domingo, 30 de marzo de 2014

Que mi bebida sea dulce.





Algunas cosas me fueron referidas. Una tía, una amiga. Si cierro mis ojos y me esfuerzo, mi primer recuerdo es una silla bajita de mimbre en la que me sentaba, mientras miraba a mi madre bordar. Estaba pintada de color celeste. Yo no sé si los recuerdos que van atados a la silla celeste son ciertos. Pero la silla oficia de cadena y en los eslabones sucesivos  hay una cocina  a leña, con una olla siempre hirviente,  una repisa con frascos, un poster de “Alpargatas” y una ventanita pequeña con unas cortinas con un estampado de flores.
Yo  tendría cerca de cuatro años. Vivíamos en el campo. Y cuando digo en el campo quiero decir en el campo. En el medio de él. A cincuenta kilómetros del pueblo más cercano. A más de doscientos de la capital. La casa en la que vivíamos era cómoda, fresca en verano y amablemente tibia en los inviernos de escarchas y pastos blancos. No teníamos electricidad, de manera que el horario de la casa se acomodaba al del sol. 
Nos levantábamos al alba, a eso de las cinco. Mamá ya tenía la leche caliente y el pan tostado. Recuerdo el sabor del dulce de tomates que preparaba Matilde, una tía a la que le decíamos así pese a que no había parentesco alguno con ella. 
Yo era la mayor de cinco hermanos. La más pequeña también era mujer, los otros tres , varones. Salíamos para la escuela en un carro guiado por Capricho. Capricho era un zaino  que papá había destinado a tirar del carro desde joven. (Creo tener guardada una foto en la que yo , muy pequeña estoy montándolo). 











Siempre me entristeció el hecho de saber que nunca en su vida Capricho iba a hacer otra cosa que tirar del carro y recuerdo que , luego de mucho insistirle, papá me dejaba sacarlo a pasear por el campo, conmigo de a pie, llevándolo de una soga finita que rodeaba su cuello. Sin que papá me viera yo lo dejaba correr por el corral grande. Las primeras veces lo llamaba y no venia. Debía ir a buscarlo lejos, a los límites de alambre. Tomaba la soguita del suelo y lo retaba en voz baja al oído mientras le hacia un silbido corto (no estaba bien visto que las niñas silben, pero mi hermano Carlos, el más grande de los varones, me enseño a hacerlo a cambio de una revista de historietas) y, mientras silbaba, le decía su nombre. A las pocas tardes, Capricho volvía con mi silbido. 
Para ese entonces tendría unos doce años.



En invierno, cuando el sol se iba temprano, cenábamos  a la luz de unos velas grandes que mamá ponía sobre unos platitos. Había uno o dos especiales para colocar la vela -que mi mamá llamaba candeleros -  con una especie de asa para agarrarlo, pero ella los reservaba para llevar a las habitaciones , al acostarnos.

Teníamos una habitación para las niñas y otra para los niños. De manera que yo dormía con Mercedes, mi hermana menor. Un pasillo separaba las habitaciones de los hijos con las de nuestros padres. 
Pero no había ni pasillo ni puertas que pudiesen acallar los gritos.
Si alguien me preguntase: ¿Cuándo comenzaron? Yo tendría que contestarle: Los gritos están allí desde siempre. Discusiones. Recriminaciones. La voz de mi padre no se escuchaba nunca y, cuando se la escuchaba, era la última. No había ninguna palabra después de la suya. Me recuerdo tapada hasta mi cabeza con mis manos en mis oídos y, aun así, escuchando aquello. Antes que a la muerte, temí, con temor de espanto,  que mis padres se separasen. La idea de padres que se separan no era muy común por aquella época y mucho menos allí, en el campo. Pero esto lo pienso hoy, adulta. Un niño no entiende ni de usos ni de costumbres, solo escucha gritos y  llantos. Algún cachetazo feroz que todo lo calla. Y luego, la sal en mis mejillas. Y mis manos que siguen apretando mis oídos más y más.
Mi madre amaba a mi padre. De la extraña manera en la que algunas mujeres aman a sus hombres. Perdonándoles todo. Sufriéndolos. Convirtiéndolos en el centro de su pequeño universo.


