Las ropas se
adherían a la piel como solo recordaba a las aguas vivas de Monte
Hermoso, en un verano de hace mucho. Los aires acondicionados se
desangraban, chorreando agua por mangueras que manchaban sacos y
vestidos. Los bebés en cochecitos parecían manzanas y el chofer del
colectivo, que frenó en la esquina por la que ahora cruzaba, lucía una
camisa que había sido celeste pero que ahora era azul.
Una mañana de enero
en Buenos Aires.
Intenté correr,
porque llegaba tarde al trabajo, pero el calor me aplastó contra el asfalto.
Al entrar en el
banco en el que trabajaba, el mundo volvió a ser mundo, la vida volvió a ser
vida. El infierno había quedado afuera.
Me apuré a fichar.
Diez minutos tarde. Chau presentismo. Y la puta que lo parió al piquete.
Me sequé con
toallas de papel y me miré en el espejo. Bastante bien. Salí.
Saludé a Carmen, la
secretaria del gerente, que sacaba fotocopias, y entré en la oficina. Quedaba
detrás de la línea de cajas, al final del salón, y nos ocupábamos, mis tres compañeros y yo de
abastecer a las doce cajas de todo lo que les hiciese falta. Dinero,
retirábamos los plazos fijos, controlábamos los cheques. En fin. Rutina.
A eso de las dos
escuchamos el grito.
Salimos
corriendo a ver qué pasaba. Ni bien traspuse la puerta me encontré con el
flaquito que me apuntaba. Me quedé duro.
Dale forro,
caminá, escuché que me decía. Sentí el caño que me golpeaba el hombro.
Para allá, gil,
para allá.
Por el costadito de
mi ojo asustado vi que me señalaba el centro del salón. Allí estaban
todos. Mis compañeros y el público, tirados en el piso. Carmen lloraba y
abrazaba a la morochita de la caja cuatro que estaba blanca como un papel. Me
senté en el piso. Vi al policía con la ceja partida, sangrante, y las manos
atadas con cinta de empaque.
En la otra
punta como a cinco metros de donde hizo estaba, vi al jefe. Era un
morocho alto y morrudo con gorra de los Chicago Bulls, gastada y sucia.
Vestía un Jean también gastado, también sucio, y zapatillas de básquet Adidas.
En su mano derecha tenía una pistola enorme y con el brazo izquierdo abrazaba a
una rubia que no conocí y supuse del público. La rubia también lloraba.
Chicago le hablaba
al flaquito que me había apuntado a mí:
¿Están todos?
Si...creo que sí.
Empezá a llenar los
bolsos… ¡dale, que esperás!
Cuando el flaquito
iba a salir para las cajas, me di cuenta que no estábamos todos allí. No. Se
escuchó el rechinar de la puerta de mi oficina. Todos miramos para esa
esquina, en el rincón del salón. “En el
culo del mundo”, como siempre bromeábamos.
Era el petiso
Filipini. El petiso caminaba despacio. Miró al flaquito y a
Chicago. Encaró al flaquito.
Ey, ey, ¿qué carajo haces?, gritó Chicago.
El petiso Filipini hizo como si no hubiese escuchado ni visto nada. Siguió caminando.
Pelotudo… ¡te dije que hacés!
A estas alturas
todos en el banco sabíamos que no estábamos tratando con profesionales. Nos
mirábamos entre todos y pensábamos si eso sería una ventaja o, justamente,
deberíamos temer a estos loquitos armados y, casi con seguridad, drogados.
Crucé una mirada
rápida con el petiso. Era una mirada diferente a la de siempre.
El flaquito no
entendía nada. Cuando el petiso Filipini se le acercó a un metro, miró
nerviosamente a Chicago. Fue su error. El petiso Filipini le
pegó un golpe seco en la garganta que dejó al flaquito sin aire. Cuando
se agachó, recibió un rodillazo en la frente que lo puso knock out. El
Petiso agarró el arma del flaquito y le apuntó a Chicago.
¿Qué haces hijo de
puta, querés que mate a todos? ¿Te volviste loco?
El petiso Filipini
se paró de costado con el brazo extendido que seguía apuntando a Chicago y
dijo:
Tu bala me hiere, mi bala te mata.
Si lo hubiese dicho un actor de Hollywood y yo estuviese en mi living, seguro hubiese pensado: ¡Que bolazo! Pero estábamos en el Banco, una mañana de enero, en Buenos Aires. Y el que lo decía era el petiso Filipini.
Y siguió:
No sabes cuánto
espere este momento, sorete. ¿Vos saliste en el diario alguna vez? No, ¿no es
cierto? Yo tampoco... ¡Esta es nuestra oportunidad!
Chicago no entendía
una mierda.
Tenemos varias
opciones, siguió el petiso.
Primera: Yo
disparo. Fijáte algo: estás parado de frente. Me estas ofreciendo todo
tu cuerpo. Te puedo apuntar al corazón, a las bolas, a la cabeza, adonde se me
cante. Te limpio, Chicago. Y salimos en el diario. Ya me veo: “Héroe
salva a inocentes en Banco..."
Pese a que el aire
acondicionado seguía funcionando bien, noté que Chicago transpiraba.
¡Y seguro me llaman
de la televisión! ¡Genial!
