Era una noche helada de junio.
Abrió la puerta y sintió el abrigo de la calefacción. Pensó en que ya los
primeros hombres sintieron necesidad de protegerse contra el frío y se sintió entrando
a una caverna, a una lujosa caverna.
Acababa de entrar a un exclusivo restaurante de un exclusivo barrio repleto de
gente exclusiva. Dejó que ingrese primero la señorita que lo acompañaba. Ella
era rubia, hermosa y vestía de manera refinada. Tendría unos treinta años. El
acababa de cumplir cincuenta y cinco años, pero su delgadez, su cutis cuidado,
su traje italiano, su cabellera intacta y –sobre todo- su sonrisa , desmentían al
calendario. La mejor palabra que definía su estado era una que le había dicho
una amiga, meses antes: “¡Estás impecable!
Dos mujeres, jóvenes y amables,
los recibieron y tomaron sus abrigos. Detrás de ellas, el maître ensayó su
mejor sonrisa con quien seguramente era su mejor cliente. Enrique Martínez era
el hombre más acaudalado del país. Algo que jamás le importó al propio Enrique Martínez.
Se consideraba un rebelde. Había dejado su doble apellido fuera de su documento
por voluntad propia. Detestaba a esa auto considerada raza superior, compuesta
mayormente por hijos de aquellos que verdaderamente amasaron sus fortunas. La mayoría
había sido educada en los mejores colegios y universidades, generalmente fuera del país. Usaban los mejores autos, jugaban
deportes de a caballo y recorrían solo lugares como este.
Enrique Martínez no se
consideraba uno de ellos. Pese a su origen aristocrático, tanto en sus empresas como en su casa los
empleados lo llamaban por su nombre y lo adoraban. Sus hijos habían concurrido
a colegios públicos -lo que le costó el reto y el enojo de su padre- y vivía una
vida alejada de esas reuniones. Esa noche era una de las pocas excepciones: debía
reunirse con dos parejas. Los maridos eran socios de una empresa canadiense de
comunicaciones y terminarían de sellar un acuerdo importante.
Toda la noche Enrique Martínez se
sintió mirado e incomodo. Casi no escuchaba lo que le decían. Estaba harto. Su
matrimonio había finalizado hacia años y hacía ya tiempo que concurría a estas
reuniones con “amigas”. Nunca pudo hacerse a la idea de que alguna de ellas
sintiese algo sincero por él. Intentó tratarlo en terapia. Darse
cuenta de cuál persona estaba junto a él solo por un sentimiento, sin ningún interés
en su dinero. Jamás lo logró e, inclusive, estaba consciente de estar
desarrollando una especie de neurosis. Detrás de cada sonrisa, de cada caricia
, de cada beso, Enrique Martínez creía advertir el interés por su dinero.
Se excusó y se dirigió al baño.
Al volver se detuvo junto a una
mesa de seis personas. Todas ellas mujeres, seguramente amigas, de unos
cuarenta y pocos años. “Buenas Noches”, les dijo.
Todas sabían perfectamente quien era él y solo atinaron
a contestar el saludo, casi al unísono.
“Quisiera pedirles un favor, si
son tan amables” Algunas asintieron tímidamente
con la cabeza. Y allí Enrique Martínez comenzó a hablar sin saber porque ni
porque a ellas.
Ustedes saben que esta ciudad es tan
grande como un océano ¿no? Pues yo quiero arrojar unas botellas en él.
Quiero que todas ustedes sean mis botellas. Quiero que dentro de cada una de ustedes vaya un mensaje. El mensaje es para una mujer de su edad. Su pelo es
color castaño y debe seguir teniendo un muy buen cuerpo. Digo debe porque hace
mucho tiempo que no la veo. Más de veinte años. Es la mujer a las que más amé.
Y cada día que pasa me confirma algo más: ella es la única mujer a la que
verdaderamente ame.
Las mujeres habían dejado de
comer y lo miraban fijamente, en silencio.
No hubo otra mujer por la que yo
sintiera lo que sentí por ella. Esa sensación de estar desperdiciando todo el
tiempo en el que no estuviéramos juntos. Ese temor a perderla, casi convertido
en una limitación para mi sentir. Tuve celos injustificados. Cometí errores.
Era muy joven ¿saben? Y me fui al exterior.
Y nunca más volví a verla. Jamás. Seguramente ha formado una familia, claro.
Casi con seguridad a estudiado. Como comprenderán, podría haberla buscado,
recursos no me faltan. Sin embargo, preferí dejar que la vida, ese azar, nos
libere de buscarnos. Y nos permita encontrarnos. Me olvidaba: tiene un nombre
particular, se llama Miranda.
La rubia que lo acompañaba se había
acercado y lo escuchaba. Con gesto enojado le señalo la mesa en la que estaban
sentados. Enrique Martínez le devolvió otro gesto: Ya voy.
Es por eso, señoritas, que les quería
pedir este favor. Que ustedes sean -como les decía-mis botellas en este océano. Y que si alguna
vez escuchan el nombre de Miranda, dicho por ella o por alguna persona, le
digan que la amo. Con todo mi corazón. Que me perdone por no haberla buscado
antes y que me perdone por no olvidarla. Díganle también que no quiero
entorpecer su vida. Que me gustaría volver a verla para saber si es posible volver a sentir lo
que alguna vez sentí. O si es otra utopía. La estúpida utopía de querer volver
a un pasado que se fue.
Solo eso.
Sintió el frío del champagne sobre su cara. La rubia enojadísima le había volcado toda la copa y había salido rápidamente. Las mujeres de la mesa no sabían cómo reaccionar.
Enrique Martínez pasó su lengua
por sus labios,sonrió, y dijo: “Champagne. Lo prefiero en copa”.
El maître se acercó con cara de
compungido y una toalla en la mano. Enrique Martínez se secó, tomó su abrigo ,saludó una a una a las mujeres de la mesa y
comenzó a salir del restaurant, sin despedirse de los canadienses, al frío, al océano.
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