Lo voy a contar ahora por dos razones: la primera es que ya pasaron diez años lo que me hace suponer que los motivos que hicieron que mantenga este secreto han, seguramente, desaparecido. La segunda es que no creo poder sentir ni culpa ni remordimiento por contar lo que ahora cuento. (Hace diez años, si. Seguramente me hubiese sentido una basura. Hoy ya no.)
Recuerdo la fecha muy bien: 6 de
mayo de 2000. La tengo grabada a fuego. Nunca fui muy bueno para las fechas, más
bien un desastre. Olvido cumpleaños y aniversarios y ni hablar de batallas y
revoluciones, en la secundaria ya lejana.
Pero estoy seguro de recordar
para siempre el día en el que me dieron los resultados de los análisis de
Virginia. El médico me dijo, con su lengua bisturí: “Estimo que tres meses, Ozil. A lo sumo cuatro. Está
muy avanzado. Lo siento”
Me llamo Ozil. Según mi viejo,
era el nombre de un jugadorazo turco que jugó en la década del setenta en
España. Nosotros de turco no tenemos nada. Leonetti es mi apellido. Ozil
Leonetti. Toda la vida: o-zeta-i-ele, con i latina, sin hache.
Caminé despacio por la vereda de
la plaza que está frente a la clínica. Pensé que me iba a largar a llorar en cualquier momento. Sin embargo, ni
una lagrima, solo el ladrillo en el pecho. Hacia frío, pero no me importaba. El
pochoclero me ofreció pochoclo de una cuchara, con una sonrisa. Le agradecí y seguí.
¿Cómo se lo diría? ¿Que sería de ella? ¿Y de mí? Veintisiete años. ¡Veintisiete
años! ¿Cómo mierda?
Había pedido permiso en la
oficina para ir a buscar los resultados. Miré el reloj. Apuré el paso.
Me senté en mi escritorio, guardé
en el cajón los resultados y miré la pantalla negra.
No sé cuanto pasó antes de que
Tato se me acerque. ¿Diez minutos? ¿Una hora?
¿Y?, me pregunta. No pude hablar.
Debo haber sido muy expresivo. Me abrazó. Poco a poco se acercaron todos mis
compañeros. Hasta Fermín, el chiquitín mudo, se acercó y me dio un beso.
Mi supervisor se acercó y me dijo
que me podía retirar cuando quisiese. Se lo agradecí, pero yo quería quedarme
toda la vida allí. Me tomé un café que me preparó Sarita, amargo, agarre mis
cosas y me fui. Llegué a casa a eso de las cinco. Estuve más de una hora dando
vueltas vaya uno a saber por dónde.
Virginia me recibió con esa
sonrisa que me podía. La abracé, fuerte, y le di un beso. ¿Dieron mal, no? La
miré sin decir diciendo. Me sonrió, se paró más derecha aun de lo que siempre solía,
y me dijo: ¿Vamos a comer a algún lugar lindo?
No llegue a contestarle, sonó el
timbre. Abrí la puerta y vi a Fermín. El chiquitín mudo. Fermín media poco más
de un metro sesenta, de ahí lo de chiquitín, pero no era mudo, simplemente no
hablaba. Tenía unos sesenta años, el cabello corto y un bigote finito.
Hola, me dijo. ¿Puedo pasar?
Sí, claro. Fermín siempre vestía
de traje color gris claro, camisa blanca, corbata azul y zapatos negros.
Llevaba, además, y siempre, un paraguas.
Colgó el saco y el paraguas y me
miró.
Pasá, pasá…Sentáte.
Nos sentamos en la cocina. Me
incomodaba un poco estar allí, con Fermín, sin saber que decirle, hasta que,
por suerte, habló:
Soy Dios.
Virginia acababa de entrar a la cocina y lo escuchó. Fermín la miró. Sentáte, Virginia, Sentáte, le dijo. Le estaba diciendo a Ozil que yo soy Dios.
Nos miramos con Virginia seguros
de que, en otra ocasión, nos hubiéramos muerto de risa.
