Fue sin querer. Algunas cosas las
hacía, aun, sin querer. La mayoría no. Guiado por algún preconcepto, alguna
memoria o, incluso alguna vaguedad, todo lo que hacía lo hacía por alguna razón.
Después, solía arrepentirse, pero solía justificarse, mañoso, y encontrarle
alguna explicación.
Sin embargo, aquella tarde, cuando interpuso su carrito en
la angosta entrada del supermercado, sin cederle el paso a la otra persona,
como su inclaudicable caballerosidad le imponía, lo hizo sin querer. El choque
fue más aparatoso que importante. Los
carros casi se enredaron y él, al querer retroceder, enganchó el carro de ella.
Él no sabe, y nunca sabrá, si ella lo había visto antes.
Demoró un instante en
reconocerla. Dijo su nombre. Ella rio. Dijo el suyo.
Pagaron sus cuentas y fueron al
café de la esquina.
Hablaron durante un tiempo que
encontró la merienda y olvidó la cena.
Se despidieron, sin olvidar
actualizar sus teléfonos.
Él tenía setenta y cinco años y
ella setenta. Habían vivido un amor tan intenso como lejano.
La vida los había llevado
por un camino que pasaba por muchas esquinas pero que se cruzaba en la entrada
al supermercado.
Ella lo llamó olvidando orgullos
perimidos. Se encontraron a cenar en un lugar parecido a muchos. Se besaron. El
tembló y le pareció que ella también. Ya no le interesaba hacer una pregunta estúpida
(¿estás sintiendo lo mismo que yo?) que en otro momento hubiese hecho y que
hubiese provocado una respuesta tan obvia como inútil.Tampoco preparó ninguna respuesta.
Comenzaron a verse a diario.
Luego de unos meses y largos debates, decidieron irse a vivir juntos.
Prefirieron no vivir de
nostalgias. Se prohibieron todo comentario que comenzase con ¿Te acordás…? Seguían
gustando de restoranes y otros placeres
pero reforzaron el disfrute de hablarse.
Él no había cultivado con nadie
antes, ni después, el placer de poder hablar durante horas y horas, sin
aburrirse.
En una vida despojada de
proyectos se encontraban tal cual eran, lo que era algo triste pero relajado a
la vez. Ya no habría noches de sabanas de euforia, aunque comprobaron el revivir
de placeres olvidados. Prefirieron dejar de lado los reproches. De nada servía
ahora pensar que hubiese pasado…Sabían que ya no formarían una familia. Tampoco
concretarían aquel viaje. Pero también sabían que pensar en lo perdido solo les
serviría de condimento amargo para el plato que tenían ante sí.
Se dieron cuenta, casi al unísono,
que los sueños de aventuras habían sido reemplazados por algunas desventuras,
pero el inevitable esmerilado de los años les posibilitaba encontrar , aun en
los momentos más aciagos, los motivos para sonreír.
Algunas tardes él, otras tardes
ella, se opacaban recordando momentos que ya no serían, y, cuando eso pasaba,
se turnaban para darse animo con un simple abrazo, una caricia, un beso.
El escuchó a uno de sus hijos
decirle a su mujer: “Yo nunca lo vi al viejo tan bien”.
A la noche se lo contó a ella.
Rieron.
Revivieron rutinas con el sabor
de la primera vez. Algunas cosas no debían cambiar.
Vivieron el resto de sus vidas así,
sin ponerle nombre a aquello que sentían.
Calvin
Calvin