sábado, 10 de agosto de 2013

El impecable Sr. Martínez.

Era una noche helada de junio. Abrió la puerta y sintió el abrigo de la calefacción. Pensó en que ya los primeros hombres sintieron necesidad de protegerse contra el frío y se sintió entrando a una caverna, a una  lujosa caverna. Acababa de entrar a un exclusivo restaurante de un exclusivo barrio repleto de gente exclusiva. Dejó que ingrese primero la señorita que lo acompañaba. Ella era rubia, hermosa y vestía de manera refinada. Tendría unos treinta años. El acababa de cumplir cincuenta y cinco años, pero su delgadez, su cutis cuidado, su traje italiano, su cabellera intacta y –sobre todo- su sonrisa , desmentían al calendario. La mejor palabra que definía su estado era una que le había dicho una amiga, meses antes: “¡Estás impecable!
Dos mujeres, jóvenes y amables, los recibieron y tomaron sus abrigos. Detrás de ellas, el maître ensayó su mejor sonrisa con quien seguramente era su mejor cliente. Enrique Martínez era el hombre más acaudalado del país. Algo que jamás le importó al propio Enrique Martínez. Se consideraba un rebelde. Había dejado su doble apellido fuera de su documento por voluntad propia. Detestaba a esa auto considerada raza superior, compuesta mayormente por hijos de aquellos que verdaderamente amasaron sus fortunas. La mayoría había sido educada en los mejores colegios y universidades, generalmente  fuera del país. Usaban los mejores autos, jugaban deportes de a caballo y recorrían solo lugares como este.
Enrique Martínez no se consideraba uno de ellos. Pese a su origen aristocrático, tanto en sus empresas como en su casa los empleados lo llamaban por su nombre y lo adoraban. Sus hijos habían concurrido a colegios públicos -lo que le costó el reto y el enojo de su padre- y vivía una vida alejada de esas reuniones. Esa noche era una de las pocas excepciones: debía reunirse con dos parejas. Los maridos eran socios de una empresa canadiense de comunicaciones y terminarían de sellar un acuerdo importante.
Toda la noche Enrique Martínez se sintió mirado e incomodo. Casi no escuchaba lo que le decían. Estaba harto. Su matrimonio había finalizado hacia años y hacía ya tiempo que concurría a estas reuniones con “amigas”. Nunca pudo hacerse a la idea de que alguna de ellas sintiese algo sincero por él. Intentó tratarlo en terapia. Darse cuenta de cuál persona estaba junto a él solo por un sentimiento, sin ningún interés en su dinero. Jamás lo logró e, inclusive, estaba consciente de estar desarrollando una especie de neurosis. Detrás de cada sonrisa, de cada caricia , de cada beso, Enrique Martínez creía advertir el interés por su dinero.
Se excusó y se dirigió al baño.
Al volver se detuvo junto a una mesa de seis personas. Todas ellas mujeres, seguramente amigas, de unos cuarenta y pocos años. “Buenas Noches”, les dijo.
Todas sabían perfectamente quien era él y solo atinaron a contestar el saludo, casi al unísono.
“Quisiera pedirles un favor, si son tan amables” Algunas  asintieron tímidamente con la cabeza. Y allí Enrique Martínez comenzó a hablar sin saber porque ni porque a ellas.
Ustedes saben que esta ciudad es tan grande  como un océano ¿no? Pues yo quiero arrojar unas botellas en él. Quiero que todas ustedes sean mis botellas. Quiero que dentro de cada una de ustedes vaya un mensaje. El mensaje es para una mujer de su edad. Su pelo es color castaño y debe seguir teniendo un muy buen cuerpo. Digo debe porque hace mucho tiempo que no la veo. Más de veinte años. Es la mujer a las que más amé. Y cada día que pasa me confirma algo más: ella es la única mujer a la que verdaderamente ame.
Las mujeres habían dejado de comer y lo miraban fijamente, en silencio.
No hubo otra mujer por la que yo sintiera lo que sentí por ella. Esa sensación de estar desperdiciando todo el tiempo en el que no estuviéramos juntos. Ese temor a perderla, casi convertido en una limitación para mi sentir. Tuve celos injustificados. Cometí errores. Era muy joven ¿saben? Y  me fui al exterior. Y nunca más volví a verla. Jamás. Seguramente ha formado una familia, claro. Casi con seguridad a estudiado. Como comprenderán, podría haberla buscado, recursos no me faltan. Sin embargo, preferí dejar que la vida, ese azar, nos libere de buscarnos. Y nos permita encontrarnos. Me olvidaba: tiene un nombre particular, se llama Miranda.
La rubia que lo acompañaba se había acercado y lo escuchaba. Con gesto enojado le señalo la mesa en la que estaban sentados. Enrique Martínez le devolvió otro gesto: Ya voy.
Es por eso, señoritas, que les quería pedir este favor. Que ustedes sean -como les decía-mis botellas en este océano. Y que si alguna vez escuchan el nombre de Miranda, dicho por ella o por alguna persona, le digan que la amo. Con todo mi corazón. Que me perdone por no haberla buscado antes y que me perdone por no olvidarla. Díganle también que no quiero entorpecer su vida. Que me gustaría volver a verla  para saber si es posible volver a sentir lo que alguna vez sentí. O si es otra utopía. La estúpida utopía de querer volver a un pasado que se fue.

Solo eso.

Sintió el frío del champagne sobre su cara. La rubia enojadísima le había volcado toda la copa y había salido rápidamente. Las mujeres de la mesa no sabían cómo reaccionar.
Enrique Martínez pasó su lengua por sus labios,sonrió, y dijo: “Champagne. Lo prefiero en copa”.

El maître se acercó con cara de compungido y una toalla en la mano. Enrique Martínez se secó, tomó su abrigo ,saludó una a una a las mujeres de la mesa y comenzó a salir del restaurant, sin despedirse de  los canadienses, al frío, al océano.


si te interesó y querés seguir: 

http://laexactituddeldolor.blogspot.com.ar/2013/11/miranda.html

sábado, 3 de agosto de 2013

Tanto

Dejando que el tiempo actúe.

No está solo:

En este presente de primera persona,

La soledad, impiadosa sanadora

Lo acompaña.

Es un cepillo de cerdas duras

Que limpia de comodidades, de ortodoxias

(¿Qué hacemos hoy? ¿Te paso a  buscar? ¿Venís?)

Mi vida.

Y después de restregar carne de llanto

y quedar solo y mis huesos

Y luego , bañarme en el río siempre diferente

Y salir siendo el mismo,siempre.

Recién , sólo recién

Darme cuenta de lo perdido

Y ,entonces, leer a Amaro  en su “Tanto”

(Tanto te quiero desde que te quiero
que el tiempo sucedido sin quererte,
más que en la vida, sucedió en la muerte,
que en mí la muerte sucedió primero.
Tanto te quiero desde que te quiero
que hasta el suceso natural revierte:
la vida, sucesora de la muerte,
da su amor tras la muerte duradero.
Tanto te quiero desde que te quiero
que falta la palabra de quererte,
pues no siendo la muerte ya la muerte
no hay término posible venidero
ni es posible decirlo de otra suerte:
tanto te quiero desde que te quiero.)

Y entenderlo
Y luego sí, curado de soledad, comenzar a encontrar otra vez

Lo no buscado, lo inesperado.