Nací en Oslo.
Nací en Oslo, Noruega. Tengo
treinta y ocho años.
Me decidí a escribir estas
líneas, sin saber aún si serán unas
pocas o si se convertirán en una larga y tediosa serie de enumeraciones, pero
lo cierto es que siento la necesidad de contar, a quien quiera leerlo, lo que
me pasa.
Tengo la certeza de recordar
todo, absolutamente todo lo que viví, desde el día en que nací, hasta hoy, en
el que comencé a escribir.
Reconozco que puede parecer
inverosímil, y, por supuesto, imposible de comprobar, si lo que digo es cierto.
¿ cómo hacer para presentarles a ustedes un recuerdo que sucedió hace treinta y
ocho años atrás, y en el que los únicos presentes éramos, por ejemplo, mi madre
y yo? ¿Cómo hacer para que me crean que recuerdo, perfectamente y con lujo de
detalles, la ropa que traía puesta Beatriz, una amiga de mi madre, una tarde de
1975, cuando vino a visitarnos?, ¿me creen ustedes si les digo que no necesito cerrar los ojos para
volver a sentir el aroma de aquellos árboles de tilo, que invadieron mi nariz
en el paseo que solíamos hacer, tarde
tras tarde, con mi madre, en una primavera helada, hace treinta y cinco años?
En fin, seguramente, estas
palabras solo servirán para saciar esta sed de desahogo que tengo, y que
arrastro.
Pero, bueno, todo comenzó más o menos así: nací como les dije,
en Oslo, Noruega, hace treinta y ocho años. Mentiría si les digo que recuerdo
algo de lo que pasó dentro de la panza de mamá. Solo dispongo de recuerdos
vagos: oscuridad, temblores, ruidos apagados…y luego sí: Luz. Y Mas ruidos, diferentes,
agudos. Y gritos. Mamá transpirando. Sangre en mi cara. Y por donde pudiera
ver. Llanto, el mío. Lloré de frío Si. De frío Me envolvieron en una toalla.
Mientras me llevaban, miré a mi madre. Aún no sabía su nombre. Era rubia, muy
rubia, pero esa tarde la transpiración había oscurecido el color de sus
cabellos, su cara, roja del esfuerzo, parecía relajada. Una enfermera colocaba
un paño mojado en su frente, recibiendo una sonrisa de mi madre.
Me miró, mientras me iba, y cerró
sus ojos. Los ojos, los suyos, eran verdes. Oscuros. Jamás volví a ver ese color en los ojos de nadie.
Me llevaron, esos
desconocidos a los que llamaban doctores,
a un cuarto luminoso pero sin ventanas, me apoyaron sobre una camilla aun más
fría que la nieve que conocería tres años después. Me colocaron unos tubos
transparentes y largos por mi nariz y por mi boca. Dejé de llorar. No podía
hacerlo. Esperé. Uno de ellos me tomó de las axilas y apoyó mis pies sobre la
camilla de nieve. Rió mientras le comentaba a su compañera lo que había hecho
la noche anterior. Había sido, según su relato, una noche como tantas en un bar
cercano, con más tragos que mujeres. Una ecuación divertida hasta cierto punto.
Su compañera le preguntó si no sería momento de revertir esa ecuación, y lo
acompaño con una risita nerviosa, en lo que supuse, sería una combinación de
chiste e insinuación. El que me tenia de las axilas, sonrió.
¿Es necesario aclarar que no era
que yo entendía lo que decían, ya que tenia minutos de vida, sino que años más
tarde, recordé y aun recuerdo, todas y cada una de las palabras que se dijeron
en ese cuarto, el tono de la risita nerviosa, cada uno de los frascos, los
estantes, un poster, en noruego, promoviendo el cuidado dental, una botella de
alcohol por la mitad, otra con un
liquido color marrón, llena ; en un estante, que en su borde inferior tenía
un letrero de papel, que decía,
escrito a mano, con una fibra gruesa:
“HANDKLE”, había muchas toallitas chicas
y muy blancas, un cenicero (¿Qué haría ,allí, un cenicero?), un teléfono de
pared color azul con una cinta adhesiva sobre la cual alguien había escrito
“316”…?
