La tarde del día en el que decidí
ser feliz para siempre podría pasar como una entre tantas.
En un noviembre de
verano apurado, los pájaros disfrazados
de hojas estaban quizás tan bulliciosos como otras tardes. Una brisa pegajosa
me encontró esperando al colectivo. La bocina de un auto me sobresaltó. El
cochecito que llevaba un bebé dormido rechinaba su rueda rota contra la vereda.
Una sensación de hastío me sobrevolaba, me envolvía y, ahora, casi me
paralizaba.
Eran las cinco en punto del cinco de
noviembre.
Un muchacho me preguntó si subía
al colectivo, mitad gentil, mitad enojado. Lo miré y no le dije nada. Decidí
caminar a mi casa. Mientras caminaba, en mi cabeza, sin que yo me lo proponga,
comenzaron a desfilar personas, acciones, momentos, de un pasado lejanísimo,
algunos, y no tanto, otros.
Me reí solo en aquella caminata inolvidable,
mientras me veía junto a mi padre
caminar por el sendero que solíamos recorrer, camino a una casa en la
que ya hacia tanto no vivía. Me tomaba la mano, firmemente, pero a la vez con
suave ternura. Su pulgar se movía, acariciándome.
Me siento en la vidriera de una
tienda, bajo un toldo reparador. Cierro los ojos. En la cocina, mi madre
prepara mi comida preferida, junto a una cacerola hirviente. Me mira y sonríe.
Se acerca y me acaricia la frente, corriendo mi pelo, entonces lacio y largo.
Una persona pasa y me pregunta la
hora. Las cinco y veinte, le digo.
Sigo caminando.
Mis hermanos y yo estamos agazapados,
entre unos espesos matorrales. Mi
hermana y yo miramos al mayor, quien tiene entre sus manos una fina y larga soga
que finaliza en una pequeña rama, varios metros más allá, la que a su vez sostiene una trampa. Pretendíamos
atrapar algún pájaro. Recuerdo aquella tarde de caza infructuosa y feliz, entre
aquellas matas de pasto a la sombra de los eucaliptus.
Tengo casi quince, ya. En esta cronología
desordenada de imagines vividas, siempre estoy. En el centro de mi universo.
Mirando. Oliendo. Riendo. Viviendo.
Estoy sentado con una flor en la
mano. Está casi mustia por el calor de aquel febrero. Hacía casi dos meses que
no la veía. Habían terminado las clases y ya nada había sabido de ella. Esa
mañana me decidí y me dije que tenía que ir a verla. Vivía en otro barrio. Tras
cuarenta y mas cuadras de caminar, llegué a su esquina. Me coloqué tras un grueso poste de cemento, temeroso. No sé (y aun no lo sé) que fue lo que me
hizo suponer que esa tarde me animaría a abordarla , tras un año de mirarla a
hurtadillas y de nunca jamás animarme a decirle una palabra.
Efectivamente, no me animé. Pero
recuerdo haber vuelto feliz, caminando por las calles ya sin sol pero aun con
luz, prometiéndome que la próxima vez sí. La próxima vez sí.
Cuando llegué a la estación,
apenas cuatro cuadras antes de llegar a mi casa, me di cuenta que ninguna de
aquellas imágenes me hacia recordar un momento triste. Algo había en aquella
caminata de aquella tarde, un filtro , quizás, que tamizaba de impurezas mi
memoria. Y dejaba atrapadas en aquella fina red, los sinsabores, los momentos
agrios, las lágrimas. No hubo en aquella tarde ni odios ni rencores. Y fue aquélla tarde, al
llegar a la estación, que me pregunté: ¿Porqué no? ¿Porqué no dejar que ese
filtro actué SIEMPRE? ¿Porqué no dejar que actué ANTES?
Y fue así, al bajar de aquel cordón
y pisar el asfalto candente, que me decidí vivir exclusivamente momentos
felices. Las cosas que hasta hace muy poco me enardecían, me enojaban, serian
vistas de otra manera por mí. No las desconocería, no. No pretendía vivir en
una vida de mentiras y negaciones. Simplemente dejaría que aquellas cosas no me
impidan ver las otras muchas y maravillosas que me sucedían.
Y comencé a vivir esta vida, la
que vivo ahora, la que les cuento.
Algunas personas me desconocieron durante un
tiempo y pensaron que algo grave me pasaba. Reclamaban al cascarrabias, al inquieto,
al polemista infatigable. Se preocuparon por mí. Y fui feliz por ello.
Pero, al
tiempo, entendieron que este era yo, y que ya no sería nunca más el que había sido.
Entendieron que era mi decisión aunque algunos, escépticos, apostaron a ver cuánto duraría.
Me reía con ellos e hice apuestas que gané , una a una.
Ya es lejano aquel tiempo en el
que pensé que la felicidad pasaba por estar con ella. En tener aquella casa, en
conocer aquel lugar, en manejar aquel auto… Hace tiempo ya que en el filtro de
mi vida quedaron apresadas las vacuas pretensiones.
Y comencé a vivir esta vida de
palabras al oído, de sonrisas, esta vida acompañado por aquél que quiera acompañarme.
Y que me deje acompañarlo. La misma vida que me exige no intentar (¡nunca más!) cambiar a nadie. Y dejarme seducir por hermosas imperfecciones. Y soñar con
seducir con las mías, inocultables.
Yo se que es difícil entender que me guste ¡siempre! la comida que como. Y que el café que bebo sea el café mas delicioso . Me doy cuenta , si, que no sea fácil entender que el perfume que ilumine tu cuello sea aquel que me transporte, una y otra vez.
Entiendo perfectamente que lo que para otros sea resignación para mi sea felicidad. Podría haberme detenido a explicarles que se les podía ir la vida subiendo la escalera de las eternas pretensiones, pero tampoco eso hice.
Entiendo perfectamente que lo que para otros sea resignación para mi sea felicidad. Podría haberme detenido a explicarles que se les podía ir la vida subiendo la escalera de las eternas pretensiones, pero tampoco eso hice.
Y fue así como, desde hace
tiempo, comencé a celebrar dos veces al año, dos cumpleaños.
El de mi nacimiento, claro.
Y el de aquella tarde, la del
cinco de noviembre, la tarde del día en el que decidí ser feliz para siempre.