domingo, 22 de noviembre de 2020

El reino del Gigante

 



Lo conocí allá por el 2007, cuando me separé, llevado por quién entonces era mi empleado. Sabía de su existencia, claro, pero nunca se me había dado por entrar. Aquella primera noche era enero y las mesas de la vereda estaban completamente ocupadas. Seguimos para el interior del lugar. Era tan pequeño que, para que alguien entre ,algún otro debía hacerle, de alguna manera, lugar: o corriéndose un poco o yéndose .

Mi empleado, Juan, saludó como un habitué. “Negro”,le devolvió un gigante que estaba tras la caja y que era el amo y señor del lugar. Ocupamos las dos banquetas altas del fondo. Todo el lugar constaba de otras tres, todas en una hilera sentados en una especie de barra ancha. A nuestras espaldas, un pasillo de no más de cuarenta centímetros y después, la pared, recubierta en madera hasta el metro medio, como se usaba en los setentas.

Antes de ir Juan me había advertido: vamos a ir a un lugar lleno de borrachines y drogones, (Juan era algunos días los unos y otros días, los otros y muchas veces, ambos), pero quédate tranquilo, allí está todo bien. “todo bien”, pensé. Perfecto.

Detrás de Ruben, sin acento en la e, el rey del lugar, había una estantería que había sido pintada hacía muchos años y sobre la cual se apilaban, desde botellas de caña y ginebra, pasando por dos o tres tipos de vino tinto barato ,latas de tomate , un almanaque que no marcaba ni día ni año y un banderín de Boca.

Al que llegaba, Ruben saludaba amablemente , le colocaba un trozo de papel ,el mismo que usaba para envolver las comidas de aquellos que se la llevaban a su casa, extendiéndolo a modo de individual. El lugar era conocido por un sánguche de milanesa completa y tamaño gigante como el dueño, al que había bautizado ,sin mucha originalidad, “sanguchazo”, pero yo preferí preguntarle qué había. “vacio al horno con papas, milanesa, filé, con puré, fritas o ensalada, empanadas…lo que quieras”, me recitó  , como si me hubiese ofrecido una extensa carta.

¿Qué comerías vos?

Vacío con papas.

Listo, un vacío.

Tinto?

Tinto.

 

A mi lado estaba sentado un hombre de traje y corbata y arrugas en la cara que no solo eran de años sino de estragos. Era un importante funcionario de la AFIP que cenaba allí regularmente. Mas allá, un morocho joven pero al que ya le faltaban algunos dientes, hablaba de fútbol con el viejo de la punta y reían.

Todos allí se conocían. Y nadie se conocía.

Comí uno de los mejores vacíos con papas de mi vida. Lo acompañe con el tinto áspero y berreta que Ruben me había servido.

¿Qué te debo, viejo?

Ruben tomo la birome que apoyaba en su oreja y escribió sobre mi individual de papel de envolver. Había sido, además,  el vacío más barato que comí en mi vida.

Lo saludé y me fui.

 

Vuelvo a aquel lugar cada vez que puedo. La mayoría de las veces , solo. Otras, acompañado. Cuando me atreví a llevar a una señorita , -y la señorita se atrevió a entrar-, Ruben hizó parar inmediatamente a alguno de los parroquianos con un “a ver quién le da el lugar a la señorita”. El  tono es de pedido. Y de orden.

Ayer volví, después de mucho tiempo. Habían adosado un garaje contiguo al pequeñísimo lugar original , y entré por allí. Me acodé en una barra de la que colgaba un banderín de Estudiantes y que tenía un espejo de punta a punta de la pared. La pared del fondo también estaba tapizada por un espejo al que habían pintado , con los colores de Boca: “Bienbenidos. El Sanguchazo”, así con dos b.





Se me acerca un joven mozo al que conocí años atrás y que ya no parecía tan joven.

¿Cómo anda? , me saludó, sin tutearme.

Bien, flaco.

¿Lo de siempre?

Lo de siempre.

 

Un minuto después siento la mano de Ruben en mi espalda:

¡Tanto tiempo!, Me dice.

Tanto tiempo, Ruben.

Gira con una media sonrisa en la boca y se vuelve a su lugar.

