domingo, 28 de julio de 2013

Intersticios

Intersticio era una palabra difícil, sin embargo J.F. Ramírez no podía dejar  de  pensar  en 
ella cada vez que se lavaba los dientes. Y J.F. Ramírez se lavaba los dientes no menos  de 
diez veces por día. Al levantarse, luego de desayunar, apenas terminaba de tomar cada café que tomaba en el día,después de cada galletita…De manera que, casi con seguridad, J.F Ramírez era la persona que más veces por día pensaba en esa palabra en el mundo entero. 
Había desarrollado un temor inconmensurable a que alguien, no importa quién, advierta en su dentadura la mas mínima impureza. 
En una ocasión, su psicóloga le preguntó si recordaba desde que momento venia aquel temor, y J.F. Ramírez casi no dudó: hacia ya varios años, una tarde llegó a su casa después de haber estado compartiendo un café con una señorita que le interesaba sobremanera, dejó el maletín sobre el escritorio y se miró en el espejo: una partícula de orégano, miserable resto de su almuerzo con pizza, estaba alojada entre su incisivo y su colmillo, bien a la vista. Seguramente había sido protagonista de cada una de las seductoras sonrisas que J.F creyó haber practicado.
Desde ese día, J.F. Ramírez higieniza incansable, enérgica, frenéticamente su dentadura.


Es lunes. Suena la alarma: las cinco y treinta. Entraba a su trabajo a las siete, pero lo esperaba un largo trayecto en colectivo. Había tenido un buen sueño y, aunque no lo recordaba, sonreía. Miró a través de la ventana y elaboró su propio pronóstico: frío,  no llovería. Suficiente: abrigo si, paraguas, no. Se preparó un café, se colocó el sobretodo y salió.
En la parada de colectivo se acordó del beso. No había sido el último que había dado a una mujer, quizás tampoco el mejor, pero, por alguna razón, era el único que se le hacía inolvidable. Era chico, muy chico. Esperó por ese beso meses interminables, de cuidada planificación. No se animaba a abordar a aquella niña tan niña como él. Miedos, muchos: A no gustarle. A que le diga que no. A que le diga que si…y no ser lo que ella esperaba. Hasta que una tarde caminaron por la avenida vestida de arboles de primavera. Entre sus verdes se filtraba un sol que entibiaba tanta timidez. Tomó su mano sin mirarla. Caminaron varias cuadras así. El sintió que su mano – y la de ella- se fundían.Literalmente. Transpiraba. Terror a soltarla. Terror a que lo suelte. Llegaron a la casa de ella, pero media cuadra antes, J.F.Ramírez se detuvo junto a un viejo buzón y la abrazó. Ella se dejó abrazar y apoyó su cabeza en su hombro. El apoyó sus labios en los de ella y se dejó llevar. Nada de lo que había soñado estaba pasando. Estaba pasando algo que le hacía sentir lo impensado y que lo haría inolvidable. Sintió su humedad y abrieron sus bocas casi al unísono. El beso no debió durar mucho, sin embargo, más de treinta años después, si entrecierra los ojos, J.F.Ramírez  se transporta a aquella tarde, a esa boca, a esos labios, junto al viejo buzón.