Por si no les queda claro: no es que
comprendía lo que me decían, o lo que escuchaba, sino que lo comprendo HOY,
cuando lo recuerdo, tantos años después.
Cuando me llevaron con mi madre,
no sólo escuché su nombre por primera vez, sino que vi a otra persona. Su cara
había recuperado su color, un rosado suave y terso, su pelo, había sido recogido,
en una especie de rodete, y sus ojos, seguían siendo de ese verde. Ese verde.
Mi madre se llamaba Clara. Me
tomó en sus brazos y me apoyó en la cama, a su costado, con mi cabeza sobre su
cuerpo. Sentí su calor y sentí la paz. Recuerdo
que estábamos solos, mi madre y yo. Me dormí casi al instante.
Podría enumerar cada día que pasé con ella. Cada uno.
Cada caricia, cada cuchara que, de su mano, entraba en mi boca. Innumerables
tardes de paseos, en un cochecito de
grandes ruedas. Eran cuatro e iguales en tamaño. Tenía una gran capota de color
café. En su interior, mamá guardaba unos juguetes con los que, se suponía, yo
debía divertirme. Había uno, de plástico color celeste, que en su interior tenía
como un líquido y estrellas que se movían. Ese, al que ella llamaba “chiche”,
me gustaba. El resto, ositos de peluche que hacían ruidos extraños y otros
diversos, me aburrían espantosamente. Esos paseos me encantaban. Mamá me colocaba acostado, boca arriba, y yo veía
pasar pájaros de todo tipo, nubes con formas hermosas y, sobre todo, hojas. Me fascinaba
mirar las hojas de los arboles. Y ver como cambiaban de color en las diferentes
épocas del año. Como crecían. Como caían.
Había un árbol en particular, un roble, que era mi preferido. Pocos árboles
cambiaban su follaje como él. Verde casi azulado, a fines del invierno,
anunciando primaveras de verde intenso, y luego, esos ocres, naranjas y marrones de otoño. Mamá parecía saber que era mi preferido. Y me dejaba debajo de él varios minutos. Y me miraba. Me miraba
mirar.
Mi padre era un ingeniero que
trabajaba para una empresa internacional
y esa era la razón de que estuviéramos allí, en Oslo. El era alto, de
pelo castaño y ojos marrones. Se llamaba Eugenio. Estaba muy poco en casa.
Recuerdo su mano grande, acariciándome o teniendo mi cabeza apoyada sobre ella.
A veces acercaba su nariz a la mía y la hacía chocar, suavemente, haciéndome reír.
Jugábamos mucho el poco tiempo
que él estaba. Yo no comprendía porque no estaba más en casa, con mamá y
conmigo. Si estábamos tan bien juntos, ¿Por qué no estábamos más tiempos juntos? Tenía dos años. Yo tenía preguntas para
muchas cosas pero respuestas para pocas.
Una noche papá no llego a cenar.
Lo volví a ver tres años después. El estaba con una mujer que yo no conocía y
ya no acercaba su nariz a la mía. Yo tenía ganas de estar con él. Le llaman extrañar.
Con mamá viajamos a Argentina.
Recuerdo el avión. Plateado. Gigante. Podría recordarles, cada una de las
líneas que tenía pintadas en un costado y sobre las alas. Podría, si quisiese,
relatarles quienes estaban sentados a nuestro lado, perfectos desconocidos que
desde aquel instante, habitan mi
memoria. Y el sonido, agudo, que se instaló en mis oídos y que solo se alejó de
mí dos días después de llegar.
Conocí a abuelos y a primos.
Conocí casas nuevas y sabores de comidas. Conocí gentes y paisajes. Hasta que
un día, paseando con mamá, ya sin el cochecito de las ruedas grandes, vi un
roble. Creo no mentir si les digo que era igual. Su altura, su porte, su color.
