Se habían cruzado en el trabajo
no más de tres o cuatro veces. Trabajaban en distintas áreas y eso hacía que
el intercambio fuese escaso y meramente laboral.
Sabía solo su nombre y un par de
datos insignificantes más.
Sin embargo cuando esa mañana escuchó que la mujer había sido encontrada muerta en su departamento, un
sentimiento extraño lo invadió.
Averiguó donde sería el servicio fúnebre
y al salir del trabajo alteró su rutina de acero y pasó por allí.
El lugar era
un oscuro local con letras doradas descascaradas en el único vidrio del frente.
Una persona vestida con un tan ridículo como ajado traje gris, con unas rayas
negras al costado de sus pantalones, zapatos viejos pero bien lustrados y
sombrero también negro, oficiaba de puesto de informes. Sala dos, Sala tres
eran sus únicas palabras. Sala tres, le dijo.
Al pasar por la sala uno vio el
paisaje esperado: coronas florales, grupitos de tres o cuatro personas y un
murmullo de fondo. Lo mismo en la sala dos.
En la sala tres, el panorama era
otro: No había coronas, tampoco grupitos de personas y el murmullo había sido
reemplazado por un sonoro silencio.
Entró a la sala como quién entra
al lugar equivocado, caminando despacio, buscando alguna cara conocida, sin
esperanzas. Se sentó en el extremo de un sillón de tres cuerpos forrado en una
cuerina marrón que hizo un ruido esperadamente molesto para la ocasión. Solo
que allí no había nadie que lo escuche.
En la sala contigua solo estaba el ataúd,
cerrado.
Miró su reloj. Eran las cinco de
la tarde. Volvió a mirarlo exactamente media hora mas tarde. En esos treinta
minutos en el que había estado sentado , solo y en silencio, se dio cuenta de
varias cosas: la primera es que no recordaba si alguna vez en su vida había estado
treinta minutos sentado , solo y callado en un lugar. Esto le llamó la atención
porque, precisamente, no debiera ser tan extraño. Después de todo no se trataba
de ningún acto heroico ni extraordinario: solo se trataba de estar sentado ,
solo y callado en un lugar.
Pensó en la mujer del cajón.
Pensó en si las almas existen… ¿Dónde estaría su alma? ¿Allí? ¿Estaría viendo
lo mismo que él veía? ¿Estaría viendo la misma soledad? ¿La soledad de la sala
sin amigos, sin parientes?
Se paró y fue a la salida. Al
pasar al lado del hombre del sombrero, le preguntó si la sala tres era la correcta.
Si, le dijo. Y… ¿no vino nadie? No.
Comenzó a caminar por la avenida
hacia la parada de colectivo, la tarde se había destemplado y una fina llovizna le ponía sonido
a las ruedas de los coches, un silbido apagado y gris.
Caminó por la vereda roja ,pasó por la vidriera del café de
mesas vacías. Tras la barra , se elevó el vapor de la maquina de café. Nadie
hacia el café
Pensó en comprar unas pocas cosas para prepararse algo para
cenar , en el almacén del barrio. Llegó a la esquina en ochava y al abrir la puerta escuchó el tintineo del
viejo llamador que colgaba sobre ella.
Se acercó al mostrador. Sonrió al ver el
cartel de chapa abollada en el que aun se leía “Cinzano”.
Hola, dijo. Nadie
contestó.
Aplaudió una, dos, tres veces. Le
pareció escuchar un televisor encendido, muy bajo. Pero , no, debió escuchar
mal. No había ningún ruido allí, sólo el sonido futuro del viejo llamador que
sin dudas sonará cuando abra la puerta para irse.
Llegó a su casa. Vivía en un
tercer piso que daba a la esquina. Amaba esa vista.
Abrió la ventana. Corrió la
cortina y ,en el balcón, vio el comedero de su gata completo, sin tocar.
Se dio una ducha, se colocó su
pijama azul y sus pantuflas. Decidió no cenar.
Se sentó en el borde de la cama
no sin antes dar uno o dos saltitos, sentado, sobre el colchón mullido.
Programó el despertador y sintió
el presentimiento.
Presintió que le costaría mucho dormirse. Que le costaría mucho
sacarse de su cabeza la imagen de la mujer muerta en el ataúd cerrado.
La
imagen de la mujer muerta y sola.
La imagen de la mujer muerta y su enorme , su
terrible soledad.
Ya,casi,no.
Ya,casi,no.