Intersticio era una palabra difícil,
sin embargo J.F. Ramírez no podía dejar de pensar en
ella cada vez que se
lavaba los dientes. Y J.F. Ramírez se lavaba los dientes no menos de
diez veces
por día. Al levantarse, luego de desayunar, apenas terminaba de tomar cada café
que tomaba en el día,después de cada galletita…De manera que, casi con seguridad, J.F Ramírez era la
persona que más veces por día pensaba en esa palabra en el mundo entero.
Había desarrollado un temor inconmensurable a que alguien, no importa quién, advierta en su dentadura la mas mínima impureza.
En una ocasión, su psicóloga le preguntó si recordaba desde que momento venia aquel temor, y J.F. Ramírez casi no dudó: hacia ya varios años, una tarde llegó a su casa después de haber estado compartiendo un café con una señorita que le interesaba sobremanera, dejó el maletín sobre el escritorio y se miró en el espejo: una partícula de orégano, miserable resto de su almuerzo con pizza, estaba alojada entre su incisivo y su colmillo, bien a la vista. Seguramente había sido protagonista de cada una de las seductoras sonrisas que J.F creyó haber practicado.
Había desarrollado un temor inconmensurable a que alguien, no importa quién, advierta en su dentadura la mas mínima impureza.
En una ocasión, su psicóloga le preguntó si recordaba desde que momento venia aquel temor, y J.F. Ramírez casi no dudó: hacia ya varios años, una tarde llegó a su casa después de haber estado compartiendo un café con una señorita que le interesaba sobremanera, dejó el maletín sobre el escritorio y se miró en el espejo: una partícula de orégano, miserable resto de su almuerzo con pizza, estaba alojada entre su incisivo y su colmillo, bien a la vista. Seguramente había sido protagonista de cada una de las seductoras sonrisas que J.F creyó haber practicado.
Desde ese día, J.F. Ramírez
higieniza incansable, enérgica, frenéticamente su dentadura.
Es lunes. Suena la alarma: las
cinco y treinta. Entraba a su trabajo a las siete, pero lo esperaba un largo
trayecto en colectivo. Había tenido un buen sueño y, aunque no lo recordaba, sonreía.
Miró a través de la ventana y elaboró su propio pronóstico: frío, no llovería. Suficiente:
abrigo si, paraguas, no. Se preparó un café, se colocó el sobretodo y salió.
En la parada de colectivo se acordó
del beso. No había sido el último que había dado a una mujer, quizás tampoco el
mejor, pero, por alguna razón, era el único que se le hacía inolvidable. Era chico, muy chico. Esperó por ese beso meses interminables, de cuidada planificación. No se animaba a
abordar a aquella niña tan niña como él. Miedos, muchos: A no gustarle. A que
le diga que no. A que le diga que si…y no ser lo que ella esperaba. Hasta que
una tarde caminaron por la avenida vestida de arboles de primavera. Entre sus
verdes se filtraba un sol que entibiaba tanta timidez. Tomó su mano sin
mirarla. Caminaron varias cuadras así. El sintió que su mano – y la de ella- se
fundían.Literalmente. Transpiraba. Terror a soltarla. Terror a que lo suelte. Llegaron a la casa de ella, pero media cuadra antes, J.F.Ramírez se
detuvo junto a un viejo buzón y la abrazó. Ella se dejó abrazar y apoyó su
cabeza en su hombro. El apoyó sus labios en los de ella y se dejó llevar. Nada
de lo que había soñado estaba pasando. Estaba pasando algo que le hacía sentir
lo impensado y que lo haría inolvidable. Sintió su humedad y abrieron sus bocas
casi al unísono. El beso no debió durar mucho, sin embargo, más de treinta años
después, si entrecierra los ojos, J.F.Ramírez se transporta a aquella tarde, a esa boca, a esos labios, junto al viejo buzón.
El colectivo llega puntual y J.F. sube veloz. Elige el asiento- a esa hora disponía de casi todo el colectivo
para él-. Elige uno de los últimos, de asiento simple.
Llega al trabajo, también puntual.
Toma la ficha de cartón y la coloca en el reloj. Chac. Se ubica en su puesto,
abre su cajón, saca la birome de cuerpo marrón y el sello. J.F.Ramírez
trabajaba en el correo atendiendo al público que traía algún reclamo. Era un
trabajo ingrato pero que hacía con eficiencia y cierto placer. Gustaba de darles
alguna respuesta a aquellas personas que, invariablemente, venían enojadas. Su
trato era gentil y, aun en aquellos casos en los que no podía darle una
respuesta satisfactoria a la gente, solían agradecerle su gestión.