Mi padre era hijo de irlandeses. Su pelo rojizo, las pecas en su rostro y una tozudez a toda prueba lo delataban. Sus manos eran pesadas y grandes y sus dedos eran como las sogas con las que atan los barcos. Caminaba erguido y rara vez sonreía. Trabajaba de sol a sol, siempre vestido con una camisa y pantalón color marrón. Después de cenar  solía quedarse sentado en su sillón tomando su bebida preferida, ginebra, a la que él insistía  en llamar gin por más que en la botella se leyese, claramente, ginebra. Una vez le escuché decir que su bebida preferida era el whisky, pero la dificultad para conseguirlo y la habitualidad de beberla en el bar del pueblo, hicieron que la adoptase. En algunas oportunidades, cada vez más usuales, papá  bebía de más. Esa noche habría gritos asegurados. Más de una vez lo escuché, iracundo: “…Y nunca más me van a ver…”, “…a Irlanda me voy a ir, ya van a ver…” y cosas por el estilo. Mamá nos miraba y nos hacía gestos que significaban: “ya se le va a pasar”.


Pero una vez no se le pasó. Y pasó. Papá dejó una nota en la estación. Junto con una caja. La trajo el cuidador, un morocho bajito llamado Ramón, que reía siempre . A veces de divertido , a veces de nervioso. Esa vez reía de tantos nervios que traía.  
Al parecer en la nota se despedía y nos dejaba un dinero para que nos arreglemos durante un tiempo.
Mamá lloró durante tanto tiempo como jamás pensé que alguien podía llorar. Al principio lloraba a escondidas , pero luego ya lo hacia delante de todos nosotros.
Yo tenía catorce años. Y fue allí cuando sin previo aviso, se esfumó mi adolescencia y me transformé en adulta. Fui, de repente,  madre de mis hermanos, a quienes debía cambiar, alimentar, retar y acariciar. Fui mamá de ellos y mamá de mi mamá.


Ella bajó tanto de peso que una tarde vino un medico, pero no del pueblo sino de la capital a verla. Le dieron una dieta que debía respetar a rajatabla y unas vitaminas.
No fueron necesarias, mamá se ahorcó del tirante principal del galpón grande. 
Recuerdo  -algunos recuerdos son indelebles, tatuajes en negro dolor - cuando la vi: Su pelo rubio colgaba sobre su cara. Tenía un vestido que usaba solo para las grandes ocasiones y esta , sin dudas , era una de ellas. En sus pies había un solo zapato color rojo. El otro estaba en el piso, junto a su cartera.  Debajo de ella estaba “Frances” la border collie de papá, como esperando.



Nuestra tía Matilde –la tía que no era tía- nos llevó a  vivir a su casa. Matilde vivía con su pareja Alfredo . Ella había tenido un matrimonio anterior en el cual había enviudado hacia ya algunos años. No había tenido hijos y , al parecer, ya no los tendría. 
Al poco tiempo de llegar , mis hermanos y yo, nos dimos cuenta de algo: no habríamos  de escuchar allí ni gritos ni reproches. Matilde amaba a Alfredo de una manera casi religiosa y Alfredo retribuía tanto amor con la respuesta única, exacta: más amor. Se hablaban cariñosamente, se sonreían, se acariciaban en contactos breves, casi imperceptibles. La  mano de él  en la  espalda de ella, al pedirle permiso y pasar por detrás suyo. La mano de ella en la mejilla de él, al despedirse.
Ella cocinaba sus mejores platos cada día, sin motivo que lo requiriese , sólo el cocinarle a él.
El entraba con flores una o dos veces por semana, generalmente crisantemos, que ella colocaba con cuidado en un viejo jarrón de porcelana china.



Yo sentía que mi vida era como una botella que se iba llenando con los diferentes líquidos que iban derramándose a mí alrededor: líquidos de lágrimas. De lágrimas de dolor y desamor. Pero también de risas. Y de la alegría del amor. Y sentía que se iba conformando una bebida extraña de un sabor y de un color desconocido. Y deseaba con todo mí ser que mi bebida fuese dulce. Y que provoque placer  en quien quiera que alguna vez me beba.




Nunca supimos de papá. Algunos años más tarde, un pariente que vivía en la capital, nos dijo que había muerto.

Yo tenía, en ese entonces, dieciocho años. El único recuerdo que tengo de aquella vez, cuando escuché la noticia, fue sentirme otra. No era yo la que escuchaba. Era otra. La niña que amaba a su padre, la joven que lo veneraba y respetaba, la que se tapaba por las noches para no escucharlo gritar, ya no era. Y escuché esa noticia como si estuviese en otro lado, mirando de lejos aquella escena, volando. Veo la casa de Matilde y me veo allí sentada. Y veo (y escucho) al hombre decir: tu padre ha muerto. Pero estoy lejos, volando. Y ningún frío me recorre. Ningún remordimiento me carcome. Sigo mirando de lejos y espero a que el hombre se vaya. 
Y recién allí, entro en mi cuerpo de nuevo, miro a mi tía Matilde y le pregunto: 
¿A qué hora llega el tío?