La voz del petiso
Filipini era casi gutural. No era la voz de siempre.
Siguió: La segunda
es que nos hagamos un favor mutuo: yo me acerco, cuento hasta tres
, disparamos los dos y nos escapamos de esta vida de mierda...porque vos
no me digas que te gusta esta vida, ¿no? Seguro vivís en una casa que de casa
no tiene nada, una choza, comes para el culo, ni estudiar pudiste. Te gastas
todo en falopa.
¿Y yo? Me la paso
en esa oficina de allá al fondo, laburando como un burro, soportando al
boludo del gordo ese...El petiso Filipini señaló al gerente que temblaba entre
la camarera del café de enfrente y un viejito que había ido a cobrar la
jubilación.
Con lo que gano
llego cagando a fin de mes. Mi señora se fue con el vecino del piso de arriba y
como no tengo un mango ni para mudarme los tengo que escuchar garchar todas las
noches. ¿Podés creer que conmigo se hacía la fifi? No, hoy no porque esto... no, hoy tampoco porque lo otro...putita.
Chicago tenía el
brazo tembloroso. Me juego que habrá pensado: este está más loco que yo.
Igual,
Chicago, te digo algo: descartemos esta opción. ¿Sabés porque? Porque yo
soy de hacer trampa y, si te digo de contar hasta tres, seguro que te disparo a
las dos. Y chau despedida de esta vida. Si, Hacéme caso, no les bola a
esta segunda opción.
En la vereda había
dejado de pasar gente, por lo que no era difícil darse cuenta de que la policía
estaría al tanto del robo y había cortado el tránsito.
El petiso
Filipini, lejos de callar esto, le dijo a Chicago: no se si habrás notado
que no pasa gente por la vereda... ¿no te llama la atención? Seguro esta
la policía cortando la calle. De esta salís todo agujereado, Chicago.
Fija.
Sonó un teléfono. Era
el teléfono de Filipini. Una, dos, tres veces.
Es la bruja, dijo.
Lo sé por su ringtone. Sonaban los Locos Adams.
El petiso sacó el
teléfono de su bolsillo. Hola, si, no, no creo. Porque no creo, te
digo. Estoy complicado. Como que ¿que estoy haciendo? Están robando el
banco y yo estoy con un revolver en la mano. Cagáte de risa, dale. Ah, ¿no me
crees? Pará.
El petiso lo miró a
Chicago y le dijo: ¿podés creer que la boluda no me cree?
Tomó el teléfono,
lo levantó y se sacó una foto con Chicago de fondo. Bajó el teléfono,
controlando todo por el rabillo del ojo, y apretó , con la mano libre -
la otra apuntaba al entrecejo de Chicago- dos o tres veces y se quedó mirando
el teléfono.
Se la mande por
guasá, le dijo a Chicago. El colmo, dijo y sonrió..
Sonaron Los Locos
Adams , otra vez.
Ahhhhhhh ¿ahora me
crees? Bueno, chau, después te llamo.
El petiso Filipini
se mordió el labio inferior, y siguió:
Claro que aún hay
otra posibilidad, la tercera.
El brazo del petiso
Filipini permanecía imperturbable, pero el de Chicago temblaba cada vez
más. La rubia tenía el maquillaje todo corrido. El flaquito seguía todo despatarrado durmiendo el
sueño de su vida.
La tercera
posibilidad es esta, prestá atención: la voz de Filipini se suavizó y su mirada
cambió: yo me acerco, despacio, como ahora...
El petiso Filipini
empezó a caminar, bajó la pistola, despacio hacia su pierna.
Y te digo que te
rindas. Que aproveches esta situación. Vas a ir en cana, claro...¿cuánto?
Al año estas afuera. Y usas ese año para pensar. Pensar si vale la pena perder
la oportunidad de ser feliz. Pensar si la vida que querés es esta. Podés,
si sos piola, hasta empezar a estudiar algo.
El petiso seguía
acercándose, ya estaba a menos de dos metros del grandote Chicago.
Y podes arrancar de
nuevo. Dejando toda esta porquería en tu pasado. Yo se que parece difícil .
Pero ¿Hay alternativas? ¿Es esta vida una alternativa?
Chicago comenzó a
bajar su brazo tembloroso y lo dejó a su lado, como El Petiso.
El Petiso Filipini
se agachó y dejó el arma en el piso, se paró, bien derechito y miró a Chicago.
El ruido del aire
acondicionado era lo único que se escuchaba, como un zumbido.
Chicago se agachó y
dejó la pistola en el piso y se paró.
El petiso se acercó
y apoyó su mano en el hombro de Chicago, que empezó a llorar como un nene.
Mientras la policía
entraba, acompañada de una lenta oleada de calor, y la gente se abrazaba,
el Petiso Filipini dejó a Chicago junto a unos policías, que lo esposaron. Otros policías venían con otros dos esposados: Campanas, pensé.
Fue en ese momento cuando el teléfono del petiso sonó y el flash del periodista lo eternizó, en la foto del diario del día siguiente.
Fue justo en ese momento que el petiso atiende y dice:
¡Cachito!¡Locura!
¿Compraste la carne? ¡Capo! ¡Yo llevo un vinito! ¡Chauchis!
En esas noches de ausencia intolerable, agua viva.