El colectivo llega puntual y J.F. sube veloz. Elige el asiento- a esa hora disponía de casi todo el colectivo para él-. Elige uno de los últimos, de asiento simple.
Llega al trabajo, también puntual. Toma la ficha de cartón y la coloca en el reloj. Chac. Se ubica en su puesto, abre su cajón, saca la birome de cuerpo marrón y el sello. J.F.Ramírez trabajaba en el correo atendiendo al público que traía algún reclamo. Era un trabajo ingrato pero que hacía con eficiencia y cierto placer. Gustaba de darles alguna respuesta a aquellas personas que, invariablemente, venían enojadas. Su trato era gentil y, aun en aquellos casos en los que no podía darle una respuesta satisfactoria a la gente, solían agradecerle su gestión.
A media mañana un hombre de unos treinta años llega de la mano de su pequeño hijo. El niño traía un gran chupetín en su mano, aún envuelto. J.F.Ramírez recordó cuando, siendo tan niño como aquel, su padre solía levantarlo bien temprano, casi al alba, para ir juntos a su trabajo. Su padre debía pasar a recoger los periódicos por un gran salón al cual llegaban de la capital. En esa época todos los vendedores debían ir a buscar los diarios allí. Mientras la ciudad dormía, ese inmenso galpón era un hormiguero repleto de hombres –una sola vez vio allí a una mujer- que corrían de aquí para allá, con pesadas pilas de periódicos en sus brazos. En un rincón del galpón funcionaba una especie de cantina que ofrecía café caliente y facturas recién hechas. Su padre lo sentaba allí y le pedía al joven cantinero un submarino -que aun se servía en un vaso de vidrio colocado en un soporte de metal, con una larga cuchara-. J.F. Ramírez aun recuerda las volutas que formaba el vapor de la leche hirviente y los rastros del chocolate en el vidrio mientras él revolvía.




Había pasado el mediodía cuando el cura llegó. Tendría unos ochenta años pero mantenía su cabello casi sin canas y la postura erguida. Reclamaba una carta que no le había llegado. J.F. le preguntó cómo sabia que le enviaron una carta y le explicó que en la  carta que le había llegado en el día de hoy le recriminaban porque no había contestado la anterior. Esa, le dijo con voz enérgica, esa carta nunca la respondí, porque nunca me llegó. La gente que estaba en la oficina miró al cura, que no se había sentado, pese a que J.F. Ramírez se lo había propuesto.
Recién cuando leyó su nombre en la carta se dio cuenta. El viejo cura que tenía enfrente era el joven y todopoderoso rector de su escuela secundaria.
J.F. Ramírez no lo pudo evitar: su mente voló a aquella galería. Bordeaba todo el patio, por sus cuatro costados. Su techo era de un hermoso color anaranjado de tejas españolas. Era diciembre y hacia un calor de bochorno. Ya todos se habían ido pero él debía ir a buscar un libro a la pequeña biblioteca, en un extremo de la galería, contigua a la sacristía. Al acercarse a  la puerta  leyó, en un cartel que colgaba: “Aurelia –así se llamaba la sesentona bibliotecaria- no viene esta semana”.
Escuchó el débil grito en ese mismo instante. Caminó despacio hacia la sacristía y entró. No se veía a nadie allí, pero se los escuchaba. Se acercó a un pesado telón color bordó que daba al cuarto donde los sacerdotes tenían sus atuendos y todas las cosas necesarias para la misa. El joven rector besaba a la mujer que no paraba de dar breves gritos de placer mientras el tapaba su boca. La mujer, de apellido polaco, era la esposa del presidente de la liga de padres de familia de la escuela. J.F.Ramírez estuvo media hora viéndolos amarse.
Buscó entre las cartas no entregadas. Un error en el código postal, una calle mal escrita o vaya a saber que otra causa, hacia que muchas cartas fuesen a parar allí. Finalmente la encontró. Leyó el impronunciable apellido y sonrió. El cura volvió una semana después con una bandeja de masas.  


A las tres de la tarde, guardaba sus cosas, volvía a fichar y caminaba nuevamente hacia la parada de colectivos. Al bajar, J.F pasaba por un pequeño almacén camino a su casa. Tenía sus paredes pintadas de un color amarillo suave y la entrada quedaba en una ochava. Encima de la puerta, el cartel de un viejo aperitivo. Allí compraba las cosas para la cena y alguna que otra pavadita. El almacenero daba la posibilidad de fiar lo comprado, anotando todo en la ya casi desaparecida libreta, pero J.F nunca se lo había pedido. Cuando era niño, J.F. recordaba a su madre pedirle fiado al almacenero. Pero también recordaba que ella lo hacia porque no tenía dinero. Y recordaba las hazañas que hacia para cocinar. Y nunca podrá olvidar su  llanto  la vez que el almacenero se negó a fiarle. Esa noche su madre preparó un arroz blanco de toda blancura sin saber que su hijo,  J.F.Ramírez, nunca se olvidaría de aquel arroz ni de aquella noche.(¿Sabrá su madre que jamas volvió a comer un arroz tan delicioso?)



