domingo, 21 de enero de 2018

Mentol







-Encargáte, dijo y tiró la carpeta de tapas de cartón naranja sobre el escritorio.
Pese a que éramos tres los que estábamos allí, todos sabíamos que se refería a mí.
El Comisario General Petcoff me miró y me dijo: - ¿Podés creer? ¿A menos de seis meses de jubilarme viene a joder otra vez? La reputísima madre que lo remil parió. Golpeó el escritorio y tiró un vaso al piso. Por suerte estaba vacío y por suerte, era de plástico.
-En la carpeta están los desaparecidos del año pasado, fijáte si están relacionados. Mové las cachas, dale. Y mantenéme al tanto.

Salió primero y se fue sin saludar. Nos quedamos los agentes detectives Pizarro y Todesca y yo, el jefe de Detectives Pinot.

El día anterior se recibió en el destacamento una denuncia de la empresa recolectora de residuos. Mientras realizaban la tarea de recolección, alrededor de a las diez de la noche, en la calle Carabelas al 1200, a uno de los operadores se le cae una bolsa y se rompe. Hasta ahí, nada fuera de lo normal. ¿Lo anormal? Dentro de la bolsa había un fémur. Un fémur humano.
Ni bien se recolectó la prueba se le entregó al Departamento de Análisis Forense Central. Según nos dijeron, mañana por la tarde tendríamos algún resultado.
Me fui a mi casa y me llevé la carpeta.


En los últimos siete años habían desaparecido diez personas en la jurisdicción correspondiente a nuestra Comisaria. Varones y mujeres, entre 25 y 45 años. Todos de clase media-alta, sin ningún problema con la ley, todos con ocupación comprobada y con un patrón común: No se supo nunca más nada de ellos ni de sus cuerpos. Nada de nada.
En la carpeta había una ficha de cada uno de ellos: edad, sexo, ocupación y todos los datos que fueron obtenidos a raíz de la denuncia realizada por los familiares.
El hecho de que no se hayan podido resolver ninguno de los diez casos se llevó puestos a tres Comisarios y ese era el miedo de Petcoff.
Leí cada una de las fichas y me dormí.



Por la mañana nos encontramos con Pizarro y Todesca en el café de la esquina del destacamento. En unos minutos llegaría la Teniente Pozzi, de Forense, con los resultados.
Arreglamos repartirnos los casos y comenzar hoy mismo a entrevistar a parientes y a vecinos. Eran diez casos. Me quedé con cuatro, los primeros en orden de antigüedad. Asigné a  Todesca  los tres siguientes y los últimos tres a Pizarro.
La Teniente llegó puntual. Venía de civil y la ropa, mas el pelo suelto, la hacían mucho más atractiva que cuando vestía el uniforme.
Nos saludamos y le pedí un cortado sin espuma.
-¿Qué se sabe, Teniente?
-Tenemos los resultados preliminares, no los genéticos que tardarán una semana. Es un hombre de unos 35 años. Hay un dato que les va a llamar la atención: la data de muerte.
-¿Cuándo murió?, se apuró Todesca, ansioso-
-Hace un año. Murió hace un año.
 Ni bien tenga el resto de los resultados me pongo en contacto, Detective, me dice. ¿A propósito: Hay registro genético de los familiares de los desaparecidos, no es cierto?
- De todos menos de un caso, teniente. Los familiares no permitieron ser cotejados por motivos religiosos.
- Perfecto. Llegado el caso habrá que recurrir al Juzgado. Esperemos.
Mientras si iba noté que Pizarro le miraba el ir. Sonreí y me terminé el café.


Los siguientes tres días los dedicamos a los casos asignados. En la mayoría eran parientes dolidos por la falta de respuestas. Uno de ellos me mando a cagar y ni me abrió la puerta. Otra me contestó por el portero eléctrico de su departamento en Puerto Madero, en un dialogo tenso y siempre a punto de interrumpirse violentamente.
Por suerte los vecinos fueron más accesibles y fueron dándonos datos que fui agregando a las fichas.