Tomé una hoja, del suelo, y la llevé a casa. La coloqué en un libro que aún conserva. Recuerdo cada
una de sus nervaduras. Una y todas.
Podría continuar detallando cada
mañana, cada tarde, cada noche. Cada sabor, cada olor, cada sonido del viento
al abrir cada ventana. Todos y cada uno de los sonidos que se producían a mí
alrededor. Esa fuente de acero que cayó en la cocina aquella tarde de agosto, y
me asustó. No recuerdo la caída y el susto. No. Recuerdo, además, cual era la
fuente –la verde oscuro de metal, enlozada, con dibujos en color blanco-, recuerdo las baldosas
,antiguas, con una flor de lis cada una, recuerdo como estaba puesta la mesa,
esa tarde. Como entraba la luz por la ventana con cortinas amarillas -una
corrida, la otra no-. Recuerdo el vapor que subía de una olla, el olor, odiado, a brócoli. El almanaque
atrasando varios meses. La heladera “Siam” con esa manija que parecía un
picaporte. Recuerdo la hora las seis y treinta y cuatro. Recuerdo.
Recuerdo el canto del jardinero,
que solo se acallaba cuando percibía que alguien se acercaba. Y cada rama que
el cortaba. Y el olor de aquel fuego. Juntaba, el jardinero cantor, las hojas
que poblaban el suelo de ocres y marrones y naranjas y pálidos verdes, y
encendía un fuego que formaba lenguas
que trepaban en el aire, y mostraban , al que mirase a través de ellas, un
mundo distinto, borroso, inquieto,
trepidante en formas y olores. Con Mamá
teníamos mucho cuidado y, sin que se dé cuenta,
escuchábamos su canto de tenor frustrado.
El goteo de una canilla rota, en una especie
de piletón que había en el cuarto de servicio de la que fue mi primera casa en
Argentina. Esa gota de agua, repiqueteando en el piletón de metal, incesante.
Puedo recordar cada una de esas gotas, verlas en el aire, silenciosas aun, y
caer, en esa especie de camino verdoso, que formaba en el metal el agua
interminable.
Una tarde de febrero, hace apenas
unos años atrás, estuve una hora
recordando la hora que va entre las
16:45 y las 17:45 de otra tarde, la de mi cumpleaños número diez.
Recuerdo los manteles que Mamá había comprado para la ocasión, con figuras de
superhéroes. Recuerdo que alguien, una señora llamada Ofelia, amiga de mi
abuela, se tiró encima una taza entera de té recién servido. Recuerdo el sonido
de la taza al caer en el piso y romperse y luego (si, en ese orden), el grito
de dolor de la señora. Veo, en esta tarde de febrero, cada uno de los pedazos
de lo que ya no era ni un plato ni una taza. Veo, también, el gesto de dolor de aquella señora, y la
cara de preocupación de mamá. Puedo recordar cada detalle. Cada uno. El pañuelo
celeste que sobresalía del bolsillo del traje de aquel señor siempre tan bien
vestido, que se llamaba Manuel, y que era amigo de papá. El cortinado, de una
tela que permitía pasar la luz, de color verde claro, y que, en una de sus
puntas, estaba descosido y rozaba el piso, ensuciándose. Demoré una hora en recordar aquella otra.
Podría describir cada uno de
aquellos cuadernos, que mamá forraba con papeles de diferentes colores para que yo llevase a la escuela. Y los
dibujos que hacíamos, ella y yo, en cada comienzo de mes. Caratulas. Y los
lápices, que guardaba en sus cajitas originales, más aun aquella lata - ya que
era de metal - con cuarenta y ocho lápices hermosos. Recuerdo su marca,”Swano”.