Yo sé que es difícil, lo sé. No
es la primera vez que me pasa, de manera que voy a repetir lo ya hecho. Sobre
la mesada estaba la pava, brillante, impecable, de acero inoxidable. Muy
suavemente se elevó, se acercó y se colocó casi sobre el hombro de Fermín. Mis
ojos estaban casi tan grandes como los de Virginia. La pava voló hasta la pileta,
se levantó la tapa, el agua comenzó a salir de la canilla, se volvió a tapar,
se colocó sobre la cocina y el fuego se encendió. Una a una, se fueron
acomodando las tazas, los platos y las
cucharas.
¿Té? ¿Café? preguntó Fermín.
Café, dijimos al unísono.
Virginia dijo:”el café está en…”
En la segunda puerta, segundo estante, detrás del
colador, dijo Fermín, sin darse vuelta.
Soy Dios, chicos. ¿Van entendiendo?
Pensá en algo, Virginia, dijo.
Virginia cerró los ojos.
Un patio de baldosas rojas. Sobre
la pared de pintura descascarada se apoyan macetas pintadas de blanco, con
malvones, también blancos. Estas jugando con una muñeca rubia. Tu papá te mira.
Por la mejilla de Virginia
comenzaron a derramarse lágrimas, primero tímidas, después a raudales.
¿Sigo?, preguntó Fermín.
Me miró. Si, lo sé, me dijo. Se
lo que lo extrañas al viejo. ¡Qué tipazo, Vicente! Cuando te fue a buscar a
colegio, la vez que lo llamó la directora…esa vez que esperabas un reto, pero él
te dio la mano, manota, volviendo a tu casa, la de la calle Ecuador, y te dijo:
No lo hagas mas, Ozil, ¿sí? Nunca más. El respeto ante todo. Y vos levantaste
la cabeza y apretaste la mano y supiste, de repente, lo que querías ser cuando
seas grande: Ser un tipo como él… ¡cómo no extrañarlo!
La cuchara sirvió las exactas
cucharadas de café y de azúcar. Vos, Ozil, una. Virginia, vos dos.
Al principio, chicos, tenía su
encanto. La gente te respeta, sentís el agradecimiento y te reconforta poder
ayudar. Mas luego, algunas cosas no anduvieron del todo bien. La gente comenzó
a agolparse allí donde yo viviese. Sin respetar horarios ni a aquellos con los
que yo vivía. Hasta que una tarde, en El Cairo, allá por el trescientos
cincuenta después de mí, me cansé. Ya no tenía ganas de ser Dios. De estar siempre
a disposición. De no poder tener una vida. Mi vida.
Yo se que suena raro. Ustedes dirán:
Dios, ¿no está obligado a estar
siempre , a ayudar siempre?
Y la verdad que no, chicos. No.
Cuando estaba muy cansado y les decía a aquellos que venían de cientos, de
miles de kilómetros a verme, que ese día no podía, no lo entendían. En Praga el
padre de un enfermo de fiebre amarilla me amenazó con un cuchillo. En Pakistán
un grupo de fanáticos me quiso apedrear.
Me obligaron, créanme. Ya van
cientos de años que estoy así. Vagando. Yendo de acá para allá. Enamorándome y desenamorándome.
Sufriendo.
Una vez, a orillas del Ródano,
una joven me besó. Una joven a la que nunca tendría, a la que nunca olvidaré, ¿entienden?
Generalmente surgen situaciones
en las que ya no puedo ocultarme. Como esta, con ustedes, ¿saben? No me
aguanto. ¿Y qué pasa entonces? Pasa que debo dejar todo y partir. Allí adonde
no me conozcan. A aprender un nuevo idioma (se tantos que ya comienzo a
olvidarme algunos), a conocer nuevas gentes. A tratar de pasar desapercibido,
como Fermín. A propósito: ¿A quién se le ocurrió lo de: Fermín, el chiquitín
mudo? Si ,ya se, a Tato. ¡Qué gracioso!
Bebimos un poco de café, que,
pese a haber estado más de media hora sin ser tomado, mientras Fermín hablaba,
estaba a la temperatura perfecta. En un plato había unas galletas que no
recordamos haber comprado.
