En la noche del quinto día, me levanté, me serví un vaso con leche fría y me acerqué a una de las ventanas. A través del vidrio la luna dejaba ver y ocultaba. Salí a la galería. Dejé el vaso y comencé a caminar hacia el montecito. A las dos de la mañana el camino es diferente. La luna recorta las figuras. El sonoro silencio de la noche me tranquiliza. Los eucaliptos vuelven a ser gigantes. Dos vacas duermen en medio de la nada y me pregunto porque no dormir debajo de los arboles, guareciéndose. Sin respuesta, sigo.
Mientras camino me doy cuenta de lo mucho que tardamos  en conocer quién era la dueña de la otra letra “M” en el corazón tallado por mi primo Martín, hasta que supimos que era la “M” de Matías, su compañero de estudios. Fue muy grande su sufrimiento  al sentir la reprobación de la familia. Pasaron muchos años hasta que nos enteramos de su enfermedad.
El suicidio de Martín el año pasado terminó con todo aquello.
Camino y recuerdo a Matías junto al ataúd, solo.


Casi llego. Pero no lo hago. Me veo a mi mismo. Estoy allí, escondido detrás de un árbol, mirando a mamá. El flequillo vibrante, apenas sobresaliendo del tronco que me oculta. Me doy cuenta que no está sufriendo. Que está recibiendo lo que mi padre no le daba.

Vuelvo caminando con las luces de la casa como guía.
Como una epifanía, me doy  cuenta que al montecito uno no iba a ocultarse.

Al montecito uno iba a dejarse descubrir. 



















domingo, 11 de diciembre de 2016

Rara Avis





La historia es más o menos así: tres hermanos son abandonados por su padre cuando el mayor de ellos tenía ocho años. Dos años más tarde, la madre , que había comenzado a noviar a escondidas con un vecino, los abandona y quedan los tres al cuidado de una familia conocida.

La historia por sí sola, aun resumida de manera tan sucinta, es atrapante, interesante y desgarradora. Esta historia me fue contada por un amigo, hace muy pocas tardes mientras hablábamos de bueyes perdidos y salió a la luz como salen algunas cosas que estaban ocultas:  de sopetón, sin medias tintas.
Me comentó la marca que este hecho le había producido, los años que le llevó amigarse con su pasado y terminó comentándome su bastante reciente reconciliación con su madre , no sin antes aclarar los tantos y lavar trapos viejos y dolientes.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue  una frase que me dijo mi amigo con los ojos apenas llorosos de lagrimas gastadas y añejas, quien levantando su dedo me dijo: 

Vos no lo podés entender, ni lo vas a poder entender nunca, porque , ¿Sabés qué pasa?  Quien nunca fue abandonado nunca puede entender lo que es ser abandonado.


Esto que mi amigo dijo tiene mucho de Perogrullo pero también mucho de verdad: Yo entendí perfectamente lo que mi amigo quería decir. Y tenía razón.
Seguramente quienes no fuimos abandonados por nuestros padres podemos poner a trabajar nuestra imaginación y toda nuestra sensibilidad pero nunca, nunca, nunca, podremos replicar lo que la persona abandonada sintió.
Y esa misma tarde, que ya era noche, mientras por mi boca se deslizaba un malbec y en la copa quedaba el rastro viscoso ,brillante y bordó, me puse a pensar que esa misma verdad podría caberle a cada uno de nosotros… ¿Quién de nosotros no tenía una situación que difícilmente pueda ser replicada y , por lo tanto, según mi amigo, entendida por los otros?

¿Quién no sufrió un accidente? ¿Quién no se enfermó gravemente? ¿Quién no fue engañado por una esposo/a  novio/a y sintió su corazón romperse para siempre? ¿Quién no fue despedido o se quedó sin trabajo y sufre por no poder comprarles a sus hijos unas putas zapatillas?
Seguramente estas son situaciones que no parecen, a primera vista, demasiado extrañas. Ninguna de ellas nos convertirá en un bicho raro (*), en un ser único.
No es lo mismo ser abandonado por su pareja que haber perdido una pierna a manos de un tiburón surfeando en el Pacífico, claro que no. Sin embargo, es muy posible que en nuestra vida diaria, esa que transitamos todos los días casi sin darnos cuenta de que lo hacemos, estemos rodeados de gente que no vivió alguna de nuestras experiencias definitivas, esas experiencias que nos marcan para siempre.
Es así que, por ejemplo, en el trabajo, uno puede comentar el problema que está teniendo con una enfermedad que puede costarle la vida y, casi seguramente, ninguno de nuestros circunstanciales acompañantes y atentos oyentes jamás estuvo enfermo de gravedad.
Esto convierte a todos ellos en personas que no pueden entendernos. Y posiblemente nunca lo hagan. 
¿Puede , otro de mis amigos, que siempre vivió con  la misma mujer a la que conoce desde la secundaria y con la que viven un hermoso matrimonio, entender lo que se siente cuando la persona que más amás se va para no volver?
¿Puede él entender el vacío que se siente?
¿Podrá esforzarse lo suficiente y sentir lo que se siente al saberla con otro?
De la misma manera: Quién cuenta con sus dos padres y los disfruta cada domingo, y habla con ellos diariamente y les saca fotos con sus nietos…¿Puede entender a aquel que vio como su padre se desintegraba por el cáncer ? ¿Comprenderá la impotencia, el dolor, la tremenda tristeza?
Podemos, si, juntarnos con aquellos que vivieron experiencias semejantes: Así vemos como los alcohólicos se juntan y las madres que perdieron a sus hijos y los que padecen tal cosa y tal otra . Y comparten momentos con gente que vivió cosas similares y que pueden entenderlo. Y luchan juntos.
Pero… ¿Cuánto? ¿Una? ¿dos veces por semana? El resto de nuestras vidas las vivimos con aquellos que nunca entenderán lo que sufrimos.
Amigos, vecinos, familiares, parejas. Nunca podrán entender lo que se siente. Nunca.
Será momento entonces de dejar de pretenderlo. Debe dejar de ser importante para nosotros la comprensión del otro. No podemos pretender lo que el otro no puede, ni con todo su esfuerzo, darnos. Debemos comenzar a valorar, en su justa dimensión, la intención de hacerlo: la compañía, el café en el momento justo, la llamada cuando nadie te llama, la caricia, el abrazo.






Claro que no puedo sentir el ser abandonado por mis padres, amigo. Perdonáme, pero no. 
¿Te sirvo un poco más?





















P.s: Cuando yo era muy  pequeño, tenía dos años, sufrí la amputación del dedo meñique de mi mano derecha por parte de mi abuelo, que cerró un portón.
Este hecho marcó mi vida y , seguramente, será algo que ninguno de ustedes podrá jamás entender.


P.s II: Aniceto, donde sea que estés: lo del meñique es broma.





(*) en latín, Rara Avis.