A media mañana un hombre de unos
treinta años llega de la mano de su pequeño hijo. El niño traía un gran chupetín
en su mano, aún envuelto. J.F.Ramírez recordó cuando, siendo tan niño como
aquel, su padre solía levantarlo bien temprano, casi al alba, para ir juntos a su trabajo. Su padre debía pasar a recoger los periódicos por un gran salón al
cual llegaban de la capital. En esa época todos los vendedores debían ir a
buscar los diarios allí. Mientras la ciudad dormía, ese inmenso galpón era un
hormiguero repleto de hombres –una sola vez vio allí a una mujer- que corrían
de aquí para allá, con pesadas pilas de periódicos en sus brazos. En un rincón
del galpón funcionaba una especie de cantina que ofrecía café caliente y
facturas recién hechas. Su padre lo sentaba allí y le pedía al joven cantinero
un submarino -que aun se servía en un vaso de vidrio colocado en un soporte de
metal, con una larga cuchara-. J.F. Ramírez aun recuerda las volutas que formaba el vapor
de la leche hirviente y los rastros del chocolate en el vidrio mientras él revolvía.
Había pasado el mediodía cuando el cura llegó. Tendría unos ochenta años pero mantenía su cabello casi sin canas y la postura erguida. Reclamaba una carta que no le había llegado. J.F. le preguntó cómo sabia que le enviaron una carta y le explicó que en la carta que le había llegado en el día de hoy le recriminaban porque no había contestado la anterior. Esa, le dijo con voz enérgica, esa carta nunca la respondí, porque nunca me llegó. La gente que estaba en la oficina miró al cura, que no se había sentado, pese a que J.F. Ramírez se lo había propuesto.
Recién cuando leyó su nombre en
la carta se dio cuenta. El viejo cura que tenía enfrente era el joven y
todopoderoso rector de su escuela secundaria.
J.F. Ramírez no lo pudo evitar:
su mente voló a aquella galería. Bordeaba todo el patio, por sus cuatro
costados. Su techo era de un hermoso color anaranjado de tejas españolas. Era
diciembre y hacia un calor de bochorno. Ya todos se habían ido pero él debía ir
a buscar un libro a la pequeña biblioteca, en un extremo de la galería,
contigua a la sacristía. Al acercarse a la puerta leyó, en un cartel que colgaba: “Aurelia –así se
llamaba la sesentona bibliotecaria- no viene esta semana”.
Escuchó el débil grito en ese
mismo instante. Caminó despacio hacia la sacristía y entró. No se veía a nadie allí,
pero se los escuchaba. Se acercó a un pesado telón color bordó que daba al cuarto
donde los sacerdotes tenían sus atuendos y todas las cosas necesarias para la
misa. El joven rector besaba a la mujer que no paraba de dar breves gritos de
placer mientras el tapaba su boca. La mujer, de apellido polaco, era la esposa
del presidente de la liga de padres de familia de la escuela. J.F.Ramírez
estuvo media hora viéndolos amarse.
Buscó entre las cartas no
entregadas. Un error en el código postal, una calle mal escrita o vaya a saber
que otra causa, hacia que muchas cartas fuesen a parar allí. Finalmente la
encontró. Leyó el impronunciable apellido y sonrió. El cura volvió una semana después
con una bandeja de masas.
A las tres de la tarde, guardaba
sus cosas, volvía a fichar y caminaba nuevamente hacia la parada de colectivos.
Al bajar, J.F pasaba por un pequeño almacén camino a su casa. Tenía sus paredes
pintadas de un color amarillo suave y la entrada quedaba en una ochava. Encima
de la puerta, el cartel de un viejo aperitivo. Allí compraba las cosas para la
cena y alguna que otra pavadita. El almacenero daba la posibilidad de fiar lo comprado,
anotando todo en la ya casi desaparecida libreta, pero J.F nunca se lo había pedido.
Cuando era niño, J.F. recordaba a su madre pedirle fiado al almacenero. Pero también
recordaba que ella lo hacia porque no tenía dinero. Y recordaba las hazañas
que hacia para cocinar. Y nunca podrá olvidar su llanto la
vez que el almacenero se negó a fiarle. Esa noche su madre preparó un arroz
blanco de toda blancura sin saber que su hijo, J.F.Ramírez, nunca se olvidaría de aquel arroz
ni de aquella noche.(¿Sabrá su madre que jamas volvió a comer un arroz tan delicioso?)
Luego de cenar destapó una
botella de un tinto que tenía guardado. Cerró los ojos y olio el corcho. Lo
sirvió lentamente en una copa y se sentó en el sillón. No encendió la televisión.
Se quedó en silencio con los ojos cerrados. Pensó en su día y concluyó que la vida es eso. Una
delicada e incansable construcción de recuerdos. Vivimos presentes solo para
recordarlos. Los coleccionamos.
Un calor lo recorrió. No era
tristeza, era una palpable melancolía. La melancolía de saber que desde hacía
mucho tiempo, él, J.F. Ramírez, estaba viviendo presentes de morondanga,
presentes sin más, presentes que nadie, ni siquiera el mismo, jamás recordaría.
Para Gaby, amigo presente, compañero de colección. Un beso a tu Olivia.