Nos reunimos en el café. Cuando llegué estaba Pizarro.
-  ¿Y Todesca?
Pizarro se encogió de hombros mientras masticaba una medialuna que había mojado en su té. En su taza flotaban migas y recordé cuanto me molestaba que eso me pasase cuando era chico. Juntaba una por una con la cuchara, sumergiéndola cerca de la miga y haciendo que el líquido caiga en la cuchara y la arrastre.
- Ya debe estar por llegar. Miré la hora. Eran las nueve y cuarto y habíamos quedado a las nueve. Todesca era sumamente puntual.
Hablamos con Pizarro de sus casos y de los míos. Habíamos tenido experiencias similares, de enojos y reticencias.
A las diez, tomé el celular y llamé a Todesca. Apagado.
Todesca era un petiso  entrerriano que vivía solo en un Hotel-Pensión del Centro. Le dije a Pizarro que se vaya hasta allá y que me llame al llegar, yo iría a ver a los vecinos de uno de mis casos.
Al mediodía recibí el llamado de Pizarro.
- Discúlpeme, Jefe, que no lo llamé antes, pero estuve haciendo algunas averiguaciones por acá, en el Hotel. Ni noticias de Todesca. Ayer no vino a dormir.


Lo llamé a Petcoff y le conté lo sucedido con Todesca.
- Hace muy poco tiempo,  me dijo. No vamos a revolucionar el avispero para que después aparezca este pelotudo como si nada…Eso sí: andá pidiendo información a la empresa de telefonía sobre cuál fue la última antena activada, eso demora unos días… Y si aparece, mandálo a la concha de su hermana de mi parte.

Le pedí a la gente de Legales que me emita el oficio para la telefónica y me fui a casa. Dejé el teléfono cargando pero encendido, por las dudas de que llame Todesca.


El sábado me levanté sin noticias del petiso. Fui hasta la mesa del living y agarré la carpeta. Tomé una hoja y anoté las direcciones de los casos que tenía asignados. Me vestí, tomé unos mates a las apuradas y salí para la primera dirección.

Era una casa antigua pero bien mantenida, con el frente que llegaba hasta la vereda y una puerta doble impecablemente pintada. Me atendió una señora de unos setenta años vestida y pintada como si fuese a salir en ese momento. Me identifiqué y su cara cambió. Paso de una sonrisa servicial a una cara adusta al borde de la crispación. ¿Otra vez? ¿Qué pasó ahora?
Todesca había estado allí dos días antes. Le di las gracias y me fui.
La segunda dirección era en un edificio cercano. Me acerqué al auto y dejé la carpeta en el asiento trasero, lo dejé estacionado allí y decidí ir caminando, no sin antes chequear que mi sobaquera estuviera completa.
El departamento estaba en un quinto piso, en la letra “d”. Toqué el portero y no contestó nadie.
Probé con el “e”. Nada. Probé el “c”. Me atendió una voz femenina. Era una masajista que vivía allí. Le pregunté si sabía algo de la familia del departamento “d” y me dijo que no, que lo mismo le había dicho al policía que había estado el día anterior.
- ¿recuerda como era el policía, se identificó?
- Si, si. Era un policía muy amable, algo bajito. Me dijo que era el Agente Todesca.

El tercer caso asignado a Todesca era una empresa de materiales de construcción. Su dueño, en ese entonces de cuarenta y un años, había desaparecido tres años atrás.
Estacioné el auto justo en la puerta. Me recibió una empleada que me dijo que el dueño llegaría en quince minutos. Esperé al hermano del desaparecido en unos sillones muy cómodos colocados contra un ventanal que daba al patio de operaciones. Me entretuve uno minutos viendo como las palas mecánicas cargaban arena y piedra en los camiones.
La misma señorita me indicó que pase a la oficina del primer piso que me esperaban.
 - Somos tres hermanos. Dos varones y una mujer. Los tres trabajamos en la Empresa desde que papá se retiró. Disculpe que hablé en presente…pero para mí Marcos va a aparecer en cualquier momento. Me niego a hablar de él en pasado.
- No tiene de que disculparse, le dije. Le hice algunas preguntas más y terminé diciéndole:
 Supongo que no, porque sino ya me lo hubiese dicho…pero… ¿No estuvo por aquí un compañero a consultarlo por este caso, en estos días?
- ¿En estos días? No…Usted es el primero que viene a la Empresa desde que mi hermano desapareció.