Siempre admiré como Ruben mantenía el orden en este , su reino, compuesto por gentes a la que diez metros más allá de sus puertas uno no podría ni hablarles sin llevarse una mirada inquisitoria, en el mejor, de los casos o un insulto en el otro. Todos allí eran cultores de una corrección extrema y cuando alguien sacaba los pies del plato, animados por el alcohol,  allí estaba Ruben: Cacho, a dormir. Y Cacho se paraba y se iba.

En la más tristes de las paradojas para quien comanda un reino de borrachines y drogones, su hija había fallecido unos años antes aniquilada por ese polvo al que se suponía él conocía a la perfección. Desde ese momento Rubén no había vuelto a ser el mismo.

A su corazón definitivamente partido le había agregado una renguera que lo había transformado en un gigante de cara triste y andar quejoso.

Pero ni aún así había perdido su amabilidad y su educación.

Me mire en el espejo mientras comía y pensaba estas cosas. Yo también estaba más viejo, claro.

La persona que estaba a mi lado, un flaco con musculosa y gorra de Chevrolet, me pide la sal, que le alcanzo, pero solo como excusa para preguntarme algo relativo a mi trabajo y pedirme un favor. Anoté su teléfono y le dije que lo llamaría. Era la primera vez que veía al flaco de Chevrolet y quizás la última, pero estoy seguro que si alguna vez volvemos a vernos, en la jungla del  afuera, el flaco se va  acordar de mí y yo de él.

Así eran las cosas en este lugar. Todos los habitues del lugar estaban cascoteados, algunos más otros menos. Algunos arrastraban vicios. Otros, secretos. La mayoría dolores. Pero estando allí todo se sentía como en pausa, como si la vida nos hubiese dado a todos un momento para hablar de todo y de nada, para reírse lo que dijo el otro , para escuchar al viejo que se sentaba frente a Ruben relatar algo que todos teníamos la certeza de haber ya escuchado pero que todos escuchamos como la primera vez. Para tomar el vino pedorro que nos servía Ruben como si fuese el mejor, porque, sencillamente, en ese momento lo era.

Para todos ir allí era como entrar a una caverna, a una cueva reparadora y tibia en donde no entraban las fieras, una especie de templo donde todos hacían un alto en sus vidas para pasarla lo mejor posible al menos por un rato, un lugar en el que todos éramos iguales, no había nadie que pudiese hacer valer, allí dentro, en el Reino de Ruben, las diferencias que nos acompañaban en nuestras vidas.

Pasé un trozo de pan sobre el jugo del  vacío que ya me había comido, lo puse en mi boca y cerré los ojos. Tengo que venir más seguido, pensé. 

Pasé entre dos que conversaban a viva voz, pedí permiso y salí.

lunes, 24 de agosto de 2020

Enumeración.








 Mí viejo dándome la mano para cruzar la calle.

El primer día de clases con el guardapolvos blanco almidonado. 

Un sueño frío en 1972.

La orilla del mar tan fría como el sueño.

Mamá dejándome comer unas pasas de uva antes de preparar el pastel.

La caminata a casa después de bailar con mí amigo de tantas caminatas.

Mí hermana y yo en la habitación de la que jamás nos olvidariamos.

Mí abuelo lavándose los pies en la pileta del fondo de su casa.

Los almanaques completos de cruces esperándola.

El temblor en mis manos al tocar a mí hija aún tibia de útero.

La melancolía de mí mediocridad irremontable.

Las despedidas inevitables aunque agriamente tempranas.

La tarde de sol en la que supe que ya no volvería.

El jacarandá en mí vereda.

Mí perro mirándome antes de irse.

El insuperable dolor de que mí hijo me ignore.

El sabor del whisky.

La inútil culpa de haberla perdido.


La vida,esa enumeración. 





sábado, 25 de enero de 2020

Unos metros más allá.



Es un decurso, un transcurrir, -pienso-.
Una espera, un devenir.
Las cosas ,solas, se van a acomodar, -me dicen-.
Hubo un tiempo en el que supe esperanzarme con esas palabras.
Ya no.
Los días me horadaron, como la gota a la piedra.
Las cosas , finalmente , no van a ser, -me digo-.
La vida pasa unos metros más allá.
Tan cerca, tan lejos.
Me toco una arruga desconocida.
Es el tiempo que insiste.
En mi silla, el sol me entibia.
En otros momentos hubiese llorado.
Ya no.
El llorar es un vicio de juventud. -me impongo-
Y ya no estoy para esos vicios.