jueves, 26 de junio de 2014

La piel que muda





Lo voy a contar ahora por dos razones: la primera es que ya pasaron diez años lo que me hace suponer que los motivos que hicieron que mantenga este secreto han, seguramente, desaparecido. La segunda es que no creo poder sentir ni culpa ni remordimiento por contar lo que ahora cuento. (Hace diez años, si. Seguramente me hubiese sentido una basura. Hoy ya no.)
Recuerdo la fecha muy bien: 6 de mayo de 2000. La tengo grabada a fuego. Nunca fui muy bueno para las fechas, más bien un desastre. Olvido cumpleaños y aniversarios y ni hablar de batallas y revoluciones, en la secundaria ya lejana.
Pero estoy seguro de recordar para siempre el día en el que me dieron los resultados de los análisis de Virginia. El médico me dijo, con su lengua bisturí: “Estimo  que tres meses, Ozil. A lo sumo cuatro. Está muy avanzado. Lo siento”


Me llamo Ozil. Según mi viejo, era el nombre de un jugadorazo turco que jugó en la década del setenta en España. Nosotros de turco no tenemos nada. Leonetti es mi apellido. Ozil Leonetti. Toda la vida: o-zeta-i-ele, con i latina, sin hache.

Caminé despacio por la vereda de la plaza que está frente a la clínica. Pensé que me iba a largar a  llorar en cualquier momento. Sin embargo, ni una lagrima, solo el ladrillo en el pecho. Hacia frío, pero no me importaba. El pochoclero me ofreció pochoclo de una cuchara, con una sonrisa. Le agradecí y seguí. ¿Cómo se lo diría? ¿Que sería de ella? ¿Y de mí? Veintisiete años. ¡Veintisiete años! ¿Cómo mierda?
Había pedido permiso en la oficina para ir a buscar los resultados. Miré el reloj. Apuré el paso.
Me senté en mi escritorio, guardé en el cajón los resultados y miré la pantalla negra.
No sé cuanto pasó antes de que Tato se me acerque. ¿Diez minutos? ¿Una hora?
¿Y?, me pregunta. No pude hablar. Debo haber sido muy expresivo. Me abrazó. Poco a poco se acercaron todos mis compañeros. Hasta Fermín, el chiquitín mudo, se acercó y me dio un beso.
Mi supervisor se acercó y me dijo que me podía retirar cuando quisiese. Se lo agradecí, pero yo quería quedarme toda la vida allí. Me tomé un café que me preparó Sarita, amargo, agarre mis cosas y me fui. Llegué a casa a eso de las cinco. Estuve más de una hora dando vueltas vaya uno a saber por dónde.
Virginia me recibió con esa sonrisa que me podía. La abracé, fuerte, y le di un beso. ¿Dieron mal, no? La miré sin decir diciendo. Me sonrió, se paró más derecha aun de lo que siempre solía, y me dijo: ¿Vamos a comer a algún lugar lindo?
No llegue a contestarle, sonó el timbre. Abrí la puerta y vi a Fermín. El chiquitín mudo. Fermín media poco más de un metro sesenta, de ahí lo de chiquitín, pero no era mudo, simplemente no hablaba. Tenía unos sesenta años, el cabello corto y un bigote finito.
Hola, me dijo. ¿Puedo pasar?
Sí, claro. Fermín siempre vestía de traje color gris claro, camisa blanca, corbata azul y zapatos negros. Llevaba, además, y siempre, un paraguas.    


                           
                                                                  
Colgó el saco y el paraguas y me miró.
Pasá, pasá…Sentáte.
Nos sentamos en la cocina. Me incomodaba un poco estar allí, con Fermín, sin saber que decirle, hasta que, por suerte, habló:

Soy Dios.

Virginia acababa de entrar a la cocina y lo escuchó. Fermín la miró. Sentáte, Virginia, Sentáte, le dijo. Le estaba diciendo a Ozil que yo soy Dios.
Nos miramos con Virginia seguros de que, en otra ocasión, nos hubiéramos muerto de risa.
Yo sé que es difícil, lo sé. No es la primera vez que me pasa, de manera que voy a repetir lo ya hecho. Sobre la mesada estaba la pava, brillante, impecable, de acero inoxidable. Muy suavemente se elevó, se acercó y se colocó casi sobre el hombro de Fermín. Mis ojos estaban casi tan grandes como los de Virginia. La pava voló hasta la pileta, se levantó la tapa, el agua comenzó a salir de la canilla, se volvió a tapar, se colocó sobre la cocina y el fuego se encendió. Una a una, se fueron acomodando las  tazas, los platos y las cucharas.
¿Té? ¿Café? preguntó Fermín.
Café, dijimos al unísono. Virginia dijo:”el café está en…”
 En la segunda puerta, segundo estante, detrás del colador, dijo Fermín, sin darse vuelta.
Soy Dios, chicos. ¿Van entendiendo? Pensá en algo, Virginia, dijo.
Virginia cerró los ojos.
Un patio de baldosas rojas. Sobre la pared de pintura descascarada se apoyan macetas pintadas de blanco, con malvones, también blancos. Estas jugando con una muñeca rubia. Tu papá te mira.
Por la mejilla de Virginia comenzaron a derramarse lágrimas, primero tímidas, después a raudales.
¿Sigo?, preguntó Fermín.
Me miró. Si, lo sé, me dijo. Se lo que lo extrañas al viejo. ¡Qué tipazo, Vicente! Cuando te fue a buscar a colegio, la vez que lo llamó la directora…esa vez que esperabas un reto, pero él te dio la mano, manota, volviendo a tu casa, la de la calle Ecuador, y te dijo: No lo hagas mas, Ozil, ¿sí? Nunca más. El respeto ante todo. Y vos levantaste la cabeza y apretaste la mano y supiste, de repente, lo que querías ser cuando seas grande: Ser un tipo como él… ¡cómo no extrañarlo!