Podría hablarles de mi primera
novia. Me río mientras escribo la palabra “novia”, ya que, como tantas veces en
este relato, yo tengo la sensación de conocer aquello de lo que hablo, aun
antes de conocer la palabra que lo describe. Es así que yo sabía lo que era extrañar,
antes de conocer la palabra “extrañar”. Y conocía a mi roble, antes de escuchar
la palabra “roble”. Sin embargo no conocía aquello que sentí por primera vez al
verla. Mucho tiempo después supe que era amor.
Que haya pasado tanto tiempo
y aun recuerde el olor de su cuello, queda
disimulado en este relato entre tantos recuerdos. Me es difícil distinguir aún
a mí, cual es la diferencia entre este recuerdo y otros, ya que, como les dije,
yo me acuerdo de todo. Sin embargo, con el tiempo, fui dándome cuenta de la
diferencia. La diferencia está en las emociones. La mayoría de los recuerdos no
originan ninguna emoción y solo son eso, simples enumeraciones, frías,
distantes. En cambio, hay recuerdos que erizan la piel. Otros que desprenden lágrimas.
Otros que dibujan una sonrisa en mi cara.
Otros que me hacen temblar.
Cada vez que la recuerdo,
tiemblo.
Podría enumerarles cada uno de
los pliegues que formaban en su cara de
sonrisa eterna. Alrededor de sus ojos, pequeños surcos que adoraba acariciar.
Cada una las pestañas enormes que adornaban sus ojos, vive en mi. Sus palabras.
El sonido de esa risotada con la que culminaba cada frase. Un pequeño lunar,
casi imperceptible, que se escondía tras su oreja, y del cual yo pretendía
tener la exclusividad de su conocimiento. Unos aros dorados, pequeños, con una piedra roja, que supuse
rubí. El aroma del costoso perfume que una tía le había traído de un viaje a
Europa, suavemente dulzón, que se me hizo insoportable, cuando el amor se fue,
y el aroma quedó, para siempre, en mi memoria.
Recuerdo cada uno de los días en
los cuales fui al colegio, cada compañero, cada pupitre. Cada mapa, con sus
colores, sus líneas punteadas separando países, el olor a viejo del pesado
telón del salón de actos, tras el cual me escondí, en una tarde de travesuras.
Aquel salón enorme con pisos en
damero, amarillo y blanco, en el cual pasábamos los recreos, los días de
lluvia.
Recuerdo la universidad, los grupos de amigos. Y de no tan amigos.
Recuerdo el alcohol. Recuerdo haberme
confundido más de una vez. Recuerdo a Clara llorar. Llorar por mí. Las lagrimas
que corren por sus mejillas y que ella, invariablemente oculta, cuando advierte
que la observo, llenan de sal mi boca, una y otra vez, con cada martillar de mi
memoria en mi vivir.
Tengo treinta y ocho años. Acabo de llegar a la
casa de mamá. Apenas media hora tardé en llegar, luego de haberla llamado por
teléfono y no haberla encontrado. Tengo
la llave de su departamento. Saludo al encargado, y entro.
Al llegar a su piso, recorro el
hall con la mirada y veo el periódico sobre el felpudo. Lo agarro, me lo coloco
debajo del brazo y abro la puerta.
Digo su nombre y, enseguida,
fuerte, ¡Mamá! No me contesta. Veo la
luz encendida de la sala.
Está sentada, con esos mismos ojos
de un color verde como nunca vi otros, bien abiertos, veo su piel del color blanquecino de aquel día en que nací. En su mano, el
frasco vacío de pastillas.
Esas pastillas que decidió usar
para escapar. Sobre su regazo, el viejo
libro con aquella hoja de aquel roble.
Me siento unos instantes, en su sillón bordó, mirándola. Su mano helada me recordó a la
camilla de nieve. Lloro como aquel día no pude, y más.
Tomo una vieja lapicera que ella
guardaba en un cajón y unas hojas de un costoso
papel, casi transparente, como el que se usaba en las viejas cartas.
Comienzo a escribir este relato con la íntima y
furiosa ilusión de, una vez concluido, poder, simplemente y para siempre, olvidar.