lunes, 9 de febrero de 2015

La tarde en la que decidí ser feliz para siempre.





La tarde del día en el que decidí ser feliz para siempre podría pasar como una entre tantas. 
En un noviembre de verano apurado, los pájaros  disfrazados de hojas estaban quizás tan bulliciosos como otras tardes. Una brisa pegajosa me encontró esperando al colectivo. La bocina de un auto me sobresaltó. El cochecito que llevaba un bebé dormido rechinaba su rueda rota contra la vereda. 
Una sensación de hastío me sobrevolaba, me envolvía y, ahora, casi me paralizaba.
Eran las cinco en punto del cinco de noviembre.
Un muchacho me preguntó si subía al colectivo, mitad gentil, mitad enojado. Lo miré y no le dije nada. Decidí caminar a mi casa. Mientras caminaba, en mi cabeza, sin que yo me lo proponga, comenzaron a desfilar personas, acciones, momentos, de un pasado lejanísimo, algunos, y no tanto, otros.
Me reí solo en aquella caminata inolvidable, mientras me veía junto a mi padre  caminar por el sendero que solíamos recorrer, camino a una casa en la que ya hacia tanto no vivía. Me tomaba la mano, firmemente, pero a la vez con suave ternura. Su pulgar se movía, acariciándome.

Me siento en la vidriera de una tienda, bajo un toldo reparador. Cierro los ojos. En la cocina, mi madre prepara mi comida preferida, junto a una cacerola hirviente. Me mira y sonríe. Se acerca y me acaricia la frente, corriendo mi pelo, entonces lacio y largo.
Una persona pasa y me pregunta la hora. Las cinco y veinte, le digo.
Sigo caminando.
Mis hermanos y yo estamos agazapados, entre unos espesos matorrales.  Mi hermana y yo miramos al mayor, quien tiene entre sus manos una fina y larga soga que finaliza en una pequeña rama, varios metros más allá, la  que a su vez sostiene una trampa. Pretendíamos atrapar algún pájaro. Recuerdo aquella tarde de caza infructuosa y feliz, entre aquellas matas de pasto a la sombra de los eucaliptus.

Tengo casi quince, ya. En esta cronología desordenada de imagines vividas, siempre estoy. En el centro de mi universo. Mirando. Oliendo. Riendo. Viviendo.
Estoy sentado con una flor en la mano. Está casi mustia por el calor de aquel febrero. Hacía casi dos meses que no la veía. Habían terminado las clases y ya nada había sabido de ella. Esa mañana me decidí y me dije que tenía que ir a verla. Vivía en otro barrio. Tras cuarenta y mas cuadras de caminar, llegué a su esquina. Me coloqué tras un grueso poste de cemento, temeroso. No sé (y aun no lo sé) que fue lo que me hizo suponer que esa tarde me animaría a abordarla , tras un año de mirarla a hurtadillas y de nunca jamás animarme a decirle una palabra.
Efectivamente, no me animé. Pero recuerdo haber vuelto feliz, caminando por las calles ya sin sol pero aun con luz, prometiéndome que la próxima vez sí. La próxima vez sí.

Cuando llegué a la estación, apenas cuatro cuadras antes de llegar a mi casa, me di cuenta que ninguna de aquellas imágenes me hacia recordar un momento triste. Algo había en aquella caminata de aquella tarde, un filtro , quizás, que tamizaba de impurezas mi memoria. Y dejaba atrapadas en aquella fina red, los sinsabores, los momentos agrios, las lágrimas. No hubo en aquella tarde ni odios ni rencores. Y fue aquélla tarde, al llegar a la estación, que me pregunté: ¿Porqué no? ¿Porqué no dejar que ese filtro actué SIEMPRE? ¿Porqué no dejar que actué ANTES?
Y fue así, al bajar de aquel cordón y pisar el asfalto candente, que me decidí vivir exclusivamente momentos felices. Las cosas que hasta hace muy poco me enardecían, me enojaban, serian vistas de otra manera por mí. No las desconocería, no. No pretendía vivir en una vida de mentiras y negaciones. Simplemente dejaría que aquellas cosas no me impidan ver las otras muchas y maravillosas que me sucedían.
Y comencé a vivir esta vida, la que vivo ahora, la que les cuento. 
Algunas personas me desconocieron durante un tiempo y pensaron que algo grave me pasaba. Reclamaban al cascarrabias, al inquieto, al polemista infatigable. Se preocuparon por mí. Y fui feliz por ello. 
Pero, al tiempo, entendieron que este era yo, y que ya no sería nunca más el que había sido. Entendieron que era mi decisión aunque algunos, escépticos, apostaron a ver cuánto duraría. Me reía con ellos e hice apuestas que gané , una a una.  
Ya es lejano aquel tiempo en el que pensé que la felicidad pasaba por estar con ella. En tener aquella casa, en conocer aquel lugar, en manejar aquel auto… Hace tiempo ya que en el filtro de mi vida quedaron apresadas las vacuas pretensiones.
Y comencé a vivir esta vida de palabras al oído, de sonrisas, esta vida acompañado por aquél que quiera acompañarme. Y que me deje acompañarlo. La misma vida que me exige no intentar (¡nunca más!) cambiar a nadie. Y dejarme seducir por hermosas imperfecciones. Y soñar con seducir con las mías, inocultables.
Yo se que es difícil entender que me guste ¡siempre! la  comida que como. Y que el café que bebo sea el café mas delicioso . Me doy cuenta  , si, que no sea fácil entender que el perfume que ilumine tu cuello sea aquel que me transporte, una y otra vez.
Entiendo perfectamente que lo que para otros sea resignación para mi sea felicidad. Podría haberme detenido a explicarles que se les podía ir la vida subiendo la escalera de las eternas pretensiones, pero tampoco eso hice. 
Y fue así como, desde hace tiempo, comencé a celebrar dos veces al año, dos cumpleaños.
El de mi nacimiento, claro.

Y el de aquella tarde, la del cinco de noviembre, la tarde del día en el que decidí ser feliz para siempre.