La teniente Pozzi me citó en su oficina. Maldije tener que ir hasta el centro con este calor, pero no me quedó otra.
La oficina tenía pocos detalles femeninos, apenas un portarretratos con la que supuse seria su familia y jarrón con flores naturales que parecían jazmines pero no lo eran.
Me acercó una carpeta con los datos genéticos y me dijo:
- Tenemos un problema: Más vale que estos datos coincida con alguno de los nueve que ya tenemos. Si no es así: o son del decimo y vas al Juez o tenés el fiambre número Once.
La teniente Pozzi cuando se ponía el uniforme era un policía ciento por ciento, hasta en su léxico. Estoy seguro que jamás hubiese usado esa palabra -“fiambre”- el día en que la encontramos en el café, con los pantalones ajustados y el pelo suelto.





Pasaron cuatro días de no tener una puta noticia del petiso Todesca y sucedió lo que esperaba: el Comisario Petcoff me citó de urgencia en el Destacamento. A mí y a Pizarro.
Nos sentamos a esperarlo y no habíamos llegado a ponernos de acuerdo con Pizarro en qué carajo decir, cuando entró. Vino con dos capos de Jefatura.
- Escúchenme, pedazo de pajeros. ¡Les doy un caso en el que hay gente desaparecida y no solo no encuentran a nadie sino que desaparece uno de ustedes! ¿Cómo mierda puede ser? Explíqueme, Pinot ¡Hable!
- Con todo respeto, Comisario. Estábamos en plena investigación, nos habíamos asignado los casos, estábamos esperando las pericias y Todesca se hizo humo. Literal: humo. No sabemos donde cazto está. Pizarro llamó a Entre Ríos, sin levantar mucha sospecha ya que los padres del petiso son muy mayores y allí no está. La última vez que lo vieron allí fue para las fiestas. Fuimos al hotel, a la cantina donde suele ir a cenar, hasta al gimnasio donde hace fierros: nada. Nadie sabe nada. Pedimos a la telefónica el informe sobre la última antena activa, pero lo van a tener para mañana…Es raro, no se lo voy a negar…el petiso era muy prolijo, sobre todo cuando de trabajo hablamos: jamás olvidaba un reporte.
Petcoff se miró con los dos caporales y se fueron sin más. Del otro lado de la puerta se escucho el bramido: ¡Téngame al tanto, Pinot!



Fui a primera hora a la telefónica. Me hicieron esperar un buen rato, pero finalmente apareció una flaquita con un sobre en la mano. Me hizo firmar un formulario y me fui.
La última antena activada cubría doce manzanas. Y la hora de la última activación había sido a las doce de la noche del martes pasado. La casa de la Sra. Paqueta y el 4 “d” estaban allí.
Golpeé la puerta y ni bien abrió me atajé:
- Disculpe Señora, me quedó algo por preguntarle: ¿Cuándo y a qué hora estuvo mi compañero aquí?
- El lunes a eso de las diez de la mañana.
-Muchas gracias.


En el 4to “d” no había nadie. Tampoco en los de los vecinos. Intenté con el portero. Me atendió su esposa y me dijo que enseguida bajaba. Al rato salió un gordo pelado, escobillón en mano, cara de culo.
- Discúlpeme, soy el detective Pinot y quisiera hacerle unas preguntas.
- Cortito, estoy trabajando.

