sábado, 17 de marzo de 2018

Cosecha







La mañana en que se fue amaneció como un día común y lo primero que se preguntó es si un día como aquel, tan común, se convertiría alguna vez en un recuerdo: los cansados toldos del café apenas se movían con una brisa suave, el barrendero juntaba las hojas en montones cada unos veintipocos metros, las calles casi sin autos, los pájaros despertando, el sol remoloneando entre unas pocas nubes grises.
Caminó hacia la terminal de ómnibus. Había pensado tomar un taxi pero enseguida lo descartó: cuanta menos gente me vea, mejor, pensó.
Se sentó en la quinta fila, contra la ventanilla. Acomodó su único bolso en el portaequipajes superior, sacó un libro y esperó a que el ómnibus arranque.
Recorrió mentalmente lo planeado. Planear  estaba en su naturaleza. Era un exitoso ingeniero, dueño de una exitosa empresa constructora, casado con una hermosa y buena mujer y con un hijo de cinco años. Vivían en una amplia casa de uno de los mejores barrios de la ciudad. 
La vida perfecta para cualquiera, menos para él.
Se había dejado crecer la barba y el bigote hacia un año atrás y comenzó a usar anteojos que solo él sabía que no tenían  aumento. Ahora sería más fácil cambiar de apariencia: bastaría con afeitarse ,sacarse los lentes ,algún que otro cambio en la vestimenta y poco más.
Conseguir documentos con otro nombre resulto más fácil –y barato- que lo que había supuesto.
Apenas salió de su casa había desarmado el celular. Tiró la batería en un cesto de la calle Independencia y arrojó el celular desde el puente que cruza sobre el arroyo, casi frente a la estación.
Se durmió apenas el colectivo arrancó con el libro sobre sus piernas.
Cruzó la frontera a la mañana del tercer día. Al ser la primera vez que le pedirían los documentos nuevos tuvo miedo de ponerse nervioso pero nada de ello pasó: hasta le sonó natural el sonido de su nuevo nombre cuando el oficial lo llamó.
Llegó al pueblo casi de noche. Preguntó por un hospedaje barato y limpio. En el bar le preguntaron a que venía al pueblo y él contestó: A  levantar la cosecha.
Se enteró de su búsqueda y también de las hipótesis de la policía: secuestro, accidente, suicidio. Enseguida descartaron las dos últimas: no había cuerpo suicidado ni accidentado. 
A los pocos días descartaron el secuestro: nadie llamó pidiendo rescate.
En un diario vio su rostro con barba y anteojos en las noticias internacionales, debajo, el rostro demacrado de su esposa. Se quedó mirando la foto unos minutos mientras su alma navegaba entre angustias y preguntas: ¿lo amaría alguien alguna vez como ella lo había amado?
El trabajo de la cosecha resultó aun más duro de lo que él ya sabía que sería: sus manos se llenaron de cortes y se arrancó una uña de cuajo, el sol dejó su nuca áspera y doliente durante días, su cintura crujía.
Al terminar la cosecha se trasladó a la capital y buscó trabajó en cualquier cosa que no tuviese que ver con la ingeniería. Consiguió un empleo de despachante en una –allí la llamaban así- gasolinería.  
Al año siguiente volvió al trabajo de la cosecha y lo repitió durante cinco años: la paga era muy buena.
En la Capital conoció a una mujer con la que novió y a otra con la que se casó.
Tuvieron una hija al poco tiempo.
No se opuso cuando ella quiso estudiar Ingeniería pero nunca le mostró uno solo de sus conocimientos. La ayudó ,claro, pero como el propietario que ahora era de una tienda de regalos ayudaría a su hija.
Se separó de su mujer a los quince años de casados.
Su hija se empleó en una petrolera inglesa y la trasladaron al mar del Norte.
El día de su cumpleaños numero sesenta hizo lo impensado: rompió la promesa (jurar le estaba vedado, no tenia Dios por quien hacerlo) que se había hecho a sí mismo tantos años antes y sacó un pasaje de avión.

Le pidió al taxi que lo dejase a unas cuadras. Caminó despacio las cuadras que lo separaban del café. 
Ya no estaban los toldos en, quizás, el único cambio que notó a primera vista. Entró al café y se sentó en la mesa de la ventana desde la cual vería su casa. ¿ Seguirían viviendo allí? ¿Quiénes?
Levantó la vista y notó que el dueño del café era el mismo. Nada en el hacía suponer que lo había conocido. No solo no tenía ni barba ni lentes : tenía más de treinta años que entonces.
Revolvió tranquilo la taza de café y miró hacia su casa.
Volvió al café durante cinco mañanas. Al tercer día la vio salir: sacó su camioneta y quedó a la espera. Un hombre de traje subió por el lado del acompañante. Al pasar frente al café sus ojos volvieron a ver su sonrisa, indemne.
El quinto día vio como el que sin dudas era su hijo (es igual a mí, pensó) bajó de un auto. Abrió el baúl y comenzó a armar un cochecito de bebé. La puerta del acompañante se abrió y bajó una mujer con una niña rubia de pelo ensortijado y dorado. Colocaron a la niña en el cochecito y notó que su  hijo abrazó a la mujer mientras caminaban , despacio , por el sendero que conducía a la entrada . Sonrió , con la taza de café apenas apoyada en sus labios, cuando vio como  acomodaba el pelo de la mujer a un costado de su nuca y la besaba.
Pidió la cuenta y salió caminando. Las ocres hojas de los plátanos crujían debajo de sus pies.
Podría haber pensado que hubiese pasado de no haberse ido. Podría haber pensado muchas cosas más. 
Pero no lo hizo. 
Caminó sin angustias y sin culpas hasta la estación, miró el gran reloj de la pared norte y pensó que aun faltaba un buen rato para la partida.

















—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.

Abel dijo despacio:
—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.