viernes, 1 de abril de 2016

Río frío.




Fui a un colegio religioso desde primer año de la secundaria, el Don Bosco.
Ir allí significó una exigencia para mi ; en ese entonces el examen de ingreso no era una chicana de  progresista berreta  para denunciar una discriminación y promover la mediocridad , sino todo lo contrario: el que superaba el examen podía ingresar a una institución que le daría herramientas para ser mejor, así de simple. 
Pero también significó una exigencia para mis padres: en la deliciosa clase media que habitábamos , un colegio privado era una lujo que prometía  privaciones.
Corría mil novecientos setenta y siete.
A poco de entrar me entero que el colegio le enviaba comunicaciones a los padres solicitando su cooperación para ser ayudante en los controles de ingreso a los estadios del mundial de fútbol del año siguiente.
Los asesinos solicitaban ayuda. Y nosotros, corderos, ayudábamos. Estaba la patria en  medio. Nunca hablé con mi padre si pudo darse cuenta de algo, como adulto.  Si recuerdo que yo, como niño, viví aquel mundial como una fiesta. En nuestro noblex blanco y negro de catorce pulgadas disfrutábamos a nuestros héroes jugar y golear. Mis catorce años me impidieron ver la sangre oculta tras los goles. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo sentirse parte de una tragedia mientras se chocan las copas?
Recuerdo a mi padre vestir orgulloso su uniforme de Thompson & Williams: pantalón gris, camisa blanca, sueter también gris  y un saco de paño bien grueso como para soportar el áspero julio marplatense.
Fui al estadio. Y gocé la entrada gratis porque: ”mi papá es aquel, el de la puerta “p”. Pasá , nene.
Aun conservo su credencial. En aquel entonces mi papa era un viejo de treinta y nueve años.
Pasó la secundaria y siguieron las muertes, esta vez en el aun mas áspero frío de unas islas que nunca las justificaran. Y los asesinos debieron irse.
Y llegaron mis dieciocho.Y llegó la democracia y la nación que nunca fue patria eligió a un estadista incomprendido, aniquilado por las larvas de un General que los había parido quizás sin entender que paría al germen de la decadencia argentina.
Y me afilié al partido del señor de las palabras. Y creí. Y me desilusioné. Como sólo se desilusiona el que cree. Entre la ilusión y el amor , existe , a no dudarlo, el mismo parentesco que entre la democracia y el matrimonio.
Solo  sufre de amor perdido el que amó.
Democracia y matrimonio son sistemas imperfectos, pero que aun no conoce superiores.
Y vinieron los primeros años de Raúl. Y vinieron los chicos de la Coordinadora, el arrollador cuadro político de los universitarios de Franja Morada. Con su capacidad con un solo limite: su propia soberbia.
Y vinieron las larvas del General, encubiertas tras un riojano de patillas inconcebibles.
Y todo terminó.
Entre aquellos jóvenes impetuosos de La Coordinadora estaban el Coti Nosiglia, Facundito Suarez Lastra, los hermanos Stubrin, el hoy converso Leopoldo Moreau y un joven tan verborragico como brillante , Federico Storani,  hijo de un caudillo cordobés ,Conrado.


Hoy , en este presente que nos tiene en ascuas, el mismo Federico está buscando a su hijo de catorce años en las aguas turbias de un río frío. Agua entre mansiones.
Imposible , para mi , describir tanto dolor. No se me ocurren adjetivos para "nudo en la garganta”, “dolor en el pecho”, “ganas de llorar como lloraba” etc.
Es por ello que recurro a quien si lo puede hacer, un sufrido escritor americano sin igual.
A estas horas , las patrullas de rescate aun tiene alguna esperanza de encontrar al niño con vida. 
Ojala así suceda, y esta pagina quede superada por la noticia de un rescate feliz.
Mientras tanto, Raymond Carver.






Limonada


Cuando vino a casa hace unos meses a medir 
las paredes para construir libreros, Jim Sears no parecía ser un hombre 
cuyo único hijo hubiera muerto en las crecientes del 
Elwha. Era un hombre velludo, lleno de confianza, que tronaba 
los nudillos con energía mientras hablábamos de repisas, ménsulas 
y nos cerciorábamos de las manchas en el roble. Pero este es un pueblo pequeño, 
es un mundo pequeño. Seis meses después, cuando los libreros 
ya habían sido construidos, entregados e instalados, el padre
de Jim, de nombre Howard Sears, quien “suplía a su hijo” 
vino a pintar nuestra casa. Me dice –cuando pregunto 
movido por cierta cortesía provinciana, “¿Cómo está Jim?”– 
que su nieto Jim Jr. había muerto en el río la primavera anterior. 
Jim se siente culpable. “No se ha recuperado 
todavía,” añade el Sr. Sears. “Y parece que está empezando 
a perder la cordura,” continúa, mientras ajusta su gorra de pintor. 
Jim tuvo que observar impotente cómo un helicóptero 
apresaba el cuerpo de su hijo y lo sacaba del río 
con unas tenazas. “Usaron un par de enormes tenazas de cocina, 
¿puede imaginarlo? Sujetadas por un cable. Dios siempre 
se lleva a los más dulces, ¿no es así?”, dice el Sr. Sears. “Sus 
designios son inescrutables”. “¿Qué piensa usted de todo esto?” 
quiero saber. “No quiero pensar nada,” dice. “No debemos cuestionar odudar de Sus criterios. No es algo que podamos entender. 
Yo sólo sé que se lo ha llevado a casa, al más pequeño.” 