Le pregunté por los habitantes del 4 “d” y me dijo que se habían mudado después de lo que le pasó a la chica. En el “e” no estaban nunca trabajaban todo el día…y en el “c” vivía una masajista que siempre está. Si no lo atendió es o porque está con un cliente o porque bajó a hacer unas compras.
Recordé que había hablado con ella el día que había estado preguntando por el petiso, pero había sido por el portero eléctrico.
-Ahí viene, me dijo el portero. La masajista es aquella. Me señala a una rubia infartante que venía cruzando la calle con bolsas de supermercado en ambas manos.
Lo dejo, tengo que seguir trabajando.
-Muchas gracias.
Cuando se acercó la rubia del 4 “c” me presenté.
- Ah, si…hablamos el otro día... ¿era usted, no?
-Si, si… ¿podría hacerle algunas preguntas?
- Si quiere subir…y de paso me ayuda con esto…dijo mientras me mostraba las bolsas. Mi próximo cliente anuló su cita.
Subimos en el ascensor hablando del clima y bueyes perdidos, mientras trataba por todos los medios que mi mirada no se detenga en ese escote.
-Pase, me dijo al abrir la puerta de su departamento, puede apoyarlas acá nomas, y me señaló un rincón con una mesita ratona sin adornos.
- ¿Quiere tomar algo? ¿Un café? ¿Un té?
- No gracias, me excusé. Solo la voy a molestar con unas preguntas.
Se sentó en un sillón pequeño sin apoyabrazos y me dijo:
- ¡Por supuesto! Adelante.
Le hice algunas preguntas referidas a la  joven del 4 “d” desaparecida unos años atrás y enseguida pregunté por Todesca.
- Estuvo aquí el martes por la tarde. Déjeme ver. Tomó una agenda pequeña de tapas con girasoles y me dijo:
-Casi podría jurar que fue a las 19 horas del martes. Hablamos poco porque a las 19:15 tengo un turno fijo con la Sra. Trama, la esposa del político… Una persona muy correcta, su compañero, muy amable. Le dije lo mismo que a usted.
Mientras me hablaba yo revisaba con mi vista el departamento, perfectamente amueblado y decorado aunque, para mi gusto, con un fuerte olor a mentol.
- Es el olor a las cremas que utilizo. La mayoría viene por contracturas y el mentol es bueno para eso. Algunos de mis colegas ya no lo usan, pero yo sigo las indicaciones de mi maestro, dijo, señalando una pared sobre la que colgaba un diploma de un prestigioso Instituto de la ciudad.
- Es usted muy detallista, le dije. Supuse que me había visto inhalar y advirtió algún gesto en mi cara de desagrado.
¿Podría mostrarme su departamento? Rutina. Mientras anoto algunos datos.
- ¿Rutina? No hay problema, sígame.
En mi libreta anoté su nombre y demás datos, mientras vi que al costado del living había un pasillo que conducía a las habitaciones. La más grande estaba destinada a su gabinete de masajes. Todo amueblado en blanco, con un estante con toallas también blancas perfectamente dobladas. Otro estante con cremas y líquidos, la camilla. El olor a mentol era más fuerte aun.
La otra habitación era la suya, decorada en un color que –le pregunté y me dijo- maíz.
Y la otra era de una sobrina que solía visitarla cuando venía a la capital. A su lado el baño. Del otro lado del living había una cocina espaciosa en las  espaldas del edificio con vista a la plaza.
- ¿Todo bien, Detective?
- Si, Señorita. Todo bien.
Le dejé mi tarjeta por si quería aportar algún dato y me retiré.


Los datos genéticos no coincidieron con ninguno de los nueve de los que teníamos registro. Deberíamos esperar que el juzgado tome la muestra y recién ahí cotejarlos.