La cuchara sirvió las exactas cucharadas de café y de azúcar. Vos, Ozil, una. Virginia, vos dos.
Al principio, chicos, tenía su encanto. La gente te respeta, sentís el agradecimiento y te reconforta poder ayudar. Mas luego, algunas cosas no anduvieron del todo bien. La gente comenzó a agolparse allí donde yo viviese. Sin respetar horarios ni a aquellos con los que yo vivía. Hasta que una tarde, en El Cairo, allá por el trescientos cincuenta después de mí, me cansé. Ya no tenía ganas de ser Dios. De estar siempre a disposición. De no poder tener una vida. Mi vida.
Yo se que suena raro. Ustedes dirán: Dios, ¿no está obligado a estar siempre , a ayudar siempre?
Y la verdad que no, chicos. No. Cuando estaba muy cansado y les decía a aquellos que venían de cientos, de miles de kilómetros a verme, que ese día no podía, no lo entendían. En Praga el padre de un enfermo de fiebre amarilla me amenazó con un cuchillo. En Pakistán un grupo de fanáticos me quiso apedrear.
Me obligaron, créanme. Ya van cientos de años que estoy así. Vagando. Yendo de acá para allá. Enamorándome y desenamorándome. Sufriendo.
Una vez, a orillas del Ródano, una joven me besó. Una joven a la que nunca tendría, a la que nunca olvidaré, ¿entienden?
Generalmente surgen situaciones en las que ya no puedo ocultarme. Como esta, con ustedes, ¿saben? No me aguanto. ¿Y qué pasa entonces? Pasa que debo dejar todo y partir. Allí adonde no me conozcan. A aprender un nuevo idioma (se tantos que ya comienzo a olvidarme algunos), a conocer nuevas gentes. A tratar de pasar desapercibido, como Fermín. A propósito: ¿A quién se le ocurrió lo de: Fermín, el chiquitín mudo? Si ,ya se, a Tato. ¡Qué gracioso!

Bebimos un poco de café, que, pese a haber estado más de media hora sin ser tomado, mientras Fermín hablaba, estaba a la temperatura perfecta. En un plato había unas galletas que no recordamos haber comprado.
Dame la mano, le dijo Fermín a Virginia.
Supe después que Virginia sintió un calor que casi la quema. Su piel amarillenta comenzó a mudar al color de los que aun deberemos esperar para morir, su pelo adquirió brillo y su espalda se irguió. Soltó un gemido.
Yo miré todo aquello y hoy, diez años después, recuerdo cada instante.
Mientras la mano de Fermín tomaba la de Virginia, el hablaba, casi en un susurro, como extraviado. Me recuerdo corriendo en las colinas,dijo, a las afueras de Roma. Escondiéndome en Cincinnati. Volviendo a escapar en un tren abarrotado de esclavos en las minas de diamantes de Kimberley.  Siendo uno más en Treblinka, esperando el final. Adorado en Tulum. Perseguido en Constantinopla y nadando en el Éufrates, soñando con que todo terminaba. Pero todo continuaba. Hay una aldea en Nepal a la que , alguna vez, me gustaria regresar.
Y vuelta a vivir. Y vuelta a escapar.

Le soltó, en un estertor, la mano a Virginia y se quedó callado, respirando profunda y suavemente. Un vaso se llenó de agua y se acercó a su mano derecha. Lo bebió con fruición.
Virginia se quedó callada unos minutos. Se paró y se la escuchó subir las escaleras. Volvió con un abanico que era de su abuela. Yo siempre supe que ese objeto era, quizás, el objeto más preciado por Virginia entre todos los que pudiese tener. Se arrodilló a los pies de Fermín ,  colocó el abanico en sus piernas,  apoyó su cabeza en su regazo y lloró como nunca antes lo había hecho, como nunca más lo haría.
Fermín acarició su cabeza y le dijo: Estás curada, Virginia.


Una de cal y una de arena, me dijo. La semana que viene se muere tu abuelo. Despedite.


Nos volvimos a mirar con Virginia. Lo miramos.

Podría pedirles que no se lo digan a nadie, claro .Ya lo intenté en otras ocasiones. ¡Pero es tan difícil mantener un secreto!  Prefiero liberarlos de esa carga.

Caminó hacia el pasillo donde estaba su saco y comenzó a colocárselo: Me miró y dijo: ¿Dónde estaré la semana que viene? ¿Qué idioma hablaré?  ¿Qué aspecto tendré?
Me acarició la mejilla, tomó el paraguas, se acomodó el saco y salió.




P.s.: En un diario, el año pasado, leí que una joven holandesa había sido milagrosamente curada de las heridas sufridas en un incendio, en una pequeña localidad cercana a Amsterdam llamada Hilversum. La crónica refiere la misteriosa desaparición de una persona que creían un enfermero.



P.s.II: Cuando Virginia lloró aquella tarde, pensé que nunca volvería a llorar de esa manera. Me equivoqué. La tarde en que nació nuestro hijo, teniéndolo en su pecho, a minutos de nacer, volvió a hacerlo. No hubo dudas en cuanto al nombre que llevaría el pequeño.



Esto no es una postdata, es solamente, la apostilla de pensar que , quizás, saliendo de la clínica, después del nacimiento del bebé, Ozil se sienta en su auto, lo enciende, coloca la media que se le salió al bebé, sonríe, mira a Virginia , prende la radio y escucha este tema.




Para L. Mientras hay amor, hay esperanza.