Luego de cenar destapó una botella de un tinto que tenía guardado. Cerró los ojos y olio el corcho. Lo sirvió lentamente en una copa y se sentó en el sillón. No encendió la televisión. Se quedó en silencio con los ojos cerrados. Pensó en su día y concluyó que la vida es eso. Una delicada e incansable construcción de recuerdos. Vivimos presentes solo para recordarlos. Los coleccionamos.

Un calor lo recorrió. No era tristeza, era una palpable melancolía. La melancolía de saber que desde hacía mucho tiempo, él, J.F. Ramírez, estaba viviendo presentes de morondanga, presentes sin más, presentes que nadie, ni siquiera el mismo, jamás recordaría.  



Para Gaby, amigo presente, compañero de colección. Un beso a tu Olivia.

miércoles, 17 de julio de 2013

Hámsteres y Fresias

La miraba constantemente. Sin levantar la cabeza, apenas desviando la mirada, que pasaba a través del fibrón rojo y las biromes que tenía en su lapicero, apoyado encima de su computadora. Era una mirada subrepticia, clandestina. Varios metros mas allá estaba ella. Eran compañeros de trabajo, en la oficina de la multinacional del quinto piso de la Avenida Belgrano. Los dos trabajaban en el mismo sector: Relaciones Comerciales. Un nombre demasiado vago para algo bastante sencillo: debían recibir los distintos pedidos –generalmente vía mail- y derivarlos al área respectiva.
La oficina estaba organizada en la típica distribución americana en boxes separados por paneles de color bordó. Ante la crítica recibida por las empresas de seguridad laboral  de mantener a sus empleados en boxes tipo hámsteres, se había decidido que los paneles separadores no superasen el metro de altura, de modo que él la podía mirar casi sin obstáculos. 
Su pelo era lacio de un  color castaño que siempre brillaba. Sus ojos eran de un marrón oscuro como la noche sin luna. Su boca, aunque de labios delgados, era delicada y dejaba entrever unos dientes blanquísimos. Esto pasaba muy seguido, ya que Helena –así se llamaba- casi siempre sonreía. Vestía casi siempre pantalones  que resaltaban sus largas piernas y la única vez que había vestido una falda, éste había sido el comentario obligado entre el plantel masculino.
Helena era la mujer más pretendida de la oficina. Sin  compromisos conocidos, con treinta años, profesional –había terminado abogacía hacia muy poco - , vivía sola en un departamento del centro luego de haber dejado su ciudad natal, La Plata. Se comentaba que el Gerente General, un mexicano arrogante, la había cortejado sin éxito.
El hombre que la miraba entre lápices se llama Martín. Tenía treinta y dos años y venia de una dolorosa separación, una relación de cinco años de la que  se alegraba de no haber tenido hijos. Era economista recibido con honores en la UBA y aguardaba pacientemente un ascenso en la empresa.
Fueron varios meses los que pasaron sin que se dirigieran palabra. Finalmente, coincidieron en el ascensor, a solas. Luego de unos minutos de incomodo silencio, él se decidió y le arrojó un tímido: Hola, soy Martín, trabajamos juntos. Ella apenas giró la cabeza y le respondió con un brevísimo: Hola, soy Helena.
En el camino a su casa, Martín pensó y repensó varias veces ese escuálido dialogo y concluyó: No me dio ni bola. Nunca volvieron a hablar y, pese a cruzarse varias veces, ella jamás lo saludó.
Varias semanas después, al llegar, bien temprano y comenzar con la rutina de encender la computadora, abrir los mails, sacar algunos objetos de los cajones y servirse el primero de los muchos cafés que vendrían, notó algo: Helena no estaba.