La semana transcurrió sin novedades del petiso ni de ningún tipo. Elevé un informe a Petcoff con los chequeos negativos entre las muestras y la espera del tema con el juzgado.
El sábado por la tarde me fui  a correr por la Costanera para oxigenarme un poco y ver si el mar me ayudaba un poco con alguna idea. Volviendo, un mensaje en mi teléfono dice: “Olvidé decirle algo. Belén”

Me dijo por el portero que suba. Golpeé la puerta. Al abrir la vi a ella en una especie de baby doll rojo y poco más. Me besó sin darme tiempo a nada mientras me desabrochaba la camisa. Intenté separarla sin demasiada convicción. Lo notó. Se arrodilló frente a mí dispuesta a hacerme pasar los mejores minutos en mucho tiempo. Mi performance fue discreta, su voracidad hizo estragos con mi experiencia. Terminamos desnudos sobre la alfombra del living. En ese momento me di cuenta que no nos habíamos hablado, había sido todo tan veloz como impensado. Tan incorrecto como placentero. Me fui sin despedirme.


El juzgado se había demorado por un problema gremial y nos tenía atascados con la investigación. En el café tuve que levantarle el ánimo a Pizarro que comenzaba a desesperar por su compañero. Petcoff que me rompía las pelotas. Y la rubia que no me dejaba pensar.
Comenzamos a vernos. La culpa de estar cogiéndome a una testigo me hizo recular un par de veces mientras iba para su casa. Comencé a inventar excusas: después de todo ella no es pariente de la chica desaparecida del 4to “d”. Ella es tan testigo como cualquier habitante de la ciudad, me mentí.


La teniente Pozzi me citó en el café.
-Tengo que decirte algo que no está en el informe. Los forenses decidieron no ponerlo porque no estaban de acuerdo unánimemente. Pero yo hice ver la muestra con un capo de la Federal. El numero uno. Y él me lo confirmó.
La miré esperando que termine de una buena vez.
- El que los mata, además, se los come. El hueso está perfectamente limpio, pero además, dos datos: fue cocinado. El tordo me dice que hay caníbales que cocinan a su víctima, como nosotros hacemos con una vaca o un pollo. Igual.
La miré con asco.
-¿El otro dato?, pregunté.
- Parece haber restos de saliva, pero sin datos genéticos. Eso sembró dudas en los forenses nuestros. Para el número uno no hay dudas: es saliva.




Decidí, aun a riesgo de que me manden a mudar, volver a visitar a los parientes de los desaparecidos. Comencé por los de Pizarro.
En la casa de la joven de treinta años que había desparecido me atendió su marido. Le expliqué que contábamos con nuevos datos, que la investigación había sido retomada y un par de mentiras mas. Me explicó que su esposa era relacionista pública de una empresa petrolera internacional. Excelente esposa y  madre. El esposo se emociona. Intento cambiar de tema: ¿algún hobby, algún deporte?
- mi esposa era una fanática del golf. Comenzó a jugarlo de manera amateur, tomo clases y fue mejorando su hándicap. No llegó a jugar profesionalmente por dos razones: nació nuestro hijo y su eterno dolor de espaldas.



En la casa de otro de los jóvenes desaparecidos, un arquitecto de treinta y nueve años, me atendió su pareja, otro arquitecto. Me hizo pasar a su loft y me sirvió café.
- Bruno era un excelente profesional. Y un compañero ideal. Nos complementábamos en todo. Él, por su problema, no podía subir a las obras en pisos altos. Entonces lo hacía yo.
El arquitecto desaparecido había sufrido un accidente de moto en su juventud y había quedado imposibilitado de caminar. Usaba una silla de  ruedas.
- Vivía con dolores, me dijo. Mire todo lo que tomaba, aun lo guardo.
Me mostró una bandeja de mimbre de bordes altos, con una serie de frascos: Calmantes de todo tipo, analgésicos y una serie de cremas anestésicas.
Abrí una de ellas y sentí el fuerte olor. La cerré inmediatamente.