Continúa diciéndome que la esposa de Jim lo llevó de viaje a trece 
países de Europa con la esperanza de ayudarlo 
a recuperarse. Pero no fue así. “La misión no se cumplió,” dice Howard. 
Jim contrajo el mal de Parkinson. ¿Ahora qué sigue? 
Está de vuelta pero aún se culpa a sí mismo 
por haber mandado a Jim Jr., esa mañana, a buscar 
una jarra de limonada al coche. ¡No necesitaban limonada ese día!
¡Dios!, ¡Dios!, ¿en qué estaba pensando?, ha dicho Jim 

cientos, no, miles de veces a cualquiera que 
aún lo escuche. ¡Si no hubiera hecho limonada 
esa mañana! ¿En qué demonios estaba pensando? 
Si no hubiera ido de compras la noche anterior, 
y si aquel cesto de limones amarillos no hubiera estado junto 
a las naranjas, manzanas, uvas y plátanos... 
Eso era en realidad lo que Jim quería, naranjas 
o manzanas, no limones o limonada, al diablo los limones, Jim odiaba 
los limones –al menos ahora los odiaba– pero a Jim Jr. le gustaba la limonada, 
siempre le había gustado. Él quería limonada. 

“Veámoslo de esta forma”, diría Jim padre, “esos limones 
vinieron de algún lugar, ¿no es así? Del Imperial Valley, 
posiblemente, o de algún lugar cerca de Sacramento; ahí 
cosechan limones, ¿verdad?”. ¡Esos limones fueron plantados y regados

y vigilados y luego puestos en costales, y fueron
pesados y después almacenados en cajas y enviados por tren o camión
a este maldito lugar en donde tuvo que morir el hijo 

de un hombre! ¡Esas cajas fueron descargadas 
por muchachos de la misma edad que Jim Jr.! 
Los limones fueron desempacados y vertidos de sus 
cajas –amarillos y oliendo a limón– por esos mismos muchachos, y fueron 
rociados y 
lavados por un muchacho que aún vive, respira 
y camina por la ciudad, que aún crece como un joven normal. Entonces alguien los cargó 
hasta la tienda, y los colocó en una repisa bajo aquel atractivo letrero 
que decía ¿Has Tomado Limonada Fresca Últimamente? Según Jim, esto se remontaba hasta las primeras causas, hasta 
el primer limón cultivado en el planeta. Si no existieran los limones, y si no hubiera ningún supermercado, entonces Jim aún 
tendría a su hijo, ¿no es así? Y Howard Sears aún conservaría a su 
nieto, ¿verdad? Te das cuenta, mucha gente estuvo involucrada 
en esta tragedia. Los granjeros, por ejemplo, y los recolectores de limones, 
los conductores de los camiones, la cadena de supermercados… Jim padre,
 ciertamente
él estaba dispuesto a asumir su responsabilidad. 
Pues él fue el mayor culpable de todos. Por eso no se recupera, me dijo 
Howard Sears. No obstante, tenía que librarse de eso de alguna forma, 
y continuar. Aunque todos estuvieran devastados. 

Hace algún tiempo la esposa de Jim lo inscribió a 
una clase de labrado de madera. Ahora él se dedica a tallar osos 
y focas, búhos, águilas, gaviotas, cualquier cosa, pero aún no puede 
concentrarse en una sola criatura por el tiempo suficiente para finalizarla, 
dice el Sr. Sears. El problema es que, continúa su padre, 
cada vez que Jim levanta los ojos de su torno o desvía la mirada 
de su cuchillo de labrado, ve a su hijo irrumpiendo de las aguas, río abajo, 
alzado por un cable; luego girando y 
girando en círculos hasta llegar aún más alto que los árboles; las tenazas 
descollando bajo su espalda, y después el helicóptero girando y oscilando 
río arriba, con el bramido y el bamboleo de las aspas. 
Ahora Jim Jr. pasa por encima de quienes lo buscaban 
alineados en la orilla del río. Sus brazos caen a los lados 
y de su cuerpo escurren gotas de agua. Pasa por encima de todos una vez más, 
aún más cerca, y regresa instantes después para ser depositado, para ser 
gentilmente asentado a los pies de su padre. Su padre. Un hombre que, 
después de haberlo visto todo –el cadáver de su hijo saliendo del río, 
sujetado por pinzas de metal, luego girando y flotando en círculos,

por encima de los árboles– no desearía nada más que
simplemente morir. 
Pero la muerte es sólo para los más dulces. Y él recuerda
aún la dulzura, cuando la vida era dulce, y cuando dulcemente

disfrutaba de aquella otra vida. 


Raymond Carver (1938-1988)



















Q´Tupé.