Dame la mano, le dijo Fermín a
Virginia.
Supe después que Virginia sintió un calor que casi la quema. Su piel amarillenta comenzó a mudar al color de los que aun deberemos esperar para morir, su pelo adquirió brillo y su espalda se irguió. Soltó un gemido.
Supe después que Virginia sintió un calor que casi la quema. Su piel amarillenta comenzó a mudar al color de los que aun deberemos esperar para morir, su pelo adquirió brillo y su espalda se irguió. Soltó un gemido.
Yo miré todo aquello y hoy, diez
años después, recuerdo cada instante.
Mientras la mano de Fermín tomaba
la de Virginia, el hablaba, casi en un susurro, como extraviado. Me recuerdo
corriendo en las colinas,dijo, a las afueras de Roma. Escondiéndome en Cincinnati.
Volviendo a escapar en un tren abarrotado de esclavos en las minas de diamantes
de Kimberley. Siendo uno más en
Treblinka, esperando el final. Adorado en Tulum. Perseguido en Constantinopla y
nadando en el Éufrates, soñando con que todo terminaba. Pero todo continuaba. Hay una aldea en Nepal a la que , alguna vez, me gustaria regresar.
Y vuelta a vivir. Y vuelta a escapar.
Y vuelta a vivir. Y vuelta a escapar.
Le soltó, en un estertor, la mano a Virginia y se quedó callado, respirando profunda y suavemente. Un vaso se llenó de agua y se acercó a su mano derecha. Lo bebió con fruición.
Virginia se quedó callada unos
minutos. Se paró y se la escuchó subir las escaleras. Volvió con un abanico que
era de su abuela. Yo siempre supe que ese objeto era, quizás, el objeto más
preciado por Virginia entre todos los que pudiese tener. Se arrodilló a los
pies de Fermín , colocó el abanico en sus piernas, apoyó su cabeza en su
regazo y lloró como nunca antes lo había hecho, como nunca más lo haría.
Fermín acarició su cabeza y le
dijo: Estás curada, Virginia.
Una de cal y una de arena, me
dijo. La semana que viene se muere tu abuelo. Despedite.
Nos volvimos a mirar con Virginia.
Lo miramos.
Podría pedirles que no se lo
digan a nadie, claro .Ya lo intenté en otras ocasiones. ¡Pero es tan difícil mantener
un secreto! Prefiero liberarlos de esa
carga.
Caminó hacia el pasillo donde
estaba su saco y comenzó a colocárselo: Me miró y dijo: ¿Dónde estaré la semana
que viene? ¿Qué idioma hablaré? ¿Qué aspecto
tendré?
Me acarició la mejilla, tomó el paraguas,
se acomodó el saco y salió.
P.s.: En un diario, el año
pasado, leí que una joven holandesa había sido milagrosamente curada de las
heridas sufridas en un incendio, en una pequeña localidad cercana a Amsterdam
llamada Hilversum. La crónica refiere la misteriosa desaparición de una persona
que creían un enfermero.
P.s.II: Cuando Virginia lloró
aquella tarde, pensé que nunca volvería a llorar de esa manera. Me equivoqué.
La tarde en que nació nuestro hijo, teniéndolo en su pecho, a minutos de nacer,
volvió a hacerlo. No hubo dudas en cuanto al nombre que llevaría el pequeño.
Esto no es una postdata, es solamente, la apostilla de pensar que , quizás, saliendo de la clínica, después del nacimiento del bebé, Ozil se sienta en su auto, lo enciende, coloca la media que se le salió al bebé, sonríe, mira a Virginia , prende la radio y escucha este tema.
Para L. Mientras hay amor, hay esperanza.
Esto no es una postdata, es solamente, la apostilla de pensar que , quizás, saliendo de la clínica, después del nacimiento del bebé, Ozil se sienta en su auto, lo enciende, coloca la media que se le salió al bebé, sonríe, mira a Virginia , prende la radio y escucha este tema.
Para L. Mientras hay amor, hay esperanza.