La rubia del 4 “c” prefería que no me quedase a dormir allí.  Pero esa noche fue diferente.  Comimos en un restorán cercano y luego fuimos a su departamento.
- ¡Mirá lo que tengo!, me dijo.
Abrí la botella de champagne y fuimos a su habitación. Hicimos el amor como siempre lo hacíamos: con furia y descontrol. Solía morderme y enseguida se disculpaba y acto seguido volvía  a hacerlo y así cada vez.
Nos dormimos.
En medio de la noche sentí necesidad de ir al baño. La luz que penetraba a través de la persiana dejaba ver su perfil desnudo. Sus piernas, su cadera, sus hombros. La tapé con la sabana.
Me levanté sin encender las luces para no despertarla.
Abrí la puerta del baño y entre con mis ojos aun pegados por el sueño. Sentí el frio del agua que mojaba mis pies. Abrí mis ojos. No estaba en el baño sino en la habitación de la sobrina de Belén. Pero ¿Qué era esa agua? Encendí la luz. El agua provenía de uno de los enormes armarios que cubrían toda la pared. Sigo el sendero del agua y abro la puerta. Dentro del armario no había ropa ni estantes. Había freezers. Eran esos aparatos congeladores con puertas y estantes como si fuese una heladera. Detrás de cada puerta había uno de ellos. Y uno en particular, seguramente sufría un desperfecto y perdía agua.  Me quedé unos minutos pensando que harían esos aparatos allí. Abrí una puerta u corrí una bandeja. El vapor congelado no me dejaba ver. Había bolsas transparentes. Estaban llenos de ellas. Todos los contenidos estaban perfectamente rotulados. Corrí la puerta del armario que tapaba la luz  y no me dejaba ver. Leí, con espanto: “Todesca/Brazo”
Di un salto, patiné en el agua y caí.
Apagué la luz y abrí la puerta con tanto miedo como jamás había tenido. Sobre la cama, Belén dormía. Le coloqué las esposas y llamé  al Destacamento..










A Petcoff lo ascendieron y se jubiló a los pocos meses. A mí me condecoraron por haber atrapado a “la carnicera de la camilla”, como la llamó la prensa.

Enseguida supimos como habían sucedido los asesinatos. Supimos detalles y nos enteramos de la puta suerte del petiso Todesca.
Conocimos que todos ellos eran clientes de una “excelente” masajista.
Conocimos el modus operandi para deshacerse de los huesos “grandes”, siempre lejos de su departamento y en lugares diferentes.
Nos enteramos que nunca existió ninguna sobrina.
Encontramos la nota en la que justificaba su consumo de electricidad – por los congeladores- en el uso de una lámpara de rehabilitación …que nunca usaba.
Nos enteramos , claro, que usaba al mentol para cubrir cualquier posibilidad de detectar cualquier otro olor.
“Me enamoré de vos, boludo”, me gritó aquella noche.






En la vida nos van pasando cosas, pensé, mientras caminaba sin rumbo meses después. Cosas que no podemos, muchas veces, o no sabemos, otras tantas, prever.
Cosas que, cuando pasan, nos atormentan.
¿Podría haber evitado la muerte del Petiso Todesca?
¿Acaso no debí preguntarme cómo trataba su dolor de espalda la jugadora de golf?
Me jacto de ser un buen detective… ¿no debí entonces darme cuenta, al abrir el pote de crema anestésica en la casa del arquitecto y oler el mentol?
¿Me hubiese dado cuenta que ambos tomaban sesiones de masajes con Belén?
¿Hubiese concluido que todos los desaparecidos lo hacían?

La noche en la que me entregaron la condecoración, en un salón atestado de gente, prensa incluida, mientras recibía palmadas y felicitaciones, recordaba estas y muchas otras cosas.
Mientras veía a Pizarro aplaudir emocionado, pensé que mi destino podría haber sido otro. Podría haber estado dentro de un congelador, mi cuerpo desmembrado dentro de bolsas rotuladas. Sin embargo estaba allí, condecorado.

No pude dejar de sonreí al pensar que él estar allí había dependido, finalmente, de una serie de casualidades: una bolsa que se cae de un camión en medio de la noche y se rompe, un hilo frio de agua que toca mis pies y el penetrante olor del mentol.