La mañana en que se fue amaneció como un día común
y lo primero que se preguntó es si un día como aquel, tan común, se convertiría
alguna vez en un recuerdo: los cansados toldos del café apenas se movían con una
brisa suave, el barrendero juntaba las hojas en montones cada unos veintipocos
metros, las calles casi sin autos, los pájaros despertando, el sol remoloneando
entre unas pocas nubes grises.
Caminó hacia la terminal de ómnibus. Había
pensado tomar un taxi pero enseguida lo descartó: cuanta menos gente me vea,
mejor, pensó.
Se sentó en la quinta fila, contra la
ventanilla. Acomodó su único bolso en el portaequipajes superior, sacó un libro
y esperó a que el ómnibus arranque.
Recorrió mentalmente lo planeado.
Planear estaba en su naturaleza. Era un
exitoso ingeniero, dueño de una exitosa empresa constructora, casado con una
hermosa y buena mujer y con un hijo de cinco años. Vivían en una amplia casa de
uno de los mejores barrios de la ciudad.
La vida perfecta para cualquiera,
menos para él.
Se había dejado crecer la barba y el bigote
hacia un año atrás y comenzó a usar anteojos que solo él sabía que no tenían aumento. Ahora sería más fácil cambiar de
apariencia: bastaría con afeitarse ,sacarse los lentes ,algún que otro cambio
en la vestimenta y poco más.
Conseguir documentos con otro nombre resulto más
fácil –y barato- que lo que había supuesto.
Apenas salió de su casa había desarmado el
celular. Tiró la batería en un cesto de la calle Independencia y arrojó el
celular desde el puente que cruza sobre el arroyo, casi frente a la estación.
Se durmió apenas el colectivo arrancó con el
libro sobre sus piernas.
Cruzó la frontera a la mañana del tercer día.
Al ser la primera vez que le pedirían los documentos nuevos tuvo miedo de
ponerse nervioso pero nada de ello pasó: hasta le sonó natural el sonido de su
nuevo nombre cuando el oficial lo llamó.
Llegó al pueblo casi de noche. Preguntó por
un hospedaje barato y limpio. En el bar le preguntaron a que venía al pueblo y él
contestó: A levantar la cosecha.
Se enteró de su búsqueda y también de las hipótesis
de la policía: secuestro, accidente, suicidio. Enseguida descartaron las dos últimas:
no había cuerpo suicidado ni accidentado.
A los pocos días descartaron el
secuestro: nadie llamó pidiendo rescate.
En un diario vio su rostro con barba y
anteojos en las noticias internacionales, debajo, el rostro demacrado de su
esposa. Se quedó mirando la foto unos minutos mientras su alma navegaba entre
angustias y preguntas: ¿lo amaría alguien alguna vez como ella lo había amado?
El trabajo de la cosecha resultó aun más duro
de lo que él ya sabía que sería: sus manos se llenaron de cortes y se arrancó
una uña de cuajo, el sol dejó su nuca áspera y doliente durante días, su
cintura crujía.
Al terminar la cosecha se trasladó a la
capital y buscó trabajó en cualquier cosa que no tuviese que ver con la ingeniería.
Consiguió un empleo de despachante en una –allí la llamaban así- gasolinería.
Al año siguiente volvió al trabajo de la
cosecha y lo repitió durante cinco años: la paga era muy buena.
En la Capital conoció a una mujer con la que
novió y a otra con la que se casó.
Tuvieron una hija al poco tiempo.
No se opuso cuando ella quiso estudiar Ingeniería
pero nunca le mostró uno solo de sus conocimientos. La ayudó ,claro, pero como
el propietario que ahora era de una tienda de regalos ayudaría a su hija.
Se separó de su mujer a los quince años de
casados.
Su hija se empleó en una petrolera inglesa y
la trasladaron al mar del Norte.
El día de su cumpleaños numero sesenta hizo
lo impensado: rompió la promesa (jurar le estaba vedado, no tenia Dios por quien
hacerlo) que se había hecho a sí mismo tantos años antes y sacó un pasaje de
avión.
Le pidió al taxi que lo dejase a unas
cuadras. Caminó despacio las cuadras que lo separaban del café.
Ya no estaban
los toldos en, quizás, el único cambio que notó a primera vista. Entró al café
y se sentó en la mesa de la ventana desde la cual vería su casa. ¿ Seguirían
viviendo allí? ¿Quiénes?
Levantó la vista y notó que el dueño del café
era el mismo. Nada en el hacía suponer que lo había conocido. No solo no tenía
ni barba ni lentes : tenía más de treinta años que entonces.
Revolvió tranquilo la taza de café y miró
hacia su casa.
Volvió al café durante cinco mañanas. Al
tercer día la vio salir: sacó su camioneta y quedó a la espera. Un hombre de
traje subió por el lado del acompañante. Al pasar frente al café sus ojos
volvieron a ver su sonrisa, indemne.
El quinto día vio como el que sin dudas era
su hijo (es igual a mí, pensó) bajó de un auto. Abrió el baúl y comenzó a armar
un cochecito de bebé. La puerta del acompañante se abrió y bajó una mujer con
una niña rubia de pelo ensortijado y dorado. Colocaron a la niña en el cochecito
y notó que su hijo abrazó a la mujer
mientras caminaban , despacio , por el sendero que conducía a la entrada . Sonrió
, con la taza de café apenas apoyada en sus labios, cuando vio como acomodaba el pelo de la mujer a un costado de
su nuca y la besaba.
Pidió la cuenta y salió caminando. Las ocres hojas
de los plátanos crujían debajo de sus pies.
Podría haber pensado que hubiese pasado de no haberse
ido. Podría haber pensado muchas cosas más.
Pero no lo hizo.
Caminó sin
angustias y sin culpas hasta la estación, miró el gran reloj de la pared norte
y pensó que aun faltaba un buen rato para la partida.
—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.
Abel dijo despacio:
—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.