No dejó de mirar hacia el box vacío durante toda la mañana. Estará de vacaciones ,pensó.
Al mediodía aprovechó el corte para almorzar y le preguntó a un compañero, como al pasar: ¿Sabés algo de Helena? Su compañero le contestó que el fin de semana se había descompuesto y que había ido a la clínica y la habían dejado internada. La vesícula o algo así, le dijo el colorado de “Ventas”, mientras intentaba empujar con un poco de agua un mordisco brutal que le había dado a su sandwich, segundos antes. ¿Sabés en que Clínica está? No, le dijo el colorado, que se golpeaba el pecho y respiraba profundo. Pero, el flaco sabe. El flaco era Franklin Caicedo, un ejecutivo dominicano que trabajaba en su sector.
Lo buscó entre las mesas y lo encontró en un rincón, hojeando un diario de ayer.
Franklin, ¿sabes dónde está internada Helena? El flaco le dio la dirección de una clínica a pocas cuadras de la empresa.
A la salida del trabajo, canceló el turno en el oculista y fue para la clínica. Antes de entrar compró un ramo de unas fresias radiantes de color y de aroma.
Al llegar al puesto de informes se dio cuenta que no sabía su apellido. Se acercó al joven de seguridad y le explicó: vengo a ver a una amiga que esta internada y ¿podés creer que no me acuerdo el apellido? ¡Deben ser los nervios! Martín era un tipo simpático. Y la gente respondía a su simpatía –generalmente- con amabilidad. Este fue uno de esos casos. Buscaron entre varias planillas hasta encontrarla. Está en terapia intensiva, le dijo. ¿En terapia intensiva?, se sorprendió Martín. Si, entró por una pavadita, le dijo el joven. Pero se complicó bastante…mientras dijo esto agitó su mano abierta y elevó sus cejas.
Martín le dijo que solo quería dejarle las flores. Y que –por favor- no le dijese quien se las había dejado.
Helena estuvo internada casi tres meses. Un virus extrañísimo la atacó sin piedad.
Martín adquirió la rutina de salir del trabajo, ir a comprar un ramito de fresias –una vez no consiguió fresias y las reemplazó por margaritas- e ir a la clínica. Hizo esto incluso sábados y domingos. Se hicieron casi amigos con el joven de seguridad, que se llamaba Fernando, y mantuvo siempre en secreto quien era el que dejaba las flores.
Una mañana, esperando el ascensor, la vio venir, radiante, como aquellas fresias,nuevamente. Se paró junto a él, subieron al ascensor y bajaron en el quinto piso.

Helena no lo saludó y él, de una extraña manera, se alegró de que las cosas hayan vuelto a la normalidad.

lunes, 8 de julio de 2013

Bollo de papel

Llego a mi casa, dejo las llaves en el espejo

Tomo un papel y comienzo:

Cosas que me gustarían, entrecomillo y subrayo

Dos puntos.

Que mis hijos sean felices.

Que mi hermana pueda reír, allí donde esté.

Comer un lenguado al roquefort en ese pequeño restorán.

Que mi padre me enseñe a  manejar nuevamente

Solo para decirle lo que no le dije.

Que en mi trabajo no siempre ganen los malos.

Que mi presión se encarrile

Y que no me dé miedo de morirme

Como ayer.

Que alguna vez esa mujer crea en mi amor.

Que mi soledad sea menos soledad.

y que el tiempo disimule mis grises.

Que la primavera que viene traiga sol. A mí.

Que mi madre sienta que lo es.



Tomo otra pequeña hoja y escribo:

Cosas que no me gustarían, entrecomillo y subrayo.

Dos puntos

Me arrepiento,estrujo

el papel,

Tomo el teléfono y reservo una mesa

En el pequeño restorán.

Si, la pequeña de la esquina


Si,para uno,gracias.